Thursday, November 20, 2008

PEDRO CASTILLEJO ARRIETA


Nacido en Lima ( 1964). Graduado en Derecho por la Universidad Católica del Perú, Pedro Castillejo obtuvo una mención importante en el concurso de cuento Gabriel Miró, España. También ganó el Concurso Cuento "Libro Abierto". Miembro del directorio de la mítica revista Imaginario del Arte. Muchos de sus relatos aparecieron en revistas culturales y en la antología denominada "10 escritores para el 90". Aun cuando se declara alejado de la actividad literaria, de tanto en tanto, Castillejo nos sorprende con relatos interesantes que dejan entrever su talento narrativo así como los escritores y los temas que lo obsesionan.

COMO AVE DE RAPIÑA


Te depositaste sin contenido, blando, sin fuerzas, sobre el antiguo sillón de la vieja sala. Habías cruzado el zaguán y llegado hasta ese lugar. Acaso esta vez los rodeos y las falsas respuestas no son suficientes. Te sientes mal, te cuentas la historia mil veces y desesperas. ¨ ¿Cómo, por qué? -preguntas, y te respondes pesadamente, con el cansancio de la búsqueda estéril, del eterno desengaño. "Señor Saldaña, su obra está realmente mejor, pero aún le falta algo, quizá esa dosis de vehemencia con la que usted parece no afrontar su creación...es demasiado frío, no sé ... tal vez la próxima" y entonces -al salir- el murmullo socarrón de las secretarias detrás de ti, presentir que se trata de los mismos comentarios y sorna de tantas otras veces; y luego, el buen editor, acallando aquella asolapada burla que tú te esfuerzas en no escuchar, y te apresuras y escapas, con tus manuscritos arrugados, cabizbajo.

Entonces, te llegó de pronto aquella sensación repugnante y única apoderándose de ti. Ese sudor maloliente impregnándose como una fiebre aftosa que se adhiere a todo; como un ave de rapiña que se presenta a devorarte la vida cuando ésta se asemeja más a la carroña. Tus fracasos son la carroña, que de tanto repetirse se han hecho tú mismo. En el fondo, intuías que era inevitable esa aparición asquerosa, porque jamás te habías sentido tan mal. Hoy, no tenías ímpetu ni siquiera para preguntarte por el misterio que su existencia contenía, el porqué ese olor en especial, o el porqué te había elegido justo a ti. Tan sólo alcanzas a recordar que siempre te impulsa hacia la muerte, contestando tus preguntas más íntimas con respuestas, que aparecen y se congregan alrededor del vacío al que has convenido en llamar "tu vida", para que termines concluyendo que debes eliminarla, porque lo que no vale no existe -te repites, casi saboreando la frase.

Antes, pudiste vencer a ese sudor infecto tiñendo tus derrotas, porque tenías algunas ilusiones en la vida que te daban fuerzas para defenderla, pero hoy -temprano- el editor y las risas burlonas las han sepultado definitivamente, dejándote vulnerable y perdido. Sentiste, entonces, ese escozor húmedo revoloteando, caliente, desde la boca del estómago, subiendo arbitrariamente hacia tu cabeza, donde el suicidio sería el resultado final y contundente. Porque estabas seguro: esta vez no tenías atenuantes, el fracaso te había acaparado.

Sin embargo, y como nunca antes, esa humedad extraña duró poco y, por el contrario, pareció concederte la salida a toda esa secuencia de frustración en la que habías sobrevivido, a esa inacabable cadena de deméritos y vacío. Y te alegraste, aún cuando -como otras veces- el sabor a moho te quedó indeleble en la lengua. Recién, luego de unos momentos percibiste aquella luminosa y nueva convicción, aquel bochorno acuoso te había entregado la llave para escapar de toda tu mediocridad: estabas a punto de escribir la gran obra de tu vida. Por fin, veías la luz al final del túnel: el éxito.

Con la respiración aún acelerada, no alcanzaste a alegrarte, ni te preguntaste por la excepcionalidad del hecho y, sin que te alcanzara el tiempo para cuestionar absolutamente nada, corriste lo más rápido que tu vejez permitía, tomaste un lápiz, un cuaderno y regresaste a la vieja sala, sentándote frente a la pequeña mesita de centro que atrajiste hacia ti, para emprender la escritura. Como siempre, olvidaste cerrar la puerta que daba a la calle y permitía el ingreso de ese hilillo de aire tan molesto al inicio, y totalmente olvidado ante tu ahora absorbente dedicación.

Tomaste un lápiz entre las manos y te acomodaste sobre el mullido mueble. La sensación de placidez te recordó las inesperadas visitas de Carlos, ese entrañable amigo al que le agradaba tanto sentarse en el sillón que habías elegido y que daba la espalda a la puerta.

Hubieras podido cuestionar el hecho, pero lo cierto es que con el lápiz en la mano, sentiste que todo era como escribir un comienzo de cuento ya escrito en tu mente. No bosquejaste demasiado al personaje, al ambiente, ni escogiste un tono, así como tampoco a ningún otro elemento. Simplemente empezaste a escribir.

"Allí está él -Borges se llama- viejo, terco y solitario. Su magra figura se perfila frente a la tenue luz de un candil, que en la esquina de la pequeña habitación refulge torpe y ambicioso. Su rostro seco rechaza ese haz de luz que sin éxito se esfuerza por alcanzar la profundidad de sus arrugas, ahogadas para siempre en una oscuridad sin tiempo. Bajo la luz del candil y sobre la vieja mesa, unos polvosos cerros de papel son la animografía del fracaso, de las tantas horas de creación perdidas. Borges los contempla y ríe sin ganas "todo ese fracaso quedó atrás, hoy siento que haré el mejor cuento que nunca antes se haya escrito".

Sumido en un esfuerzo total Borges, se dispone a resolver los destinos de un cuento, a construir su delirio de papel. En la penumbra, las ideas se arremolinan; sin saber exactamente como, su talento empieza a dibujar los perfiles de un rostro: había nacido Ramón Arenas. Lo gestó y lo hizo materializarse en la calle Maldonado, respirar hondo y emprender viaje. Tenía ojos sanguinolentos, un cuerpo descomunal y una recurrente cualidad maldita. El mismo Borges sonrió fascinado por su obra.

Ramón Arenas apenas hizo un gesto antes de caminar sinceramente familiar por esas calles recién inventadas para él. Luego avanzó, sin jadear, con el rumor del sol en sus enormes espaldas. Ni siquiera el ruido asfixiante del tráfico a su alrededor lo hizo dudar. Creado perfecto, sin fallas, tenía una clara intensión programada: interceptar el cortejo fúnebre del embajador noruego, justo cuando éste atraviese la calle Anteras, en el Barrio reputado como "de los intelectuales", San Alfonso de Parné. Al tenerlo cerca, ubicar a la esposa del embajador y asesinarla para que una ofensa que no lograba recordar, pero de cuya existencia estaba extrañamente seguro, quedara saldada. Después, huir sin rumbo fijo.

Caminó sigiloso hacia el centro de la ciudad, esquivó a unos policías que venían en sentido contrario, haciendo uso de un raro instinto que no nacía de la experiencia, pues prácticamente no tenía pasado. Subió a un ómnibus, con el que atravesó la ciudad entera. Cuando debió pagar el viaje, la yugular siempre a punto de estallar y su agresiva sonrisa -repleta de dientes podridos- pareció atemorizar al cobrador; bajando sin problema alguno, sin siquiera una llamada de atención. Estaba en un barrio pobre, cerca de un gran mercado. Se internó por un angosto callejón y tocó una destartalada puerta. El rostro vago de un conocido de nunca lo invitó a pasar. Minutos más tarde salió con un pequeño pero pesado bulto en la mano derecha, envuelto en un sobre de manila. Entonces, Ramón Arenas volvió a emprender viaje, a cumplir sus cadenas de papel.

Anduvo mucho tiempo por las calles de una gran avenida, saturado por los colores que debía reconocer a pesar de su novedad. El bulto en la mano aumentaba su peso conforme pasaba el tiempo. Cuando se descubrió en la esquina correcta, pensó en la mujer del embajador y en algo más. A Borges se le generó allí la primera incógnita; pero pretendiendo no perder la concertación, continuó, se acomodó mejor en el mueble y acercó el candil para ver mejor y seguir escribiendo.

Ramón Arenas hizo una horrible mueca, dio media vuelta y empezó a caminar hacia el Este. Borges esta vez no pudo pasar por alto aquella reiterada desobediencia; antes quiso que pensara en la mujer del embajador pero no en ese "algo más", así como tampoco que diera media vuelta y abandonara el lugar donde debía ejecutar el asesinato. Entonces, detuvo la escritura y volvió a emprenderla recién cuando acudieron en auxilio de su desconcierto las palabras de su difunto profesor de literatura: "En las obras de arte, en las verdaderas, el autor es excedido y reducido al rol de un simple moderador". Con el sonido de ese recuerdo reemprendió el escrito, aún más emocionado que antes.


Las baldosas de la acera pasaban bajo los pies de Ramón Arenas rápidamente. A pesar de su voluminoso cuerpo, casi no hacía ruido al pisar, y eso aparentemente lo complacía mucho. Cambió de dirección múltiples veces, como si intentara despistar a alguien. El papel que envolvía el bulto estaba ya humedecido y los contornos del revolver empezaban a notarse; no obstante, la noche y la repugnancia que trasuntaba impedían que los transeúntes le fijaran la mirada. Vuelta a la derecha, dos cuadras de frente, una a la izquierda. En un instante macabro, Borges contempló caer su pluma, como en cámara lenta, golpeando contra el piso como un bombo destemplado. Pensó que lo peor de todo había sido esa última mueca retorcida, con ello lo supo todo, Borges ya no tenía duda. Por fin había reconocido en qué sitio se hallaba Ramón Arenas; Borges supo que inexplicablemente estaba a sólo a unas cuadras de su casa. Lo atacaron infinidad de sentimientos, miedo, curiosidad "¿Será posible?"; racionalidad, frialdad, "las creaciones siempre pueden ser dominadas; y en última instancia destruidas, si, eso, destruidas".

Una intriga absoluta se construyó en sus ojos sumamente viejos, que se preguntaban mil cosas. Su mano temblorosa recogió la pluma y agitándola violentamente, le reprochó el infinito de miedos que lo monopolizaban. "Oiga Borges, le dije que su trabajo es en la página "provincias", que jamás va a ser usted un intelectual, que sus escritos sobre arte no le interesan a nadie, que no tiene talento, creatividad...¨No esperará que el periódico diga que es usted literato, ¿no es cierto?".

Nunca, nunca más, se dijo. Sus ojos profundamente viejos capturaron todo el resentimiento de años y Borges reemprendió su obra, queriendo retomar el mando y demostrarse muchas, muchas cosas. Ya no le importaba que esa última mueca le revelara que su creación venía a matarlo, sabía que hoy era capaz de dominarla y de no permitirle más insubordinación. Borges fijó su vista en el papel, sus ojos se llenaron de empuje y lo decidieron a guerrear contra ese monstruoso personaje que deseaba matarlo. Así, volvió a estampar palabras en la cuartilla. Le ordenó que regresara, que tirara el revolver, que se detuviera, que sonriera bondadoso. No consiguió nada. Por primera vez sintió realmente pánico; era como si ya no pudiese romper la dinámica de su propio cuento, como si de alguna forma éste empezara a escribir su propia muerte. Si continuaba sometía su vida a una macabra curiosidad, a su enfermizo deseo de venganza social. Borges lo sometió todo y se aferró a un nuevo intento. Asentó la pluma hasta casi romper el papel, apretó los dientes haciéndolos crujir agudamente, llevó su obsesión hasta límites oscuros, que de improviso terminaron por relajarse. De pronto dejó de luchar, tiró su cuerpo apenas hacia atrás, y con un aparente toque de resignación permitió a Ramón Arenas llegar hasta la puerta de su casa, subir las escaleras lenta, largamente, situarse frente a su encorvada espalda y encañonarlo directo a la nuca. En ese preciso instante, Borges con mucha calma deja la pluma sobre la mesa y empieza a reír, pensando que nunca más sería un fracasado y que no se prestaría a perpetrar su propia muerte.

La escena se te reproduce espiritual y gélida. Tu final también era otro, patético, un Borges dejándose matar por sus complejos y sus traumas. Pero Borges no quería escribirlo, no quería plasmar sus últimas palabras mortuorias. Quisiste consolarte pensando que el mal momento frente al editor en la mañana y el esfuerzo de escribir la novela, te había resultado agotador; que te había apresado en una cárcel en donde los barrotes horizontales son tus fantasías y los verticales, el cansancio. Casi no entendías lo que pasaba. Y te esforzaste, quisiste ir contra el instinto de conservación y conseguiste que Borges viviera nuevamente, "casi lo logro", te dijiste, y él toma la pluma otra vez, la atenaza entre sus dedos, apunta sobre la última línea, va a escribir, con la mano izquierda cubre la hoja, tú no ves, no te lo permite, "¿que‚ hace?", escribe y no sabes qué, quedas curioso y aterrado... exhausto, pero tú tampoco te detienes.

