Mario
Alfredo Bellatin Cavigiolo (1960) Escritor peruano- mexicano, cuya novela Salón de belleza figura en el
número 19 de la lista seleccionada en 2007 por 81 escritores y críticos
latinoamericanos y españoles de los mejores 100 libros en lengua castellana de
los últimos 25 años. Su obra ha sido
traducida a lenguas como el inglés,
alemán y francés.
Ha
sido galardonado con premio importantes. Finalista del Premio Médicis en 2000 a la
mejor novela extranjera publicada en Francia. También obtuvo el Premio Xavier
Villaurrutia en 2000 por su novela Flores. Obtuvo la Beca Guggenheim en 2002 y el
Premio Mazatlán de Literatura en 2008 por su novela El gran vidrio.
Considerado
como un novelista experimental. Sus novelas plantean un juego lúdico entre
realidad y ficción, con ninguna referencia biográfica, matizados con protocolos
apócrifos, crónicas, biografías o documentos científicos, provocando así
situaciones inverosímiles e incluso graciosas.
De
entre su prolífica producción habría que mencionar Canon perpuetuo (1993),
Salón de belleza (1994), Damas Chinas (2006) El jardín de la señora Murakami
(2000), Jacobo el mutante (2002), Perros héroes (2003), Lecciones para un
liebre muerta (2005), El gran vidrio (2007), Biografía ilustrada de Mishima
(2009), La mirada de pájaro transparente (2011), El libro uruguayo de los
muertos (2012), La jornada de la mona y el paciente (2013)
QUECHUA
Nota del autor: las posibles contradicciones presentes en el texto
pueden ser consecuencia de que originalmente no fue concebido en el idioma en
el que se encuentra plasmado.
Cierta mañana de invierno me encontré de pie junto a mi abuelo.
Estábamos en el zoológico. Delante nuestro había una serie de camellos. Eran
animales viejos. Tristes. Aburridos quizá. Tenían el típico color cenizo que se
suele imaginar. Mi abuelo me sujetaba fuertemente de la mano. Nunca más volví a
verlo. Murió seguramente al poco tiempo. En ese entonces no me enteré de lo que
le sucedió. Sencillamente dejé de tenerlo a mi lado hasta que aquella ausencia
se convirtió en una costumbre. Todo apareció años después. Durante una sesión
en la que estaba sumergido en otro plano de la realidad -había hecho uso de
algunas drogas-, vi nuevamente a mi abuelo enfrente de aquellos camellos. No
sólo aprecié la escena, sino sentí también la carga emocional que aquella
muerte seguramente trajo consigo. Caí en una tristeza profunda. Recordé además
una historia: la de Macaca, mujer descendientes de rusos a la que mi abuelo, lo
advertí en ese momento, aludía con frecuencia. Junto a la imagen del abuelo y
la historia de Macaca aparecieron también una serie de palabras dichas en otro
idioma, el quechua, lengua de mis antepasados. Nunca he comentado con nadie
aquel trance de percepción tan particular. Tampoco tengo a ninguna persona a la
que actualmente le pueda consultar la relación que puede existir entre la
figura de mi abuelo y la historia de Macaca. ¿Se trata sólo de un cuento que mi
abuelo solía relatar y quedó escondido en algún recodo de mi cerebro? ¿La
historia de Macaca sucedió realmente y en la época en que mi abuelo me llevaba
al zoológico pertenecía a una especie de imaginario social? ¿Qué debo pensar de
las voces en quechua que suelen acompañarla? Según mi abuelo, Macaca en aquel
tiempo acostumbraba a referirse incansablemente a un amante asesinado veinte
años atrás por acción de la policía. Aquel hombre había sido un luchador
oriental que al final de su vida se vio obligado a dedicarse al oficio de
zapatero. Después del crimen Macaca se convirtió en una mujer sola. Comenzó a
vender casas. Ahora –el término ahora se refiere a la época en que mi abuelo me
llevaba a ver a los viejos camellos al zoológico-, cuida de los jardines y del
parque que rodean las propiedades que comercializó en su momento. En este
instante acaba de terminar de pintar un cartel para atraer nuevos jardineros.
