Jennifer Thorndike
(Lima, 1983). Publicó el conjunto de
cuentos Cromosoma Z (2007), un ramo de historias muy bien contadas, con una propuesta temática, cuando menos original, si acaso no inicial en la
literatura contemporánea. En 2012, publicó la novela (Ella) (2012).
Ha sido
antologada en Abofeteando un cadáver (2007), Magdala (2008), Voces para Lilith
(2011), Disidentes 1 (2011), Basta, 100 mujeres contra la violencia de género
(2012) y Cupido en su laberinto, cuentos de (des)amor (2013).
Actualmente sigue
un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Pennsylvania.
MAQUILLAJE CORRIDO
Del libro de cuentos Cromozoma Z
Cuatro paredes blancas me rodean hace bastante tiempo. No sé cuántos días, meses o años llevo aquí, pero calculo que no han sido muchos porque todavía conservo el color de mi cabello y la tersura de mi rostro. Sé que algún día las canas y las arrugas aparecerán y solamente me quedará seguir esperándola. Nunca pensé que sería así, pero cuando una está loca por voluntad propia no queda más que ver pasar los minutos sin siquiera intentar detenerlos… Si tan solo, si tan solo, si tan solo vinieras, pienso de vez en cuando y ese pensamiento siempre hace que mis ojos se humedezcan. Muchos celebran ese hecho porque solo así parece que estoy realmente viva… ¡Pero si estoy viva, carajo!... Estúpidos.
La cama es bastante cómoda, aunque he de confesar que cuando uno lleva mucho tiempo echada encima de ella hasta el colchón más blando parece de piedra. Una vez al día entra una de esas mujeres de atuendo blanco, quien me aplica una de esas inyecciones que me hacen olvidar por un momento lo consciente que estoy, aunque muchos no lo crean así. Entonces me sientan frente a la ventana y observo. Me aburre hacerlo, odio hacerlo. Odio sentirme estúpidamente perdida entre el ensueño y mi realidad. Si pudiera, les diría que dejen de aplicarme esa medicina o que me la apliquen cuando el dolor de su estúpido recuerdo es tan intenso que me perturba. Miro alrededor. Veo la mesita redonda y encima está mi laptop. Me la han traído para ver si así decido comunicarme o hacer algo, pero sinceramente eso ya no me interesa. Me he sentado infinidad de veces frente a ella y he acariciado el teclado, pero no siento nada. Encenderla no tiene sentido. Todo perdió sentido mucho antes de que me trajeran a este lugar.
Él viene seguido y odio que lo haga. ¡Carajo! Debería decirle que se largue, pero debo guardar silencio. Se sienta frente a mí, me toma de la mano y me besa en los labios resecos. Siento asco, siempre sentí asco. Los he repudiado durante toda mi vida, sobre todo a él… ¿Cuándo se va a cortar esa cola? Puaj, qué horrible… Me acomoda el cabello con sus manos toscas, me lo jala sin darse cuenta y yo lo odio porque él está demasiado lejos de lo que yo siempre he deseado. No se cansa, nunca se va a cansar. Cada vez que viene me ruega que le hable, que le diga algo. Hace mucho dejé de hablarle, hace mucho que ni siquiera lo miro a los ojos porque no encuentro nada en ellos. Quisiera que desaparezca ¡Por favor, la inyección! Pero está ahí contándome sobre su vida… No me importa, ¿entiendes? ¡Lárgate!… sobre los planes que tiene conmigo para cuando yo me recupere, sobre la casa que está arreglando para vivir juntos… ¡Ya cállate! ¡Me aburres!, pienso, pero guardo silencio. Él se desespera, aprieta el puño, frunce el ceño, se muerde los labios… Volverás conmigo, sí, y tengo grandes planes solo para nosotros… Se calma… Eres mía, sí, siempre lo serás… Ahora quien se desespera soy yo... No, no, no, de nadie, de nadie soy. Cállate, idiota ¿Por qué no la traen a ella? Médicos idiotas… Él nunca logrará que yo articule palabra alguna, pero ella sí. Ella podría saludarme y yo la saludaría de vuelta. Entonces nadie me retendría, no, yo no me retendría en este cuarto donde me encerré para huir e intentar olvidar que allá afuera nunca podré tenerla… Pero, sí, aquí la tengo, aquí la abrazo, aquí está a mi lado y siento su olor, percibo la textura de su piel. Aquí estás, linda, pero allá afuera, ¡allá afuera desapareces!… Esa debe ser la razón por la cual decidí hacerlo. En ese momento solo supe que debía escapar de su presencia que estaba en todas partes, pero que no estaba en realidad. En cambio aquí, aquí… Aquí sí estoy junto a ella, cerca, muy cerca, ¿aquí, linda? Donde quieras… La quiero tanto… Solamente a ti podría hablarte, solo por ti regresaría… Pero ella jamás vendrá y dicen que yo ya perdí la razón. Me aislé de mi Lima, de mi casa, de mis amigos, de mi familia, de él y de mí misma. Este cuarto blanco es tan hermoso. Cierro los ojos. Así la veo, así la puedo tocar una vez más. Eso es todo lo que importa.