Los ojos antes tercos de Borges aparecen ahora burlones. Y tú: piensas en tantas cosas. Borges siente unos pasos alejándose, el ruido de la puerta a sus espaldas, y vuelve a sonreír sin que puedas evitarlo. Piensas otra vez en tantas cosas. Borges ríe por última vez. Luego, sientes que el hilillo de aire a tus espaldas se hace inmenso, porque tu puerta ha sido abierta, estás casi seguro de eso. Tienes miedo. Ves una sombra humana proyectándose enorme sobre los polvosos cerros de papel en tu mesita. El miedo aumenta, el sabor a moho toma tu garganta; aún así te decides y volteas.


Finalmente, publicaron tu novela acompañada de la siguiente nota del editor:

“Los escritos de la obra que tenemos el gusto de entregar a usted en esta oportunidad, señor lector, fueron hallados por Carlos Bustamante, entrañable amigo del autor, en circunstancias que hacen más apasionante su lectura.

A continuación reproducimos una nota periodística que ilustra de alguna manera la muerte de tan hábil literato:

"El cadáver del oscuro escritor Pedro Saldaña, de 65 años de edad, presenta una herida de bala en la espalda. Se le encontró de cúbito sobre una pequeña mesa, cubriendo con sus manos y su cabeza algunas cuartillas de papel manuscritas y en desorden; presumiblemente a causa del violento impacto provocado por el proyectil.
Se desconoce aún la identidad del asesino.
Un hecho que ha intrigado mucho a los investigadores de la división de homicidios, es la maloliente humedad impregnada sobre el cadáver y las hojas manuscritas halladas en el lugar. Las autoridades especulan que el occiso habría sufrido de una extraña enfermedad causante de ese aparente y profuso sudor febril.
Se desconocen los móviles del crimen."
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Tuesday, November 18, 2008

JOSE ANTONIO GALLOSO

José Antonio Galloso. Nació en Lima, el 4 de febrero de 1972. Es escritor, fotógrafo y profesor. Ha publicado el libro de poemas Si huyes hacia adentro, (Editorial Colmillo Blanco, 1998) por el que recibió una distinción en el concurso nacional “El Poeta Joven del Perú” (1995). En el 2000 publicó la novela juvenil Tres días para Mateo, (Alfaguara). En colaboración con el artista chileno Franz Fischer, publicó el libro experimental de poesía Recortes de la memoria o el libro de la sombra, (Bizarro Ediciones, 2007). El mismo año publicó la novela El mal viaje (Alfaguara). Algunos textos suyos aparecen en la antología Abofeteando a un cadáver (Bizarro Ediciones, 2007), y en La mala nota, el colegio en el cuento peruano (Alfaguara, 2008). En mayo de 2009 aparecerá su tercera novela bajo el sello editorial Alfaguara. Varios de sus cuentos, poemas, textos periodísticos y fotografías han sido publicados en el periódico Milenio de México, en otros medios impresos, y en la red. Desde Marzo del 2002, José Antonio radica en San Francisco, California. Este cuento es parte del libro inédito Lima-Mala. En la siguiente línea aparece tanto el blog del escritor como la página en donde se pone de manifiesto otra de las pasiones de José Antonio, la fotografía.
Blog: http://joseantoniogalloso.blogspot.com/
Fotos: http://www.flickr.com/photos/jag72/


COMO UNA REINA

Bajó del autobús y se puso a caminar a través de las polvorientas calles de su barrio. La tarde se posaba sobre la urbe. El cielo gris se oscurecía sobre la línea de los cerros próximos. Llevaba una bolsa de papel entre los brazos. Avanzaba a paso lento, como si su mente se encontrara atrapada en espacios lejanos. Se detuvo frente a un teléfono público, colocó la bolsa entre los pies, sacó una moneda del bolsillo trasero del pantalón, la metió en la ranura metálica y marcó un número.
-¿Aló? -Reconoció la voz fingida a través del auricular.
-¿Shirley? -Preguntó y no pudo evitar fingir la propia. Era ya casi un acto natural.
-Sí, ¿quién habla?
-La Reina.
-¡Ay! Mírala a esta loca, ¿dónde has estado metida, oye?
-No sé, me dio la locura.
-¡Por eso te mandaste a mudar sin avisar!, ¡malagradecida!
-Discúlpame Shirley, no fue a propósito.
-¡Perra loca! Me tenías súper preocupada. Pensaba que te había pasado algo.
-Lo siento.
-Pero, ¿cómo estás?, ¡cuéntame!, ¡cuéntame!
-Estuve un poco mal, pero ya estoy mejor.
-¿Tienes algo?
-No -dijo después de un segundo de silencio.
-¿De verdad?, ¿estás segura?
-Ay, querida -dijo tratando de fingir buen ánimo-, ¿quién está segura de nada en estos tiempos?
-¿Y, a dónde te fuiste?
-No muy lejos de tu casa, ¿por qué no apuntas la dirección?
-¿Ahora sí, no, ingrata?
-Ya te dije que lo siento.
-Un ratito, voy por un lapicero.
-Rápido que se me acaba la moneda.
-Ya, listo. A ver, dime.
Le dio la dirección.
-Pero, ¿de verdad estás bien?
-Sí, te lo juro.
-No sé por qué no te creo, Tienes una voz de muerta.
-De verdad, Shirley, todo está bien.
-¿No quieres que vaya a tú casa ahora mismo?, Mira que salgo al toque.
-No -le dijo-, esta noche no puedo, ya tengo planes; pero por qué no te vienes mañana.
-Mañana, ¿cómo a qué hora?
-Como a las seis de la tarde estaría bien.
-¿Estás segura de que estás bien?
-Si amiguita, no te preocupes.
-Te quiero mucho.
La comunicación se cortó. Colgó el auricular. Una lágrima se descolgó lenta, resbaló por la mejilla hasta el mentón y cayó sobre la tierra. Se limpió el rostro con una mano, recogió la bolsa de papel y retomó el paso a través de las calles del barrio. Las casas se sucedían en silencio. No había gente transitando por las pistas sin asfaltar. De vez en cuando se cruzaba con uno que otro transeúnte que, como todo el mundo, no podía evitar mirarlo de reojo. Siempre había sido así, todo el mundo tenía que mirarlo. Las luces de los postes se encendieron. Se detuvo frente a una puerta, sacó un manojo de llaves del bolsillo y entró a una casa muy pequeña. Las pesadas cortinas de lona estaban cerradas. Una gruesa biga de madera sostenía el techo de calaminas. El lugar se encontraba sumergido en la penumbra pero no encendió la luz. Olía a humo de cigarro y a polvo pegado en los muebles, en la ropa, en las paredes. Colocó la bolsa sobre la mesa y se dejó caer sobre el único sillón. Estaba sumamente flaco. Las extremidades largas y huesudas se estiraban como patas de araña. El pelo largo y negro le cubría la mitad del rostro e intensificaba las facciones de la parte descubierta. El pómulo salido, la piel oscura, la ceja depilada hasta quedar convertida en una línea negra que todos los días tenía que volver a pintar sobre los huesos toscos de la frente. Metió la mano al bolsillo del pantalón, extrajo una cajetilla de cigarros, la abrió, sacó uno y lo encendió. La flama del encendedor reveló la profunda oscuridad contenida en su mirada. El vacío y la tristeza parecían habitar en cada uno de sus movimientos. La flama reveló también, esas manos de dedos largos y chuecos. Fumaba con mucha paciencia, con la mirada perdida en el cielo raso.



* * *


Crecer había sido duro. Cada año había sido un siglo de dolor constante y de reparo, de descubrimiento paulatino de esa verdad atroz que sería su felicidad única y también su cruz. Cada año interminable en esa casa, en esa escuela, como si hubiera nacido para no ver jamás la luz del día. Nunca supo otra cosa que no fuese eso de saberse diferente, de esperar desde chiquito el momento de quedarse a solas para vestirse apurado con la ropa de su madre. Rápido y con miedo, pero ansioso por mirarse al espejo y sentirse feliz por un segundo, porque después, venía el miedo enorme que lo obligaba a sacarse la ropa y dejar todo tal y como estaba. El miedo enorme que era su padre en la casa, una sombra oscura con olor a alcohol y a gritos y a golpes. Porque el hombre tenía la obligación de corregir y para corregir había que dar golpes. Pero con Ernesto su padre no pudo, a pesar de que lo había golpeado duro y hasta cansarse, nunca pudo arreglarlo. Ernesto había nacido estropeado, torcido. Simplemente había sucedido así, chueco desde el principio, sufrido para siempre. Por más que lo intentaba no podía ocultarlo; saltaba a la luz cuando corría por las calles con sus hermanos, cuando no le salía ni una miserable jugada en la cancha de fútbol, cuando prefería mil veces jugar al vóley con las chicas o sentarse en la vereda con las rodillas juntas, juntísimas.



* * *


Se adelantó un poco hasta quedar sentado al borde del sillón, dejó el cigarro colgando entre los labios, tomó la bolsa de papel, extrajo una caja, la apoyó sobre los muslos, la abrió y sacó una botella de güisqui Swing. La observó un rato entre sus manos, la colocó sobre la mesita y con un leve golpe activó el movimiento pendular. Le había costado un ojo de la cara pero no era para menos, la ocasión así lo ameritaba. Se quedó mirando la botella y por unos instantes todo fue el sonido de ese vaivén de vidrio rebotando en las paredes. Se levantó, tomó la botella por el pico, se fue a la cocina, echó unos cubos de hielo en un vaso y la llenó hasta el borde. La cocina estaba inmunda. Los platos con comida seca y pegoteada desbordaban el lavabo. Los vasos usados y las ollas ocupaban las repisas. Bebió un sorbo largo y seco. Se concentró en el sabor a madera, en el olor antiguo del güisqui. Con el vaso en la mano se dirigió hacía el cuarto de baño. El piso de la ducha estaba cubierto de moho. Tiró lo que quedaba del cigarro en la taza del excusado y tomó otro trago antes de empezar a desvestirse. Su cuerpo flaquísimo y desnudo dejó expuesta la fealdad imposible de su cuerpo. Volvió a beber. El espejo sobre el lavabo estaba roto. Evitó encontrarse con su reflejo fragmentado. Entró a la ducha y, con los brazos caídos y los ojos cerrados, dejó que el agua fría recorriera el cuerpo.