Macaca quiere que sea lo suficientemente llamativo como para conseguir
aspirantes comprometidos con su trabajo. Ninguno de los hombres contratados
hasta entonces ha soportado el puesto más de tres días seguidos. Lo más lógico
es que el cartel esté escrito en castellano. Mi abuelo lo habría leído sin
dificultad. Fue bilingüe toda su vida. Desde niño había visto casi totalmente
reprimida su lengua materna. El quechua sólo podía ser utilizado dentro del
núcleo familiar. Ni siquiera podían hablarlo entre sí dos familias vecinas que
compartieran las mismas raíces. Cierta vez mi abuelo desobedeció aquel mandato
y fue objeto de burlas entre sus compañeros de la primaria. Recuerda que huyó
de la escuela y caminó desconcertado algunos kilómetros. Finalmente se arrojó a
la mitad de un campo sembrado de maíz y le pidió a Dios que le concediera la
muerte. A partir de entonces nunca más volvió a pronunciar ninguna palabra en
su lengua de origen. Con el tiempo logró incluso hacerse amigo de un muchacho
occidental que estudiaba en el mismo salón de clases. Sin embargo solía decir
-y yo se lo creo aunque no tenga manera de saber si alguna vez expresó estos
pensamientos- que las palabras en aquel idioma lo transportaban a dulces
sensaciones de la infancia. A mí pareció sucederme algo parecido durante ese
trance de lucidez tan particular que me produjeron las drogas. En mi cabeza
Macaca continúa viviendo en la caseta donde logró vender las propiedades. La
caseta es en realidad una casa rodante pintada de celeste, cuyas llantas están
carcomidas por la humedad. Cuando la junta de vecinos tomó la decisión de que
aquella fuera su vivienda definitiva, arrastraron el remolque hasta la zona
oculta por los árboles que delimitan el parque. Se permitió además que la misma
Macaca construyera al lado una cabaña de madera para que durmiera el jardinero
que tenía como obligación contratar. Macaca cambió el interior de su vivienda
sin pedirle permiso a nadie. Se deshizo del escritorio donde había concertado
las ventas y en su lugar colocó un burdo colchón. Contaba también con una mesa
de madera. Decoró el espacio con una serie de pequeños frascos en los que había
metido frijoles envueltos en algodones humedecidos. La cabaña del jardinero era
más modesta que la caseta donde vivía Macaca. Sólo tenía un colchón en el suelo
y una palangana junto a una jarra de níquel. Sin embargo la incomodidad de la
cabaña no parecía ser el motivo por el que los jardineros renunciaban uno tras
otro al trabajo. Aquellos hombres casi nunca podían expresar en palabras sus
razones. Se limitaban a dejar desperdigados los instrumentos alrededor del
parque y desaparecían sin más. Al principio Macaca se sentía desconcertada con
aquellas conductas. Con el tiempo terminó por acostumbrarse. Contaba con un
sistema para probar a los aspirantes, que consistía en no separarse ni un
centímetro de los hombres que acababa de contratar. No sólo escudriñaba el
trabajo que iban realizando sino que los perseguía dándoles consejos sin parar.
A veces intervenía arrebatándoles, sin ninguna explicación, las herramientas
para ponerse ella misma a utilizarlas de la manera debida. Pero ahora, cuando
siente una inusual nostalgia por el luchador muerto por acción de la policía,
no quiere pensar demasiado en los problemas que diariamente tiene que soportar.
Tal vez por eso ha decidido que es el momento adecuado para colgar el letrero
que acaba de pintar: “Se necesita jardinero amoroso”, se lee en letras rojas.
Hace diecinueve años que Macaca ha vendido la última casa de la zona, dijo mi
abuelo mientras intentaba alejarme de los inmóviles camellos. Había sido desde
el comienzo muy cuidadosa con las operaciones financieras. Consiguió que tanto
los dueños como los clientes quedaran siempre satisfechos con su trabajo. Pero
a pesar de sus logros nunca dejó de torturarla el recuerdo del fin trágico de
su romance con el luchador oriental. El amante murió de un disparo durante el
allanamiento al taller donde fabricaba los zapatos. Poco tiempo después Macaca
consiguió el trabajo de vendedora de casas. Como sospecharán, decía mi abuelo
muchas veces al vacío, no todo estaba en orden en su vida. Además del recuerdo
de la muerte del amante oriental, padecía siempre el eterno problema de la
renuncia de los jardineros. Los últimos meses habían sido realmente dramáticos.
Hubo días en que la abandonaron hasta tres aspirantes en una misma jornada. Los
vecinos le llamaban la atención una y otra vez. La mortificaban en forma
constante. En parte porque los jardines se veían descuidados. También porque no
querían tener todo el tiempo a extraños dentro de la vecindad. Macaca había
intentado muchas soluciones para resolver el asunto. Finalmente se le ocurrió
la estrategia del cartel. Trazó las palabras en una tabla de madera que luego
colocó en el tronco de un roble algo añejo. El cartel se mantuvo al vaivén del
viento durante un par de días. En las primeras jornadas aquel aviso, contra las
expectativas de Macaca, pareció ahuyentar a los posibles jardineros. A
diferencia de lo que ocurría en circunstancias normales no se presentó ningún
candidato. Macaca estaba a punto de descolgarlo cuando sorpresivamente
aparecieron dos hombres interesados en el trabajo. Ambos casi al mismo tiempo.
