Wednesday, October 18, 2006

CARLOS GARCIA MIRANDA ( + )


 Carlos García Miranda (1968 - 2012) Escritor perteneciente a la generación de los noventa. Destacó como docente universitario en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM).
Realizó estudios de maestría en literatura en la UNMSM y estudios de doctorado en la universidad de Salamanca, España. Publicó ensayos y cuentos en revistas especializadas de España, Estados Unidos y Perú.
En 1992 ganó el Primer Premio en los Juegos Florales Interuniversitarios de la UNMSM con su libro de relatos Cuarto desnudo, que se publicó en la editorial Dedo Crítico (1996). Fue finalista en el Premio de Novela de la Universidad Nacional Federico Villarreal con su libro Las puertas (Lima, 2002).
Como ensayista publicó Utopía negra. Identidad y representación cultural en la narrativa negrista de Antonio Gálvez Ronceros (Lima, 2009). 
Esta breve biografía es una muestra pálida de la valía de Carlos, tanto como escritor y como persona. Cuando subí este cuento, Carlos era un escritor inquieto con muchos compromisos intelectuales. Lamento mucho su fallecimiento, y haberme enterado solo tiempo después.




HISTORIA DEL ASESINO, LA VÍCTIMA Y EL PERRO

Parecía que el tipo sabía lo que hacía. Sentado sobre esa ruma de periódicos esperaba pacientemente a su víctima. Mientras fumaba cigarrillos negros, pensaba en lo que haría después. Un trago donde Henry’s, seguro. Luego vuelta a casa. Esperaría la llamada de Nick. Tendido sobre su viejo sillón desvencijado miraría televisión. Nick llamaría después de varios programas. El tío ya es fiambre, diría. Y Nick aprobaría la noticia con un good, good boy. Pasa a cobrar a eso de las cinco en el Café de Monk, diría luego. Y colgaría. No le daría tiempo para más detalles. El tipo tampoco esperaría más. Un par de horas después saldría de su apartamento. Tomaría la avenida principal. Aprovecharía para ver que están pasando en el cine América, su preferido. Si es jueves, pasarían las de Jacky Chan, y si es viernes las de Clint Eastwood. Cualquier otro día preferiría ir temprano al Henry’s. Tomaría su Capitán. Buscaría alguna mujer, bailaría, se emborracharía, pelearía con alguien, intentaría matarlo. Y después, ya de madrugada, volvería a su pieza. Al otro día esperaría una nueva llamada, no importaría si fuera el mismo Nick o Laredo o cualquier otro. Dame el nombre y el lugar, y asegúrate que la paga sea en billetes chicos, nada más, del resto me encargo yo, diría el tipo mirando su enorme panza en el espejo de su habitación. Y volvería a sentarse en algún lugar a esperar a su víctima, como ahora.
En su encuentro con Nick habría de tener más cuidado que con su víctima. A lo largo de los años eso ha llegado a cansarlo. Es casi como un rito. Nick trataría de joderlo con la paga. Llevaría gorilas, armas y amenazas. Finalmente le entregaría el dinero. Era una broma viejo, nada más, diría Nick después, mientras miraba a sus gorilas tendidos en la acera, muertos. Luego al América o el Henry’s, igual.
Todo esto pensaba el tipo mientras esperaba. Poco más tarde apareció su víctima. Traía un hermoso roadwailler cogido de un enorme collar metálico. ¿Mataría también al animal? Eso se vería después, aunque interiormente pensaba llevárselo como parte de su paga. Y es que en verdad era un hermoso animal, de imponente porte y mirada mortalmente homicida. Si fuera perro me gustaría ser como él, se decía el tipo. Luego comenzó a seguirlos. Dos cuadras después la víctima entró en una licorería. ¡Maldición!, exclamó el tipo. Y esperó en la entrada. Nuevamente sentado sobre la vereda, metió la mano dentro de su americana. Sintió la pistola. Era una Colt. La había adquirido de un amigo. Otro matón que murió en manos de su mujer. ¡Que ironía!, pensaba, Franky llevaba matando cerca de treinta tipos en los dos años que lo conocía. Y se deja matar por su mujer en la bañera de un hotel. Se había ido de juerga con una rubia del Casino. Estaba feliz porque Aníbal lo había buscado para un trabajo. ¡Aníbal!, vaya suerte de ese mal nacido, se dijo. Seguro que se forraba con varios grandes. Y es que con Aníbal no se trabaja por menos de diez mil. Yo habría festejado igual. ¡Era Aníbal! Los ojos del tipo se encendieron al recordar la figura de Aníbal. Lo veía en su convertible rojo, con Pam al lado, hablándole de las cosas que se podían hacer en esta ciudad. ¡Es una mina! Exclamaba Aníbal al volante. Y claro, hizo un par de trabajos para él, cosas de poca monta en verdad, pero muy bien pagadas. Luego ocurrió lo de Pam, y tuvo que zafar el culo. Aníbal no lo mandó matar porque Pam intercedió. Además le juró que en verdad no había pasado de un par de miradas. Y Aníbal le creyó. Pero ya era imposible tenerlo cerca, así que se tuvo que ir. Otra oportunidad perdida.
Y bueno, Franky terminó llevándose a aquella rubia a un hotel. Seguro no esperaron mucho para desvestirse y meterse a la cama. Veinte minutos después Franky estaba en la bañera limpiándose el sudor. Ahí apareció su mujer. Tenía una escopeta de doble cañón. Encontró a la rubia dormitando en la cama. Y sin miramientos le disparó a quemarropa. Luego comenzó a buscar a Franky. Lo encontró en la bañera. Él no podía creerlo, pero sí, era su mujer quien ahora le apuntaba. Fugazmente recordó cuando la conoció en un puesto de abarrotes en un mercado. Se veía tan inocente. Y no tuvo tiempo para más, porque en ese mismo instante ella le descargó todos los proyectiles en el cuerpo desnudo.
Muchos no son capaces de matar una mosca, hasta que se le presenta la oportunidad, balbuceó el tipo. Poco después su víctima salió de la licorería. El perro revoloteaba a su alrededor. Seguía pareciéndole un hermoso animal. Entonces se acercó. Cuando estuvo a un par de metros le disparó. Su cuerpo cayó de bruces sobre la vereda. Y el perro, al verse libre, corrió despavorido a lo largo de la avenida, hasta perderse de vista. Cualquiera diría que se horrorizó con el crimen. El tipo avanzó hacia el cuerpo inerte de su víctima, y ante la mirada atónita de docenas de transeúntes, le dio el tiro de gracia. Fue en el ojo derecho. Era su firma. Luego corrió hacia la acera de enfrente. Se metió a una estrecha calle, saltó una berma, cayó sobre un jardín pelado. Y siguió corriendo, hasta sentirse lejos y seguro. Después tomó un taxi a su apartamento. Al llegar, cogió una cerveza del refrigerador, bebió varios tragos, y llamó a Nick. La misma historia. Pasa por el Café de Monk. El tipo asintió. Quedaron para dos horas después. Sentado frente al televisor el tipo no podía dejar de pensar en el perro de su víctima. Se le imagino en esa misma sala, junto a él, viendo televisión. Poco más tarde salió a su encuentro con Nick. Llevaba su Cold. Al llegar ocupó una de las primeras mesas que da a la ventana. Desde ahí miraba la calle. Veía a la gente cruzando apresuradamente las pistas, niños jugando, vendedores, y a los gorilas de Nick bajando de un convertible negro. Esta vez no hubo sorpresas, y recibió de manos de uno de esos gorilas su paga. Dos mil. Luego salió, tomó un taxi al centro de la ciudad. Deambuló una media hora entre los Cafés, cines y bares. Finalmente se metió a una tienda de animales. Compró un perro parecido al de su víctima. Se lo llevó a su pieza. Y junto vieron televisión esa noche. También las otras, hasta el fin de sus días, que, por cierto, no tardó mucho.

