Monday, October 11, 2010

FERNANDO MOROTE

Nació en Piura, Perú en 1962. Se graduó como abogado en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Federico Villarreal y siguió estudios de literatura en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Participó en el taller de creación literaria del Museo de Arte de Lima. A principios de la década de los 90 colaboró ocasionalmente en las revistas “Sí”, “Monos y Monadas” y el diario “El Comercio”. En 1994 publicó un libro de poemas titulado “Poesía Metal-Mecánica” y en 2009 la novela “Los quehaceres de un zángano”.

Actualmente vive en New York con su esposa y dos hijos, y está escribiendo su segunda novela.



PODER

-Tenemos que inscribirlo como sea –insiste Nelson.

Le explico las dificultades del caso. El documento no reúne un solo requisito legal. Los registros públicos dejaron de ser hace tiempo lo que fueron en otras épocas. Verdaderas ollas de grillos, festines de coimas para incompetentes. El mundo fácil se acabó con las reformas del nuevo gobierno. Todo es ahora más serio, irracionalmente formal. Los funcionarios y empleados están sometidos a una serie de controles y trabajan bajo mayor vigilancia. Su ética personal y profesional, además, ha sido transformada desde las aulas universitarias. Increíble. Y los que mantienen el espíritu torcido, no se atreven a meter la mano por miedo a perder el sustento. No hay forma.

-Habla con tus amigos –prosigue Nelson- Tal vez puedas convencer a uno de ellos que se haga de la vista gorda.

No existen tales amigos. Aquellos que lo eran, fueron oportunamente despedidos. Y tampoco eran amigos; sólo recursos disponibles.

-¿No conoces a alguien que pueda echarnos una mano? –inquiere Nelson.

Los notarios, por supuesto. Sin duda ellos tienen más influencia que yo. Ellos sí que tienen amigos entre los nuevos registradores, los de la nueva clase con filosofía último modelo.

-El documento no ayuda –dice uno de ellos.

-¿Tienes certificado de vigencia? –pregunta otro.

-¿Puedes conseguirlo? –indaga un tercero.

No lo creo. El poder está extendido en Bahamas. Habría que ir hasta allá para obtenerlo.

-¿Algún contacto? –es la curiosidad de otro notario.

Ninguno que yo conozca. O, mejor dicho, ninguno del que se pueda echar mano. Nadie quiere molestar a nadie. Pero todos quieren el resultado. Y rápido. Porque es urgente. El directorio del banco lo exige.

-Tenemos que inscribir el poder como sea, Fernando –repite Nelson.

Qué puedo hacer.

-Confiamos en ti, Fernando –muy cariñoso Nelson- El asunto está en tus manos.

Mis visitas a los notarios no terminan. Busco por dónde entrarle a la pelota. Veo el arco muy lejos. El balón se desinfla. La única solución es rogar. O hacer trampa.

-Lo siento –dice el consultor del registro público- Un documento como éste va a ser inevitablemente observado por el registrador.

-¿Y si traigo una declaración del directorio del banco?

-No es suficiente. La ley es clara. Se necesita por lo menos un certificado de vigencia o una legalización consular.

Imposible. El poder es lo único que tengo. Irónico asunto. Un poder que no sirve para nada. Un poder inútil, estéril, impotente. Cosas de abogados.

-Ingrésalo de todos modos –dice Nelson- Vamos a ver qué pasa. De repente cae en manos de un registrador comprensivo.

-Eso es lo que espero. Quizás uno de los notarios amigos del banco lo conozca y eso allane el camino.

El documento es ingresado a los registros públicos para su calificación. Cinco días después el resultado es “OBSERVADO”. La esquela dice que se necesita adjuntar un certificado de vigencia para poder inscribirlo. ¿Quién firma? ¿García Márquez? No, pero igual es la crónica de una muerte anunciada.

-¿Puedes hablar con el registrador? –exhorta Nelson- ¿Ofrecerle algo?

Nelson se niega a aceptar la realidad. Es obvio que no quiere ceder a su obsesión ni perder su puesto de gerente legal del banco. Está decidido a complacer al directorio a como dé lugar. Sin mucha esperanza, pido una cita y me entrevisto con el registrador. La expresión en su rostro explica con claridad que estamos ante un caso de metástasis legal.

-Sin el certificado de vigencia, no puedo registrar el poder.