Macaca los entrevistó por separado. Aceptó contratarlos a los dos. Al primero,
el Maestro Espín, le ofreció a cambio de las labores de jardinería ayudarlo a
desarrollar “la teoría mariótica” que había ido ideando mientras daba clases de
matemáticas a los alumnos de una escuela del estado. Al segundo, el Hermano
Francisco, le ofreció esconderlo de las gentes que supuestamente lo perseguían
por un delito que decía no haber cometido. Macaca había pegado, en la pared
interior del remolque, un viejo afiche de cine donde se hacía publicidad a una
película del actor chino Bruce Lee. Se me hace sumamente curioso que mi abuelo
se haya referido –la versión de la historia aquí ofrecida es absolutamente fiel
a la que mi abuelo me relató- a Bruce Lee durante sus interminables discursos
sobre Macaca, pues la imagen del abuelo, de pie frente a los camellos del
zoológico, data de los primeros años sesenta. Cualquiera sabe que las películas
de luchadores orientales surgieron tiempo después. Sin embargo cada vez me
parece más nítida la voz que afirma que en la caseta de Macaca había un afiche
de Bruce Lee pegado en la pared. La mención de un cine de esta naturaleza me
hace recordar el éxito que obtuvo principalmente en la región quechua del país.
Era impresionante la identificación que se establecía entre los que utilizaban
el proscrito idioma de mis antepasados y las películas habladas en chino.
Algunos asistentes incluso adaptaron ciertas acepciones asiáticas que sonaban
como propias de su idioma natal. Pienso que haber asistido a una de esas
sesiones cinematográficas hubiera sido de provecho para mi abuelo, aunque por
su forma de ser dudo que se entregara a la catarsis en la que caían muchos de
sus hermanos de lengua en aquellas salas de provincia. En mi recuerdo el abuelo
apenas podía desplazarse del espacio reservado a los camellos a la poza
destinada a las focas. El mar estaba cerca. Incluso a ratos era posible
escuchar, claramente, el romper de las olas. En cierto momento mi abuelo habló
de la noche en que una de las focas escapó e intentó llegar de nuevo al mar.
Estaba a medio camino cuando un taxista se le cruzó en su destino. La foca
debió volver a su poza y contentarse con oír a la lejanía el sonido de las
olas. A los dos aspirantes a jardinero les llamó la atención la cara de Bruce
Lee presidiendo la pared principal de la caseta. Hicieron algunas preguntas.
Macaca contestó que el afiche era un homenaje a su amante muerto. Aquel actor
había sido el preferido del luchador convertido en zapatero. Pensaba que el
amante incluso había tenido que ver con la dirección del film que se anunciaba
en el afiche pegado en la pared. Aquel luchador nunca le confirmó si había sido
amigo personal de Bruce Lee o no. Sólo a veces lo dejaba entrever. En más de
una ocasión le contó detalles de la vida del actor. De sus relaciones con la
mafia china y de cómo esa misma mafia lo había condenado a muerte, no sólo a él
sino a sus descendientes hasta la tercera generación. El luchador convertido en
zapatero había estado muchos años viviendo en los Estados Unidos. Solía
contarle a Macaca que en una época llegó a manejar varios millones de dólares.
Todo acabó cuando de un momento a otro debió abandonar el país. Se llevó sólo
lo puesto. Macaca creyó en sus palabras, pues cuando lo conoció lo vio sin el
dinero necesario para pagar el plato de comida que había ordenado. Al final de
sus relatos el luchador siempre decía lo mismo: que la perdición de Bruce Lee
se había originado por estar demasiado comprometido con los objetos materiales
que tenía a su alrededor. Macaca compró el afiche la misma mañana en que le
avisaron que su amante había sido asesinado por la policía, regresando del
depósito de cadáveres adonde había acudido a reconocer el cuerpo del luchador.