Friday, October 13, 2006

IVAN THAYS


Iván Thays (Lima 1968).  Con estudios de Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú
En 1992 publicó su primer libro Las fotografías de Frances Farmer. Entre sus siguientes publicaciones, destacan El viaje interior, La disciplina de la vanidad.  En 1998 fue finalista del Premio Copé con el cuento "La ópera gris", y ganó un Premio Príncipe Claus en 2000 por su contribución cultural y su obra La disciplina de la vanidad fue finalista del Premio Rómulo Gallegos.
En el año 2000, Thays se convirtió en conductor del programa literario Vano Oficio en TV Perú hasta el año 2008.
En 2005 creó el blog Moleskine Literario. En 2008 quedó finalista del Premio Herralde de Novela por la obra  "Un lugar llamado Oreja de Perro".


LINDBERGH

Así que todo se resume a esto. Una mañana entera viendo el rostro de Paulo y el mío en la televisión. Diez periodistas haciendo guardia en la entrada de mi edificio. Tres policías interviniendo el teléfono mientras leen un periódico de fútbol en el comedor. En cualquier momento se comunicarán. Esperar es todo lo que me queda. He llamado a Lucía para decirle que, por supuesto, hoy no haré el programa. Ella se ha puesto a llorar en el teléfono. Es imposible que esto te esté pasando a ti, dijo. Pues me está pasando. Colgué. No puedo evitar pensar en ella como una enemiga. ¿Quién no se convierte en tu enemigo cuando han secuestrado a tu hijo y tienes que estar encerrado en un cuarto con la cama sin tender, viendo fotos en los noticieros, oyendo declaraciones de supuestos amigos, de policías, de vecinos? Por ejemplo, qué extraño ver a Felipe en el noticiero del canal donde trabajo hablando de mí en tercera persona, diciendo que espera que no me convierta en el Lindbergh peruano.

Escribí Lindbergh en el buscador. Me enteré de algunas cosas. Supe, por ejemplo, que el 29 de enero de 1928 llegó a Maracay, Venezuela. Visitó el Panteón Nacional, la Casa Natal del Libertador, el Salón Elíptico del Congreso, el Museo Bolivariano. Supe que pertenecía al signo de Acuario, como Charles Darwin, Julio Verne, Mozart, Bécquer, Clark Gable, James Dean y Giacomo Casanova. Su color es el verde gris, su piedra la turmalina y el circonio y sus números de suerte 7, 14 y 20. Supe que realizó su famoso cruce del Atlántico Norte alimentándose solamente con barras de chocolate. Supe que Billy Wilder hizo en 1957 una película basada en su autobiografía, con James Stewart como Lindbergh. La música fue de Franz Waxman, que también compuso para Wilder en Sunset Boulevard. La película sobre Lindbergh se tituló “El héroe solitario”. Supe que si uno quiere reservar habitación en el Holiday Inn Paris-Orly Airport debe dirigirse al 4 ave Charles-Lindbergh Rungis 94656. Supe que un libro de Bob Burleigh lustrado por Mike Wimmer sobre el diario de Lindbergh estaba recomendado para niños de seis años como ideal para fomentar el valor, el amor propio y el buen juicio. Supe que Lindbergh debía entrar a la cabina de su avión por una trampa en la parte superior del avión o alguna de las ventanillas laterales, ya que no tenía visibilidad hacia delante y requería asomarse cada cierto tiempo hacia fuera para corregir su rumbo. Supe que un tal Jimmy Angel, piloto norteamericano nacido en Springfield, Missouri, en 1988, trabajó con él en un circo aéreo de Lincoln, Nebraska, en 1921 en un acto que consistía en arrojarse del paracaídas y hacer piruetas. Y supe también que cuando Charles Lindbergh cruzó el Atlántico sin copiloto, en un avión monoplaza llamado Spirit of St. Louis Calvin Coolidge -entonces presidente de los Estados Unidos- celebró antipáticamente la noticia que daban las radios declarando: "No veo nada extraordinario en que un hombre cruce el Atlántico. Un hombre solo puede hacer cualquier cosa”.

He tenido que bajar a la sala para contestar las preguntas de un coronel de policía que, me dijo, está a cargo del caso por orden directa del ministro del interior. Tuve que volver a contar lo que he estado contando toda la madrugada. Graciela y yo nos separamos cuando Paulo tenía un año; ella se fue a vivir a Los Angeles con su hermana. Esa semana Paulo regresó con su abuela, por primera vez en cinco años, para pasar quince días conmigo. Acondicioné un cuarto de niño en el segundo piso, compré juguetes, ropa, y contraté a través de una agencia a una empleada que tenía experiencia como nana. El número de la agencia se lo entregué a los policías que llegaron primero. Pasé todo el día con Paulo y luego nos quedamos dormidos en mi cama viendo un blockbuster. A las tres de la madrugada pasé a Paulo a su habitación y yo me quedé en la mía. Me dormí oyendo sus ronquidos tan ligeros, tan pausados. Yo mismo cerré la ventana de su cuarto. A las siete de la mañana desperté. Busqué a Paulo y a la nana. La ventana estaba abierta. Había una escalera que nunca había visto antes. Olía a éter. Me pareció que en el marco de la ventana había sangre. Sí, confirmó el coronel cuando ya me había olvidado de su voz, era sangre, pero no tiene por qué ser la del niño.

Mi madre llamó a casa diciendo que esa noche Graciela llegaba a Lima. Me pidió que fuese a recogerla al aeropuerto. Sin pelear, enfatizó. Luego, menos dura, me preguntó si estaba seguro de que no quería que fuese a casa para acompañarme. Estoy seguro, dije. Ya no sé qué más hacer, contestó ella. Me quedé un largo rato mirando un punto en medio de nada. Luego dije que la policía quería que deje la línea del teléfono libre.

Otra vez en mi cuarto, buscando datos sobre Lindbergh y el secuestro de su hijo. Se llamaba Charles Junior, fue secuestrado en marzo de 1932, alrededor de las 9 de la noche. Tenía veinte meses de edad. Los secuestradores dejaron un mensaje pegado en la ventana que nadie descubrió hasta el día siguiente. Pese a que Lindbergh pagó cincuenta mil dólares de rescate, el cadáver de Junior fue encontrado diez semanas después a pocos kilómetros de su casa. Su cabeza estaba destrozada, tenía un agujero en el cráneo y algunos de sus extremidades no fueron encontradas. Dos años después acusaron del crimen a un carpintero alemán llamado Bruno Richard Hauptmann. La letra de Hauptmann y la de las cartas de los secuestradores eran escalofriantemente idénticas. Además, gastaba mucho dinero en plena depresión y estando desempleado. Incluso se dio el lujo de perder dinero en la bolsa. Jamás confesó. Lo ejecutaron sin que llegara a comprobarse por completo su responsabilidad. La presión de la prensa habría sido la que bajó el switch de la silla eléctrica. Dicen que Hauptmann fue un chivo expiatorio. ¿Qué culpa expió? También dicen que la muerte de Junior fue una advertencia contra las intenciones de Lindbergh de postular a la presidencia de EEUU. También dicen que, en cualquier caso, Hauptmann no lo hizo solo, que era solo una pieza de recambio, un fusible, en una maquinaria echada a andar para advertir a Lindbergh que cruzar el Atlántico por primera vez era algo que difícilmente podía ser olvidado por sus enemigos.

Lucía volvió a llamar. Le conté todo lo que sabía de Lindbergh. Ella escuchó todo en un silencio que podría calificarse de estoico. Luego me preguntó si había alguna novedad sobre Paulo. Le dije que no. Me dijo que me amaba. Habíamos hecho el amor un par de veces en su hotel y en un viaje de promoción del programa, pero eso no era amor. De eso estaba seguro. Me preguntó si la había oído. No es el momento, le contesté. Yo creo que es el mejor momento, insistió. Tengo que colgarte, lo lamento. Está bien, me dijo y luego agregó: ¿puedes explicarme qué chifladura es todo eso de Lindbergh?