-Pero doctor, es un poder bancario.

-Es un poder como cualquier otro.

-El banco puede recompensar su apoyo.

-¿Qué quiere decir?

-El banco necesita su ayuda.

-Exigiendo los requisitos legales, estoy ayudando al banco. Le estoy evitando muchos problemas en el futuro.

-El banco tiene urgencia de inscribir ese poder, doctor.

-Todos los bancos tienen la misma urgencia. Por eso mismo traen los anexos necesarios. Así inscriben sus poderes en 2 días. Ya sabe que la ley concede cierta preferencia a las instituciones del sistema financiero, precisamente para fomentar el movimiento de la economía.

-Este banco por ahora no está en condiciones de presentar los otros documentos, doctor.

-En ese caso…

-Doctor…

Mi cara de súplica le dice que estoy dispuesto a ofrecerle una considerable suma en retribución por sus servicios.

-Buenos días.

El registrador se levanta, abandona la sala y se pierde tras una puerta de madera con una ventanita en el medio. Desde mi silla sólo alcanzo a ver por el vidrio su cabeza reduciéndose de tamaño hasta desaparecer. Es todo por hoy.

-No tengo buenas noticias –es mi primera frase al entrar a la oficina de Nelson.

-Se nos acaba el tiempo, Fernando.

-Lo único que puedo hacer es pedir su desistimiento y volverlo a presentar. Tal vez llegue a manos de otro registrador.

-¿Y si le llega al mismo?

-Tenemos que arriesgarnos. ¿O podemos conseguir el certificado de vigencia en Bahamas?

-¿No te caería mal un viaje por allá, verdad?

-Gastaríamos un poco más, es cierto, pero nos ahorraríamos un montón de problemas. Vamos sobre seguro y lo inscribimos como por un tubo.

-No estoy autorizado a hacer eso. Necesito ese poder inscrito, ¡ya!

-¿Lo presento de nuevo, entonces?

Nunca voy a entender a ciertos ejecutivos. Muchos se parecen a los choferes de micro cuando se topan con un atolladero en el tráfico. Se desvían de la ruta en su afán de encontrar un atajo y ganar tiempo, pero lo único que consiguen es dar más vueltas y extender el recorrido. No pocas veces se pierden en el camino por hollar terrenos desconocidos. Creen que hacen una gran cosa mientras la verdad es que sólo demuestran su monumental estupidez. Hacerlo simple no es lo mismo que hacerlo fácil. Lo primero denota inteligencia, aunque toma más tiempo, porque implica completar el proceso correcto. En cambio lo segundo reporta un resultado inmediato pero frágil, inconsistente, precario; señala, sin duda, una gigantesca imbecilidad.

Firmo la solicitud para obtener el desistimiento y éste llega en cuestión de 48 horas. De una ventanilla paso a otra. Sobre la marcha vuelvo a presentar el poder para su estudio. Cuatro días después la esquela de observación es la misma; el nombre del registrador, distinto. Una nueva cita para un mismo diálogo y una misma respuesta. Los registradores de hoy en día no son más los antiguos delincuentes obesos, viejos y pelados de cuellos mugrosos y corbatas grasosas que, de frente, preguntaban:

-¿Cuánto puedes pagar?

Si les parecía poco, hacían una contraoferta y por más que uno regateara terminaba aceptando sus términos. Caso contrario, se iba a su casa sin documentos inscritos y, por lo tanto, sin dinero por cobrar. Antes todo era más fácil. Ahora, con estos registradores jóvenes de cuello duro y buen olor, ninguno de esos tratos de antaño es posible. Todo acuerdo está basado en el respeto la ley.

-Tenemos que inscribir ese poder como sea.

La orden de Nelson resuena en mis oídos, en mi cerebro, en mi corazón día tras día, noche tras noche. Sólo vivo para eso. De ese resultado, además, depende que el banco me siga dando trabajo. Por ende, de ese poder depende que siga alimentando a mi familia.

-Confiamos en ti, Fernando.