* * *


Las primeras explosiones se escucharon a las diez de la mañana. Sus hermanos y sus padres se estaban terminando de arreglar para ir a la plaza. Ernesto estaba echado en la cama, tapado con las frazadas hasta la cabeza. ¡Tú no vas!, le había dicho su padre durante el desayuno, ¡no quiero pasar vergüenzas, esta es una fiesta decente! Pero viejo, quiso intervenir su madre. ¡Pero nada!, él se queda a cuidar la casa y punto. Escuchó la puerta al cerrarse. Era la primera vez que le prohibía ir con ellos a la fiesta del patrono San José. Con seguridad su padre no se había podido olvidar de la fiesta del año anterior, cuando, después de haberse bebido unas cervezas de más, Enrique, con sus catorce años confusos, se había puesto a bailar como loco, como si nadie lo estuviera viendo, había perdido la compostura que siempre había tratado de mantener, y su padre, que estaba más borracho que todos, lo jaló con fuerza por el brazo, le dio una cachetada tremenda y lo mandó a su casa para siempre. Esperó unos minutos para asegurarse de que ya no regresarían, se secó las lágrimas, se destapó, se puso de pie, fue a la sala y encendió el viejo televisor blanco y negro. Se pasó toda la tarde viendo telenovelas mejicanas mientras sufría al escuchar la música, la risa, las explosiones de los cohetes en la plaza. Y, como siempre, se sintió sólo, lejos de todos, desplazado. Cuántas veces había tratado de cambiar, de arrancar de su corazón aquella verdad que significaba vergüenza, pecado, oscuridad. Cuántas veces se había jurado que se iba a portar como todo un hombre, que iba a conseguir una enamorada y que iba a dejar de ser aquello que inevitablemente era. Pero siempre había sido inútil, a pesar de las interminables horas de rezo, de súplica desesperada: Por favor Diosito, por favor, haz que me despierte siendo como mis hermanos, como mi padre, haz que no vuelva a mirar a los hombres con estos ojos que me duelen en el alma. Pero nada pasaba. Cada día se levantaba siendo más que nunca aquello que nadie quería que fuese, ni siquiera él. Se quedó dormido frente al televisor, enroscado sobre si mismo.
El sonido del timbre, seguido por una serie de golpes insistentes en la puerta lo despertaron. Abrió los ojos y se levantó. Ya era de noche. Se acercó a la puerta y miró por el ojo de buey. Era su primo Edson.
-¿Qué pasa? -Le preguntó al abrir la puerta.
-Nada, nada.
-¿Todo está bien?
-Sí.
Entró tambaleándose hasta dejarse caer en el sofá. Tenía los ojos muy rojos y le costaba fijar la vista. Edson tenía 19 años y era el sobrino favorito de su padre. Jugaba fútbol en el equipo del barrio como centrodelantero y ya llevaba dos años siendo el goleador del equipo. Era alto, de rasgos fuertes, con la cara cortada en ángulos definidos, con los ojos marrones y almendrados, con el pelo negro, lacio y largo hasta los hombros, con el cuerpo estilizado y atlético de los jóvenes deportistas. Todas las chicas del barrio se morían por él.
-¿Tienes hambre? -Le preguntó.
-Sí.
Enrique se levantó y fue a la cocina a prepararle algo de comer. Encontró una hogaza de pan y un par de huevos. Sacó la sartén, la colocó sobre la hornilla, la encendió y le echó un chorrito de aceite. Edson cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Enrique no podía sacarle los ojos de encima mientras freía los huevos. Siempre le había gustado. Cada vez que había un juego, él era el primero en estar listo para ir a la cancha. Su padre y sus hermanos pensaban que era porque le gustaba el fútbol, pero eso no era cierto, él iba para ver a Edson, para verlo correr sobre la cancha de tierra, sudado, con el pelo mojado, con ese short azul que dejaba expuestos esos muslos poderosos contrayéndose tras cada zancada. Tomó una espátula, sacó los huevos de la sartén y los colocó en un plato junto con la hogaza de pan. Apagó la hornilla y retiro la sartén del fuego.
-Toma, es lo único que había.
Edson abrió los ojos, se enderezó con esfuerzo y tomo el plato.
-Espero que te guste.
Se sentó junto a él y lo observó en silencio mientras devoraba la comida como un animal salvaje. La yema líquida, amarilla y tibia, se le chorreaba entre los dedos que lamía con fruición. Masticaba con la boca abierta produciendo una serie de sonidos que, en cualquiera de sus hermanos le habría producido asco, pero en su primo no, ante él, todo era diferente. Al terminar de comer, Edson dejó el plato sobre la mesita de centro y volvió a recostarse en el sofá. Olía a cerveza, a sudor de baile tupido en la plaza. La camisa estaba mojada, pegada a los pectorales, la respiración se escuchaba muy fuerte, el pecho subía y bajaba. De pronto, una arcada le hizo convulsionar el cuerpo, se paro de un solo impulso y salió corriendo hacia el baño. Ernesto fue tras él.
-¿Necesitas ayuda? -Le preguntó pero no obtuvo respuesta. Estaba arrodillado con la cabeza sobre el excusado. Ernesto se acercó para ayudarlo. Se agachó, con una mano le sujetó la frente y con la otra lo tomó por el estómago-. Tranquilo, tranquilo -le decía-, tienes que botar todo el alcohol, después te vas a sentir mejor -La mano que sujetaba la frente lo empezó a acariciar poseída por una fuerza superior a cualquier voluntad.



* * *


Como una reina y al diablo todo, se dijo y abrió los ojos. Tomó una esponja, le echó un champú especial para la piel y empezó a frotarse el cuerpo, con ambas manos, despacio, el pecho, las piernas, con los ojos cerrados, lentamente, el cuello, la nuca, muy despacio; se imaginó que estaba en un baño muy elegante, blanco, era una visión muy clara, un baño blanco, una gran tina blanca, una gran ducha blanca, blanquísima; se imaginó lejos de ese lugar decadente y apestoso en el que se encontraba atrapado; era gratificante sentir el agua corriendo, el agua que todo lo limpia, la esponja que todo lo limpia, los ojos cerrados que todo lo limpian; y las manos, las dos manos, sobre el pecho, sobre las piernas, sobre el sexo, despacio, una y otra vez, lentamente, sobre el sexo, de nuevo, otra vez; y los cuerpos de fuego empezaron a surgir caprichosos en la mente, y el agua, y la esponja, y las lenguas de fuego, y las manos de fuego, y ese hombre de fuego imposible de olvidar; todo era sólo el hombre en ese instante, todo era sólo el hombre, los ojos cerrados, la mente, la esponja, las visiones de esos cuerpos sudorosos, y el agua, y las manos, y el sexo, todo era el sexo, todo era el sexo blanco hasta el final, todo era sólo Edson en la memoria, todo era sólo el fuego. Abrió los ojos y se encontró consigo mismo, horrible y olvidado, lejos del mundo. Tomó un frasco de crema de afeitar, lo agitó y lo untó a lo largo de su piel grisácea, enferma. Tomó luego una máquina de afeitar y empezó el proceso mil veces repetido de rasurar todo su cuerpo.



* * *


Edson terminó de vomitar. Su camisa y sus pantalones estaban manchados, con olor a bilis, a fermentos etílicos. Ernesto sabía que estaban solos, acompañados por las voces que llegaban desde la sala en blanco y negro, por las explosiones de los cohetes, por la música débil de la plaza que le decía como un susurro oscuro que nadie llegaría pronto. Recostó a Edson contra la tina.
-Tranquilo -le dijo, jaló la cadena del excusado y limpió el piso con papel higiénico. Luego se dejó llevar por los impulsos. Trataba de que cada movimiento surja natural desde el centro de su corazón acelerado-. Mira cómo estás -le dijo-, qué vergüenza, pareces un borracho cualquiera, no quiero que mi madre te encuentre así. Será mejor que te bañes y te cambies.
-No, déjame -le dijo Edson.
-Tranquilo, tranquilo -insistió Ernesto-, no va a pasar nada. Déjame ayudarte, yo te puedo prestar ropa. A ver, párate, párate. Asu macho, estás bien pesado. A ver, ayúdame un poco. Así, eso es -empezó a desabrocharle la camisa, botón por botón, muy despacio. El pecho fue quedando al descubierto, la piel morena, los músculos jóvenes y definidos. Tenía un poco de reparo antes de ejecutar cada movimiento, pensaba que Edson podría reaccionar mal, largarlo de un solo manotazo violento y ofendido, pero nada de eso pasó. Su primo se quedó muy tranquilo, con los ojos cerrados se dejó sacar la camisa. No dijo nada cuando Ernesto se agachó y después de desabrochar el botón del jean empezó a bajarlo lentamente. El corazón se le salía del pecho, nunca antes había estado tan cerca a un hombre, nunca antes el deseo lo había tomado con tanta fuerza desmedida.
-¿Qué haces? -Murmuro Edson.
-Tranquilo, primo, un baño te va a caer muy bien. Ven siéntate aquí.
Obedeció y se sentó sobre la taza del excusado. Ernesto colocó el tapón en la tina, abrió el grifo del agua caliente y fue al cuarto de sus hermanos a buscar algo de ropa que le pudiera prestar. Estaba ansioso, dominado por una serie de emociones extrañas, intensas, desorbitadas. Regresó al cuarto de baño, dejó caer la ropa al piso, cerró el grifo y probó con la mano que el agua no estuviera demasiado caliente.
-Listo, primo, ahora, sácate la ropa interior y métete al agua.
Todo se salió de proporciones al ver el cuerpo desnudo tendido bajo el agua. Sin poder controlarse, tomó una esponja y empezó a frotar la piel de cobre.
-¿Qué estás haciendo? -Le preguntó Edson-, ¿estás loco?
Ernesto se detuvo por unos instantes, esperaba que Edson le pidiera que se fuera, que lo dejara en paz, pero no lo hizo. Por el contrario, cerró los ojos y se relajó por completo. Muy despacio, volvió a colocar la esponja sobre el pecho desnudo, casi no rozaba la piel. El presentimiento de algo oscuro a la vez que luminoso bullía en su interior. No podía dominar el instinto, no podía detenerse. Después de todo, Edson no se estaba rehusando a las caricias, después de todo, él seguía con los ojos cerrados, como no queriendo ver, o quizá, como queriendo imaginar escenas lejanas. Nada existía en el mundo, solo Edson dejándose tocar, solo la certeza de saberse pleno, más cerca que nunca de sí mismo, con unas ganas terribles de mirarse al espejo y estallar en carcajadas de alegría plena. Luego, después de que todo hubiese terminado, mientras su primo dormía muy tranquilo en la cama de su hermano y él lo contemplaba desde el vano de la puerta, Ernesto tuvo la clara certeza de que no habría vuelta atrás. El viaje más oscuro y radiante de su vida, el único, había comenzado.



* * *


Se terminó de bañar, cerró el grifo, se envolvió en una bata de felpa blanca, tomó el vaso de güisqui y lo secó de un solo trago. Fue a la cocina, tomó la botella y se dirigió a su habitación. Encendió la luz, colocó la botella y el vaso sobre la mesa de noche, se sentó al filo de la cama, abrió un cajón y sacó un maletín rectangular en la que guardaba todo su maquillaje. Volvió a llenar el vaso. Encendió otro cigarro. Luego de la primera calada, una tos seca y metálica lo obligó a agarrarse el pecho con ambas manos para intentar aplacar el dolor. Dejó el cigarro sobre el cenicero que descansaba sobre la mesa de noche, abrió la caja, sacó un frasco de crema y la aplicó con mucha paciencia en los brazos y en las piernas. Después, sacó un frasquito de esmalte para uñas y una bolsa de algodón. Colocó sendas bolitas blancas entre los dedos de los pies flacos y torcidos, agitó con fuerza el pomito, lo abrió y, muy despacio, empezó a cubrir las uñas con ese esmalte rojo fuego que tanto le gustaba.


* * *


Durante dos años Edson fue su amante. El primer hombre de su vida. Lo único que a Ernesto le molestaba era que sólo iba hacia él cada vez que estaba borracho. No había manera de que sucediera algo en el campo de la sobriedad, ni siquiera lo miraba directo a los ojos, es más, lo trataba con cierta indiferencia, o peor aún, como si nada de lo otro estuviera ocurriendo entre ellos. Pero cuando se emborrachaba todo cambiaba. Ernesto había establecido ya esa relación directa entre el alcohol y el sexo, y ni bien lo veía destapando las primeras botellas, su corazón empezaba a segregar las sustancias celestes del deseo. Sabía que entonces sería posible acariciar ese cuerpo atlético con el que tanto soñaba. Estaba enamorado, loco por completo. Escribía su nombre en las páginas finales de sus cuadernos y lo decoraba con corazones y flores. Escribía largas cartas de amor que guardaba celosamente bajo el colchón de la cama. Qué feliz se sentía. No importaba nada más que ese amor desmedido que, en el fondo, sabía jamás sería correspondido. Se acostumbró a las migajas que Edson le daba cuando estaba lo suficientemente ebrio como para fingir no darse cuenta de lo que estaba haciendo. Y sus encuentros secretos y furtivos, fueron ganando en osadía hasta que llegó esa tarde oscura de julio. Ernesto entró a la casa luego de un día de colegio y encontró a sus padres sentados en la sala. Ella lloraba desconsolada y él sostenía entre las manos las cartas de amor que él le había escrito a Edson. Lo botó como a un perro. Le dijo que agarrara sus cosas y se largara. Lo borró por completo de su memoria. Nada pudo hacer su madre si no llorar y llorar. Le dijo que se avergonzaba de él, que si pudiera lo mataría pero que no quería terminar en la cárcel. Lo golpeó hasta cansarse. Ernesto no dijo nada. Ni siquiera lloró. Metió su ropa en una mochila y se fue.


* * *

Terminó de pintarse la uñas de los pies y las de la manos. Bebió y volvió a llenar el vaso. Se echó en la cama para esperar que el esmalte se seque. El efecto del alcohol empezaba a tomar el cuerpo con esa calma inexplicable. Encendió otro cigarro. El silencio de la noche próxima se acrecentaba en la mente. Tosió. Tomó el cenicero y lo puso sobre su vientre. Pensó en su familia, hacía ya diez años que no había vuelto a hablar con ellos o a verlos, salvo por esos días en los que la nostalgia lo llevaba de regreso al barrio. Entonces, observaba su casa desde la esquina, nervioso, escondido tras el maquillaje, la peluca y los enormes lentes de sol. A veces se quedaba mucho rato de pie, esperando ansioso a que su madre saliera rumbo al mercado. Qué ganas le daban entonces de correr hacia ella, de abrazarla, pero nunca lo hizo. Dio una calada larga y el dolor arremetió de nuevo. Se preguntó, así como lo había hecho muchas veces, si su padre se habría arrepentido de haberlo echado de la casa con tan sólo quince años. Sabía que lo más probable era que no, pero le gustaba pensar que sí, que se arrepentía, que cuando se quedaba sólo le asaltaban los remordimientos. Bebió. Se volvió a preguntar también, cómo diablos habrían explicado su repentina desaparición. Su padre era demasiado macho como para aceptar ante el resto de la familia que tenía un hijo maricón. ¿Me habrán matado?, ¿me habrán enviado a un país lejano?, ¿qué mentira habrán inventado? ¿Y, mis hermanos?, ¿cómo habrán sobrellevado todo lo ocurrido?, ¿me recordarán siquiera?, ¿o ya me habrán borrado por completo de sus memorias? ¿Y Edson?, ¿como le habrá ido a Edson?, ¿mi padre habrá hecho algo en su contra o lo habrá perdonado por ser el goleador del equipo del barrio? Fumó. Ya que importa, se dijo, ya nada importa, mi única familia es Shirley. Ella se encargará de todo, como siempre.