Yo se lo había dicho un día ya hace mucho tiempo. En realidad, no quería admitirlo, me rehusaba a hacerlo. Me había enamorado de ella… Pero ya me pasará, es solo un gusto, ¿no?... Ya nos habíamos besado, ya había recorrido su cuerpo un día que estábamos ebrias. Me había metido entre sus pechos y los había besado aferrándome a cada pedazo de su piel para terminar en el costado de su cuello succionando su esencia y pidiéndole más, más y más. Ella solo emitía gemidos cortos, imperceptibles. Mi rodilla había ido a parar en su entrepierna y mis manos en sus nalgas. Luego mis dedos enredándose en su cabello, mis labios aferrados a sus besos, mis dientes mordiendo, rechinando, explorando. El placer, el bendito placer mezclado con amor y con alcohol. Había terminado dormitando abrazada a su cintura. Abrí los ojos y… Por la reconcha su… Ella no recordaba absolutamente nada y yo me había maldecido por haber comprado ese vino tinto que a mí tanto me excitaba y a ella tanto la aletargaba… ¡Vino borgoña Queirolo de mierda!... Entonces, se lo había contado todo mirándola a los ojos verdes y añadiendo que yo estaba enamorada. Ella me miró con el ceño fruncido y me dijo: Chérie, jamás te podría ver como pareja porque tú eres como mi hermana. Además, tú sabes que me gustan más los chicos. ¡Carajo! ¿Tenía que mandarme a la mierda en francés? Con lo que me gusta ese idioma. Levanté una ceja… ¿De cuando acá haces el amor con tu hermana?, me pregunté, pero guardé silencio. A pesar de que ella era bisexual, con ese argumento me había negado la posibilidad de que yo siquiera intentara enamorarla. Entonces, me levanté, tomé mi ropa y me fui antes de que la cosa se pusiera peor o le hiciera una escena dramática… Me había rechazado, chérie, y yo enamorada, muy enamorada… ¡Puta madre!
Nos habíamos encontrado en muchas reuniones después de la noche del vino y todas aquellas veces me había mordido los labios para contener las ganas de estar con ella otra vez y aspirar su aliento, morderle la boca, perderme en su entrepierna. Ni siquiera podía mirarla a los ojos… ¡Ahorita se da cuenta!... Tenía miedo de que cualquier gesto me delatara ¿cómo ahora? Mierda, ya estoy lagrimeando otra vez, ahora estos tarados se alegran. En fin, todavía pensaba en ella… ¡La odio!... Quería algo con ella… ¡Mierda!... No lo soporté y en la última reunión decidí irme temprano porque las ganas de llorar iban a estallar en cualquier momento. Camino a casa, decidí decirle al taxista que tome otra dirección y me bajé en una calle miraflorina para comprar un café y desatar aquel estúpido llanto contenido que había aguantado estoicamente en su presencia. Caminé con el café en la mano y sentí la humedad calando por mis fosas nasales mientras pensaba en sus ojos verdes casi amarillos y en sus caderas en las que alguna vez había hundido las uñas. Así comprobé que a falta de Madrid, Paris o San Francisco siempre me quedaba mi Miraflores limeño y mojado en donde un café era suficiente para comenzar a pensar en lo patética que es tu vida. Así que pensé mucho sin entender esa estúpida connotación filial que algunas amigas deciden darte como halago para joderte la vida. Rabié, tiré mi café a la pista y un carro chancó el vaso mientras yo me rascaba los ojos que me escocían horriblemente.