En una de las aceras vio de pronto la cara de Bruce Lee. Un vendedor ambulante
había colocado en el suelo una serie de carteles de películas pasadas. Bajo la
perspectiva de la teoría mariótica que buscaba desarrollar, el maestro Espín
encontró absolutamente lógicos los últimos años de Macaca. Dijo que incluso
podría hacer un dibujo de toda esa época, con sus ramificaciones y demás. Era
la única manera de explicar cómo una película de corte comercial, producida
algunos años atrás, había hecho posible que un luchador extranjero muriera en
manos de la policía. No sólo eso, sino que lograba además que su amante, una
mujer de ascendencia rusa, diera la impresión de haberse enamorado tras el
asesinato de las casas que había sido contratada para vender. En efecto, Macaca
parecía haber llevado su pasión a tal punto que se le veía dispuesta a pasar el
resto de su vida habitando la caseta donde había cerrado las ventas. Sentado
bajo el afiche de Bruce Lee, el maestro Espín sacó un lápiz y un papel para
trazarle a Macaca los movimientos de sus últimos años. Desde el estreno de la
película hasta el despido del último jardinero. El maestro Espín usaba todo el
tiempo un sombrero de fieltro negro. En mis recuerdos mi abuelo se refería a
ese sombrero con insistencia. Solía describir su forma hasta en los mínimos
detalles. Era curioso, pues mi abuelo llevaba siempre la cabeza descubierta.
Por eso era visible una pelusa rubia que le crecía por encima de las orejas.
Más de una vez dijo que había ido perdiendo los sombreros que quiso comenzar a
usar desde que llegó a la ciudad capital. Parecía que la imposibilidad de
llevar sombrero era una especie de venganza. Nunca lo pensó, por supuesto. O
por lo menos nunca me lo dijo. Lo vi aparecer fugazmente. Un espíritu de
venganza motivado quizá por no haber podido volver a pronunciar una palabra en
su lengua materna. ¿Cómo habría sonado la historia completa de Macaca narrada
en quechua?, me pregunto de vez en cuando. ¿Habría tenido las mismas aristas,
una intensidad semejante? Entre otros asuntos me gustaría saber con qué
palabras exactas fue hecha la petición que, tirado en un extenso campo de maíz,
le hizo mi abuelo a su Dios para que lo ayudara a morir. Quizá esas palabras no
existen y están sólo representadas simbólicamente en los sombreros que mi
abuelo se negó a usar. Sin embargo, por más que llevó diariamente un sombrero
de fieltro negro al Maestro Espín lo despidieron de improviso de la escuela
primaria donde trabajaba. Se le acusó de no respetar el programa de estudios y
de utilizar a los alumnos como conejillos de indias de la teoría que tenía en
mente sistematizar. Los fines de mes el maestro Espín contestaba él mismo los
exámenes de sus alumnos. Les hacía también diariamente las tareas. Entregaba
luego los documentos a la dirección como reporte del avance del salón a su
cargo. Fue descubierto cuando un padre de familia se presentó para quejarse de
que su hijo no sabía resolver la más simple operación aritmética. Sin embargo
ese mismo niño se pasaba el día haciendo mediante dibujos complicadas
especulaciones matemáticas. Después de la primera conversación con Macaca, el
maestro Espín comprendió que el despido de la escuela era lo mejor que le había
podido suceder. El segundo hombre en responder al aviso fue el Hermano
Francisco, quien había dedicado buena parte de su vida a arreglar jardines. Su
intención no era conseguir en ese momento ningún trabajo. Deseaba tan sólo
detenerse a comer y proseguir su camino de regreso a la selva, donde había
nacido. Macaca lo convenció de quedarse. Al menos por un tiempo. Macaca en
aquel entonces no podía conocer la historia completa del Hermano Francisco, sin
embargo yo sí sabía una parte. Me la había contado mi abuelo no recuerdo en qué
ocasión. Aunque estoy seguro de que no fue delante de los camellos. Me dijo que
el desasosiego que sentía el Hermano Francisco cada vez que cortaba las rosas
para las misas de los domingos, tenía su
origen en la mujer que cierto atardecer entró a casa de sus padres. Aquello
sucedió cuando vivía en la amazonía. El Hermano Francisco había elegido desde
siempre la religión católica. No soportaba el laberinto de cantos y la
exaltación propia de los Evangelistas. Tampoco las extrañas contorsiones que
practicaban los fieles del Séptimo Día. Solamente parecía disfrutar con los
sermones del sacerdote de su parroquia. Lo satisfacía tanto la pulcritud de los
hábitos como los cálices brillantes con los que se oficiaba. Al terminar la
misa se ofrecía para limpiar el salón principal y a poner en orden las bancas.
Se sabía el oficio de memoria pero nunca lo dejaron ayudar en las ceremonias.