Me pasé el resto de la tarde imprimiendo fotografías del bebé Lindbergh. Coloqué una de esas fotos al lado de una de Paulo. El hijo de Lindbergh aparecía sentado en una silla de niño, cogiendo un cubo de playa. Paulo aparecía en la suya sentado sobre la espalda de un superman de plástico en un lugar de juegos infantiles en las Bahamas. A su lado aparecía el brazo dorado de Graciela. También había impreso una carátula de Time, Número 18, Volumen XIX, en la que aparecía un dibujo a carboncillo del hijo de Lindbergh. Pensaba reproducirlo en mayor escala y mandarlo a enmarcar para mi estudio. Un souvenir dramático para mi nueva vida. Últimamente mi programa se había ido a la mierda. Había dejado que el productor me convenza de hacer algunas modificaciones insultantes en el decorado del set y que despida a todo el equipo de investigación. Me había convertido en un payaso, un sujeto histriónico y desinhibido, lo que no sorprendía a nadie de mi familia que siempre me consideró un exhibicionista con un sentido del humor más bien oscuro. Estaba convencido de que podía volver a ser un periodista serio, incluso peligroso, como cuando trabajaba en un semanario donde me pagaban cada tres meses. También mi vida se había ido a la mierda. Solía viajar hasta Los Angeles por lo menos una vez al mes para pasar un fin de semana con ellos. Logré incluso colocar una cláusula en el contrato que me permitía esa rutina. Graciela le había contado una historia algo épica, un poco sentimental, para explicarle a Paulo porque yo aparecía y desaparecía. Luego, por teléfono, Paulo me iba contando cómo iba creciendo esa historia ficticia. Me sorprendía la imaginación de Graciela. Tenía algo poético, pero también algo cruel. Sus cuentos cambiaba según lo que leyese en aquel momento. El último año, por ejemplo, era obvio que se había aficionado a la ciencia ficción. Quizá por eso siempre notaba a Paulo un poco decepcionado cuando me veía llegar a su casa.

Además de Hauptmann estaban los nombres de Isidor Fisch, Jacob Nosovitsky, Paul Wendel, Gaston Means, the Russian OGPU, the German Luft Hansa, su propia madre Anne Lindbergh Morrow o Elisabeth Morrow, la abuela. También Wahgoosh, un fox terrier negro, mascota de la familia. Y el mismo Charles Lindbergh. Todos esos nombres, en algún momento, para alguna teoría, habían aparecido como culpables de la muerte del bebé Lindbergh. O el torpe de Hauptmann lo dejó caer de la escalera mientras se lo llevaba; o fue un complot del gobierno contra un probable candidato presidencial demasiado cercano a las nacientes políticas fascistas de Europa; o fue una conspiración de un grupo de judíos vengándose porque el padre de Lindbergh -el abuelo de Junior- no permitió que un grupo de inversionistas judíos fundaran un banco; o el niño era hiperactivo y tenía que ser atado a la cama, pero esa noche logró desatarse y murió al caer por las escaleras y fue devorado por Wahgoosh; o el mismo Lindbergh o cualquier otro miembro de la familia lo habría matado por un descuido, o un maltrato, y luego ocultó el hecho con la estafa del secuestro para que no dañara su imagen pública y sus posibilidades políticas. Cada teoría tenía sus pruebas y sus coartadas. En internet habían tantas páginas dedicadas a Hauptmann como a Lindbergh, y decenas de foros preguntándose quién mató al bebé y por qué. También habían unos files desclasificados del FBI dedicados a Lindbergh. Se me ocurrió imprimir algunas de esas páginas para ir a buscar a Graciela y leerla mientras esperaba en el aeropuerto.

Cuando se quitó los lentes oscuros descubrí que tenía los párpados pesados, que estaba cansada y se moría de miedo. En el auto hacia la casa me insultó, desde luego. Dijo que era mi culpa por hacerme el payaso en la TV, por haber contratado a una mujer extraña en una agencia de estafadores que seguro eran también parte de la banda. Le dije que la policía pensaba lo mismo que ella. Y también que decían que el secuestro lo habían dirigido desde la cárcel. Y que había un identikit de la secuestradora en cada carro policía y además lo pasaban cada diez minutos en la televisión, junto a la cara de Paulo (no le dije que aquel identikit no se parecía en nada a la chica). Al fin se cansó de insultarme y me pidió que le cuente cómo fue. Le conté todo, menos lo de la sangre. Cuando llegamos a la casa mi madre estaba en la puerta, confundida entre los periodistas que no dejaban de pedirme declaraciones. Con extraña felicidad mi madre me advirtió que el mismo presidente había dicho en una entrevista en TV que me daba su apoyo. Mi madre había organizado a un grupo de oración para una vigilia en la puerta del edificio, en la que habían colocado un lazo amarillo. Cada vez que secuestraban a alguien ponían un lazo amarillo en las puertas y algunos lo llevaban en la solapa. Ella llevaba uno y los periodistas que nos impedían avanzar también los llevaban. Mi madre se quedó organizando la vigilia. ¿En qué momento ganaste tanto dinero?, preguntó Graciela mirando la decoración de mi departamento. Tuve bastante suerte, le dije. Quiso ir al cuarto de Paulo. Encendió el televisor que había colocado en una cómoda y se quedó dormida en su cama viendo unos dibujos animados. La luz parpadeante del televisor caía sobre su rostro y lo volvía sombrío y luego alegre, y viceversa.

Volví a encender la computadora. Me resultó tristísimo leer esos files del FBI sobre Lindbergh. Por lo visto, Edgar Hoover estaba convencido de que Lindbergh era un conspirador nazi. En una carta al presidente Roosvelt lo llamó The nazi pet. No parecía un error. Lindbergh había recibido una medalla de manos de Hitler en 1938, apenas unos años antes de la guerra mundial. Y cuando la guerra estalló, Lindbergh se opuso a que Estados Unidos ataque a Alemania con la excusa de que esos líos eran de política interna. Pero lo más contundente era el lenguaje de los escritos que publicó ese año. Usaba palabras como raza aria, virilidad, superioridad, disciplina, con la misma convicción con que Hitler las utilizaba. Incluso publicó en un Reader Digest de 1939 un artículo titulado “Aviación, geografía y raza”. Escribí varias fórmulas: lindbergh+FBI, lindbergh+nazi, lindbergh+war. También escribí el nombre de cada uno de los probables asesinos. Y de pronto, en algunas de las búsquedas, la pantalla me reveló las fotografías del cadáver del bebé Lindbergh.

Entonces entendí todo. Entendí quién era el sujeto que cruzó el Atlántico, quiso ser presidente, se dejó seducir por el nazismo, y luego viajó por todo el mundo en misión filantrópica. Y quién era aquel otro: el héroe que voló solo sobre un Atlántico enfurecido, sacando la mitad de su cuerpo por la parte superior de un avión inestable para no corregir su ruta. Y sobre quién era el otro héroe, Junior, atrapado en medio de quién sabe qué viaje más largo y definitivo que el de su padre, un bebé de veinte meses al que habían dejado solo y sin posibilidad de verificar el rumbo en medio de las nubes, un héroe cuyo corto viaje terminó en un basural con el cráneo roto y las extremidades probablemente devoradas por un fox terrier engreído o un perro salvaje o un demente que pensó que los brazos del hijo de Lindbergh podían costar mucho en un mundo de periodistas y revistas de chismes y lunáticos que revisan la basura de sus ídolos para guardarse el papel higiénico. ¿Qué pensaba Lindbergh mientras su aeroplano perdía equilibrio y amenazaba con caer en cualquier momento sin posibilidad de consultar a nadie qué había que hacer, teniendo que decidir todo completamente solo? ¿Y qué pensaba su hijo, qué palabras recién aprendidas dijo, mientras lo arrastraban por una escalera, despierto de un sueño que no debió terminar así, con un niño absolutamente solo en medio de un mar extraño como una roca o un basural tan solo a unos cuantos kilómetros de su casa? Y, dios mío, sobre todo qué podía pensar Paulo, en aquel mundo de ventanas abiertas, completamente solo en su frágil monoplano, en mitad de un viaje oscuro y solitario al que ni su madre ni yo lo hemos podido acompañar. Vamos, bebé Lindberg, recé, tú puedes hacerlo, vuelve a casa.