Es un truco infalible. Lo sé. Alimentar mi ego nunca le ha fallado a nadie. Sólo a mí mismo. Estoy en sus manos. El banco es mi principal –y casi exclusivo- cliente, y los trabajos que me encarga constituyen el 90% de mis ingresos mensuales. No puedo darme el lujo de defraudarlo. Si hago este gol, puedo jugar el resto de la temporada sin ningún apremio económico. Y quizás conseguir nuevos contratos. Entonces reviso mi agenda. Conservo diversos números telefónicos. Por el lado formal las gestiones están agotadas. Necesito conseguir algo un poco más oscuro, sin llegar a ser del todo promiscuo. Encuentro que mi agenda también ha cambiado. En la lista no figuran ya nombres del otrora bajo mundo registral. Lamentablemente sólo sobreviven peleles y don nadies sin mayores influencias, apenas elementos que pueden ser útiles en asuntos menores. Paso página tras página. Muchos nombres y números han sido tachados con lapiceros de diferentes colores. Algunos se mantienen encerrados en círculos, como para resaltar que aún pueden servir en determinada ocasión. Mi letra es irregular, nerviosa, apurada.

-¿Qué será de su vida? -me pregunto.

Varios nombres no me dicen ya nada, sólo conservo un vago recuerdo de la persona que lo llevaba. A veces ni me acuerdo en qué me ayudó, o si de hecho me ayudó en algo. De improviso, oculto en medio de enérgicos borrones, surge un rasgo inesperado.

-Sipán.

El hombre lleva el mismo nombre que el ilustre guerrero moche. Pero es en verdad su apellido. Por poco se queda enano. Nunca le pregunté cuál fue el motivo de su contrahechez. Era demasiado embarazoso averiguar algo así. Y nunca tuve suficiente confianza como para investigar esa parte de su pasado. Lo conocí cuando era empleado de los registros públicos en las mazmorras del Palacio de Justicia. En aquella época yo era apenas un tramitador novato y él atendía la mesa de partes. Pronto reconocí que era muy popular entre los empleados de las notarías, más conocidos como presentantes de títulos. Sipán andaba siempre risueño, a pesar de su notoria tullidez y excesiva carga de trabajo. Salía a tomar café con los usuarios, incluyendo abogados de importantes estudios jurídicos. Gozaba de extrema popularidad. Se saludaba y codeaba con la aristocracia del foro limeño. Tenía un brazo más chico que otro (o más largo, dependiendo del ángulo que uno lo mirase), semi-paralizado además, rengueaba al caminar y era casi del tamaño de un niño de 12 años, su cabeza plana como un televisor. Sin embargo iba siempre muy bien vestido y perfumado. Relaciones públicas no le faltaban. Pero, a causa de la reforma legal impuesta por el nuevo gobierno, perdió su puesto –no calificó en el examen para conservarlo- y quedó fuera de los insignes registros públicos. Pero no se desligó. Debido a su experiencia y dotes de comunicador social, consiguió empleo en una notaría. Presentaba títulos, absolvía observaciones y obtenía inscripciones. Muy eficaz. Lleno de contactos por todos lados.

Éste era el hombre que estaba buscando. Lo que me dijo en nuestra primera conversación para explicarle la situación no fue muy diferente a lo expresado por notarios y registradores. Se necesitaba el famoso certificado de vigencia.

-Sipán, no podemos esperar. Además no hay forma de conseguirlo, ya te lo he dicho. El banco quiere el poder inscrito, pero no está dispuesto a mover un dedo para conseguir un documento extra. Esta escritura pública es todo lo que tenemos. Y con esto tenemos que inscribir el poder.

-Honestamente no creo que nadie adentro se quiera arriesgar por un caso perdido como éste.

-¿No conoces a nadie en la sección de mandatos con quien puedas hablar y ofrecerle de frente un estímulo?

-Ya no quedan de ésos, tú lo sabes bien.

-Estoy seguro de que tú lo puedes conseguir. Hasta los registradores más jóvenes te conocen. Muchos de ellos son tus amigos, ¿no es cierto?

-Sí, pero no estoy seguro que quieran hacer algo como esto.

-Sólo inténtalo. Habla con algunos de ellos y ve qué puedes lograr.

Sipán se quedó con la hoja de presentación. Quedamos en reunirnos de nuevo en un par de días.

-¿Alguna novedad?

-Conozco al registrador. Me dijo que es la segunda vez que presentan ese poder.

-Es cierto. ¿Y qué dice? ¿Lo va a inscribir?

-Sí.

-¿Cuánto quiere?

-Dos mil dólares.