Aquella tarea estaba destinada a los alumnos del colegio de la parroquia. Sus
amigos trataban de sacarlo de ese ambiente. Le sugerían que saliera a cazar o a
hacer expediciones. El Hermano Francisco nunca les hizo caso. Lo único que
todavía hoy lo lleva a pecar de vez en cuando es el recuerdo de la tarde en que
una amiga de sus hermanas entró en casa de sus padres. El Hermano Francisco
estaba solo. La muchacha se le acercó, se abrió la blusa y le dijo tócame aquí
señalándose uno de los pechos. El Hermano Francisco se asustó. Salió corriendo
de la casa. No le contó a nadie lo que había pasado. Tiempo después llegaron
unos sacerdotes de la ciudad capital. Venían de visita a la parroquia del
lugar. Antes de partir llamaron al Hermano Francisco y le propusieron irse con
ellos. Habían observado lo devoto de sus actos y querían convertirlo en
sacristán. Una vez que lo instalaron en la escuela que dirigían, sin embargo,
los sacerdotes de la ciudad no se preocuparon más por su educación. Sus tareas
se limitaron exclusivamente al jardín. Algunos años después consideró que era
tiempo de regresar. Esa época coincidió con el asedio constante del recuerdo de
la muchacha que se había abierto la blusa en casa de sus padres. La veía con
frecuencia. Sobre todo mientras arreglaba el inmenso jardín. Aquel espacio
contaba con múltiples escondites en donde acostumbraban jugar los niños de la
escuela. Una tarde, cuando el Hermano Francisco podaba algunas plantas, sintió
que alguien lo espiaba. Al menos así lo decía mi abuelo cuando contaba esta
parte del relato. Afirmaba también que durante esos momentos el Hermano
Francisco no parecía enteramente consciente de sus actos. Minutos después una
niña, que se encontraba detrás de unos matorrales, lanzó un grito terrible. El
Hermano Francisco salió huyendo. Despavorido. Con un miedo aún mayor al que
sintió en casa de sus padres cuando entró la amiga de sus hermanas. Corrió por
calles desconocidas. Sólo se detuvo al llegar al cartel donde se leía: “Se
necesita jardinero amoroso”. Tras escuchar su historia, Macaca le ofreció al
Hermano Francisco sentarse en el viejo sofá de su caseta, bajo el afiche que
anunciaba la película Enter the dragon. Parece que aquella fue la película más
exitosa de Bruce Lee. Macaca nunca la había visto. Por más que su amante se lo
insistió una y otra vez. Macaca siempre dijo que no le gustaban las películas de
violencia. En ese entonces vivía sola en una pensión del centro de la ciudad.
En aquel alojamiento recibió la noticia de la muerte de su amante. Macaca salió
a la calle de inmediato. El taller del zapatero estaba distante un par de
cuadras. El cadáver ya había sido trasladado al depósito municipal. Algunos
agentes se encontraban todavía presentes. Llevaban pañuelos amarrados a las
narices. Era la primera vez que Macaca visitaba aquel lugar. El zapatero
siempre se lo había prohibido. Macaca constató que tenía dos secciones techadas
y un pequeño patio. La anterior servía para mostrar los zapatos. Se trataba de
modelos pasados de moda, simples, que buscaban sin embargo respetar cierta
línea clásica. Estaban expuestos sobre unos anaqueles de madera. En ese momento
había seis pares alineados en pareja. En esa misma habitación se encontraban
los útiles de trabajo: herramientas de talabartero, unas descomunales tijeras,
hilos y materiales de costura. En el suelo, unas encima de otras, se arrumbaban
una serie de suelas de distintos tamaños. La trastienda estaba acomodada como
dormitorio. A un lado había una cama cubierta con un tul que caía del techo.
Enfrente un cordel que pendía de un extremo al otro de la pared. Separados por
una distancia de aproximadamente metro y medio colgaban de ese cordel algunos
trozos de carne cruda. Debajo de cada pedazo había unas cajas de metal con una
compuerta en la parte superior. Las ratas con cuya piel estaban hechos los
zapatos trepaban en las noches para comer aquellos trozos y caían dentro de las
cajas cerrando con su peso las compuertas. El luchador oriental conseguía cada
noche de cuatro a cinco animales, que salían de los desagües del baño, que
había dejado expresamente al descubierto. A la mañana siguiente los destazaba
en el patio posterior. Llevaba hasta allí a sus presas y con un palo de madera
les daba un ligero golpe en el hocico que las mataba al instante. Después las
abría por el vientre con un cuchillo especial y con el dedo meñique, cuya uña
mantenía larga únicamente con este propósito, les arrancaba de cuajo las
entrañas. En aquel estado de percepción tan particular, motivado sin duda
alguna por las drogas que consumí, pienso que mi abuelo no hubiera aceptado
jamás un par de zapatos confeccionados por un luchador asiático. De las
posibles reacciones que hubieran tenido el Maestro Espín y el Hermano Francisco
ante un par de zapatos de piel de rata mi abuelo nunca me dijo nada. Lo que sí
me informó fue que a los pocos meses ambos abandonaron el puesto. Antes de
dejar el entorno de Macaca, preguntaron infinidad de veces detalles de la
película protagonizada por Bruce Lee cuyo afiche estaba pegado en la pared
principal de la caseta. A los dos aspirantes a jardinero, el maestro Espín y el
Hermano Francisco, les llamó la atención desde el primer momento aquel afiche.