Fui hasta el cuarto de Paulo, apagué el televisor y saqué la cabeza por la ventana abierta. Afuera se oían los rezos. En el cuarto, los leves ronquidos de Graciela que me recordaban a los de su hijo. Aquellos ronquidos como un mar adormecido. Como una marea baja. Como una ola golpeando la arena de una playa. Una playa oculta donde desciende un monoplano con el piso alfombrado de envolturas de barras de chocolate. Una playa segura, firme. Una playa que cabe en la palma de mi mano.

CHRISTIAN REYNOSO TORRES


Christian Reynoso (Puno, Perú, 1978). Escritor y periodista. Es uno de los jóvenes representantes de la nueva literatura peruana: autores sin complejos ni deseos reivindicativos, formados en el periodismo y cuyos primeros trabajos van mostrando exigencia y ambición, señaló la revista española "Literaturas.com", a propósito de la publicación de su primera novela “Febrero lujuria” (Matalamanga, 2007), la cual recrea a través de la ficción literaria la Festividad de la Virgen de la Candelaria celebrada en la ciudad de Puno.
En el 2013, ha publicado su segunda novela “El rumor de las aguas mansas” (Peisa, 2013), que revela la compleja realidad del altiplano peruano y es también una conmovedora exploración de los excesos a los que puede conducir la violencia, y del significado que, en contraposición, adquiere la verdad como valor supremo de la sociedad.
También ha publicado el libro de cuentos “Los ojos de la culebra” (Universidad Nacional del Altiplano, 2013) y los relatos “Los testimonios del manto sagrado” (2001). Y en el género periodístico, a través de Lago Sagrado editores: “Látigo del Altiplano” (2002) y “El último Laykakota” (2008) que retratan las biografías de los personajes puneños: el periodista Samuel Frisancho y el pintor Francisco Montoya. Además, cuentos suyos han sido publicados en revistas literarias y blogs, y forman parte de algunas antologías, entre ellas: “Antología del cuento peruano 2001-2010” de Ricardo González Vigil; “Diez años de literatura puneña 1996-2006” de Jorge Flórez-Aybar; “Antología comentada de la literatura puneña” de Feliciano Padilla.
Escribió las columnas de opinión y crónicas “La Tertulia del Fantasma” y “La Chuspa del Diablo”, en los diarios Los Andes y Correo de Puno. En 2001 y 2003 ganó los Juegos Florales de la Universidad Nacional del Altiplano en el género cuento. En 2007 recibió el Premio Nacional de la Juventud en el área de Periodismo, otorgado por el Ministerio de Educación del Perú.
Actualmente cursa la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Vive en Lima desde el año 2008.

LOS DUEÑOS DEL MUNDO

–Tiene que ser un gato color café –dijo doña Sara, con autoridad y decisión–. De lo contrario, no servirá de nada –concluyó.
Al otro lado del teléfono, Patricio desde New York, añadió, que por supuesto, tenía que ser un gato color café y además de diez años.
¿Dónde encontrarlo? Ese era el único problema. No tenían la menor idea. Tampoco lo buscarían de techo en techo y menos, visitarían los albergues de animales. Fue entonces que Aguirre, amigo de ellos, les recomendó poner un aviso en el periódico. Ensayaron varios textos, hasta quedar conformes con uno. El publicado fue el siguiente:

SE COMPRA UN GATO DE COLOR CAFÉ Y DIEZ AÑOS DE EDAD
Buena salud (Indispensable)
Se paga desde $ 50.00
Dirigirse a Pablo Sexto H -10 de 1 a 5 de la tarde el día viernes

Cumplido el plazo, se presentaron 37 ofertas de gatos. Patricio llegó desde New York para la selección. La sala, donde recibieron a los gatos y a sus dueños, se llenó de ronroneos, maullidos y murmullos. Cada quien pretendía vender a su gato a costa de convincentes e inteligentes argumentos.
Después de una larga y difícil deliberación, doña Sara y Patricio, ayudados del incondicional Aguirre, se decidieron finalmente por 2 de los 37 gatos. El uno, flaco y de pelaje fino; el otro, gordo, bigotón y de pelaje ordinario.
Para la noche, les dieron abundante agua y pedacitos de sardina. Luego, con paciencia de relojero, los hicieron dormir haciéndoles suaves caricias en las orejas.
Al día siguiente, desde muy temprano, doña Sara puso en práctica sus buenos oficios de cocina. Patricio, destapó una botella de cogñac y esperaron la hora del almuerzo. El plato de fondo fue gato al horno con ensalada mixta.
Por supuesto, Aguirre fue el invitado de honor.

* * *

Momentos después de que Franco Hinojosa vendió a Gaitán, su gato, gordo y bigotón, sintió un enorme vacío. Primero en el estómago y luego en el corazón. Había razón: lo quería, pero también necesitaba el dinero. Los 70 dólares que recibió y que ahora llevaba en el bolsillo, le servirían para concretar uno de sus proyectos más deseados.
Lo único que le molestaba, era haberse quedado sin saber cuál sería el destino del gato. Era extraño que los compradores pagaran tanto dinero por él, a pesar de ser un gato ordinario. Al preguntarles, no quisieron dar mayores detalles. Le respondieron que las preguntas no estaban permitidas.
–Nosotros pagamos y usted no pregunta –le dijeron–. Y si no está de acuerdo, ha sido un gusto y hasta luego.
Ni modo, se dijo Franco Hinojosa, necesitaba el dinero. Por último, la más perjudicada sería su sobrina Gabriela, pintora, que esos días terminaba un cuadro en el que Gaitán le servía de modelo. Sabía que ella pondría el grito en el cielo y le reclamaría no haberla informado con anticipación. Pero no importaba. Él estaba seguro que había hecho lo correcto. Era justo y necesario.
Con ese dinero podría pagar tres avisos seguidos en el periódico más leído de la ciudad, anunciando la venta de su casa. PRECIO RAZONABLE Y BUENA UBICACIÓN, hizo notar en la segunda línea; y en la tercera, más grande, el número telefónico al que los interesados podrían llamar.
Una vez vendida la casa y con dinero de sobra, tramitaría sus papeles para salir del país. Quería vivir en una ciudad de Centro América y allí, tendría todos los gatos que quisiera. Tenía que remediar la pérdida de Gaitán.
La casa, como decía el aviso, efectivamente gozaba de una buena ubicación, no había tráfico y tampoco estaba lejos del supermercado. Además, estaba vacía. Apenas, en el primer piso, había un teléfono y un colchón en el que dormía Franco Hinojosa. Por lo demás, las habitaciones del segundo piso estaban vacías. Hacía poco, Gaitán había sido otro de los ocupantes, pero ahora, ya era parte del pasado.
En fin, después de haber pagado los tres avisos en el periódico, Franco Hinojosa regresó a su casa apurado. Ni bien entró, se acomodó en el colchón, cerca del teléfono, y se dispuso a contestar las llamadas que recibiría. Así, pasaron dos y tres días y luego, dos y tres semanas, hasta cumplirse un mes. Nadie llamó. Franco Hinojosa quedó seco de sed y muerto de hambre.
A los pocos días, recibió la visita de su sobrina. Gabriela entró alegre y efusiva, diciéndole que lo había estado llamando por teléfono para darle una buena noticia: se iba al Brasil; pero que todas las veces sólo contestaba el tono que indicaba teléfono fuera de servicio.
–Y claro –continuó Gabriela–. Si desde hace un mes que no pagas la cuenta. ¿Te has olvidado? –preguntó–. Si el recibo está allí, debajo de la puerta de calle –finalizó.