Caminé esquivando cucarachas y volteando a cada rato la cabeza para ver si alguien me seguía… Quizá se haya arrepentido y… no, esas cosas no pasan… Entonces agarré mi celular y encontré el número de él. Él me había dicho infinidad de veces que yo era la mujer de su vida y yo, infinidad de veces, lo había mandado a la mierda. Lo odiaba. Pero esa noche, ¡esa noche qué más daba! Lo llamé y lo vi. Llegó con su aspecto desgarbado, su ropa oliendo a nafta, su palabrería cursi. Tomamos otro café, escuché las mismas tonterías de siempre y lo seguí a un hotel en donde le arañé la espalda pensado en ella, en donde me perdí en su erección alucinado que en verdad me sumergía en las profundidades de la mujer que de seguro andaba mirando películas. Películas estúpidas con galanes estúpidos rebosantes de estúpida sensualidad masculina a quienes ella, por supuesto, no consideraba sus hermanos. ¡Imbéciles! ¡Cuántas veces me habían hecho maldecir el hecho de haber nacido sin algo entre las piernas! Terminamos, él jadeaba, yo no quería escucharlo… Al fin, al fin, no más… Quise alejarlo de mi lado, me sentía bastante perturbada. Ella había estado en cada lugar, en cada grito, en cada orgasmo.
Pasaron varias citas con él mientras ella seguía indiferente conmigo, aunque he de confesar que tampoco insistí en el asunto. He olvidado exactamente cuánto tiempo pasó, pero pasó mucho. Yo la seguía observando y ella no se daba cuenta, yo la seguía deseando y ella me quería como su hermanita, yo necesitaba besarla y ella ni siquiera intentaba acercarse a mí, yo recibía la propuesta de matrimonio de él acompañada de un anillo que jamás usé y ella me felicitaba airosa abrazándome como abrazas a cualquiera. Acepté y así fue como tomé el camino que finalmente terminó en este cuarto blanco con mujeres vestidas de blanco y la mente divagando y poniéndose en blanco, sobre todo cuando me inyectan ese líquido mágico que borra todas las imágenes de su presencia que siempre me rodea. Odio la inyección, pero la necesito.
Llegó el día. Todo era perfecto. El vestido color perla con mariposas bordadas, el cabello cayendo sobre mis hombros y adornado con flores, los zapatos altos, el maquillaje natural, resaltando lo indispensable. Me miré al espejo y me sentí preciosa, pero incompleta. Sabía que estaba cometiendo un error, que yo no sentía absolutamente nada por él. Me pregunté por qué lo hacía y no encontré respuesta alguna. Quizá era una forma de calmar mi dolor, de evadirla a ella completamente, de intentar sacarla de mi mente, de probar si podía amar a otra persona. Salí de la habitación, me subí al auto y entré a la iglesia. Los pasos lentos, la alfombra roja, la hilera de caras conocidas. Entonces la vi y ¡carajo!, estaba ataviada con un vestido azul oscuro que dejaba al descubierto aquellos pechos que alguna vez había mordido con enajenación. Me detuve un momento… Linda, Dios, tan linda como siempre, susurré. Ella sonrió orgullosa, me dio un empujoncito hacia el altar y yo sentí ganas de llorar una vez más. Pero no, no iba a permitir que se me corriera el maquillaje por un llanto que ya no tenía sentido. Allá adelante me esperaba un hombre que yo detestaba para darme una vida que probablemente me iba a hacer completamente infeliz.
La ceremonia fue tediosa, quería que se apurara, que terminara. Cuando llegó el momento de la pregunta de rigor, sentí que ese infierno estaba llegando a su fin. Entonces levanté la mirada… Acepta usted a… Vi el crucifijo, Cristo sangrando por sus heridas, su rostro endurecido formando un rictus de dolor. Los vitrales dejando colar la luz, la Virgen María estirando su mano protectora. Sentí la mirada de él sobre mí. Quería que respondiera. El sacerdote había formulado la pregunta y ya había pasado el tiempo prudencial para recibir la respuesta, pero yo no podía articular palabra… Amor, responde, por favor… ¡Cállate!, ¡cállate para siempre!, pensé. Sus ojos verdes fijos en mi espalda, el empujoncito, los ángeles pintados con sus sonrisas burlonas, el crucifijo con el Cristo adolorido, la Virgen ofreciendo el camino a la libertad. Sentí que mis ojos, al fin, se mojaban. Entendí que el infierno no acababa ahí, sino que recién empezaba en ese momento y que el yo-sin-ella era parte de ese infierno en el que yo no deseaba vivir... ¡Amor, responde!... Deja de gritar, rogué sin mover los labios. Entonces decidí callar, callar para siempre mientras un surco grisáceo marcaba mis mejillas. Se me corrió el maquillaje. Entonces me sentí viva, escapé. Desde ese día no he vuelto a hablar, ni volveré a hacerlo hasta que ella me lo pida. Sí, desde ese día comenzó lo que ellos llaman “mi locura”.