Al principio hicieron tímidas preguntas que Macaca debió contestar. Decidió
desde el comienzo decir la verdad. Que estaba pegado como homenaje a un amante
muerto. Aquella había sido la película preferida de aquel luchador convertido
en zapatero. Macaca creía que incluso estuvo bastante involucrado en la
creación del film. En más de una ocasión se había referido a detalles sumamente
personales de la vida del actor. De sus contactos con la mafia china, una de
las más sanguinarias de las que se tenía conocimiento. Macaca repitió una y
otra vez que su amante zapatero había vivido muchos años en los Estados Unidos.
Que poco tiempo después de su instalación había logrado manejar millones de
dólares. No todos eran suyos, pero había recibido la orden de administrarlos
como si lo fueran. Las cosas empezaron a ir cada vez mejor hasta que de un
momento a otro tuvo que huir llevándose sólo lo puesto. Aquel pasaje parecía
cierto, pues cuando Macaca lo conoció no podía ni siquiera pagar el plato de
comida que acababa de pedir. Más de una vez el amante le dijo a Macaca que no
haber copiado su personal código de conducta había sido la perdición de Bruce
Lee. El actor estaba tan comprometido con los objetos materiales que en el
momento de peligro no tuvo el valor de huir del país. Macaca les dijo a los
hombres sentados en su sofá que al final de cuentas de nada le había valido a
su amante abandonar su vida de millonario. Hizo todo lo que hizo solamente para
venir a morir, de la manera más absurda además, en manos de la policía. Mi
abuelo tenía conocimiento de que en aquel tiempo Macaca vivía en una pensión
del centro de la ciudad. Me contó varias veces que recibió allí la noticia de
la incursión policial. Macaca salió de inmediato a la calle. Cuando llegó al
taller ya se habían llevado el cadáver. Algunos agentes se encontraban todavía
en el lugar. Como se sabe todos llevaban pañuelos amarrados a la narices. El
olor que se percibía en el ambiente era realmente desagradable. Era la primera
vez que Macaca visitaba aquel taller. Su amante se lo había prohibido de la
manera más tajante. Sus encuentros se llevaban a cabo en un cuarto de hotel
situado a medio camino entre la pensión y la zapatería. La policía estaba
haciendo una inspección. Acababa de descubrir que el suelo del patio había sido
picado para dejar los desagues al descubierto. Aparte de las cajas con
compuertas, en una esquina del patio se halló una serie de trampas comunes.
Encima de una mesa se mantenían algunas pieles a medio tratar. Macaca fue
citada al depósito de cadáveres para reconocer al muerto. La acompañó uno de
los agentes. Macaca les dijo, tanto al maestro Espín como al Hermano Francisco,
que se trató de una experiencia penosa. Les describió cómo cuando iba de
regreso encontró la cara de Bruce Lee en medio de la acera. El amante le había
enseñado la foto del actor tan solo una vez. Pareció ser suficiente como para
que lo reconociera al primer vistazo. Aquel rostro se encontraba encima de una
pila de afiches de películas de lucha oriental. Macaca les dijo que tomó esa
aparición como una especie de despedida de su amante. Un recuerdo de las noches
en las que le narró las diferentes escenas de la película Enter the dragon. El
maestro Espín, como está escrito, encontró absolutamente lógico el relato de
Macaca. Dijo que todas las piezas encajaban: la mafia china, el restaurante de
carretera, Bruce Lee, la pasión de Macaca por las casas que había vendido, el
título de una película que ninguno de los presentes había visto jamás. Ejecutó
incluso un dibujo de la historia completa, con sus distintas ramificaciones.
Resaltó especialmente el enamoramiento de Macaca por las casas que había tenido
a su cargo. También que los zapatos del luchador oriental hubiesen sido
confeccionados con piel de rata. El Hermano Francisco, por su parte, no hizo
ningún comentario y pidió instalarse lo más pronto posible en la cabaña que
se le tenía reservada. Al ver las
paredes desnudas le pidió a Macaca que lo ayudara a conseguir algunas imágenes
religiosas. Expresó que necesitaba especialmente la de San Jerónimo. Horas más
tarde Macaca colocó en una esquina de la cabaña una pequeña mesa para que el
maestro Espín pudiera desarrollar su “teoría mariótica” con tranquilidad.