* * *

Por fin, a tanta insistencia, firmaron el papel que le autorizaba la visa de residencia en el Brasil. Gabriela, ahora, tendría en adelante tres semanas para alistar sus maletas, despedirse de los amigos y terminar de pintar unos cuadros. Ver también, que su tío Franco, quedara en buenas manos (los últimos días había sufrido un colapso nervioso).
Gabriela hubiera querido llevarse a Gaitán, el gato del tío, pero había sido vendido a unas extrañas personas que pagaron una suma considerable por él, a pesar que no era un gato fino, pero sí simpático. Por eso, el día que Franco le dijo que Gaitán no estaría más con ellos, se quedó con los crespos hechos. No podría terminar de pintar Los gatos borrachos. Cuadro que tenía como modelo principal a Gaitán. Puso el grito en el cielo y luego, resignándose, guardó el lienzo. Mejor se dedicaría al cuadro de las prostitutas de la calle Tristán.
Igual, no podía quejarse. Las cosas estaban saliendo bien los últimos meses y todo marchaba sobre ruedas. Había obtenido la visa y hasta recibió la llamada de un comprador, de apellido Aguirre, que había visto uno de sus cuadros –el de los mimos- en una exposición, y que estaba interesado en comprarlo. Ella respondió, que por supuesto, hablarían de precios. Sabía que, si concretaba la venta, ese dinero le caería a pelo. Mientras más ingresos, estaría mejor en el Brasil.
A los dos días concertaron una cita. Gabriela lo invitó a su taller. Aguirre admiró y elogió sus cuadros. Dijo que el de los mimos le gustaba de manera especial porque le traía recuerdos de la infancia. Lo pondría en el lugar más vistoso de su oficina y estaba dispuesto a pagar lo que ella pidiese. Gabriela puso su mejor sonrisa y terminaron en buen acuerdo. Aguirre salió contento con el lienzo y Gabriela recibió más dinero de lo que esperaba.
Llegado el día de su viaje, muy temprano recibió una llamada. Era su amiga Azucena que le decía que su tía había fallecido y que por favor le prestara su vestido negro. Lo necesitaba para ir al entierro. Gabriela le dio las condolencias y en la siguiente media hora le llevó el vestido.
–Quédatelo –le dijo al entregárselo.
–Sólo lo quiero para hoy –contestó Azucena.
–No te preocupes, sabes que hoy salgo del país.
–Gracias amiga. No sabes cuánto te lo agradezco.
–Y ahora me voy al aeropuerto. Ya es hora –concluyó Gabriela.
Se despidieron y se dieron un fuerte abrazo. Enseguida, Gabriela tomó un taxi y ordenó al aeropuerto. Luego de constatar el itinerario del vuelo, estuvo sentada dos horas en la sala de espera número 7. La impaciencia y la emoción se la comían. Pensó en todo lo que haría. Primero estaría en las playas de Porto Alegre y luego se instalaría en Sao Paulo. Allí empezaría una nueva vida y un nuevo concepto de creación pictórica con las costumbres y tradiciones que conocería y aprendería.
De pronto, por los altoparlantes anunciaron que los pasajeros de la sala 7 con destino a la ciudad de Sao Paulo, verificaran sus papeles en el último control para luego, abordar el avión. Todos hicieron lo propio. Gabriela también. Cuando llegó su turno, entregó el pasaporte y los documentos necesarios.
–Espere un momento –le dijeron amablemente.
Verificaron en las computadoras. A los dos minutos le informaron que no podría salir del país. Ahí mismo, vino un agente de seguridad y la llevó a una oficina cercana. La hizo sentar en una silla.
–Espere por favor –le dijo.
Gabriela quedó muda. No entendía que pasaba. Esa contrariedad, imprevista, le cortó el habla. No sabía que decir ni hacer. Pero estaba segura que se trataba de un error.
Pasaron 20 largos minutos y por fin alguien regresó. No era el agente de seguridad, sino, un señor alto y de terno oscuro. Gabriela lo reconoció al instante. Era el hombre que le había comprado el cuadro de los mimos. ¿Qué apellidaba? ¿Qué apellidaba? Aguirre, recordó.
–Disculpe señorita –dijo el hombre–. Hemos cometido un error con sus papeles. Esperamos no haberle causado inconvenientes –Y luego, le dio una serie de explicaciones.
Cuando Gabriela salió de la oficina, no pudo contener las lágrimas. Había sucedido un error de homonimia con su nombre.
El avión había partido sin ella.

* * *

Aguirre, a sus cuarenta y cinco años, se tiró la gran borrachera de su vida, después de haber almorzado gato al horno con ensalada mixta, en la casa de unos amigos. Fue tal la borrachera, que no pudo pararse de la silla sino hasta después de dormir un par de horas. Cuando despertó, tampoco pudo. La cabeza le daba vueltas y los efectos de las botellas de cogñac que había bebido, seguían presentes. Tuvieron que levantarlo entre dos, muy a pesar de todas las groserías que dijo. Después de tenerlo en pie, llamaron a Leonor, su amante, para que lo llevara a descansar.
–¡Hombre! –dijo cuando lo vio–. ¿Hasta qué extremos tomas?
Pero Aguirre, ensimismado en su maravilloso mareo, apenas escuchó. Las voces le venían lejanas y llegaban a su cerebro como ecos disparejos. Sin embargo, lo que sí pudo sentir y reconocer, fue el olor de Leonor: a miel y limón.
Lo subieron a un taxi. Leonor fue al lado del conductor, y él, en el asiento de atrás. Apoyó su cabeza en el espaldar y luego de intentar diferentes posturas, logró acomodarse a sus anchas.
–Leonor, Leonor –logró balbucear–. ¿A dónde vamos?
–No fastidies hombre –respondió Leonor–. Y duérmete de una vez.
Las últimas palabras de Leonor retumbaron varias veces en la inconciencia de Aguirre. Duérmete de una vez, duérmete de una vez, duérmete de una vez… En ese continuo tamborilleo verbal Aguirre quedó dormido. Nunca pudieron bajarlo del taxi. Antes que su mente estuviera en negro, tuvo repentinas imágenes: se vio abrazando a Leonor por la cintura y luego, desnudándola lentamente. Después le mordía una oreja, le acariciaba los senos y le hacía el amor.
Al día siguiente, cuando Aguirre despertó, lo primero que salió de su boca, fue un grito de terror y angustia.
–¡Por la puta madre! –gritó, muy peruanísimo y cerró los ojos.
En el asiento de adelante, Leonor, desnuda, estaba apoyada en el pecho del conductor. Él la abrazaba por la cintura.
Ambos roncaban de placer.

* * *

Se cumplían ocho días del entierro de Leonor. Azucena, su sobrina, seguía sentada en el sillón de la sala, donde Leonor había sido velada.
Una capa de polvo cubría su vestido negro. Sus ojos, todavía llorosos, se veían confundidos en el limbo de la naciente soledad que ahora le tocaría vivir, sin la tía Leonor.
Había sido como su madre. Aún recordaba los momentos cuando tía Leonor salía todas las mañanas al huerto a recoger los huevos de la codorniz y de la gallina japonesa que criaba con mucho empeño. Aunque no tanto, como el que ponía en las legumbres que sembraba: espinaca, lechuga, acelga, hierba luisa y repollo. Azucena la miraba desde la ventana de su habitación y era feliz. Pero ahora, esos momentos nunca más volverían a repetirse. Lo había entendido hacía ocho días desde que se sentó en el sillón de la sala. Y es que lo que Azucena hizo después del entierro nadie lo sabe.
Apenas terminó de despedir a la gente en el panteón, regresó a su casa y cerró la puerta con llave. Luego, abrió un estante y sacó las pastillas prohibidas de Leonor. Enseguida, preparó un vaso con agua y se las bebió. Por último, se sentó en el sillón de la sala.
A los ocho días, cuando los vecinos entraron a la casa por la fuerza, la encontraron en la misma posición. Su cadáver empezaba a oler mal y una capa de polvo cubría su vestido negro. Sus ojos, todavía llorosos, se veían confundidos en el limbo que ahora viviría sin la tía Leonor.

