Tuesday, January 11, 2011

Pedro José Llosa

Lima, 1975. Siguió estudios de Economía y Filosofía en el Perú y posteriormente en Holanda. Culminó, también, una maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Desde hace diez años se ha dedicado, principalmente, a la docencia de cursos de humanidades y ciencias sociales en el Perú (Markham, UPC, UCSUR) como en el Holanda (British School in the Netherlands). En la actualidad reside en la ciudad de Madrid.

Ha publicado los libros de cuentos "Viento en Proa" (Dedo Crítico, Lima 2002) y "Protocolo Rorschach" (PUCP, Lima 2005) y ha participado en una serie de antologías que han ido ratificando su calidad narrativa y dramatúrgica, como por ejemplo: "Los Garfios de Carrero" en Pequeñas Resistencias 3 – antología del cuento sudamericano (Páginas de Espuma, Madrid 2004); también en Páginas al Margen (San Marcos, Lima 2002) y en Nacimos para perder (Casatomada, Lima 2007. Así como en “Te espero en el olivar” obra de teatro que apareció en Dramaturgia Nacional 2000 (BCR-INC, Lima 2001).


LOS GARFIOS DE CARRERO


Cuando abrió la puerta estaba más desgastado que nunca.

El Altamirano Carrero que yo conocí, ese verano del ochenta en casa de Adriana, era una mueca despoblada, un mediocre integral: indefinido de estatura, de rasgos, de idea; un híbrido consumado, ni mucho ni poco de nada. Era el transeúnte vulgar, casi el cholo común de no ser por esa piel membranosa, epidérmica, tan delgada que le dejaba a trasluz unos músculos compungidos y unas venas hinchadas. Esa tarde, sin embargo, estaba como nunca antes lo había visto: sucio, fruncido, barbón. El tiempo lo había sacado de la medianía estética, ahora parecía un mendigo.

- ¿Puedo pasar? – tuve que preguntarle, sin olvidar la impertinencia que estaba cometiendo al ir a buscarlo.

- ¿Para qué? – dijo -¿Qué quieres?

- Hablar contigo.

- ¿Hablar? ¿Qué vamos a hablar tú y yo?

- ¿Puedo pasar?

Sobre una mesa de madera tornillo esquinada en la soledad de un patio, de esos patios que hacen las veces de vestíbulo comunitario en los callejones del Cercado, se sentó con un gesto ágil y recostó la espalda en la pared de adobe.

- ¿Qué quieres? – me preguntó sonriente, burlón, como si quisiera provocarme.

- Proponerte un negocio.

De pronto comenzó a rebotar sobre la madera picada sin hacer sonora la carcajada escondida que lo estaba convulsionando por dentro.

- ¿Y cuál es el negocio?

Intenté recostarme yo también en el adobe, pensando con ingenuidad que al raspar el hombro de mi camisa contra esa pared de tierra, suavizaría mi tensión, y podría devolverle el mismo tono trivial, y sobretodo, la misma sonrisa inmóvil que contaminaba todo de incredulidad.

- Quiero que busques a Adriana.

No era fácil hablarle. Estaba dispuesto a proponerle lo que para mí era la única solución a un problema insoportable. Quería que la buscara, que se revolcara con ella como alguna vez lo había hecho antes de que Adriana estuviera conmigo, y que finalmente se dejara desechar por ella. Altamirano la había tenido en su poder durante dos años, había ejercido su derecho de propiedad como con cualquier objeto, sentando desde el comienzo grilletes invisibles para asegurarse una fidelidad perruna; luego la había desembarcado de su vida. Sin esto último, a ella no le quedaría esa avidez mutilada y subconsciente que sentía por él.

- ¿Buscarla para qué?

- Buscarla pues, no te hagas el huevón, tirártela, volver a ilusionarla.

Al principio, la despojó de toda la inocencia que podía haber en una muchacha de diez y siete años. En un mes agotó todas las dimensiones ortodoxas del sexo natural. Después, comenzó con innovaciones que le diluyeron su barrera de lo permisible. Cuando ella perdió su capacidad de renuencia, empezó a soportar delirios sadomasoquistas, nauseabundas madrugadas con la acidez de improvisados ungüentos y el olor empalagoso de inciensos caseros, para terminar sucumbiendo a violentas y anárquicas sesiones, en donde Carrero le infligiría garfios invisibles de dependencia y sumisión.

¿No se supone que esa chamba la haces ahora tú? – preguntó, esta vez más desconcertado y menos atrevido

- No se supone, la hago. Pero tú sabes perfectamente que tus excesos la arruinaron. Ella piensa que es porque tú fuiste el primero en su vida, o porque agotaste tu imaginación con su inocencia. Pero yo no creo que fuera por nada de eso: simplemente fue porque un día, así como la convenciste, la dejaste.

Ella me contó toda la historia. Cuando recién intentaba acercarme, tenía que pasar por el espantoso calvario de verla llorar de buenas a primeras cuando le rozaba la mano, cuando nos quedábamos solos, cuando le miraba los labios en silencio. Cerraba los ojos y con la cabeza derrotada empezaba a lagrimear por esa historia que llevaba adentro. Fue inevitable que me contara toda la humillación a la que había sucumbido por alguna especie de amor mal entendido hacia Carrero, pues sólo así, ella podría sentir que el demonio del recuerdo estaba siendo enfrentado.