-¿Para cuándo lo tiene inscrito?

-Al día siguiente que le paguemos.

-¿Estás seguro?

-Seguro.

-¿Y tú cuánto me vas a cobrar?

-Después arreglamos eso. Cuando tenga el poder inscrito te digo.

-No me vayas a cobrar muy caro. Mira lo que le vamos a pagar al registrador.

-Tranquilo.

-Entonces, ¿te quedas con la hoja de presentación?

-Te la devuelvo con el poder inscrito.

Nelson no podía creerlo. No era poca plata, pero en todo caso valía la pena entregar una suma como ésa para anotarse tremendo punto con la directiva del banco. Especialmente en estas circunstancias, que la junta de accionistas en reunión extraordinaria decidió recientemente cambiar la razón social de “Banco de los Pobres” a “Banco Señor de los Milagros” con la esperanza de que el Cristo Morado los salvara de la ruina en una época tan incierta para la economía del país. Firmó un vale inventando un concepto cualquiera y ordenó que me desembolsaran el dinero. Esa misma tarde me reuní otra vez con Sipán. Dos días más tarde el poder debía estar inscrito. La verificación que hice por internet decía lo contrario. Había salido una nueva observación. “SE HA DETECTADO EL INGRESO DE UN DOCUMENTO FRAUDULENTO”.

¿Fraudulento? ¿Qué cosa? ¿Cómo? ¡Sipán! El celular se viene abajo y Sipán no aparece ni por casualidad. Necesito una explicación antes de ir donde Nelson con la noticia. No estás en aguas mansas, Fernando. Éste no es un lugar seguro, mi querido amigo. Busco a Sipán en el mismo escenario de los hechos. Nadie lo ha visto. Totalmente desconocido su paradero. Sigue sin contestar el celular. Empieza una obra de misterio, una intriga que me mantiene atado a la silla. ¿Qué has hecho, Sipán? Sospecho lo peor. Y lo peor es que acierto.

-Pensé que no se iban a dar cuenta –es la estúpida justificación del antepasado del rey moche.

Nelson es tajante.

-Tienes que recuperar el dinero.

Sipán vuelve a desaparecer. Leo mejor, con más calma, la nueva esquela de observación. “EL CERTIFICADO DE VIGENCIA ADJUNTO PRESENTA CLAROS SIGNOS DE FALSIFICACIÓN. EL PROCESO DE CALIFICACIÓN DEL PRESENTE TÍTULO QUEDA SUSPENDIDO HASTA QUE LA OFICINA DE INSPECTORÍA RESUELVA LA INVESTIGACIÓN”. Nelson suelta la pelota y me la tira con todo.

-Tú nos metiste en esto. Tú nos tienes que sacar ahora.

Me conmueve la fidelidad de los amigos. Especialmente cuando son abogados. ¿No fue él quien estuvo insistiendo todo el tiempo con que se inscribiera el poder a como diera lugar? No hay justificación que valga. No escondo mi responsabilidad de contactar a la persona equivocada. De hecho mi error fue de origen. Nunca debí aceptar un encargo de esa naturaleza. Fue muy estúpido de mi parte. ¿Cuándo voy a aprender que soy una estrella sólo si logro los resultados que ellos esperan y si fallo soy culpable de todo? Si yo acepto mi parte de responsabilidad, al menos espero que Nelson haga lo mismo. Pero esta reacción suya me demostró exactamente el tipo de persona que es.

-Maricón.

Muy estudioso, dedicado a su trabajo, casado con una linda mujer y padre de una preciosa niña, profesor en 2 universidades, miembro del directorio de otras empresas, master en esto, diplomado en lo otro, especializado en aquello, con estudios de post-grado aquí, premios y reconocimientos allá, un lujoso auto, un bello departamento y muchos viajes al Caribe, pero a la hora de la verdad, cuando las papas queman, queda todo sintetizado en una palabra:

-Maricón.

La pelota está en mi cancha. Una solución acorde con la situación es amenazar. Sipán, en un momento de descuido y aparición inevitable por los salones de los registros públicos, es puesto contra las cuerdas.

-Necesito que me consigas el dinero de vuelta. Si no, el banco te va a tirar toda la mierda encima.

Sipán no tiene ninguna posibilidad de saber que todo es mentira. Pero por la forma como hablo se lo traga íntegro.