* * *


¡Te maldigo!, ¡para mí estás muerto! Fueron las últimas palabras que le escuchó decir a su padre antes de que la puerta de su casa se cerrara para siempre. Solo, desesperado y sin saber que hacer, deambuló por las calles del barrio. Pensó en tirarse bajo las ruedas del primer autobús que pasara por la carretera. Pensó en caminar hasta el primer edificio alto que encontrara en su camino para subir al último piso y saltar al vacío. Pasó varias veces por la puerta de su casa. Tenía unas ganas locas de tocar la puerta y suplicar arrepentido, pero no tuvo el coraje para hacerlo, el miedo que le tenía a su padre era superior a todo. Terminó sentado en un parque muy cerca de su casa. Lloraba, esperaba en vano a que su madre apareciera en la penumbra a decirle que regresara, que su padre estaba arrepentido. Sacó una casaca de su mochila, se la puso, se recostó encogido al costado de un árbol y siguió llorando.
Lo despertó el duro frío del amanecer limeño. Recogió su mochila y empezó a caminar sin rumbo. Fue entonces que, al doblar una esquina, vio a la mitad de la cuadra a Shirley barriendo la puerta de su casa:
-¿Qué te pasa? -le preguntó al verlo tan triste.
-Me han botado de mi casa -respondió.
-¿Qué?, no puede ser. Ven, pasa, pasa. Cuéntame, ¿qué ha pasado? Shirley era alto, de piel trigueña y pelo rubio hasta los hombros. Tenía una peluquería en la salita de su casa en la que atendía a todas las chicas del barrio. Lo recibió con mucho cariño desde un principio. Sin dudarlo siquiera, le ofreció un espacio donde quedarse, una cama, un plato de comida. Nunca antes lo habían tratado de esa manera. Nunca antes lo habían hecho sentirse tan bien consigo mismo.
-Uno es lo que es y hay que aceptarlo. No hay más vuelta que darle. El problema no eres tú, Ernesto, el problema son tus padres.
Shirley fue más que un amigo, una madre. Le enseñó con mucho gusto el oficio de la belleza y el arte de sobrevivir siendo uno mismo. Fue él también quien le puso La Reina mientras le teñía el pelo de rubio.
Y despertar cada mañana con una sonrisa, y vivir contagiado por las tremendas ganas de vivir de Shirley, así como conocer a sus amigas, escuchar sus historias entre música y cervezas, todas semejantes o peores que la suya, lo ayudaron muchísimo en el proceso de superar la crisis emocional y la depresión provocada por el rechazo. Sin embargo, la felicidad no duró mucho.



* * *

Apagó el cigarro y se levantó. De un cajón de la cómoda sacó toda su ropa interior y la tiró sobre la cama. Escogió un conjunto de encaje negro y se lo puso. Acomodó el pene como sólo un travesti experto puede hacerlo. Se puso el sostén y colocó los rellenos de esponja para las nalgas y el pecho. Cada vez que empezaba a realizar aquella transformación, algo en su cuerpo reaccionaba con un placer sutil e intenso. Así como lo que dijo Agrado en “Todo sobre mi madre”: Uno es auténtico en la medida en la que se parezca lo más posible a como se ha soñado. Cuanta verdad en esas palabras. Como disfrutaron Shirley y ella cuando vieron la película en un cine del centro. Se rieron y lloraron con locura. Desde esa película se volvieron adictas al cine de Almodóvar. Se miró en el espejo y se sintió como uno de sus personajes, como una Rosi de Palma, sí, así como ella, fea pero bonita al mismo tiempo. Secó el vaso de güisqui y lo volvió a llenar. El alcohol suavizaba su reflejo, lo hacía más tolerable en su fealdad y en su decadencia. Se sentó al filo de la cama, tomó un par de medias negras de nylon y se las puso. Su vida había sido un drama al mejor estilo de Almodóvar, por eso mismo no podía hacer otra cosa que comportarse como una reina y punto. Se recostó en la cama y pensó en Shirley, en que vendría al día siguiente. Sintió una breve ráfaga de pena recorriendo la piel. Se preguntó si su padre o sus hermanos habrían tenido que ver con la desgracia aquella que los obligó a dejar del barrio.
Pobre Shirley, se dijo.
Ernesto sentía que él la había tocado con su maldita mala suerte, la que llevaba encima por culpa de su padre.
De eso estaba seguro.


* * *


Era sábado. Habían estado tomando cerveza y escuchando música toda la tarde. A la media noche decidieron acostarse, pero ni bien empezaban a conciliar el sueño un estruendo de cristales rotos las levantó en vilo. Luego escucharon una serie de voces de hombres que venían desde la sala. Shirley se levantó y Ernesto salió tras ella. Al llegar a la sala encontraron a cuatro hombres con pasamontañas y patas de cabra que estaban destrozando todo lo que encontraban a su paso. ¡Maricones de mierda!, gritaban, ¡sidosos del diablo!, ¡nadie los quiere en este barrio!, ¡váyanse de acá cabros salados! Shirley corrió a la cocina en busca de un cuchillo para defender lo que con tanto trabajo había logrado, pero uno de los tipos la vio y le atestó un golpe fortísimo en la cabeza que la dejó sangrando y tendida en el suelo. Ernesto sólo atinó a correr hacia ella y observarlo todo mientras le sujetaba la cabeza aterrado. No podía creer lo que sus ojos estaban viendo, el odio desplegado por esos hombres, los espejos explotando en mil pedazos y esa galonera anaranjada con la que uno de ellos empezó a rociarlo todo. A Ernesto no le hicieron nada más allá de las infinitas amenazas. Después, vino el incendio, las lenguas de fuego devorando la vida de Shirley por completo, y la culpa que se quedó enquistada en el corazón de Ernesto, a pesar de que, Shirley, le dijo después, que le iba a estar eternamente agradecida por haberle salvado la vida.
Cuando los bomberos terminaron de apagar las llamas, ya no quedaba nada del salón de belleza, sólo una serie de fragmentos negros cayéndose a pedazos.


* * *


Se puso el vestido de lycra rojo, el que mejor le quedaba. Sacó sus botas de charol negro y, mientras se las ponía, las lágrimas empezaron a resbalar por el rostro sin expresión. El alcohol confundía las emociones contenidas. Se secó las lágrimas, agarró la caja del maquillaje y empezó el proceso final de la transformación. Untó el rostro entero con base oscura a través de la cual se percibía el color cenizo de la piel. Dibujó las cejas sobre los huesos de la frente. Pegó las pestañas postizas con delicadeza. Pintó los labios de un rojo incendiado. Delineó la boca de la Reina más allá de los labios. Aplicó chapas sobre los pómulos salidos y cerró la caja. Se puso de pie y se miró frente al espejo. Esa era ella, La Reina, la única, la verdadera. Ernesto era alguien que ya no conocía, una historia oscura del pasado, un error terrible que la había llevado por laberintos nefastos. El único culpable.


* * *


Se refugiaron en la casa de La Diabla, una de las amigas de Shirley. Entonces Ernesto conoció el verdadero rostro de la noche, ahí donde Shirley había comenzado su sueño del salón de belleza. Las esquinas tristes de la avenida Arequipa, de la Javier Prado, de la Canadá. Esas largas noches esperando a los clientes que, pronto descubrió, eran de todo tipo. Jóvenes, viejos, borrachos, fumones, ricos, pobres. Se dio cuenta entonces que no era un bicho raro, que había mucho hombres llevando la doble vida de la urbe. Casados respetables, hombres de familia que esperaban las altas horas de la madrugada para dejarse llevar por el lado oscuro del deseo. Al principio fue muy raro, un acto extraño de intercambio, sexo por dinero, dolor, asco. Rara vez el placer de un hombre guapo, pero el dinero llegaba y, según Shirley, pronto podrían independizarse y salir de eso. Sin embargo, Ernesto nunca pudo dejar de sentir culpa, la maldita culpa, y ni bien hubieron reunido el dinero para alquilar una casita en el Cono Norte y empezar de nuevo el negocio del salón de belleza, Ernesto, desapareció. Tomó sus cosas y se fue arrastrando su mala suerte a cuestas.


* * *


Sacó toda la ropa de sus cajones, la llevó a la sala y la tiró sobre la mesa de centro. Se sentó en el sillón y ató todas las medias de nylon con nudos fuertes cuya resistencia comprobaba con las manos. Tomó la botella de güisqui y bebió directamente del pico. Se subió al sillón y amarró la tira de medias a la biga de madera que sostenía las calaminas del techo. Shirley vendría al día siguiente. Tomó el encendedor, encendió un cigarro y le prendió fuego a su ropa. Shirley se encargaría de todo. Ella sabría comprender. Ella era la única capaz de comprender. Terminó de fumar frente al fuego que empezaba a correr sobre la alfombra, se subió al sillón, ató el extremo de las medias alrededor del cuello, con una sonrisa desmedida en el rostro se despidió de Ernesto y, como una Reina, saltó.

Thursday, November 13, 2008

MIGUEL RUIZ EFFIO

Miguel Ruiz Effio (Lima, 1977) estudió Administración en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Cuenta con una decena de reconocimientos en concursos literarios del país. Fue finalista en la XII Bienal de Cuento “Premio Copé 2002” con el texto Derechos de autor, y su primer libro, La habitación del suicida, obtuvo una mención honrosa en el V Concurso Nacional de Cuento 2004 de la Asociación Peruano-Japonesa. Relatos suyos han sido incluidos en las compilaciones Maldito amor mío. Cuentos y relatos de amor (Editorial Signo Tres, Lima, 2002), Encuentro de escritores nuevos (Universidad Científica del Sur, Lima, 2004), “Guitarra de palisandro” y los cuentos ganadores y finalistas del “Premio Copé 2002” (Ediciones Copé, Lima, 2005), Disidentes: Muestra de la nueva narrativa peruana (Revuelta editores, 2007), Nacimos para perder. 
Simplemente cuentos (Editorial Casatomada, 2007) y en las revistas electrónicas Proyecto Patrimonio y Los Poetas del Cinco. 
Recientemente, ha sido ganador del Primer Concurso Municipal de Narrativa Ten en Cuento a La Victoria (2008) 


DERECHOS DE AUTOR

Sentado frente a la máquina de escribir, acepto con resignación lo que parece ser mi ineludible destino. Cuánto diera por estar en otra piel, por soñar lo que sueña el común de los mortales, pero está escrito que mi vida sea esta pesadilla, esta inexplicable apropiación de recuerdos ajenos. Ahora mismo soy un usurpador de la suerte de los hombres; ahora es Gabriel, después... Escribo sin convicción, y desfilan por mi mente imágenes de aquellas películas del oeste en las que el héroe se lanza sin miedo sobre el lomo de un caballo desbocado, para tratar de controlarlo. Soy como él, en cierto modo. Pero yo sí tengo miedo: miedo de lo que pase después, miedo de que esto no acabe aquí. Escribo dos palabras, pero dudo, me arrepiento de empezar; finalmente anoto Subió lentamente al ómnibus: casi mecánicamente revisó los bolsillos de su saco hasta encontrar su boleto, allí leyó LIMA-CHICLAYO. Por unos segundos pienso en acabar todo (son las dos de la mañana, esto es una locura) e irme a dormir, pero el sueño no es una puerta de escape; es como si tuviera frente a mí un mazo de cartas y cada día descubriera una, sin saber si será roja o negra, o de espadas, o de corazones, o algo peor. Continúo: Se sentó junto a la ventanilla, para poder fumar; sé muy bien que cada palabra que elija tiene que ser la correcta, de algún modo hay un camino que tengo que encontrar, zonas que no debo pisar, como en el juego del Buscaminas. Cómo es posible que esto esté pasando; cuánto diera por estar en otra piel, cuánto diera por dormir y no soñar, no sentir, no pensar...