Thursday, October 12, 2006

OSCAR COLCHADO


Óscar Colchado Lucio, poeta, cuentista y novelista, nació en Huallanca, Ancash, en 1947. Reside en Lima desde 1983. Anteriormente vivió en el puerto de Chimbote, donde fundó el Grupo Literario Isla Blanca y dirigió la revista Alborada/ Creación y análisis. Es profesor de Lengua y literatura. Entre sus obras narrativas más importantes figuran: en cuento: Del mar a la ciudad (1981), Cordillera Negra (1985), Camino de zorro (1987), Hacia el Janaq Pacha (1989) y La casa del cerro El Pino (2003).En novela juvenil: Tras las huellas de lucero (1980), Cholito en los Andes mágicos (1986), Cholito en la ciudad del río hablador (1995), ¡Viva Luis Pardo! (1996), Los dioses de Chavín (1998) y Cholito en la maravillosa Amazonía (1999). También es autor de un libro de cuentos para niños: Rayito y la princesa del médano (2002). Ha publicado, asimismo, la novela Rosa cuchillo (1997) y una obra temprana: La tarde de toros (1974). Colchado es autor también de tres poemarios y un manojo de leyendas para niños. Ha recibido, entre otros premios, el “José María Arguedas” de cuento (1978), el “José María Eguren” de poesía (1980), el Premio Copé (1983), el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (1985), el Premio Latinoamericano de Cuento (CICLA 87), el Premio Nacional de Educación (1995), el Premio Nacional de Novela “Federico Villarreal” (1996) y el Premio Internacional de Cuentos “Juan Rulfo” (2002).En 1992 fue jurado en el Premio Casa de las Américas (Cuba). Su obra Cholito en los Andes mágicos ha sido llevada a la televisión para los países del Grupo Andino.


Fragmento de "Rosa Cuchillo"

¿LA MUERTE?
¿La muerte sería también como la vida?
"Es más liviana, hija".
¿Habría sirguillitos cantando en las hojas gordas de agosto? Había."Y vacas pastando en inmensas llanuras"
Ahora subía yo la cuesta de Changa, ligera ligera como el viento.
¿Por aquí? ¿Por estos lugares se irían los muertos?
"Por allí, hija, por donde se despide uno para siempre de la vida".
Abajo en la margen izquierda del río Pampas, bañado con las últimas luces del a atardecer, quedaba Illaurocancha, mi pueblo, con sus casitas entejadas, sus paredes blancas, incendiadas por la luz roja del sol.
Aún traía impregnado en las narices el aroma tibio, dulzón, de los habales ondeando en la bajada de los cerros, con sus florecitas blanquinegras acariciadas por el viento. Y llevaba en la mirada el vuelo apresurado de las perdices, rastreando, piando, en busca del nido oculto entre las frondas.
Pobre mi pueblo, dije, pobre mi tierra. Ahí te dejo (¿para siempre?). Y miré los molles de las lomas, las piedras de alaymosca rodando por la quebrada, los altos eucaliptos que bordeaban las huertas los tunales con sus espinas erizadas y los magueyes estirándose sobre las cabuyas.
Y me despedí poniendo mi mano en mi corazón, besando, amorosa, la tierra. ¡Adiós alegrías y penas, consuelos y pesares, adiós!
Suspiré hondo antes de alejarme recordando mi mocedad, cuando alegre correteaba entre los maizales jugando con mi perro Wayra, haciéndolos espantar a los sirguillitos, esas menudas avecitas amarillas que entre una alborozada chillería venían a banquetearse con los choclos. Me llegó también el recuerdo lejano de las cosechas de junio, de mis juegos en las parvas alumbradas por la luna, de mis años de pastora tras el ganado, soportando a veces el ardiente sol de la cordillera o mojadita por las lluvias suaves o las mangadas.
¿Y ahora? ¿Ahora por dónde nomás tendría que seguir?, pensé llegando a la pampa llena de ichu de Kuriayvina.
"A Auquimarca, hija, la montaña nevada donde moran nuestros antepasados".
Volviéndome, miré por última vez mi pueblo; pero sólo pude ver borrosamente la sombra de sus eucaliptos emergiendo en la oscuridad.
—¿ROSA? ¿ROSA Cuchillo?
Un perrito negro, con manchas blancas alrededor de su vista, como anteojos, era quien me hablaba. Sus palabras parecían ladridos, pero se entendían.
Un instante me quedé silenciosa, como pasmada, sin saber quién era ni qué hacía allí ese animalito.
—¿No me reconoces?
Me quedé observando el arco sobresalido de sus dientes superiores, propio de los perritos cashmis; sus ojos muy vivos, sus orejas gachas.
—¡Wayra! -dije de pronto, inclinándome a abrazarlo con harta alegría en mi corazón al haberlo reconocido. Él empezó a menear también su cola, alegroso.
Hacía tantos años que se había muerto, de un zarpazo que le dio un puma, me acuerdo, cuando defendía a ladridos el corral de ovejas. Y ve, pues, ahora lo encontraba a orillas de este río torrentoso, de aguas negras, el Wañuy Mayu, que separaba a los vivos de los muertos.
A la sombra de un chachacomo, que retemblaba al paso de las aguas furiosas, encontré a Wayra descansando.
—Wayra, ¿qué haces acá? ¿Cómo me has reconocido?
Bajo el blanco resplandor de la luna observé mis ropas desgarradas por las zarzas de los montes, por los riscos, luego de avanzar penosamente por feas laderas y encañadas.
—Te esperaba Rosa –sabía que vendrías.
—¿Te lo dijo alguien?
—Liborio, tu hijo.
—¿Liborio?
Mi corazón saltó alborozado.
—Dímelo –dije abrazando nuevamente al perrito, acariciando su pelo crespo lanoso–. Dónde, ¿dónde viste a mi hijo?
—Cálmate –me respondió lamiendo mi mano–, por ahora no lo verás todavía. Él esta arriba, en el cielo, allí donde están guiñando las estrellas.
—¡En el Janaq Pacha! –dije alegrosa doblando mis manos–. Gracias, Dios mío –me arrodillé–, gracias por tenerlo en tu gracia infinita.
Y me encomendé al dios Wari Wirakocha, nuestro creador.
—¿Y yo también podré ir hasta allí, Wayra? –le pregunté después, observando el gran río blanco, el Koyllur Mayu, que extendía su lechoso cauce entre estrellas y luceros.
—No lo sé –respondió–. Yo sólo he venido a acompañarte hasta Auquimarca, según el mandato de los dioses.
Resignada suspiré, esperanzada que en el pueblo de las almas pudiera encontrar a mis padres, a mi esposo Domingo y a Simón, mi hijito, el último, que se murió cuando era sólo una guagua.
—Wayra –le dije–, ¿y dónde has estado durante todo el tiempo que no te he visto? —En todas partes –me dijo–: aquí, abajo y en las estrellas.
—¿De veras?
—De veras.
BIEN ABRAZADA a Wayra, que braceaba dificultosamente, pude llegar por fin a la otra orilla, sin dejar de pensar en mi Liborio, muerto ahora último nomás en los enfrentamientos de la guerra, y por quien de pena yo también me morí.
La luna hacía clarear esos feos lugares, escabrosos, sembrados de barrancos.
—¿Ves la cresta nevada de una montaña que blanquea allá lejos?
—Sí, la veo.
—Ésa es Auquimarca. Allí tenemos que llegar.
Alentada alentada marché a su tras.

DANTE CASTRO


Dante Castro Arrasco (Callao, 1959) egresó del programa de Derecho de la Pontificia Universidad Católica y continuó estudios de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, así como cursos de postgrado (Literatura) en la Universidad de La Habana. Ha recibido distinciones en concursos literarios nacionales, entre los que destacan: Premio COPE (Petroperú, 1987); Premio Inca Garcilaso de la Vega (1988), auspiciado por la Casa de España y la embajada española en el Perú; Premio César Vallejo, del diario El Comercio (1994); Premio "Cuento de las mil palabras", revista Caretas, en 1995, 1997 y 1999 respectivamente; Premio Nacional de Educación "Horacio 97".
En 1992 ganó el Premio Internacional Casa de las Américas. Ese mismo año fue invitado como ponente al "Encuentro con César Vallejo" celebrado en la ciudad de La Habana, ciudad en la que residió hasta 1994.

