Monday, October 06, 2008

RICARDO SUMALAVIA

Estudió Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y siguió la Maestría de Literatura Peruana y Latinoamericana en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado el libro de prosas "Habitaciones" con varias reediciones. También ha publicado "Retratos familiares" (Serie Ficciones del Fondo Editorial PUCP, Lima, 2001) y "Enciclopedia mínima" (Serie Ficciones del Fondo Editorial PUCP, Lima, 2004).
Del mismo modo ha escrito artículos en "Vórtice", "Adobe Literatura", "Quehacer", "Diégesis", "Revista Hispanoamericana de Literatura" , entre otras. Ha sido finalista del "Premio Herralde 2006 " y del P"remio Adobe de Literatura 1999", mención honrosa en el "Concurso de Cuento de las 1,000 Palabras de Caretas en 1992", y segundo puesto en el Concurso de "Cuentos de la revista Imaginario en 1990".
Profesor del Departamento de Humanidades de la PUCP, profesor invitado del Departamento de Español de la Universidad Dankook (Corea del Sur) y lector a tiempo parcial en las universidades surcoreanas Kyung Hee y Sun Moon. Es actualmente lector del Departamento de Español de la Université Michel Montaigne-Bordeaux 3 (Francia). Es director de la Colección Underwood, editada en Lima, y codirector de la revista Nudos, en Burdeos.