1


Todo empezó hace un año, una noche como cualquier otra, es decir, una comida abundante antes de dormir y una pesadilla que cae por su propio peso. No recordaba exactamente el sueño, pero lo sentí cercano, muy mío aunque no supiera de lo que se trataba: desperté a medianoche llorando sin saber por qué. A la mañana siguiente recuperé algunas imágenes del sueño, aunque demasiado vagas como para hallarles significado: me vi caminando en un templo vacío, me vi sentado en una banca esperando algo que no llegaba y por lo que me angustiaba. Le di muchas vueltas al asunto, esforzándome por recordar más detalles; otras noches volví a la comida excesiva antes de dormir, pero la pesadilla nunca volvió. No he mencionado todavía que soy escritor y que la razón de mi búsqueda obsesiva era el presentimiento de que se me escapaba la posibilidad de una gran historia; al fin decidí imaginar lo que no podía recordar: de todas formas siempre he pensado que una historia totalmente imaginada es más valiosa como creación que una basada solamente en hechos vividos. Así escribí un relato titulado SEMEJANTE AL OLVIDO, un texto de casi veinte páginas cuyo protagonista es un joven llamado Gabriel (más adelante daré detalles acerca del argumento, por ahora me parece más importante referir la génesis de mi relato). Las líneas iniciales vinieron a mi mente como una revelación; después de leerlas pensé que la única manera como podía empezar el texto era así: Después dirá que los sueños también son parte de la vida, que con el tiempo los recuerdos se vuelven como sueños, y que Así pasó con nosotros. Sin embargo, no quedé totalmente satisfecho con el resto, había algo ajeno en aquel texto escrito en tercera persona, algo que no me convencía. Supe que no era así como lo quería decir, tendría que corregir el estilo, quizá modificar la secuencia de los hechos, abreviando algunos y suprimiendo otros. Pero pasaron los días y lo fui dejando de lado; otras preocupaciones distrajeron mi atención, y aquel texto fue perdiendo importancia frente a otros nuevos que escribí, a pesar de que yo sabía que tenía una buena historia en mis manos. Nunca permito que mis borradores sean leídos antes de convertirse en textos terminados; fiel a esta costumbre, oculté el relato entre mis papeles privados, y decidí esperar que el tiempo me devolviera a él o que interpusiera definitivamente el olvido entre nosotros.


2
Conocí a Nadia en la facultad de Letras de San Marcos: era una muchacha pequeña y bonita, de ojos entornados —como si mirara a través de la lluvia, escribí una vez acerca de ella— y rostro salpicado de algunas pecas; su voz bajita era un murmullo que traía las palabras como desde muy lejos (o desde otro tiempo; con ella nunca sé cómo decirlo) y su risa sofocada tenía algo que contagiaba fácilmente su alegría. Estudiamos juntos los dos primeros ciclos de la carrera de Literatura, y durante ese tiempo fuimos casi inseparables, no porque hubiera algo más que amistad entre nosotros, sino más bien porque teníamos gustos y preferencias similares en cuanto a cine y teatro, y compartíamos la misma pasión por la música clásica, y si bien ella se inclinaba más por el ballet y la fotografía mientras que yo me dedicaba casi exclusivamente a la literatura, eran estas pequeñas diferencias las que enriquecían nuestros diálogos, porque nos permitían escucharnos mutuamente. Tenía una cámara profesional que llevaba a todas partes: cuando pienso en ella la recuerdo pidiéndome que nos detengamos para fotografiar a un viejo mendigo que muestra su sonrisa de dientes cariados (Ésta se va a llamar DESOLACIÓN, me dijo aquella vez), o la veo registrando imágenes de árboles que languidecen en concurridas avenidas y de piedras húmedas reluciendo en medio de calles anegadas. Creo que soñaba con fotografiar la Tristeza; los años y sus fracasadas tentativas han confirmado mi sospecha de que tan ambiciosa empresa es imposible.
Siempre llegaba tarde a nuestras citas (lo que francamente me exasperaba) y aunque generalmente tenía una excusa válida para disculparse (alguna congestión vehicular o algo por el estilo) le preocupaba mucho lo que yo pudiera pensar de ella. En el tiempo que pasamos juntos descubrí que ella era diferente de mí en otros detalles: le gustaba leer, pero los textos muy extensos, de prosa densa o estilo barroco le producían cansancio; le aburrieron, por ejemplo, cuando nos tocó estudiarlas, obras clásicas como la DIVINA COMEDIA o EL QUIJOTE, y mostró muy poco interés en los cursos de Literatura Anglosajona y Literatura Francesa. Por eso no me extrañó que dejara la carrera apenas a la mitad del tercer ciclo, y que después postulara a La Católica, pero esta vez a Ingeniería. No me extrañó, pero sí me entristeció. Confieso que siempre sentí debilidad por ella: en todo ese tiempo que pasamos juntos aprendí a quererla silenciosamente, sin pedirle nada ni insinuarle lo que yo sentía. Con el transcurrir del tiempo me fui resignando a vivir cerca de ella aunque supiera que iba a ser ajena a mi vida, y fue quizá esto lo que hizo nacer entre nosotros ese vínculo que es tan parecido al amor, pero que a la vez es tan distante que resulta imposible confundirlo con él. Yo seguí frecuentándola: casi todas las semanas la esperaba al terminar sus clases, para salir a almorzar juntos o conversar; era, de algún modo, un esfuerzo para impedir que se extinguiera el sentimiento que hasta ese momento nos había unido. Precisamente una de esas tardes me presentó a Gabriel: yo estaba sentado frente a la biblioteca, donde siempre la esperaba, cuando la vi llegar acompañada de un joven que más bien parecía perseguirla. Ahora pienso que fueron los celos que sentí en ese instante los que precipitaron esa impresión; lo menciono porque al acercarse noté un trato todavía formal entre ellos. Él es Gabriel Mendoza, me dijo Nadia, y yo recordé que ya me había hablado antes de él, vagamente quizá, pero creo que ésta fue otra impresión mía: ella me contó que tenía un amigo que también escribía y yo no quise escuchar más, celoso de que hubiera un tipo que pudiera divulgar así su vocación, cuando a mí en cambio me costaba tanto que la mantenía en reserva (solo Nadia y una de mis hermanas habían leído textos míos). Alberto Cisneros, me presenté, extendiéndole la mano; en su saludo cansino creí percibir la voluntad de un títere. Tenía los ojos negros, como pozos infinitos, el rostro enjuto, la sonrisa como bosquejada por compromiso. Nadia me ha contado que escribes —continué (recuerdo que entoné la frase con compasión, como para minimizarlo)—; me gustaría leer alguno de tus textos, le dije hipócritamente. Nos despedimos, él agradeció mi interés en su trabajo, y yo no volví a acordarme de él sino hasta hace siete meses, cuando empezó mi pesadilla.
Me había olvidado de muchas cosas, incluso de varios relatos que hasta hoy están a medias, había pospuesto mis intereses personales y empezaba a acostumbrarme a la idea de pensar y de sentir como dos. Después de tantas tardes esperando por Nadia me animé a confesarle mi amor, y ella me aceptó: dijo que sí, que si alguna vez se imaginaba compartiendo su vida con alguien, era conmigo, y desde aquel día el mundo me pareció más pequeño, más sorprendente, más vivo. La esperaba casi todos los días después de clases, la escuchaba hablar de sus trabajos, de sus contratiempos, y algunas veces de sus amigos. En varias ocasiones mencionó a Gabriel (dice que está intentando escribir un cuento sobre, acaba de terminar uno acerca de, está corrigiendo el que te mencioné el otro día), pero ya no me importaba. Lo consideraba un objeto decorativo en la vida de Nadia. Después de todo estudiaban juntos; era natural que lo aludiera y, hasta cierto punto, era lógico. Pero una tarde vino a anunciarme que Gabriel había concursado y ganado el tercer lugar en los Juegos Florales de la Universidad Ricardo Palma, lo que sí me inquietó, y más aún cuando me leyó el artículo de la revista universitaria donde figuraba el nombre de su cuento premiado: SEMEJANTE AL OLVIDO (allí decía que el joven escritor había declarado escuetamente que se había inspirado en una experiencia personal). Le pedí a Nadia que consiguiera el texto de Gabriel; dos días después vino trayéndomelo (ella no sabía de mi cuento y yo no se lo había mencionado porque me faltaba corregirlo); leí rápidamente las líneas iniciales: Después dirás que los sueños también son parte de la vida, que con el tiempo los recuerdos se vuelven como sueños, y que así pasó con nosotros..., leí cada línea, repasé cada hoja; durante media hora no atendí a Nadia, que me miraba asustada y me hacía preguntas, pero es que no existían las respuestas...
Era mi cuento.


3

El relato es bastante simple en su argumento; viéndolo ahora como si fuera ajeno a mí, hasta me parece demasiado tradicional. Está escrito con lenguaje sencillo, casi coloquial, a la manera de un monólogo interior, como un recuerdo desplegado únicamente unos minutos para conocimiento del lector (aquí debo agregar que está escrito en primera persona, la recordaba su sonrisa me quedó grabada susurré al despedirme), este efecto le confiere al relato un aire de intimidad, de sincera confesión (y esta es una de sus virtudes), pero a la vez lo lleva a exagerar en el uso de epítetos demasiado gastados, como cielo azul, sus dulces labios, etc. (y de esto me doy cuenta solo ahora que lo leo como si no fuera mío), o que no lo llevan a ninguna parte (como cuando ocupa un párrafo en describir la sensación que le produce contemplar las paredes barrocas de la Iglesia de La Merced, es decir: a quién le importa). En los mejores párrafos se pueden advertir algunas cacofonías que perturban las frases (me encuentro atónito ante ti, por ejemplo) o frases rimadas (...quisiste desterrar mi soledad, curar mi nostalgia; quizá también regalarme un poco de magia) y construcciones redundantes que se debieron corregir (apunto la más obvia: no habían indicios que indicaran). Su narración (que es la mía) naufraga en grandes espacios, pierde el rumbo, abunda en detalles sin importancia. Pero sí, es mi relato, y ésta es una idea que no me puedo arrancar de la cabeza, es lo que tenía en mente, está escrito como yo lo hubiera hecho: con mi estilo, con lo que considero virtudes de mi prosa y también con sus defectos, pero esto tiene mucho que ver con el argumento. El protagonista (yo lo imaginé, pero él se refiere a sí mismo) entra un día a la Iglesia de La Merced casi al mediodía y al detenerse a rezar frente a la Virgen de Guadalupe descubre a una joven que llora en silencio. Por interés o por compasión (ninguno de los dos lo especificamos) Gabriel se acerca a la muchacha, le ofrece un pañuelo, hace algunos comentarios que le ayuden a sentirse mejor y le pregunta su nombre. Katty, dice ella, pero después Gabriel se preguntará si le habrá dicho la verdad, es muy fácil inventar un nombre y ser otra persona, aunque sea por unos minutos. Es cerca del mediodía, están por cerrar el templo; Gabriel le ofrece su compañía y ella acepta. Bueno, adónde, pregunta él y Katty dice Por ahí. Salen despacio, ella parece no tener prisa por llegar a algún lugar, así que dan vueltas por las calles del Centro de Lima (mientras tanto le contará que lloraba por su madre, muerta un año atrás y a quien siempre recuerda por su devoción a la Virgen de Guadalupe) hasta que Katty le pregunta a Gabriel dónde vive y le pide llévame a conocer tu casa. Es aquí donde —por ejemplo— se produce uno de esos extravíos de los que hablé antes, porque relatamos el viaje en un ómnibus casi lleno (él toca la mano de la joven y ella no se inmuta; de pronto la abraza, ella le sonríe) desde el punto de vista de Gabriel: describimos sus sensaciones, sus ansiedades, y la recreación de ese momento cálido y a la vez inesperado se nos escapa de las manos, las frases se tornan poco convincentes, el ruido del ómnibus no consigue apagar el susurro de tus palabras, tú también me escuchas, y todavía no entiendo por qué, la prosa poética sucumbe ante la metáfora simple y el símil predecible, acaricio tu mano pequeñita y siento tu piel de durazno. Llegan a casa de Gabriel, es un departamento dentro de un edificio, hay un largo pasadizo de acceso y ellos están tomados de la mano (aquí se produce un diálogo más íntimo entre los dos, quizá debió producirse antes, pero conseguimos salvar la situación para lo que vendrá). Gabriel abraza a la muchacha y la besa: ella aparta su rostro y lo desafía con la mirada, pero sin zafarse; él la besa otra vez, y Katty se abandona al momento. Estas líneas son —a mi parecer— las más sutiles del texto, y contienen algunos momentos originalísimos (...para descubrir tus labios, molinos húmedos y lentos, combatiendo furiosos dentro de mi boca), pero son solo dos párrafos de no más de quince líneas cada uno y luego volvemos a los diálogos entre ellos (muy poco trabajados) y a la excesiva descripción del transcurrir del tiempo, de los besos y las caricias. Llega el momento de despedirse, han dejado pasar dos horas en aquel pasadizo, solo queda fijar el lugar, la fecha y la hora de su próximo encuentro (yo sabía que la espera sería difícil, que odiaría cada uno de los minutos que me separaban de aquel día, sabía que al cabo de tres días me sería difícil recordar su rostro y que necesitaría volver a verla, pero también presentí que algo malo sucedería). El relato concluye cuando Gabriel acude a la cita, pero ella jamás llega.
He leído una y otra vez el relato de Gabriel y lo he comparado con el mío: aunque mi texto está narrado en tercera persona y el suyo en primera, las palabras son las mismas (solo he encontrado algunas diferencias de sinonimia, como cuando yo digo palabras tiernas y él dice delicadas palabras, o como cuando sustituye con la larga e inútil espera mi frase la prolongada, la inútil espera), el argumento es el mismo, el desenlace es único e ineludible. Pero su texto es un testimonio; el mío lo he tomado de un sueño. Quizá por eso éste palidece ante aquél, aunque me repito constantemente que los relatos son idénticos. Me he preguntado una y otra vez si mi relato imaginado es más valioso que el texto de Gabriel, que es prácticamente la trascripción de una anécdota, y sobre todo me he sorprendido interrogándome Cómo es posible que él haya vivido lo que yo soñé. Porque hoy, varios meses después de aquella noche, he recordado claramente mi sueño, y sé que cuando creí imaginar lo que no recordaba estaba en realidad escribiendo desde el inconsciente, e intuyo que mientras yo escribía el relato (confieso que me estremece anotar esto) Gabriel lo vivía.