Ha publicado "Otorongo y otros cuentos" (1986); "Parte de Combate" (cuentos, 1991); "Ausente medusa de cenizas" (poesía, 1991); "Tierra de Pishtacos" (La Habana, 1993, cuentos); "Cuando hablan los muertos" (cuentos, 1998) y una segunda edición limeña de "Tierra de Pishtacos" en 1999.



OTORONGO

a don Ramón Sánchez

Era muy de noche cuando llegó una patrulla del ejército a Quebrada Huariacca preguntando por el teniente-gobernador. Sonaban disparos de fusil y el aire de aromas naturales se llenó de olores extraños traídos de otras tierras. Los uniformes de invierno de la tropa se adherían a sus cuerpos despidiendo un vaho acre de sudores de caballo. La selva se puso quieta y silenciosa como esperando la lluvia y hasta el viento se refugió en lo más recóndito de la quebrada. Los colonos, sorprendidos en su sueño, comenzaron a prender antorchas y bajaron hacia el camino como un intermitente enjambre de luciérnagas.
-No queremos matar a nadie... -habló un sargento-. Tenemos la orden de decomisar todas las armas de la zona. Al que después se le encuentre con un arma... ¡se le fusila y listo!
Había inquietud en las miradas soñolientas de los campesinos que observaban con temor a los uniformados. Don Benito Santos, el teniente-gobernador, se comprometió con la tropa a que todas las armas serían entregadas. Por toda explicación le dijeron que era para prevenir una asonada comunista en aquella región. Junto con él caminaría la patrulla, casa por casa de los colonos, recogiendo las retrocargas y escopetas viejísimas con que cazaban. No sólo fueron armas lo que se llevaron, sino que hicieron matar una ternera para llevársela por pedazos a su guarnición, además de cargar con gallinas y chanchos ante la impotencia de sus propietarios. Fue así como Quebrada Huariacca se quedó sin armas de fuego.
El único que se salvó del decomiso fue Pedro Reyes, el dueño de la cantina de la zona. Enterró apresurado su carabina antes que la columna llegara, y no por intuición, sino por aviso de un comerciante errante que se emborrachaba en su negocio. Una nueva costumbre se haría crónica desde aquella fatídica visita de los cachacos: Ir a pedirle prestada el arma a Reyes.
-Don Pedrito, présteme su carabina pa’ tumbar chancho e’ monte...
-Don Pedro, el tigrillo se está comiendo las gallinas, présteme su arma.
Pronto empezaría a alquilar el arma a precios cada vez más fuertes. Fue por aquellos días que hizo su aparición un otorongo negro que se convertiría en el azote de la quebrada. El magro ganado doméstico de los colonos aparecía destrozado, desgajado y sin una gota de sangre cada mañana.
-Cómo sabe el animal cuando no hay escopeta, carajo...
Comentaba don Ramón Sánchez, hombre de respeto, con los vecinos que narraban entre sollozos la muerte de sus vacunos.
-No se sabe qué azote es peor... Primero los cachacos y después el tigre.
El felino hacía gala de su fuerza arrastrando toretes que lo triplicaban en peso a lo largo de varias cuadras. Silenciaba chanchos triturándoles el cogote entre sus fauces. Su mayor placer era romperle el cuello al ganado y beberse la sangre fresca del animal todavía vivo. El cuerpo, casi completo, quedaba para los carroñeros en algún lugar del campo.
Varios lo habían visto y jurarían, como don Ramón, que nunca hubo otro tan grande y tan hermoso. Pero con los machetes y rejones era imposible hacerle frente al animal. La gente se limitaba a ver con impotencia los restos de sus mejores vacas y chanchos desperdigados por las chacras.
Organizaron rondas de doce colonos armados con rejones y machete al cinto, pero la astucia del fiero siempre era mayor. Impusieron el sistema de los silbatos y el colono que sintiera el gemido de una de sus bestias, debería pasar la alarma a sus vecinos más próximos para que acudieran a perseguirle. Todo fue en vano. El otorongo se ponía a salvo en la selva virgen, desde donde acechaba los pasos de las rondas desconcertadas.
-Debemos ir a Huánuco pa' comprar escopetas. -sugirió don Ramón a la autoridad Benito Santos.
-No queremos a la tropa por acá de nuevo. -respondió.
-¿Y qué hacemos con el tigre?
-Pídanle su arma a Reyes... Que se las alquile...
Pero cada vez que el otorongo era cercado y acudían al negocio de Reyes, más tardaba en llegar el arma que el tigre en romper el cerco y huir al monte.
-Hay que hacer trampas. -comentaba la gente.
Una mañana, don Ramón Sánchez pidió ayuda a tres de sus vecinos más cercanos para cavar un hoyo profundo, casi un pozo. Tardaron hasta el ocaso sacando lampadas de tierra húmeda, creando una fosa de tres metros. La cubrieron de hojas de plátano y de una esterilla. Construyeron al día siguiente una reja de madera rudimentaria. Entrelazaron ramas fuertes y dejaron la armazón al lado del pozo cubierto. La ubicación era estratégica: al pie de la cerca del corral donde encerraba a los terneros.
-Ahora sí va a caer el muy astuto... -se dijo.
Comenzaría para él una secuela de noches de insomnio y de vigilia con el rejón calzado entre sus toscas manos de labriego. Consumió considerables cantidades de coca para no dormirse y fumó más de la cuenta. Luego de diez días de cansancio inútil, decidió que sus terneros no eran del gusto de la fiera y durmió normalmente. Correría otra semana sin novedad. No volvió a preocuparse del otorongo.
Una noche en que la cosecha del rocoto había agotado sus fuerzas y la lluvia convertía en lodazales las tierras de descanso, sintió ruidos extraños en el establo. Los becerros se inquietaban tratando de salir contra la mohosa cerca de troncos en un desesperado intento de huir. Corrió en la oscuridad con el machete en la diestra hacia la trampa y empujó sobre ella la armazón de maderos entrelazados que había preparado.
Su mujer le alcanzó una antorcha. Ante la luz irregular de la tea, resplandecían los ojos y el lomo brillante del predador. Tocó nervioso el silbato varias veces hasta que le contestaron de los predios vecinos. Para asegurar la reja de madera, colocó una enorme piedra encima.
A la media hora se veían hileras de antorchas dirigiéndose a los pagos de don Ramón. El tigre se hallaba en una sola posición, rígido y con la mirada hacia su posible salida. Cambió luego de actitud husmeando las paredes del cráter profundo. Quiso salir empujando la reja a saltos, pero se lo impedían los vecinos parados sobre el armatoste y la enorme piedra.
-¡Hay que matarlo de una vez! -gritó un colono.
-¡Tito! ... ¡anda tráy la carabina de Reyes! -le indicaron a un niño.
-¿Y si está cerrado el negocio?
-Tócale la puerta con piedra, pues, sonso... ¡Corre!
La algarabía era general. El azote de la quebrada había caído. Rígido y solemne, optaba por fingirse indiferente ante la muchedumbre que lo alumbraba con teas. Trajeron chacta para matizar la espera del arma. Tomaron y fumaron durante dos horas y el rifle no aparecía. Por fin llegó el niño jadeando.
-Dice que no presta, sino alquila... No quiere trato si nuay plata.
-Velo pues al desgraciado ese...
-Hay que usar los rejones.
-Con rejón nomas hay que matarlo...
-¡Clávenlo! -gritaba la gente.
Pero comprobarían que la longitud de las lanzas no era suficiente y el animal esquivaba con facilidad las estocadas. Hizo vanos intentos de empujar la armazón de palos y consiguió hacerles perder el equilibrio por un instante a los captores que se hallaban allí parados. Fue inútil.
-No se deja el tigre. Nuay cómo clavarlo.
-Pendejo, carajo...
-Dale pué...
Hasta que don Ramón se acordó del techo que había estado calafateando con brea esa tarde. Recordó cuando en Pucallpa vio a un crío meter la mano, por accidente, en la brea caliente: se la sacaron en esqueleto. “No quedó ni un miserable pedazo de carne en su mano”, pensó.
-¡Ya sé, burros!... ¡Lo mataremos con brea!... -exclamó.
Fueron a buscar el cilindro aún tibio y lo trajeron cargado en un palo. Prendieron fuego suficiente para un último hervor. El felino, mientras tanto, miraba sereno hacia el exterior.
-Ya está... ¡Ábranse de ahí!
Varias manos con trapos empujaron el cilindro hirviente para derramar el denso líquido sobre la reja que cubría la trampa. Se sintió un aullido potente, casi humano, y la fiera salió con reja y todo de un salto. El dolor había creado fuerzas descomunales en el animal. La sombra fugaz desapareció en la oscuridad de la noche y la selva se puso tan quieta y silenciosa como aquella vez que llegaron los soldados.
-No ha muerto... ¡Está vivo!
-Es el chullachaqui...
-El mismo demonio será...
-Anden cojudos... ¡Qué demonios ni qué carajos! ¡Busquen con las antorchas su rastro! -gritó don Ramón Sánchez.
Confirmarían después de corta búsqueda que los restos deformes del otorongo habían quedado pegados en cada obstáculo de su loca carrera por sobrevivir: una garra con el brazo pegados en un tronco de chonta, pedazos de piel con carne chamuscada en una roca. Y al final del regadero, en medio del monte, hallaron el espinazo con la cabeza desfigurada del que otrora fue un bello animal.
El azote había terminado.

