Jauja, Perú, 1933. Escritor y docente universitario. Se
inició en la creación literaria como cuentista, en los años 60, y sigue
cultivando el género.
Su novela País de Jauja, según Françoise Aubes, de la Universidad de
París (2002), es una "novela faro de este fin de siglo literario,
novela de la felicidad, de la utopía feliz de un Perú mestizo [...] y que
reinserta el mundo andino en la cultura universal." Su segunda
novela, Libro del amor y de las profecías, (1999) ha sido considerada como "una
obra insólita en la cual se unen la inteligencia de la composición a la
complejidad de las ideas". Sus Cuentos completos fueron
reunidos y editados por Alfaguara en 1999, la cual publicó al año siguiente
tres nouvelles suyas con el título de Ciudad de
fuego. Aquellos fueron reeditados por el INC en el 2004.
He transcrito el presente cuento, ganador del concurso "Las mil palabras" de la revista Caretas 1982, pues considero incompleta cualquier recopilación de autores peruanos que no incluya esta maravillosa narración.
EL ÁNGEL DE OCONGATE
Quien soy yo sino apagada sombra en el atrio de una capilla
en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silva el viento, pero
después regresa todo a su quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado
imafronte. En ella es más ansioso y febril mi soliloquio. Y cuán extraña mi
figura – ave, ave negra que inmóvil reflexiona
-. Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin
embargo, espléndida. Sombrero de abolido plumaje, y jubón camisa de lienzo y
blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos y tan absurdo. ¿Cómo no habían de
asombrarse los que por primera vez me vieron? ¿Cómo no iba a pensar en un
danzante que andaba extraviado en la meseta? Decían, en lengua de sus ayllus: “¿Quién
será? ¿De qué baile serán sus ropajes? ¿Dónde habrá danzado?” Y los que se topaban conmigo preguntaban: “¿Cómo
te llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y advertían el raro
fulgor de mis pupilas, y abstraimiento,
mi melancolía, acabaron por considerar que había perdido el juicio y la memoria,
quizás por el frenesí de la danza misma en
la que había participado. Y comentaban: “No recuerda ni a su padre ni a su madre
ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie tal vez lo busca…” Se santiguaban las
ancianas al verme, y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso es, y tan
triste…” Y así por obra de esa supuesta insanía y de mi gravedad, de mi
extrañeza, se acrecentó la sensación de extrañeza que mi presencia provocaba.
Una sensación tan acusada que por fuerza excluyó toda posibilidad de burla.
Hubo incluso pastores que, movidos por un temor mágico, ponían a mi alcance
bolsitas de coca en calidad de ofrenda. Y como nadie me oyó hablar nunca, ni articular siquiera un monosílabo se
concluyó que había perdido también el uso de la palabra. Era comprensible tal
pensamiento pues solo a mí mismo me dirijo en una fluencia razonada que no se
traduce ni en el más leve movimiento de
mis labios. Solo a mí, en una continuidad silenciosa ya que una tenaz
resistencia interna me impide toda forma de comunicación y todo intento de diálogo. Y así es mejor,
sin duda. Sea como fuere esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se
difundió con gran rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha
habido gobernadores ni varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían
más bien esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a
mí sus paisanos. Sobre unos y otros
pesaban, además, creencias ancestrales, por cuya virtud mi “locura” adquiría
una dignidad casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en ningún
momento, el rumor que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me
asediaba la duda. ¿Y si a pesar de todo era verdad aquello? ¿Si realmente fui danzante y olvidé todo? ¿Si
alguna vez tuve un nombre, una casa una familia? Inquieto, me acerca a los
manantiales y me observaba. Tan cetrino mi rostro, y velado siempre por un halo
fúnebre. Idéntico siempre a mí mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me
contemplaba, y tenía la seguridad de que
jamás había desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante. Certeza puramente intuitiva, pero no por ello
menos vigorosa. Mas entonces, si nunca desvarió mi espíritu, ¿cómo entender la
taciturna corriente que me absorbe? ¿Cómo explicar mi atavío y la obstinación
con la que a él me aferro? ¿Por qué esa vaga desazón ante el lago? No, no podía
responder a esas preguntas, y era vano asimismo encontrar una justificación
para unas manos tan blancas y un hablar que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la
interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un punto
interminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido ya como estoy, y
balbuceando, angustiándome. Errante ya y ajeno a juventud, amor, familia. Encerrado
en mí mismo y sin acordarme de un principio ni avizorar una meta. Iba, pues,
por los caminos y los páramos, sin dormir ni un momento ni hacer alto por más
de un día. Absorto siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar
a un anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo moribundo
en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y escuchaba con
temerosa esperanza la música de las
quenas y los sicuris, y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las
que venían de muy lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita,
de Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás una
melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía. Transcurrieron así
los años y todo habría continuado de esa manera si el azar - ¿el azar, en
verdad? – no me hubiera llevado, al cabo de ese andar sin rumbo, al tambo
de Raurac. No había nadie sino un hombre
viejo que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un quechua
que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria. Eres él, y hace
mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz, en la pampa de Ocongate.
¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de su insistencia, y a la mañana siguiente,
muy temprano, me puse en marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este
santuario abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí
al atrio y a poco mis ojos se posaron en el friso y los pilares, bajo esos
arcos adosados. Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro
figuras en relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí. Imágenes
no de santos sino de ángeles como los que aparecen en los cuadrosde Pomata y
del Cuzco. Son cuatro, más el último fue alcanzado por la centella y solo
quedan los contornos de su cuerpo y las líneas de las alas y el plumaje. Cuatro
ángeles, al pie de esa floración de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la
que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de alegría? Los contemplo, en
el silencio glacial y terrible de este sitio, y me detengo en la silueta vacía
del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo una sombra soy, apagada sombra. Y ave,
ave negra sin memoria, que no sabrá
nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin término la
soledad, el crepúsculo, el exilio…