4

Decidí olvidarme del asunto; pensé que buscar una explicación de lo que había ocurrido era una tarea simplemente vana, y que además no había nada que hacer puesto que Gabriel ya había sido reconocido oficialmente como el autor de SEMEJANTE AL OLVIDO, aunque supiera que el texto era también (¿también?) mío. Decidí seguir experimentando mi felicidad reciente: me propuse vivir momentos valiosos con Nadia, construir anécdotas entrañables a su lado, y volver a mi olvidada vocación por la escritura. Había dejado pasar varios meses (casi seis) desde el último texto; me propuse escribir algo realmente bueno. Precisamente una de esas noches me quedé hasta muy tarde en casa de unos amigos de la universidad, comiendo, bebiendo y cantando; tuve que buscar un taxi que me llevara de regreso desde Surco hasta mi casa, en Balconcillo. El chofer me llevó por calles que hasta ese momento me habían sido desconocidas: recorrimos Malachowsky, Copérnico, Gozzoli y otras con nombres de flores y de héroes anónimos que ahora no recuerdo, y fue quizá el licor que había bebido lo que despertó dentro de mí la sensación de que estaba siendo raptado o tal vez conducido a un rincón inhóspito. No dije nada, naturalmente: el chofer me dejó en mi destino sin ningún problema y tuve que descansar de la borrachera para que se me pasara aquella extraña impresión. Pero esa misma noche tuve un sueño bastante extraño, y a partir de esta experiencia escribí REGRESO A CASA, un relato corto donde el protagonista sube a un taxi e inicia una animada conversación con el chofer, a tal punto que deja de mirar a su alrededor: el vehículo circula por calles estrechas y desconocidas, tal vez olvidadas por la mayoría de transeúntes, pero el protagonista no se inmuta, nunca percibe nada raro; de pronto el taxi se estaciona en un lugar oscuro, junto a unos árboles (hay un poste de luz, pero el foco está quemado, la calle está sin pavimentar); es recién en ese momento cuando el tipo pregunta Pero adónde me ha traído, y el taxista no responde: a través de las lunas opacas del vehículo ven acercarse un par de sombras, quizá una de ellas lleva una navaja o un cuchillo, y lo balancea al compás del sonido que produce el claxon.
Pensé que la historia me había quedado redonda; había, sin embargo, un par de detalles que corregir, frases que se podían mejorar. Varias semanas anduve buscando un adjetivo para reemplazar a otro, consulté casi todas las secciones del diccionario para hallar vocablos que expresaran más precisamente lo que quería decir, y cuando estaba por realizar la última corrección llamé a Nadia.
—Justo estaba por llamarte —dijo apenas oyó mi saludo; parecía contenta—. Quiero que me acompañes a la universidad: me van a dar un premio.
Aquel trabajo suyo llamado DESOLACIÓN había ganado el premio de fotografía de los Juegos Florales. Ella me había propuesto participar en la categoría de Cuento, pero para esa oportunidad yo todavía no tenía ningún texto listo. Cuando llegué a su casa para acompañarla estaba todavía bastante emocionada y, sobre todo, nerviosa. Yo estaba feliz por ella, y verla así, tan sorprendida, tan frágil, me provocó un especial sentimiento de ternura: sus ojos vidriosos me buscaban una y otra vez, y yo sólo podía sonreírle sabiendo que eso quizá no era suficiente. Al llegar nos sentamos en la zona central del auditorio: yo estaba de tan buen humor que ni siquiera me importó cuando Gabriel se acercó y se sentó junto a nosotros; incluso me hizo gracia ver la enorme venda que llevaba pegada en la frente.
—¿ Y eso?
—Un mal momento, pero después de todo le pude sacar provecho —me contestó Gabriel, acariciando un cartapacio que llevaba en las manos. Parecía un niño con su juguete nuevo.
—¿Tú también ganaste? —pregunté sorprendido.
—¿No te dije? —interrumpió Nadia, que estaba sentada entre Gabriel y yo— Gabriel ganó el concurso de cuento.
Ella le quitó el cartapacio y me lo alcanzó; yo presentía lo que iba a encontrar, pero aún así lo abrí y leí:
REGRESO A CASA, por Gabriel Mendoza
La ceremonia empezó y a partir de ahí no supe nada más: recuerdo que Nadia sonreía y que yo fingía estar satisfecho, creo además haber estrechado la mano de Gabriel en algún momento, recuerdo los aplausos, las cámaras fotográficas y las preguntas, el lacónico discurso del joven que se tocaba la frente y admitía que hasta ese momento solo había trascrito experiencias personales, y recuerdo, sobre todo, el violento golpeteo dentro de mi pecho, el sudor de mis manos y mi cuello, la terrible sofocación que me producía no querer pensar o no entender o no poder borrar de mi mente el único pensamiento que iba y venía como un pesado péndulo: Esto no puede estar pasando, es una locura...


5


Solamente la certeza de que, a pesar de todo, yo mantenía cierto control de la situación evitó que cometiera una locura más grande. Quería gritar que Gabriel era un simple remedo, un triste y patético eco de mis escritos, pero reflexioné que eso no serviría de nada, que finalmente él había recibido ya los reconocimientos que desde hace tiempo yo anhelaba para mí. Además yo jamás había hablado más de cinco minutos con él y nos habíamos limitado simplemente a asuntos genéricos, temas dictados más bien por la cortesía y las buenas costumbres antes que por alguna relación de simpatía o amistad. Solo una vez contesté una llamada suya, en casa de Nadia, y antes de comunicarlo con ella le pregunté si estaba escribiendo algo nuevo: Nada por el momento, contestó, lo que escribo mayormente se basa en mis experiencias, y últimamente no me ha ocurrido nada digno de ser escrito. Pensé que era lógico: yo no había tocado la máquina de escribir desde que asistí a aquella última premiación. No le conté a nadie del asunto, ni se lo mencioné a Nadia: sabía que sería difícil explicárselo y que al final tampoco me creería, o que pensaría que tan solo me estaba dejando llevar por algún tipo de celos.
Quizá saber que estaba solo en esto fue lo que me llevó a idear este plan, tan burdo y falto de forma al principio, pero ahora tan seguro de ejecutar que llegado el momento me dejará limpio y al margen de todo. Esta es otra de las cosas que agradezco a Nadia, porque fue ella la que me proporcionó (sin saberlo, por supuesto) la ocasión. Habíamos quedado en que ella vendría a mi casa hoy a las ocho, aprovechando que mis padres y mis hermanas han salido de Lima: éste sería por fin el momento de privacidad que tanta falta nos hace a los dos (con todo lo que ha pasado la he descuidado bastante, lo admito, pero confío en que esto pronto va a acabar). A las siete y media me llamó para decirme que no podría llegar a la hora acordada, que estaba en el terminal con un grupo de amigos de la universidad despidiendo a Gabriel. Viajaba a Chiclayo.
—Su familia presentó su cuento REGRESO A CASA a un concurso de allá —me contó—. Ganó el segundo premio.
Yo simulé fastidio por este contratiempo, y sentí celos; no de que Nadia estuviera despidiéndolo a él en lugar de venir conmigo (a fin de cuentas eran varios muchachos los que se encontraban acompañándolo, seguramente la habrían convencido), sino de que Gabriel hubiese vuelto a ganar con un relato que —solo yo lo sabía— era mío.
—Pero apenas acabemos con esto voy contigo, mi amor. No te preocupes.
—Bueno. Ya nos vemos...

* * *

He dejado caer mi cabeza sobre el escritorio, las manos vencidas sobre las teclas de la máquina de escribir. Cuánto diera por no tener conciencia, ni un vestigio de esa voz que más tarde —lo sé— me reprochará el crimen que estoy cometiendo. ¿Quién me otorgó la potestad de decidir la suerte de al menos un individuo, a mí, que no soy mejor que cualquiera? El que lo hizo, ¿me creyó capaz de manejar los hilos sin dejarme llevar por flaquezas atribuibles al ser humano más común? No hay respuesta para mis interrogantes, nadie señala un derrotero inequívoco para mis dudas. Una vez más me convenzo de que estoy solo en esto, y tengo miedo. Pasarán las horas, los llantos, la ansiedad de hallar culpables; pero todo pasará por sobre mí, por debajo mío, incluso a través de mí. Soy intocable, insospechado dueño del destino de los hombres; pero como dios soy improvisado y corrompible, presa fácil de mis emociones y conveniencias.
Me lo contarán como un relato triste, como una historia cuyo final fue violentamente truncado; yo tendré el rostro compungido, la mirada apesadumbrada, los gestos desganados. Me dirán uno por uno los detalles que ya conozco, me nombrarán el lugar, me señalarán la hora; quizá me indicarán algunos detalles del epílogo, minucias inútiles que ya no convenían a la historia, pero en fin. Yo acompañaré al personaje hasta sus últimos momentos, a su recorrido final, a la despedida sorpresiva que le obligué a realizar, y le dedicaré algunas palabras finales, alguna oración íntima y desconocida que improvisaré dentro de mí para mi tranquilidad, para mi salvación.
Pero eso será mucho más tarde. Ahora solo puedo continuar lo que ya empecé: El ómnibus le pareció frío, algo impersonal: quizá hubiese deseado que el tipo de al lado le conversara, le preguntara algo que él tuviera que contestar por cortesía.
El teléfono suena (son las dos de la mañana). Interrumpo un momento la escritura para contestar:
—Soy Nadia —dice la voz del teléfono—. Sé que es tarde. ¿Puedo ir a verte o estabas durmiendo?
—Claro que no, ven. ¿Ya se fue?
—Sí. Lo acompañamos hasta que el ómnibus partió. Le tocó sentarse junto a la ventanilla, como quería... Bueno, estoy contigo en una hora.
Tal vez su compañía me ayude a olvidar los remordimientos, tal vez sus caricias y sus besos puedan borrar las imágenes que pululan en mi cabeza como insectos, como inflamables mariposas de papel. Tal vez me ayude a no pensar, a borrar el recuerdo del último año: Gabriel enciende un cigarrillo, aspira con placer el humo del tabaco, lo arroja lentamente. No sabe qué sentido tiene su vida, y por primera vez no le importa. Yo escribo por primera vez sin conocer la ruta del relato: solo sé que el caballo desbocado ahora trota bajo mi control, que Gabriel viaja en un ómnibus a Chiclayo, y que después de algunos párrafos que iré inventando a medida que voy escribiendo (palabras que son mero relleno, que son un pretexto para llegar a donde quiero llegar) lo haré desbarrancar en las traicioneras curvas de Pasamayo.

GABRIEL RIMACHI SIALER


Gabriel Rimachi Sialer (Lima, 1974). Escritor y periodista, es autor de los libros “Despertares nocturnos” (2000); “Canto en el infierno” (2001); “El color del camaleón” (2005); “Tour de force” (2011, edición electrónica) y “La sangrienta noche del cuervo” (2011). Como editor ha preparado las antologías “Nacimos para perder” (2007); “17 fantásticos cuentos peruanos Vol. I” (2008); “17 fantásticos cuentos peruanos Vol. II” (2012); ha colaborado con la edición de la antología hispanoamericana preparada por Salvador Luis “Malos Elementos. Relatos sobre la corrupción social” (2012).
Ha formado parte de antologías como “Abofeteando un cadáver” (2008); “Asamblea portátil. Muestrario de narradores iberoamericanos” (2009); “El bosque imaginario. Antología binacional Perú – Ecuador” (2010); “La última cena” (2011); y “No entren a la habitación 204” Antología en homenaje a Stephen King (2013).
En 2010 obtuvo la beca de residencia literaria del Gran Ducado de Luxemburgo (Centre National de Littérature à Mersch - Organisée en collaboration avec l’Institut Culturel Luxembourgeois-Péruvien). En 2012 su cuento “Al morir la noche” fue seleccionado por The Barcelona Review como el mejor cuento publicado en sus páginas durante dicho año.
Actualmente se desempeña como docente del Instituto Peruano de Arte y Diseño (IPAD); y dirige la editorial independiente Casatomada.



