Antonio Gálvez Ronceros (Chincha - Ica, 1932), profesor principal de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Según la crítica, con sus libros de
cuentos, Los ermitaños y Monólogo desde las Tinieblas, Gálvez Ronceros "ha hecho aportes definitivos al
cuento peruano, ha cimentado una tradición popular y ha abierto territorios
narrativos que son ahora explorados por escritores de generaciones
posteriores".
El escritor y crítico Miguel Gutiérrez afirma que
Gálvez Ronceros no solo es un buen narrador de historias cortas, sino que debe
ser considerado, después de Ribeyro, como uno de los más notables cuentistas de la Generación del
50",
Uno de los grandes méritos de este autor es el haber puesto en la escena literaria
contemporánea el universo afroperuano. Aunque en Historia para reunir hombres y
luego en Cuadernos de agravios y
lamentaciones se produce un cambio: el escenario es la ciudad
y el lenguaje es otro.
En 1974 obtuvo los premios primero y segundo de
cuento en el concurso José María Arguedas organizado por la Asociación Universitaria
Nisei del Perú; y en 1982, el primer premio de cuento y el segundo de
periodismo en certámenes organizados por la Municipalidad de Lima.
Me atrevo a subir este cuento tanto por su
eficacia narrativa, por la capacidad de la historia para sintetizar el universo
cultural de la nuestra cultura afroperuana y, también, por toda la añoranza que
despierta en la memoria de quienes trabajamos nuestros primeros cuentos de Talleres de Creación
Literaria desmenuzando, respetuosamente, cuentos como el que viene a continuación.
¡Miera!
Tomado de Monólogo
desde las tinieblas.
En el camino que lleva al sembrado de camotes el negro don
Andrés supo que en los últimos días el caporal Basaldúa se había puesto a
hablar feas cosas de él. Mientras compraba plantas en el sembrado y llenaba de
camotes los serones de su burro, le dijeron lo mismo. Entonces no aguantó más:
trepó al burro de un salto y enderezó por un atajo hacia la casa del caporal.
Pero ahí le dijeron que se había ido a vigilar unos riegos en la Punta de la
Isla y que volvería una semana después. Sin decir nada pero aguantándose, don
Andrés regresó rápidamente a su casa, se bajó casi arrojándose del burro, lo
dejó plantado con los serones cargados, se metió corriendo en la primera
habitación y llamó a su hija mayor:
— ¡Patora! —los labios se le habían hinchado y parecían pelotas.
Saliendo de la habitación contigua, Pastora se presentó
alarmada.
—Patora, tú que sabe equirbí, hame una cadta pa mandásela hata
la Punta e la Ila a ese caporá Basadúa, que nueta acá y sia ido pallá depué quiabló
mal de mí. Yo te vua decí qué vas a poné en er papé.
—Ya, tata, vua traé papé y lápice —dijo la hija. Se metió en los
interiores de la casa y poco después regresó.
—Ponle ahí, Patora —dijo don Andrés—, que su boca esuna miera,
que su diente esota miera, su palaibra un montón de miera… Miera esa mula que
monta. Miera su epuela. Miera su rebenque. Miera el sombrero con quianda. Miera
esa cotumbe e miera diandá mirando tabajo ajeno… Léemela, Patora, a ve qué
fartra.
Cuando la hija acabó de leer, don Andrés tenía un gesto de duda
como si ya no confiara del todo en sus propias palabras.
—Oye, Patora —dijo finalmente—, quítale un poco e miera a ese
papé.