- Tú sabes que no hay nada fuera de lo normal – dijo, ahora sí completamente serio –. Me cansé y terminé la relación. El problema es que es una mocosa y por eso ha quedado así. Pero no entiendo para qué quieres que ahora me la tire ¿A qué viene todo eso de que sigue contaminada conmigo? Si has venido a rendirme algún tipo de cuentas tardías o a joderme…

- No te estoy jodiendo. Estoy hablando en serio. Quiero que la busques y que vuelvan a sus andanzas. Tres mil dólares por la payasada que tienes que hacer. Mil ahorita y el resto al final. Sólo búscala y estoy seguro de que ella va a acceder. Después simplemente espera. En menos de dos meses va a ser ella la que te mande a la mierda. Entonces te pago el saldo y listo.

- Estás loco – me dijo, un poco menos tenso.

- Yo estoy loco y tú necesitado, así que coge nomás la plata y comienza. Tienes que rondarla, convencerla de nuevo, comenzar a tirártela y esperar. A nadie le pagan por eso, así que aprovecha.

Ante su mutismo, dejé el dinero sobre algún residuo de aserrín, sobre esa mesa de tornillo tan podrida como él.

Frente a su familia, en la calle, con sus amigas, en las miles de reuniones a las que íbamos con Adriana, yo sabía que ella se sentía mejor con un empresario como yo, que con el anónimo y mediocre Altamirano, que le sirvió sólo en la contienda física. Carrero era un mecánico que vivía en los quintos infiernos y cuya educación, costumbres y mundo, chocaban con los de Adriana en modos y veces infinitas. Pero algo debía tener, ya que con manos callosas y modales primitivos, la conquistó por completo y logró incluso, que ella postergara todas sus incompatibilidades con tal de tener el disfrute ininterrumpido de su intimidad.

Yo la conocía desde siempre, antes, durante y después de Carrero, pero fue recién cuando esa relación se fue a pique, que comencé a descubrirla y a tenerla para mí.

Adriana no impactaba por su belleza pero sí por su inteligencia. Impresionaba en sus discusiones por la lucidez de sus ideas, enmarcadas en una sonrisa disforzada, residuo pueril de años recientes; pero apagaba todos sus gestos y se inmovilizaba por completo cuando aparecía el tema Carrero. La amistad que tuvimos al principio me permitió conocer los pormenores de esa tortuosa historia. El tema escapaba de su coherencia, la anulaba, la hacía reconocer que era tan humana como cualquiera, y que Carrero, había sido la única tentación ininteligible de su corta vida.

Cuando a veces el trago y la ansiedad de la noche nos dejaban a los pies de su cama, y por fin podía emprender el cauce rítmico y ascendente del placer, de pronto, sin ninguna razón más clara que la que yo podía intuir, liberaba la palma de su mano en el aire y con los gestos menos indispensables, me daba a entender que me detuviera. Perdóname, me decía a veces, otras ni siquiera eso. Se liberaba de mi peso, enterraba la cara en la almohada y yo sabía que ya estaba llorando.

Pero a pesar de todo eso, siempre tuve la convicción de que Adriana no había quedado encadenada a Carrero por toda la historia vivida, sino simplemente por el orgullo natural de haber sido desechada y por la frustración lógica a la que ese tipo de rompimientos lleva. Por eso, si es que el tiempo se pudiera retroceder, y entonces ella lo dejaba a él, todos los demonios morirían. La propuesta hecha a Carrero, por ende, era una manera de enmendar el pasado.

Ella debía acceder porque su pasión todavía la dominaba, pero como sería consciente de lo que ahora arriesgaba, no tendría alternativa a tener que caer en la clandestinidad. Así, jugando a dos manos, en algún momento yo debía hacer un amague de retiro y ella, guiada esta vez por algún instinto racional y consciente de que ahora podía resolver el caso a su manera, debía deshacerse de él.

La primera vez que Carrero la llamó, yo estaba detrás de todo. Me incomodó haber tenido tanta razón en confirmar que Adriana fácilmente aceptó ese encuentro y asumí que al menos en ese primer momento, se limitarían a las paredes de un café tan clandestino como ellos. Pero asumí mal, pues no pasó media hora cuando se pararon y Altamirano la hizo subir a un taxi. Desde el lugar oculto de donde podía verlos, salí desbocado a seguirlos.

Terminé en un hotel en Santa Anita, a muchos kilómetros de ese café, y, medio descompuesto por el impacto, emprendí el regreso hacia mi casa.

Al día siguiente, amanecí con la estúpida curiosidad de querer saber cuánto rato había delirado en ese hotel de mala muerte, y me fui por la mañana, dispuesto a sobornar al recepcionista por información:

- Se apellida Carrero, busque en la lista de anoche.

- Ah, sí – dijo sin buscar mucho – Altamirano Carrero. Estuvo hasta las dos, como cinco horas.

De pronto me siguió otra curiosidad absurda. Quería saber si Adriana se había registrado con otro nombre.

- La señorita Adriana Rosas – me dijo.

Ni siquiera se había preocupado en dar otro apellido la muy pendeja, pensé.

- ¿Por qué, algún problema? – el tipo me regresó a la realidad.

- No, no, solo quería saber con quién había venido Carrero – respondí, tratando de decir cualquier cosa para no parecer sorprendido.

- No se preocupe, maestro – me dijo con una complicidad sumisa que acababa de comprarle con unos dólares- no ha venido con mujer ajena, esa señorita es su pareja, ellos vienen aquí todos los viernes desde hace tiempo.


1 comment:

André said...
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