SIN MIRAR ATRÁS

No sé cuándo empezó todo esto. Hace dos años que no consigo trabajo y mi vida se ha ido deteriorando poco a poco, lentamente, sutilmente, hasta convertirme en esto que ahora soy: un triste y pobre remedo de mí mismo.

Silvana sonrió tras el teléfono: te veo en media hora en el McDonald´s, y después... ya sabes.

Ahora tendré que ir a toda prisa por la avenida, atravesar corriendo el Central Park, cruzar rápido a la vista de todos los que mendigan un poco de afecto. Johny me mira y sonríe con displicencia (quizá con envidia), corro como un demente entre los árboles, sabe que veré a Silvana y que de ella dependen los dólares para seguir viviendo. La señora Carlson me saluda a duras penas levantando el brazo (¿o pedirá ayuda?); desde ayer sigue tirada entre los arbustos. Los negros de la octava creen que acabo de robar algo, mi velocidad es espeluznante, como el pavor al hambre. Todos están tranquilos. Saben que tengo novia y que además me mantiene porque lo ha gritado en medio de la avenida cuando le pedí unos dólares para cerveza. Saben además que le gusta el sexo que tenemos porque se los he contado con detalles. Les mostré algunas fotos, para qué mentir. Sexo fuerte. Rico. Sin ascos. Sólo sensaciones límite. Polos opuestos, dicen. A veces me pide que la abrace muy fuerte, pero no puedo. La ternura la olvidé en alguna parte y no me interesa recuperarla. El tiempo corre y yo también. Llego a la pileta. Roy y los italianos me hacen señas, pero hoy no quiero ir de putas. Sólo quiero llegar al maldito McDonald´s y devorar una de sus asquerosas ofertas.

Hace cuatro días que no veo a Silvana y hace cuatro días que no como. Bebo cualquier cosa y observo las formas de las nubes. Ayer descubrí un cocodrilo en el cielo. Quisiera ser un cocodrilo para matarla a dentelladas. Pero estoy tan débil que fácilmente se haría un par de botas y una cartera con mi pellejo. Por eso sigo corriendo, sólo unos metros más.

Frankie me saluda desde el hidrante donde mean los perros, me hace señas con una botella sellada de vodka, hoy tampoco beberé contigo, hermano, sólo quiero comer. Cruzo la avenida, el parque es enorme. Estoy sudando, me demoré cuatro minutos. El tráfico es endemoniado a esta hora, dos cuadras más y ya, ya la vi. Ahora tendré que oírla gritar por media hora más antes de hincar los dientes.

Grita, grita y grita. Ya sé, ya sé que soy un mantenido, que estás cansada de darme de comer y que te da vergüenza que no tenga ni unos centavos para el pan, pero todo esto va a cambiar, ya te lo he dicho, sabes que cuando me indemnicen del army, todo cambiará, entonces te compraré la maldita cadena McDonald´s para que te la metas por el culo, con todas sus salsas, pero ahora sólo cómprame la oferta, por favor, que tengo hambre.

Pide lo que quieras –dice sonriendo- hoy vendí tres... Ya no la oigo, el hambre es un zumbido que quiebra mis oídos, me siento mareado, veo las pizarras multicolores con comida en letras. Ya sé: quiero... Pero ya pidió por los dos y, como siempre, me toca la peor de todas: llena de pickles, salsa de tomate y tamaño junior. Sabe que odio esa oferta, que me irrita el estómago y me produce gases. Pero ella paga. Igual me la comeré. Comería lo que sea, incluso esa mierda de hamburguesa. Ella comerá un plato especial que de sólo verlo me hará odiarla más. Esta noche te golpearé tan fuerte las nalgas que no podrás sentarte en días, ya verás... y como...

Ella habla y habla. Si el cartón no hiciera daño me comería la caja, y el sorbete y el vaso de tecknopor. Me quedo de hambre. Salimos. Me mira y sonríe. ¿Estás lleno? Sí. Pero sabe que no es cierto. Detiene un taxi y viajamos al hotel. Lo paga con un Roosevelt. Da propina. Entramos al edificio justo cuando el ascensor abre sus hojas y me empuja dentro. Ya me tiene. Me besa con la lengua fuera de control. No quiero ni tocarla. Me vuelve a besar, baja por el cuello, huelo a sudor pero parece no importarle: levanta mis brazos y aspira mis axilas. Muerde una tetilla, aprieto los labios. Sigue besando y lamiendo. Se arrodilla y juega con mi bragueta. La abre mirándome fijamente y cedo. El deseo crece con violencia. Siento su boca y cierro los ojos. El placer inunda mi cuerpo y el ascensor se abre. Ella sale corriendo tomada de mi mano. Estoy en el pasadizo con la pieza fuera. Quiero guardarla pero ella se divierte viendo cómo, poco a poco, con el aire ajeno del corredor, mi moderada vanidad se sonroja y empequeñece, tímida, derrotada.

Busco las llaves y entramos. Me tira al suelo de espaldas, ahora ella tiene el control. ¿Alguna vez lo perdió? (¿Dónde lo perdí?) Nos arrastramos por el suelo sucio, el polvo se adhiere a mi espalda húmeda, se levanta la falda y retirando apenas su trusa con el dedo índice, se sienta sobre mi resucitada virilidad. Comienza a moverse en círculos, me araña el pecho, gime como una loca, cierra los ojos, se estira los pezones con fuerza y tira la cabeza hacia atrás, quiero ponerla boca abajo pero me gana, me ganan las ganas de sentirla y viene, ya viene, no pienso, ya viene, falta poco. De pronto ella se pone de pie. No estuvo mal –dice agotada- ¿Te veo mañana? Se peina frente al espejo. Busca su bolso mientras sigo tirado en el suelo con la pieza al aire y el orgullo frustrado. ¿A la misma hora? pregunta. Me abrocho los pantalones y salimos juntos.

El ascensor baja lentamente, enciende un Lucky, salimos del edificio. Me besa y se va. Corro tras ella. La alcanzo a unos pasos ¿Me regalas cinco dólares? Tuerce la boca y mirándome con desprecio abre su cartera. Busca entre el fajo de billetes. No tengo cambio –dice y se marcha. No importa, ya le saqué veinte mientras se peinaba. Veo a Frankie que en la acera de enfrente, me hace señas con la botella sellada de vodka. La observo alejarse y detener un taxi. Frankie insiste desde lejos. Cruzo la pista en dirección opuesta a Silvana y avanzo, sin mirar atrás.
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Monday, November 10, 2008

LEONARDO AGUIRRE

Leonardo Aguirre (Lima 1977) llamó la atención no sólo por sus conocidas reseñas en la página de Agenciaperu.com, sino también por un trabajo literario que se inició con muy buen pie y que se ha ido confirmando en el tiempo. Es autor de libros como Manual para Cazar Plumíferos (2005) , La musa Trasvestida (2008). En 2008 ha publicado El Conde de San Germán.
Ha escrito reseñas y crónicas para El Dominical del diario El Comercio, una columna semanal para el diario La República y una sección de crítica en la revista Dedomedio.






