Wednesday, May 15, 2013

ARMANDO ALZAMORA


Armando Alzamora (Lima, 1982). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal. Es coeditor de la revista “EGOísmo” y autor del libro de relatos Un perro yonqui (Paracaídas Editores, 2012).
De su reciente libro, el autor declara en una entrevista: “No sé si haya un momento justo, en mi caso fue casi un impulso. Yo no tenía aún un libro orgánico, solo un puñado de textos que decidí mostrarle a un editor para hacer una selección. Ni siquiera tenía un título pensado para el libro. Ahora, coincidentemente creo que comenzó una etapa algo prolífica en la que escribí nuevas historias que fui sumando paulatinamente al corpus inicial.



UN PERRO YONQUI
A David Pérez Garland,
Por haberme presentado a Maty


1

Una mañana descubrí a Maty revolcándose en el suelo, rascándose la espalda y la cabeza simultáneamente. Al llamarlo alzó la vista, quedó observándome algunos segundos, confundido; luego prosiguió con su extraña operación de rascarse, aumentando y disminuyendo el ritmo según su oscura voluntad. Me pareció un comportamiento extraño en él: Maty no era un animal gracioso, era más bien triste y huraño, bastante flojo. Si habían visitas, él ni se inmutaba, solo se limitaba a mirar, silencioso, sin levantar siquiera la cabeza o agitar la cola. Ladraba poco, por lo general emitía una especie de bufido que también podía confundirse con un llanto. Lloraba en ocasiones, por las noches, pero nunca supe sus razones. Yo solía pensar que Maty escondía una tristeza que no le era posible transmitir. Era una posibilidad. Pero el día que descubrí a Maty, excitado, revolcándose en el suelo, la descarté.

2

Luego de una minuciosa inspección en casa, pude detectar (aunque mi hipótesis primaria no era contundente) la posible causa del comportamiento de Maty. Lo primero que encontré fue una galonera tumbada en el piso del garaje; estaba casi vacía. Después descubrí una mancha húmeda en el suelo que parecía desvanecerse desde los contornos hacia el centro. Luego percibí un olor penetrante y dulzón en el ambiente; inmediatamente pensé: «Disolvente». Me sobrevinieron arcadas; salí rápidamente hacia el jardín.
En efecto, según la hipótesis que armé, Maty había ingresado al garaje, de algún modo tumbó la galonera con el disolvente, aspiró los vapores que éste expedía al derramarse y se intoxicó. El resultado: un animal doméstico drogado en la sala de mi casa, sumido en alucinaciones.

3

Lidiar con un perro adicto a las drogas parece inverosímil. Por eso, explicar el comportamiento paulatinamente cambiante de Maty ayudará a entender mejor la situación. Comencemos por sus hábitos. Dije líneas arriba que mi perro no era inquieto. Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, tirado en la sala. Se levantaba únicamente para buscar comida, y aunque lo alimentaba en horas puntuales, cuando le correspondía tal o cual plato exigía una mayor ración si la cantidad no le satisfacía. Así que por lo general, Maty comía bastante. Era un perro obeso y ocioso. Sobre su comportamiento es preciso acotar que Maty no era un animal violento: jamás mordió o atacó a nadie. Era un perro bastante tranquilo, apático es verdad, inofensivo. Los niños nunca lo evitaron, pero tampoco se encariñaron con él. Lo veían con desconsuelo, con ese sentimiento tan parecido a la tristeza que nos inspiran los solitarios o los locos.
Pero ese primer contacto con los vapores del disolvente lo hicieron cambiar: Maty no volvió a ser el mismo. Al principio los cambios fueron leves. Llegaba del trabajo con las preocupaciones cotidianas y mi perro, ahora en pie, salía a recibirme y se frotaba contra mis rodillas, ensuciándome los pantalones. Era un hecho inusual, mas no me preocupé, sino por el contrario, me alegré de que fuera así. En cierta medida esa actitud avivaba nuestra relación ininterrumpida de trece años como amo y mascota. Así que tardé mucho en sospechar que ese simpático comportamiento guardaba alguna relación con el incidente del garaje.