-Ya sabes la cantidad de abogados penalistas que asesoran al banco y el poder que éste tiene –refuerzo la idea para asegurarme de que Sipán empiece a orinarse los pantalones-. No creo que puedas esconderte mucho tiempo antes de que la policía te encuentre. Te conviene más que me devuelvas el dinero.

Sipán no es ningún idiota. Comete errores idiotas, nadie lo puede negar después de esto, pero no es un idiota por sí mismo. En una semana, a través de una entrega en cuatro armadas, me trajo de regreso los dos mil dólares completitos.

Lo cual resuelve el problema del dinero. Pero mantiene el poder sin inscribir. Nelson me echa la culpa del fracaso. Por un lado se siente aliviado de que haya podido recuperar el billete. Pero por otro se siente decepcionado de que yo no haya logrado el objetivo. Ni me habla. Me mira enojado. Empieza a buscar otra manera de obtener lo que necesita. Consigue otra persona. Yo me voy. No aguanto trabajar con gente así. Esta experiencia es la gota que rebalsa el vaso. Es un asco. Pura apariencia. Todo falso. Renuncio. Vendo mi departamento y vivo un tiempo con el producto de la venta. El asunto parece olvidado. No me interesa saber si lo terminaron o no. Si consiguieron inscribir el poder. Y qué métodos utilizaron. Estoy fuera.

Tiempo después me llega una citación del poder judicial. Estoy involucrado en un delito contra la fe pública. Falsificación de documentos, para ser más exactos. Mi nombre aparece en el encabezado de la hoja de presentación del título. No hay forma de negarlo. La misma citación llega al representante legal del banco.

-Tienes que ayudarnos –dice Nelson- El banco no puede verse envuelto en un asunto de este tipo. Si la Superintendencia de Bancos se entera, se crea un escándalo de la puta madre y todos tendremos que irnos a nuestra casa. Quizás alguien pueda terminar preso.

-Qué quieres que haga.

-Sólo no digas que el banco intentó inscribir el poder por otros medios que no fueran los legales.

-Qué digo entonces.

-Que alguien intervino sin tu consentimiento y te timó.

-No tiene sentido decir algo como eso.

-No te preocupes. Te pondremos un abogado que enredará las cosas de tal modo, hasta lograr que remitan el expediente al archivo.

-Como tú digas.

Nelson, a quien conozco desde que era un practicante del departamento legal y me caía tan simpático por ser educado y atento, se había convertido ahora en una apestosa rata más del desagüe. Ya no me importa lo que diga o lo que haga. Es un farsante. Maricón, es la palabra correcta. Sólo quiero salir y olvidarme de esto para siempre.

-Es mi oportunidad -me digo.

Es mi única y maravillosa oportunidad para hacer algo bueno a favor de la honestidad y la lealtad. Cuando el juez me llama a declaración dejo que la voz de mi conciencia hable sin restricciones:

-Fue él quien me dio la orden de inscribir ese poder a como diera lugar. Sin importar los medios y lo que costara. Yo cometí el error de contactar a una persona de dudosa reputación, es verdad. Pero no le di ninguna indicación de falsificar documento alguno. Acepto y asumo mi parte de responsabilidad en el asunto. Pero no soy el único que la tiene.

El juez pidió nombres y se los di. Buscaron a Sipán y lo detuvieron. Buscaron a Nelson y no lo encontraron. Lo siguieron y persiguieron. Me amenazó un par de veces por teléfono y correo electrónico. Le dije que actuara como hombre. Me mandó a la mierda. Prometió acorralarme y meterme preso valiéndose de sus influencias. Las autoridades tardaron un poco en dar con él, pero finalmente lo encontraron. Estaba dando su informe mensual al directorio cuando los oficiales encubiertos interrumpieron la sesión. El escándalo fue inevitable. La foto de un compungido Nelson salió en los periódicos, su voz hipócrita exponiendo plausibles pero falsos argumentos se escuchó en la radio y su imagen con las manos esposadas atrás de la espalda circuló en la televisión a nivel nacional. El banco fue clausurado por orden de la superintendencia. Todos nos quedamos sin trabajo. Sipán pasó también una temporada a la sombra. Yo tuve que pagar una buena multa. Pero me queda la satisfacción de haber dado lo que se merecía a un auténtico maricón.

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