Estudiaría en las tardes, inmediatamente después de levantarse. Se había
convenido que el Maestro Espín sería el jardinero nocturno. El Hermano
Francisco trabajaría durante el día. A partir de ese momento se instaló una
especie de rutina. Dos meses después ocurrió el incidente del pequeño pájaro
caído en el parque. Se trató de un
gorrión. Lo primero que hizo el Hermano Francisco al verlo fue ir hasta la
caseta de Macaca para mostrarle su hallazgo. No era que al Hermano Francisco le
llamaran especialmente la atención los gorriones. Estaba acostumbrado a su
presencia. En la escuela abundaban los
nidos. El gorrión era aún una especie de polluelo. Aunque ya tenía plumas e
incluso podía volar pequeños tramos. Sin embargo se le podía atrapar con
facilidad. El Hermano Francisco lo agarró una vez y lo soltó. Al notar que no
se separaba de sus pies lo levantó y se lo llevó a Macaca, quien se encontraba
en la caseta descifrando unos dibujos que el Maestro Espín le había pedido que
intentara descifrar. En ese momento el Maestro Espín estaba durmiendo en la
cabaña aledaña. La noche anterior había trabajado hasta tarde en los jardines.
Es extraño ver a un jardinero trabajando de noche, me dijo. De alguna manera es
como visitar un zoológico en horas de la madrugada. ¿Se tratará de alguna
convención? ¿Habrán razones reales que impidan que las plantas sean tratadas en
horas nocturnas o que los animales sean observados en la oscuridad? A mi abuelo
nunca se le ocurrió ir a visitar de noche a los camellos. Eran animales viejos.
Sus pieles estaban opacas. Casi no se movían. Sus noches debieron ser aún más
tristes. De una tristeza particular. Parecida quizá a la que creía ver aparecer
en el rostro de mi abuelo cuando se
hacía alusión a su proscrita lengua natal. El quechua. Cierta vez, en aquella
ocasión no nos encontrábamos en el zoológico sino en una fiesta de cumpleaños
que pasé en medio de una crisis asmática, organizaron la celebración en mi
cuarto de enfermo. Mi familia llenó las paredes con globos y figuras de
payasos. Cantaron el Happy Birthday con la preocupación reflejada en los
rostros. En ese tiempo casi nunca podía respirar plenamente. Sólo ahora me doy
cuenta de que en ese entonces no poder respirar era lo de menos. Lo
verdaderamente torturante eran los efectos secundarios producidos por los
medicamentos para el asma. Los síntomas principales eran nauseas y mareos
constantes. Un estado extrañado de la realidad. De alguna manera adquiría un
estado de conciencia similar al experimentado con las drogas que me trajeron la
imagen del abuelo de pie frente a los camellos. Posiblemente y como resultado
de la enfermedad, en los años de niñez el cuerpo ocupaba casi todo mi espacio.
En este momento, frente a un abuelo calzado con pantuflas de piel de camello,
la sensación corporal es casi nula. Delante de los globos y los payasos mi
abuelo me habló, cuando los demás parientes salían del cuarto a respirar un
poco de aire puro, mi abuelo me habló, de una danza antigua que se practicaba
en la zona donde había nacido. La danza de las tijeras, señaló. Lo último que
recuerdo, antes de caer dormido a causa de los efectos secundarios de los
medicamentos para los bronquios, es que me dijo que esos danzantes eran
preparados para una misión en la vida. Para ellos las tijeras debían haber
tenido un significado descomunal. Parecido quizá al de las tijeras con las que
el luchador chino intentó detener la incursión policial. Las últimas palabras
-muchos de aquellos bailarines morían bailando como parte del ritual- dichas
por un danzante de tijeras tenían que ser emitidas en quechua. Después de esta
experiencia, que me permitió ver nuevamente la imagen de mi abuelo tomando mi
mano frente a los camellos, más de una vez he sentido nostalgia cuando a lo
lejos escucho el ritmo de alguna canción propia de la región andina. ¿Empezaré
a sentir yo también, por una especie de memoria genética, la profunda tristeza
de los pueblos de no pueden expresarse? Macaca llegó a la escena del crimen
demasiado tarde. Sin embargo, pese a que casi no hubieron testigos, mi abuelo
me señaló detalles bastante precisos de la muerte. También me contó,
arrastrando los pies con dirección a la poza de las focas como era su
costumbre, la reacción de Macaca ante el gorrión encontrado por el Hermano
Francisco. Parece que se alegró mucho al descubrirlo. Lo acurrucó entre sus