4

Una semana después, cuando volvía de hacer unas compras por la tarde, al entrar a casa, me sorprendí de que Maty no saliera a recibirme. Silbé para llamarlo, pero no hubo respuesta. Me preocupé (en realidad me entristecí al pensar que Maty volvería a su indiferencia habitual). Caminé por el pasillo asomándome en cada puerta con la esperanza de encontrarlo dormido, como si eso fuera a devolverme el ánimo, como si en tal caso, al sentir mis pasos acercándose, Maty se arrojaría sobre mí, efusivo, para lamerme el rostro. No lo encontré. Volví a la sala para dirigirme a la cocina. Entonces, pude distinguir de reojo, por la ventana que daba a la lavandería, la imagen de Maty tendido en el fondo del patio, junto al lavatorio. La extraña posición en que lo hallé me hizo pensar lo peor: estaba echado bocarriba, respirando con agitación, la lengua afuera, las patas suspendidas y tiesas. «¡Bocado!», me dije. Cargué al animal en mis brazos y salí corriendo de casa. En la veterinaria el médico descartó el envenenamiento. «No vomita —me dijo—, no ha ingerido nada tóxico». Además, era verdad que yo no había encontrado indicios de vómito en la casa.
Para mi sorpresa, me informaron que la intoxicación no se debía a la ingesta, sino a la inhalación de una sustancia química, posiblemente un artículo de limpieza, considerando el lugar donde lo encontré semiinconsciente. Maty se restableció a las dos horas. El médico me dio algunas recomendaciones. «Los animales son como niños, señor, tenga cuidado dónde deja las cosas, podría repetirlo». 
 En casa averigüé la causa de la intoxicación: un par de cojines de lejía yacían reventados junto a la lavadora. Tenían orificios evidentemente causados por las mordidas de un perro. ¿Cómo hizo para no tragarse el líquido? «Este animal no es tonto», pensé. 

5

Tomé la determinación de esconder cualquier sustancia que pudiera envenenar a mi perro. En principio no hice más que ordenar. Puse las cosas en su sitio: antes no había un orden estricto, lo mismo podía encontrarse algún artículo de limpieza en el baño o en mi cuarto. Al menos de esa manera, me aseguraba de que aquellas sustancias no estuvieran tan al alcance de Maty.

6

Hasta entonces no había sospechado de sus cambios de actitud, pero ciertas cosas ya se hacían evidentes. Por ejemplo, había empezado a ladrar. En su juventud, Maty ladró, pero nunca lo hizo en demasía. Por eso fue extraño descubrirlo una noche ladrando frente al televisor apagado, como si hubiera visto un fantasma emerger de la pantalla. Quise calmarlo ofreciéndole comida, pero Maty rabiaba, no quería hacerme caso. En un último intento, tuve que encender la tele con el volumen bajo para distraerlo, y el animal poco a poco se alejó hasta abandonarse en una esquina de la sala. No fue la única vez que lo vi haciendo algo similar (creo que entonces empezaron a surgir mis primeras sospechas de que algo andaba mal en la cabeza de mi perro). Solía ladrarle a las pantallas, los espejos, las lámparas, las ventanas y las puertas. Y esas actitudes me generaron más preocupaciones. 

7

No fue hasta tres semanas después que descubrí que Maty había encontrado la forma de agenciarse de sustancias en la casa. Ya había advertido la extrema excitación en que constantemente se encontraba. Estaba analizando la posibilidad de volverlo a llevar con el veterinario. Ese día yo volvía del supermercado. Al abrir la puerta, lo primero que noté fue cierto desorden en la casa: las almohadas de los muebles estaban en el suelo; había flores y fotografías mías regadas sobre la alfombra. Al entrar, vi a Maty asomarse desde la cocina en actitud ansiosa. Fue cuestión de segundos: tomando impulso, corrió hacia mí con fuerza y se me arrojó encima. Caí al suelo y Maty sobre mí comenzó a morder las bolsas de las compras, como si hurgara algo importante. Juro que pensé: «Tal vez tiene mucha hambre», pero no estaba preparado para lo que vería enseguida. Cogió, de una de las bolsas, una caja de detergente. De inmediato corrió hasta la lavandería y destrozó la caja desperdigando todo el contenido. Yo, que alcancé a pararme con dificultad, pude observar, desde la entrada, a Maty inhalando, desesperadamente, el polvo disperso por el suelo. 

8

Luego del incidente con el detergente, encerré a Maty en un cuarto vacío de la casa durante horas. Lo escuchaba llorar desde el pasillo, pero estaba decidido a desaparecer todo tipo de sustancia perjudicial para mi perro. Fue así que descubrí su escondite. En un rincón del garage, encontré una botella de desinfectante destrozada en el pico, restos diseminados de detergente y un par de bolsas de desengrasante. La evidencia no ameritaba dudas.
 Realicé una limpieza exhaustiva al garaje; luego al resto de la casa: deseché disolventes, pinturas, pegamentos, desinfectantes, líquidos para limpieza, aromatizantes, alcohol, jarabes, pastillas, etc. Solo cuando me cercioré de que la casa estuviera completamente a salvo de un peligro tóxico, dejé salir a Maty de su encierro. Durante días lo vi husmeando la cocina, la lavandería, el baño, el garaje; también husmeaba los cuartos. Nada encontró. Lo vi desesperado, al principio; resignado, después. Me dije: «Calma, con el tiempo se olvidará de todo...»