PUERTAS MARRONES

MI PADRE NUNCA ANSIÓ tener muchos amigos, pero los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con un gran respeto y consideración a sus años como agente municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto. Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que don Félix murió mientras era llevado dentro del taller. La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera del fiscal de turno.
Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente, al final de una larga cuadra elevada, semejante a una pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la Iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima. Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía el cierre de su casaca, se dirigió a mí y ordenó que me alistara, que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa, esperándome. Me alisté lo más pronto posible y, antes de cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello, alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía un par de metros avanzados.
Los hijos de la señora Lucía eran una pareja de doce y diez años. A ambos les gustaba cantar y eran obesos. Quien mejor cantaba era la muchacha, la mayor; realmente sorprendente. El otro, a pesar de su edad, corporalmente era bastante desarrollado y sus cuerdas vocales no le respondían de manera tan sublime como a su hermana. Los dos usaban anteojos de gran medida y con gruesas monturas de carey negro que por aquellos años no era muy usual entre los jóvenes y niños. Sin lugar a dudas, la elección provenía de la madre, ya que ella usaba unos iguales. Ella, Doña Lucía, sin alcanzar la obesidad de sus hijos, era una mujer rolliza y atractiva. Tenía una cabellera larga, lacia y castaña. Aún hoy puedo imaginarla con las tupidas pecas en su rostro, concentradas bajo sus pómulos.
Mi padre y yo nos detuvimos justo en medio de las dos hojas del portón. La entrada a aquella casa era una gran puerta marrón de madera vieja y picada por las polillas, que, sin embargo, por ser tan gruesa y repintada, no perdía su solidez. Era de aquellas puertas que no se pueden tocar con los nudillos, sino con la palma de la mano. Observé a mi padre humedecerse los labios repetidas veces, como si nunca fuera suficiente para hablar con claridad. Bajó la cabeza en un par de ocasiones y masculló algunas palabras, repasando quizás lo que diría. Fue en la segunda ocasión, mientras mi padre tenía la cabeza inclinada, que la señora Lucía abrió el portón y se quedó quieta, sorprendida, mirando a mi padre.
Detrás de ella estaban sus hijos. La mayor, Cinthia, limpiaba meticulosamente sus anteojos con el extremo de su blusón rosa. Para ella la sorpresa fue todavía mayor porque no pudo reconocernos sin sus gafas puestas. Observé a su hermano Elías y no encontré en él ninguna reacción. Nos miraba con indiferencia.
Fue notable ver a mi padre erguirse de inmediato y saludar a la familia de su amigo. Mientras él hablaba, iba avanzando hacia el patio, obligando, a su vez, a retroceder a la señora Lucía y sus hijos. No recuerdo con exactitud qué le dijo a aquella mujer, lo cierto es que ambos atravesaron el patio y entraron a la sala de la casa por una puerta angosta. Creo recordar en ella un penoso gesto de angustia.
El patio, aunque no muy espacioso, era una magnífica extensión de la casa. Estaba adornado por frescas plantas de grandes hojas que se erguían en macetas igual de grandes. Varias puertas, todas marrones, rodeaban este patio. Cada una correspondía a un ambiente distinto: a la sala, la cocina, un baño y dos que supuse daban a las habitaciones de Elías y Cinthia, y a la de sus padres.
Cuando nos quedamos solos, los tres permanecimos en silencio. A los hermanos parecía no importarles la visita de mi padre; solo Cinthia, por un instante, trató de agudizar su debilitada vista por una de las ventanas que daba a la sala. Pronto desistió y se volvió hacia mí. Pensé que me diría algo, que me interrogaría por nuestra presencia, pero no fue así. Alzó los brazos y de inmediato me rodeó con ellos, dándome un fuerte estrujón. Yo me encontré completamente inutilizado y sin aire. Traté de echar la cabeza hacia atrás, pero aún así sentí su respiración caliente y agitada. Atenazado y confundido como estaba, no atiné a librarme del abrazo. No había imaginado antes que Cinthia tuviera los senos tan desarrollados para su edad. Supongo que la curiosidad hizo que me rindiera por unos momentos. Luego la escuché soltar una risita que resonó como el chillido de un ratón y me apretó todavía más contra su cuerpo.
Su hermano le ordenó de repente que me soltara. Solo entonces, ante las palabras de Elías, los brazos de ella fueron cediendo hasta finalmente abandonarme. Al verme librado, él me cogió de los cabellos y tiró de ellos en un violento vaivén, hasta hacerme caer cerca de la puerta del baño. Me puse de pie instintivamente, muy rápido, y, al verlo venir, no dudé en meterme al baño y trancar la puerta. Estaba muy oscuro adentro; no obstante, preferí no encender la luz, quizás pensando que así me protegía o a lo mejor escapando de la expresión ridícula que debía tener reflejada en el espejo de aquel lugar. También recuerdo que de la redecilla del sumidero se escapaba un olor acre que se espesaba y mezclaba con aromas de jabones y desinfectantes. No tenía intenciones de salir de allí, pues me encontraba aturdido, con la cabeza adolorida y muchas ganas de llorar. Pegué el oído a la puerta para saber si ellos me obligarían a salir. No oí nada. Sin embargo, por esos intentos pude escuchar algo, descubrí un haz de luz que atravesaba la puerta y que salía de un diminuto agujero que me permitió ver qué era lo que hacían ellos afuera. El susto y el dolor me abandonaron enseguida; saber lo que sucedía en el patio me tranquilizaba, solo tenía que observarlos y esperar a que mi padre me llamara.
Por el agujero únicamente podía ver a uno de los dos hermanos. A ratos parecían discutir; en otros, era como si se estuvieran poniendo de acuerdo. En ningún momento miraron a la puerta del baño. Pasado unos minutos, Cinthia fue hacia una de las puertas, la que debía ser su habitación, supongo, y, recostada sobre esta, empezó a cantar. Lo hizo con un tono bajo y cadencioso, como si preparara la voz para un esfuerzo mayor. Repentinamente y sin poder verlo, escuché la voz de Elías. Su voz era aflautada pero sabía cómo hacerla agradable. Ambos ensayaban una canción que solían entonarla en las reuniones que mi padre y don Félix organizaban para sus demás amigos. Recordé que los sábados el padre de estos niños los llevaba puntualmente donde un profesor de canto. Y aquél día era sábado. Cinthia y Elías cantaban siguiendo la pauta imaginaria del maestro, pero cantaban para sí mismos, exigiéndose tonos verdaderamente difíciles de alcanzar y mantener. Como solo podía ver a Cinthia, observé su rostro encendido y perlado de transpiración. Imaginé a Elías de la misma manera, quizá también recostado sobre su puerta. A veces cantaban a dúo, otras se alternaban y siempre eran inmejorables.
Tardé unos minutos en darme cuenta y descubrir que por las infladas mejillas de Cinthia corrían lágrimas. Ella se las iba limpiando con el dorso de su mano. Pese a esto, su voz no se quebró en ningún momento ni el tono decayó. Solo concedió que la melodía se abriese como un velo, en una pausa que duró un segundo larguísimo, dejando un silencio propicio para escuchar unos gemidos de placer entrecortados que provenían de la sala, donde se encontraban mi padre y la señora Lucía. Estos ruidos se hicieron más agitados, interrumpiéndose a ratos por balbuceos que no alcancé a oír.
El velo se volvió a tender: la voz de Cinthia continuó con lo suyo, esforzándose por cantar lo mejor posible. Yo me encontraba concentrado en todo ello, tratando de comprender lo que hacían mi padre y la señora Lucía, cuando un estrépito proveniente del otro lado del baño me obligó a reaccionar. Como todo estaba oscuro, no entendía qué pasaba ni de dónde provenía aquel alboroto. Sorpresivamente la ventana del baño se abrió y vi a Elías introduciéndose con inverosímil agilidad. Escuché sus resoplidos mientras se colgaba de manos del marco de la ventana. Agitaba sus piernas rápidamente tratando de encontrar un punto de apoyo, pero no pudo resistir más y cayó al pie de la bañadera, dando un quejido bastante extraño, semejante a un agónico animal. Entonces intenté salir de allí. Reaccioné muy tarde, él ahora me tenía sujeto del cuello de la camisa. Abrió la puerta del baño y me llevó hacia el centro del patio. Seguía con sus resoplidos y se mostró sorprendido de escuchar a su hermana todavía cantando. Le gritó que se callara, pero ella no le hizo caso. Cantaba. Y ya ni siquiera se cuidaba de secarse las lágrimas. Elías me arrastró hacia Cinthia, tratando de cogerla con su mano libre. Apretó aún más mi camisa y jaló de ella. Luego me soltó y recién entonces Cinthia dejó de cantar. Los tres dirigimos la mirada a la puerta de la sala y vimos salir a la señora Lucía y a mi padre. Detrás de aquellas gafas tan gruesas se veían diminutos los ojos de la señora Lucía. Estaban irritados de tanto llorar y miraban al suelo. En ese momento no me di cuenta de la vergüenza que albergaba en su mirada. Sus hijos fueron hasta ella y la tomaron de las manos. Observaban a su madre con aflicción. Después se dirigieron a mí, como si tuviera que ser yo quien les explicara lo que sucedía. Ante mi silencio, cambiaron de expresión y me vieron con desprecio.
Mi padre dijo que era hora de marcharse y me hizo una seña para salir.
Salimos a la calle y desde allí escuché a la señora Lucía hablándoles a sus hijos. No pude oír qué les decía, solo contemplé sus rostros bañados en sudor. Luego, aunque le fue difícil, mi padre se encargó de cerrar el portón y no pude ver nada más.

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