Thursday, October 05, 2006

MAX PALACIOS CORTEZ


Max Palacios Cortez nació en Chiclayo en agosto de 1972, estudió Derecho en la Universidad Mayor de San Marcos y una Maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana en la misma casa de estudios.
Ha publicado los libros Historia de la Literatura (1997), Mitología Griega y Latina (1999), Literatura Peruana (2002); asimismo, las novelas Con el diablo dentro (2001) y Si mi amor fuera cometa (2012), y los libros de cuentos Amores bizarros (2003) y La culpa la tiene Nabokov (2005). Además, la antología de literatura bizarra Abofeteando a un cadáver (2007). Hace poco, apareció su libro de cuentos Lima es-cool (2012).
Ha obtenido el segundo lugar en los Juegos Florales de la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos (2003) por el libro de cuentos "Amores bizarros" y ha sido distinguido en la Primera Bienal de Cuento Mario Vargas Llosa de la Universidad San Agustín de Arequipa (2004) y en el concurso de cuentos Alfredo Bryce Echenique de la ACJ (2003).

Actualmente se dedica a la docencia, dirige el sello independiente Bizarro Ediciones y administra el blog literario www.amoresbizarros.blogspot.com.


AMOR BIZARRO


La muchacha atravesó la cafetería por entre las mesas. Vestía de negro y su cabello caía negrísimo sobre su espalda. El sonido de sus botas era rápido, pero acompasado. Llegó hasta el muchacho y le soltó una bofetada. Todos voltearon a mirarla, sin embargo ella seguía imperturbable. El chico sólo atinó a levantarse y al ver que ella se disponía a salir, la siguió como un esclavo. Era un muchacho de porte atlético y con el cabello rapado. Vestía una camisa negra, un jean desteñido y unas tejanas. Cuando llegaron a la salida, él la cogió del brazo derecho:-¿Estás loca o qué te pasa? –alcanzó a decir enérgico.-¿Qué hacías con esas tipas? –preguntó la muchacha acercándole la cara lo más que pudo. ¿Convenciéndolas para que posen en tus cuadros?-No son tipas, son compañeras del instituto.-¿Y qué hacías con ellas?-Nada, conversando.-¿Conversando?-Oye, no empieces con tus celos enfermizos que ya no tenemos nada entre nosotros.-Necesito hablar contigo.-Yo no tengo nada de que hablar.-Es la última vez.-Mira, desde que dejamos de vernos estoy muy tranquilo y quiero seguir así.-¡Carajo! –se desesperó la muchacha y sacó una navaja. O me das unos minutos o te jodes conmigo.-Está bien, déjame sacar mis cosas –dijo el muchacho pensándolo bien.
Salieron del instituto y se dirigieron hacia el malecón. Llegaron hasta el Parque del Amor sin hablar. Se sentaron en una banca frente al mar. En unas losetas del parque leyeron: “El amor es eterno mientras dura”. Se miraron durante unos segundos y no atinaron a decir nada. La neblina de la tarde no les permitía apreciar el horizonte. Ella encendió un cigarrillo y expulsó la primera bocanada casi sobre el rostro del chico. Aún conservaba esa mirada entre cándida y melancólica que la diferenciaba de cualquier belleza ordinaria.-¿Cómo has estado? –le preguntó él, intentando ser amable.-Bien, tratando de arreglar mis cosas.-Cómo te fue en la clínica.Ella miró hacia un lado como distraída y se frotó las manos con cierta desesperación. Le incomodaba la pregunta viniendo de él, que sabía muy bien cómo la había pasado en aquel sanatorio.-¿Todavía tienes el descaro de preguntarme cómo me fue en esa clínica? No te basta con saber que estuve encerrada todo ese tiempo por tu culpa –dijo ella casi alterándose.-Oye, no me culpes de nada, la única culpable de todo eres tú.-Sigues tan sinvergüenza como siempre. No has cambiado nada.-No empecemos, por favor. ¿Qué querías hablar conmigo?-Nada en especial. Venía a decirte que voy a viajar a Miami y antes quería despedirme. Tengo una tía que me ha conseguido un trabajo allá y ya estoy un poco cansada de este país de mierda. Pero, a pesar de todo lo que ha pasado, yo sigo sintiendo algo muy especial por ti y no quería irme sin antes decirte algunas cosas que durante todo este tiempo he pensado.-Y, ¿cuándo viajas? –preguntó el muchacho para que ella no se pusiera nostálgica.-Pasado mañana.-¿Tan pronto?-Sí, pero… ¿por qué no vamos a tu casa y conversamos más tranquilos? –le dijo ella acercando los labios a su oído.-No podemos, están mis padres.-Bueno, vamos a otro lugar.
No pudo negarse a la oferta: ella seguía siendo una perversa tentación. Además ¿qué perdía? Era la última vez que la vería, nunca más lo iba a joder. Abordaron un colectivo y fueron a un lugar cercano que durante mucho tiempo les sirvió para sus encuentros amorosos. El cuarto del hotel era amplio y tenía un pequeño balcón que permitía apreciar los últimos momentos de la tarde. Él la desvistió con una destreza que no había olvidado a pesar del tiempo transcurrido. Ella se entregó disfrutando cada momento como si fuera el último. Descansaron casi toda la tarde y antes del anochecer salieron del lugar. La muchacha le pidió su teléfono para llamarlo cuando llegara a tierras norteamericanas. Él chico anotó el número en un boleto de autobús.-Ayúdame a tomar un taxi –dijo la chica con un tono de súplica.-Ojalá que todo te vaya bien –dijo el muchacho a manera de despedida.-¡Ah!, me estaba olvidando algo –le dijo con un gesto de despistada mientras abordaba el vehículo. Lo que te dije sobre el viaje es un cuento, no tengo ninguna tía en Miami, así que espera mi llamada. No creas que te vas a librar tan fácilmente de mí.
Él no se inmutó. Torció sus labios dibujando una falsa sonrisa y la miró como queriendo estrangularla. ¡Loca de mierda! –pensó-, te jodiste, el teléfono que te di no existe. Apresuró el paso y respiró la brisa nocturna que se extendía por las calles. El viento helado refrescó sus mejillas. Sacó un cigarro de su bolsillo, lo encendió y arrojó el humo, complacido, en un chorro profuso hacia arriba.