9

Cuatro días después, un vecino me contó que Maty había irrumpido en su casa; lo encontró en la lavandería. «Dejé la puerta trasera abierta por descuido —dijo—, por ahí se habría metido. Cuando lo encontré había tumbado el pote de lejía al piso y estaba revolcándose, como en trance. Pero al verme, se escabulló y salió corriendo hacia el patio, luego se perdió en la calle». Entristecí: Maty había escapado de casa y, peor aún, ante la desesperación que le causaba el haberlo aislado por completo de aquellas sustancias, ahora las buscaba, cual asaltante, en casas ajenas.

10

Maty no regresó aquella noche. Lo busqué por todo el vecindario pero no había señales. Al día siguiente dejé de trabajar para seguir la búsqueda. Por la tarde empapelé muros y postes con su foto: «Responde al nombre de Maty». No hubo noticias hasta dos días después. Un señor que vivía a cinco cuadras de mi casa me telefoneó para contarme del incidente. Afirmaba que el animal le había arranchado una caja con detergente de las manos cuando volvía de la bodega. Esa misma tarde (o acaso la siguiente, ya no logro recordarlo), un mecánico de mi cuadra aseguró haberlo visto husmeando en su taller, olfateando excitado el combustible de los autos. «Tuve que espantarlo —dijo, me estaba molestando, se veía bastante agresivo». Hubo más avistamientos, cada uno más sorprendente que el anterior, pero la tendencia era la misma: Maty buscando en el vecindario un nuevo método para drogarse.

11

Diez días después de su desaparición, dos vecinos vinieron a avisarme que habían visto a mi mascota en un estado calamitoso: «Está abandonado en el parque, señor, como agonizante… Se ve muy mal, muy descuidado». Llegué casi corriendo al lugar que me indicaron; lo encontré tirado boca abajo. Tenía la mirada triste y un aspecto bastante deslucido, lleno de tierra, de pasto. Había bajado considerablemente de peso. Casi ni se movió cuando me vio, pero le hablé con ternura, como si se tratara del Maty de hace trece años, del mismo Maty que crié desde cachorro, y supe que él sabía que yo estaba ahí para ayudarle.

12

El veterinario fue tajante: «Tiene un agudo cuadro de desnutrición, pero lo que más preocupa es el alto nivel de dependencia que presenta, puede decirse literalmente que no puede vivir sin que una sustancia altere su organismo… Lo mejor será internarlo». El médico me recomendó visitar el Centro de Rehabilitación Mental para Perros, una institución especializada en estos y otros desórdenes mentales en animales. Me alegré de que existiera un lugar así, quizá porque en ese momento constituía la única esperanza para que el viejo Maty se curara y volviera a ser el mismo de antes.
Los veterinarios del Centro decidieron internarlo durante un periodo de prueba para hacer sus diagnósticos y aplicar un tratamiento adecuado. Durante ese periodo, no ocultaron su asombro: Maty era un toxicómano severo. Según me refirieron en un informe, era preciso inyectarle, cada dos o tres horas, una dosis de suero para mantenerlo en calma y por las noches una leve dosis de barbitúricos para que concilie el sueño. Era un perro agresivo, y esa agresividad se incrementaba conforme iba recuperando sus fuerzas. Como las personas que lo atendían tenían el temor de ser mordidas, comenzaron a ponerle un bozal. No mostraba mejoría, por el contrario, cada día parecía más enloquecido y brutal. Los resultados del diagnóstico fueron contundentes: Tóxico-dependencia crónico-severa. Tratamiento recomendado: Internamiento y aislamiento inmediatos por tiempo indefinido. Posibilidades de restablecerse: Nulas.
Quedé consternado. ¿Cómo iba a pensar que aquél sería el desenlace de lo que comenzó como un mero accidente? Tal vez yo tenía la culpa de todo. ¿Qué culpa podía tener un animal de su adicción? Me encerré en mi casa durante días, semanas, luego meses. Alguna vez telefoneé al Centro para averiguar sobre el estado de mi perro. «Todo igual, señor, por el momento no vemos ninguna evolución. Lo sentimos». Y esas palabras eran sinónimo de un significado atroz: «No se esperance, señor, sus perro nunca va a recuperarse».

13

Maty murió dos años después, víctima de un aneurisma. Para los médicos su caso fue paradigmático y controversial: ya que no había casos similares de tóxico-dependencia en animales, los tratamientos se desconocían, por ende había que recurrir a métodos alternativos. Poco pudo hacerse por él. Maty murió triste, solo, loco.

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