09.26.09 Back to the egg

My sweet Lord, isn’t it a pity? Ahora que vamos full speed ahead, Mr. Parker, full speed ahead, y hemos llegado tan far as the eyes can see, parece que la long-haired lady wants to spoil the party con sus funny papers. Ni hablar: any time at all, esto se puede ir a la… cómo decirlo… y todo por culpa de… mejor no decirlo… of course, dark horse: por eso los Cuatro Grandes. ¿Los cuatro que ganará la doña? Por eso los Fabulosos. ¿Fabulosos Cadillacs? Cómo no: los únicos que ella escucha porque son los únicos que puede bailar... Así que justo ahora, cuando estaba imaginando the words of a sermon that no one will hear... eso: for no one... quizá you won’t see me... justo ahora que pensaba inaugurar este blog con la historia del café-bar-disco-cine-librería-cabaret, out of the blue me llama la long-haired y me avisa que su brown-eyed... bueno... la verdad, se veía venir... pero igual, claro, you know how hard it can be. Sobre todo porque tengo una ventana abierta con el recorrido virtual (that’s an invitation para el sentimental journey) and my heart went boom when I crossed that room. Es decir, I’m filling the crack. Y después del crack, supongo que apenas quedará un click... Como quiera que sea, además de la web diseñada por el Negro Peter (obvio: de acuerdo a mis sugerencias), también quedará esa novelita que... ¿cuándo la escribí?... well, I was just seventeen... comencé pero no acabé... la novela, digo, que, más bien, es una receta. La verdadera receta del Honey Pie. Sucede que wonsaponatime yo quería ser un paperback writer. Ajá: tal como lo leen (si lo leen). Y una vez que me crucé con el brown-eyed handsome man, terminé cambiando el Word por el Excel. Hasta hoy, como bien se ve... hoy, monday morning (turning back?), que por primera vez en mucho tiempo cojo la máquina para teclear algo más que un funny paper y pongo mi firma en algo más que una factura. Por eso tampoco sé si éstas sont les mots qui vont très bien ensemble. Entendámonos: falta de costumbre. Fuera de forma. Creo que perdí the touch of the velvet hand… De cualquier modo, I’m so sorry, uncle Albert, por la parrafada long and winding. Aisumasen, Yoko, por mi versión naked o la expectoración sin Spector. Ni modo, pues: ya van como... ¿diez, doce?... no, estoy exagerando... ocho nomás... ocho años que no escribo nada. Porque todo comenzó en noviembre del 2001, días antes de que George muriera de un derrame cerebral en la casa que alguna vez ocupó Sir Paul. Y fue un lunes... no, un martes... un stupid bloody tuesday, cuando me senté frente a la vieja computadora y descubrí con horror la cajetilla vacía (ya saben: nunca trabajo sin tabaco). Por aquel entonces no hacía otra cosa que escribir. Pensaba que the money was heaven sent y juraba que la bendita novela could make a million for me overnight. Redondeando: más misio que los Fabulosos en Hamburgo. Y eso, claro está, justifica la primera imagen del tríptico que ven arriba (¿ya terminó de cargar?). La segunda, evidentemente, corresponde a la tapa de la Rolling sobre el arribo triunfal a Nueva York. Y la tercera... bueno... si no la reconocen, sugiero que paren de leer aquí. Digamos que mis fine lines, between recklessness and courage, no son from me to you. Beware of darkness, little lambs. I thought that you may like to know que tienen todo el resto del site para pastear a gusto (o sea, get back a la página de inicio). De hecho, la web sí tendrá que mantenerse porque esta señora... cómo decirlo... revisen el contador de visitas... such a lovely audience... cantidades, números, cifras: el único idioma que entiende la Sra. Klein. En cambio, este blog... ¿ya lo dije?... quizá mi blog blow away. No sé qué pensará la doña... ¿fade this one to black? ¿My song will fill the air o será puro air? ¿Un solo post y that’s the end, ah, little girl? No nos adelantemos: esta noche me enteraré... Volviendo al stupid bloody tuesday, recuerdo que apagué la PC y trepé a mi cleta para buscar puchos incompletos regados por la pista entre apple scruffs y botellas vacías (ain’t that a shame?). Luego tomé una callecita... no sé cuál... any road salpicada de baches... and though the holes were rather small, tuve que hacer malabares para pescar al vuelo ese Winston enterito, seco, sin pisotear, que me esperaba shimmering, glimmering, en la esquina con la gran avenida. Obvio: I didn’t notice that the lights had changed. Sweet Lord... no se imaginan el damn good whacking... la bicla contra el Tico... un taxi forrado de anuncios... mi cara en el logo de un pasquín y el parabrisas hecho un wine dark open sea. El maricón del taxista, keeping perfectly still, ni siquiera apagó el motor. Pero el pasajero, menos mal, se bajó de inmediato a ver mis broken wings. Y entonces… adivinen qué... ni hablar, I’d seen his face before. Salvo los anteojos, estaba igualito. Así que let me introduce to you the one and only Brandon Klein (le decíamos Brandy por su afición a los tragos fichos) que, desde luego, se quedó mudo with the foolish grin. Ajá: yo tuve que romper el hielo. There’s no time for fussing and fighting, my friend… and nothing to get hung about porque sólo me raspé los codos y toda la sangre vino de ahí. El caso es que subimos al newspaper taxi y en diez minutos llegamos a un pequeño y elegante comedero. El cartel rezaba Bungalow y la mesera saludó a Klein con familiaridad. Yo, por supuesto, pedí todo lo que pude: beef jerky, little piggies, cold turkey, single pigeon, milk and honey... and thanks for the pepperoni. Según me contó después, resulta que el lucky man, quizá el más bruto de mi salón, made the grade precisamente en Nueva York (creo que un MBA, no estoy seguro) y regresó para pedir la mano de la poor young country girl que lo perseguía desde little child. Por otro lado, debió aceptar una chamba mal pagada como contador en un banco (dizque por mientras) a pesar de que ya estaba cansado de ser un working class hero y a pesar de que se puso a juntar billete desde el primer día que aterrizó en la bad-ass city. Mejor dicho: buscaba una cha-cha-cha-chance para invertir. Cómo no: you were only waiting for the moment to be free… free as a bird… no tú sino tu bird… pero no nos adelantemos. Volviendo al Bungalow, le comenté que había estudiado cuatro ciclos de Literatura en la universidad antes de ser expulsado por una trica. Que yo también, claro, once had a girl, aunque should I say no hubo diamond ring. Que redactaba dirty stories para una revista más rosa que culturosa llamada Tres Gatos y el propio don gato me tiró perro por... cómo decirlo... ya saben: leave my kitten alone. Además, clutching forks to eat my bacon, le conté, sin entrar en detalles, que cierta novelita took me years to write pero tampoco sabía cómo terminarla (por cierto, he puesto las primeras páginas de MI VIDA EN AMARILLO en el anexo de este blog: will you take a look?). Of course, Henry the horse: el desayuno derivó en chupeta y pasamos lista, uno por uno, a todos los profes y compañeros del cole... los teachers que weren’t cool y los friends que have lost their way... redondeando: all those years ago en dos horas y cuatro jarras (a propo, ¿les dije que cuando me pico se me da por hablar en inglés?). En algún momento, con el hígado y la memory almost full, the brown-eyed handsome man ordenó la Bungalow bill. Mientras esperaba a la única mesera (mesera y dueña... dueña de un tremendo... cómo decirlo... un marshmallow pie), o sea, sin muchas ganas y sólo fixing a hole, me preguntó de qué se trataba mi libro. Creo que puse my brave face y tosí con exageración. Christ, you know it ain’t easy… nunca falta un eggman que me obligue a resumir 222 páginas de unknown delight en una frase de tiny bubble... Como sea, cogí sus puchos importados marca Inner (¿dije que no puedo hablar de literatura sin un cigarrillo?) porque de ninguna manera pensaba tocar el Winston rojo que tanto me costó encontrar (obvio: casi me cuesta la vida). Prendí el Inner Light, lancé dos pitadas, contemplé unos segundos el marshmallow pie, y recién entonces pude answer quite slowly que MI VIDA EN AMARILLO, estimado Brandy, viene a ser una nouvelle o tal vez una nivola (ya estaba pagando: no me dio ni bola) que simula una suerte de mind game de acuerdo a peculiares unconsciousness rules (otra vez la foolish grin mientras acariciaba su twenty carat golden ring) y el protagonista es un fanático de los Fabulosos Cuatro y habitué de cierto café llamado Honey Pie donde toda la carta se inspira en letras de los susodichos. En esas estábamos, ya behind that locked door, cuando el brown-eyed, como quien se despide, preguntó dónde quedaba ese cafetín para visitarlo juntos la próxima semana. No, Brandy, nothing is real. O sea, no time or space. Ya conoces a los escritores: desde el wake up, todo es make up... Y en plena perorata inútil sobre teoría literaria, maybe I’m amazed: me cogió del brazo, me arrastró de regreso y volvió a llamar a la mistress and maid para pedir otra jarra. No me quedó más remedio que describir every little thing, painting the room in the colourful way, hasta que otra pregunta me quitó la borrachera de golpe: si ese café no existe, ¿por qué no lo hacemos existir? Y así nomás, como jugando, both of us thinking how good it can be, tres meses más tarde alquilamos la primera planta de un caserón simply shady en el 910 de la calle Convento (verán una foto de aquella época si hacen click en All things must pass: yo la tomé y el Negro la mejoró). Looking for changes a partir de mi libro, la remodelación comenzó en el acto. Y a mí, por supuesto, no me costó ni un centavo. Speaking words of wisdom, Brandy gustaba repetir que las grandes ideas valen más que el dinero y que yo era el creador, el cerebro, el autor intelectual del Honey Pie... ni hablar: con ese tipo de piropos, you know I should be glad, pero la verdad es que prefería ganármelos con MI VIDA EN AMARILLO... De cualquier modo (¿ya lo dije?), interrumpí la corrección de mi nouvelle, nivola, noveleta, lo que quieran, cuando tuve que encargarme totalmente del negocio. Eso: totalmente. Sucede que mi socio no podía dejar su trabajo en el banco, no tenía hope of deliverance, mientras la poor young country girl... cómo decirlo... entendámonos: he would never be free when she was around. Sin mencionar que, después del matri, se la pasaron honeymooning down by the Seine por todo un año, y se tardaron otro más buscando depa. Y muy pronto, cómo no, tenían que aparecer los children at her feet (la doña ya era una walrus cuando se casaron) y ella se resignó to see how Brandy runs... runs into the light of the dark black night... más bien, into the dark sweet ladies. Pero no nos adelantemos. Volviendo a la calle Convento, digamos que, al principio, la clientela era muy tela. El único que cobraba era el dueño del caserón y, encima, nos aumentaba la tarifa cada mes. It’s understood: working for peanuts. Sweet Lord, yo mismo tuve que atender la caja y servir las mesas por algún tiempo. Así las cosas, claro está que la walrus ni se asomaba... pero repito: no nos adelantemos. Como quiera que sea, dos años y dos hijos más tarde, we had to admit: it’s getting better. El café se abarrotaba, especialmente los fines de semana, y rentamos el segundo piso para inaugurar un pub. Un pub estilo inglés. El problema es que comenzaron a llegar... bueno, ya se imaginarán... too many people... bigger piggies de rubber soul... elementary penguins que ni siquiera se sabían el coro de All you need is love. Ni modo, pues: el pub degeneró en discoteca. Y el rebaño no soportaba otra cosa que no fueran silly love songs para twist and shout. Of course, dark horse: una blasfemia. Eso no estaba en MI VIDA EN AMARILLO... De manera que un año más tarde, and meanwhile back to MVA, propuse dividir el patio (es decir, el Jardín de los Pulpos) y acondicionar, en el fondo, aquella librería de steel and glass que figura en la página 4 de mi novelita. Allí acomodé todos los libros, revistas, afiches, vinilos, en fin, que estuve coleccionando desde que I learned to tie my bootlace. Naturalmente, dicha librería se convirtió en mi oficina.... or should I say: mi little hideaway beneath the waves of joy que siempre reventaban en el ballroom dancing. Y en la vieja oficina, que funcionaba en el sótano, mandé instalar cuatro mesas de billar con paño amarillo, y casi todo el barrio terminó participando en los torneos relámpago de Liverpool. Es decir, Liverpool o Snooker con curiosas enmiendas que describo en la página 8 de MVA (basta una ojeada para probar el Liverpool online que el Negro Peter colgó la semana pasada). En fin, volviendo al 2003... quizá 2004... finalmente decidimos comprar el caserón simply shady de la calle Convento y terminar de una vez con los caprichos del propietario. Recuerdo que hicimos una parrillada en el techo para celebrar el funny paper. Y también recuerdo que fue la última... no, penúltima... penúltima vez que el brown-eyed pisó el Honey Pie. De hecho, fue la long-haired lady quien comenzó a visitarnos con cierta regularidad so pretexto de recoger el sobre (dizque su marido no confiaba en los bancos a pesar de trabajar en uno). Creo que I told you about the walrus and him... ¿lo hice? El caso es que, ya para entonces, dicho matrimonio era un tug of war, heart on a string, puro weep... por diversas razones que gently callaré... y el propio Brandy me decía que andaba leaving home y having fun. Y aun con todo, inexplicablemente, la doña no tenía la más mínima intención de divorciarse. ¿Living is easy with eyes closed? ¿Head in a cloud? ¿Driving rain? Very strange… Por otra parte, era lógico suponer que las continuas escapadas de mi socio alguna vez le pasarían la factura... pero ya saben: no nos adelantemos. Así que choba MVA, en agosto del 2004... Tal vez más tarde... ¿octubre, noviembre?... sugerí comprar la vecina jeweler store con el fin de construir el Double Fantasy. Entendámonos: un pequeño auditorio que dos veces por semana serviría como cine-club para películas y documentales sobre los Fabulosos, y únicamente los sábados fungiría de café-concert para bandas garajeras que tocaran covers de los susodichos (apúrense: ya se inscribieron treinta grupos en El Martillo de Plata). Mi socio, como siempre, apoyó la iniciativa. Pero la walrus pensaba que semejante money spent (la verdad, no tanto) see no future, pay no rent, porque sólo vendría un miserable puñado de fanáticos. Redondeando: no conseguí ni un cobre del matrimonio Klein. Ajá: debí costear el Double Fantasy con mi propio bolsillo. Ahora bien, alrededor de las navidades... quizá verano... sí, verano del 2005... Brandy comenzó a quejarse de unos extraños y persistentes dolores en la barriga. Y se quejaba conmigo. No visitaba el Honey, pero a veces, claro, hablábamos sunday on the phone to monday (jamás de negocios, jamás de la walrus) y entonces le recomendé al doctor que trató a mi viejita por un asunto parecido. Al cabo de varias pruebas, análisis, resonancias y demás, le detectaron un tumor. Pidió licencia en el banco por algunos meses y yo, desde luego, tuve que carry that weight. Es decir, tripliqué la cantidad de su sobre. Justo en esos días... obvio: todavía me duele... justo en esos días me tocaba la cuota inicial para un VW del año. Color plata y full equipo... una maravilla... si nunca manejaron uno, you don’t know what you’re missing. Y ni modo, pues... yo me lo perdí: al cuerno con el silver beetle... Como sea, back in the UCI, operaron a mi socio y el forúnculo pareció to vanish in the haze. Sin embargo, the brown-eyed handsome man no esperó mucho para volver a las andadas. Ya lo conocen. So heavy: se tiró cuatro años celebrando su deliverance hasta que lo internaron otra vez en Cuidados Intensivos. Me parece que su tercer hijo acababa de nacer... ¿tercero o cuarto?... no estoy seguro... a esa doña siempre la vi preñada... en todo caso, recuerdo que la recaída coincidió con la compra del market place en la calle Jacarandá. Eso: a la espalda de Convento. Of course, Henry the horse: el Double Fantasy nos quedó chiquito gracias a mi gran idea de programar ACROSS THE UNIVERSE cuando ningún cine de esta ciudad se atrevió a exhibirla. Por otro lado, casi al mismo tiempo resolví poner en práctica otra genialidad de MI VIDA EN AMARILLO. Refaccionamos el billar y lo convertimos en una especie de cabaret. No se equivoquen: sólo cabaret, no prostíbulo. Dejó de llamarse Liverpool para llamarse Flaming Pie. Y lo mejor de todo es que al fin conseguimos anunciar por televisión. En un canal para adultos promocionamos el sweetest little show de satisfaction guaranteed con Lizzy, Michelle, Pam, Rita, Molly, Joan, Nancy, Loretta, Julia... y, cómo no, the long tall Sally with caleidoscope eyes. Pero volviendo al brown-eyed... cómo decirlo... creo que ya tenía los sunken eyes. Sweet Lord: ni la sombra del handsome man. Precisamente, aquélla fue la última vez que pasó por la calle Convento. Llegó en una silla de ruedas, acompañado de su pretty nurse, y dedicamos la inauguración del Flaming for the benefit of Mr. Klein. A partir de entonces, Brandy decidió agotar los últimos meses en su home sweet home with a couple of kids y la apretada pretty nurse que prácticamente le daba poppies from a tray (los poppies y algo más... en la cara de la doña... he couldn’t stand the pain aunque igual me juraba que su bird can sing). El caso es que allí se quedó hasta hoy. Como dije, la llamada me sorprendió en el Jardín de los Pulpos, bajo el tangerine tree, in the middle of a roundabout. Mientras vigilaba a los mozos luchando contra el chaos del backyard, yo intentaba escribir la primera entrada de este blog con la Mac sobre las rodillas. Mi mesa rebosaba de copas que exhibían rastros de champagne, vino, sangría, ron... y sólo una copa, curiosamente intacta, contenía la especialidad de la casa. Un trago cuya receta describo en MVA bajo el nombre de Lucy in the Sky with Diamonds: Lucy es la cereza, diamonds los hielos, y sky viene a ser un combinado de aguardientes y jarabes que seguro Brandy podría reconocer si no fuera por el componente secreto que bauticé como Cloud Nine. Así que levanté la copa y probé un sorbo. Bueno, más de un sorbo. En realidad, toda la copa. Y me acordé del taste of honey, tasting much sweeter than wine… pero ya saben que what is sweet now, turns so sour… En ese momento, la temporary secretary me hizo una seña desde la oficina de steel and glass. Dejé la Mac y corrí a mi little hideaway para coger el teléfono: the bird has flown, at five o’clock as the day begins, y esta misma noche la long-haired walrus tomará posesión de mi oficina con su lawdy mister clawdy según lo estipulado por esos fucking funny papers.

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