manos. Le pidió luego al Hermano Francisco que de inmediato construyera una
caja de madera. El Hermano Francisco prefirió recoger pequeños montones de paja
para hacer un nido. Horas después Macaca decidió bautizarlo. Kung-Fu fue el
nombre que escogió. A partir de entonces cada mañana lo llamó apenas
despertaba. Kung-Fu, Kung-Fu, decía. Una y otra vez. A los pocos días el pájaro comenzó a piar al
oír su nombre. Salía del nido dando saltos. Macaca le tenía preparado el
desayuno desde la noche anterior. Consistía en una masa hecha a base de trigo,
centeno y cebada. Por ese entonces Macaca comenzó a describir lo agradables que
eran los canarios que abundaban en su lugar de origen. Los había en casi todas
las casas de la ciudad. Buenos Aires. Muchas veces incluso ponían más de dos en
una misma jaula. Al Hermano Francisco no le gustaba cuando Macaca contaba
aquellas historias. Decía que mantener enjaulados a los pájaros era una
práctica aborrecible. Defendía a Kung-Fu. Afirmaba que era un pájaro de
compañía. Algo casi imposible de conseguir. Kung-Fu se fue convirtiendo en un
verdadero pájaro de compañía. Era cierto, a pesar de haber madurado y de ser
capaz de volar como cualquier otro gorrión, no se alejaba ni por un momento de
la caseta. Macaca solía pasear con Kung-Fu posado sobre el hombro. No temía que
se fuera volando. A lo más que llegaba era a alguna rama cercana. A lo largo de
ese año el Maestro Espín fue desarrollando sin contratiempos su “teoría
mariótica”. El Hermano Francisco, por su parte, fue olvidando poco a poco el
engaño del que fue objeto cuando estuvo bajo la tutela de los sacerdotes de la
capital. Durante ese tiempo Macaca en más de una ocasión volvió a contar
pormenores de su relación con el luchador oriental. Repitió cómo lo había
conocido y la manera en que reaccionó su esposo, el médico rural, cuando le
informó por carta que jamás volvería al hogar familiar. Una noche en que se
quedaron despiertos hasta más tarde de lo habitual, Macaca confesó que tenía
las pruebas necesarias para demostrar que Bruce Lee no había fallecido de
muerte natural. Sin embargo, para la policía de los Estados Unidos su caso se
trataba de un expediente cerrado. Sólo podía volver a abrirse si hubiese
alguien dispuesto a mirar con el cuidado necesario cada fotograma de la
película Enter the Dragon, señaló. Del asesinato de su hijo, Sean Lee, Macaca
prometió volver a hablar semanas después. Estaban sentados en la puerta de la
caseta. Ninguno reparó en que la puerta del garaje de la casa más cercana se
encontraba abierta. Atardecía. El Hermano Francisco acababa de terminar de
trabajar. El Maestro Espín se preparaba para su relevo. Al lado se encontraba
Kung-Fu escarbando con su pequeño pico en la maleza. De pronto Macaca se
levantó aterrada. Por la puerta del garaje acababa de salir un pequeño perro
que mientras corría en círculos mostraba en la boca a Kung-Fu. El Hermano
Francisco sujetó a Macaca del brazo mientras el Maestro Espín se dirigía con
rapidez hacia el perro. El animal parecía
tener sólo ganas de jugar. Encima del césped se comenzaron a elevar
algunas plumas. Minutos después el perro dejó a Kung-Fu hecho un ovillo negro.
El Maestro Espín estuvo a punto de recuperarlo, pero el perro lo esperaba
agazapado. Nuevamente tomó a Kung-Fu con los dientes y lo sacudió esparciendo
aún más las plumas. Mientras el perro daba brincos, Macaca trataba de apartarse
del Hermano Francisco. Finalmente el Maestro Espín dejó de perseguir al perro.
Junto al Hermano Francisco trató de tranquilizar a Macaca, quien por alguna
razón comenzó de pronto a volver a describir el pequeño taller donde su amante
oriental confeccionaba lo zapatos de piel de rata. Repitió una y otra vez que
el luchador chino había instalado su taller poco después de conocerla. En ese
momento Kung-Fu no era más que un guiñapo. Dejaba de tener importancia. Tampoco
parecía tenerla el idioma en el que Macaca pronunciaba las palabras.
Castellano, quechua o ruso. Daba igual. Lo único fundamental en ese momento
parecía ser el taller de zapatos y el restaurante de carretera en el que había
conocido al amante. Aquella fue la primera vez que Macaca escuchó algo sobre el
cine que hacían los chinos. Entre otras cosas, se enteró en ese momento que la
película Enter the Dragon fue producida por la compañía Paramount a finales de la
década de los sesenta……. (continúa)
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