Friday, March 01, 2013

José Luis Torres Vitolas


José Luis Torres Vitolas (Lima, Perú, 1971). Escritor y editor. Vive en Madrid (España). Estudió Ingeniería Industrial en la Pontificia Universidad Católica del Perú y, después de ejercer su carrera algunos años, la abandonó para dedicarse a la literatura. Tiempo más tarde, estudió un Magister en Literatura Hispanoamericana en la misma universidad. Ha colaborado con diversas revistas literarias con cuentos y cómics. En el Perú ha obtenido más de diez premios y reconocimientos en relatos, ensayos y cómics. 
Entre los libros que ha publicado se encuentran: Albatros (Lengua de Trapo, España, 2013) Premio Alfonso el Magnánimo de Narrativa 2012; (Editorial Albatros, Suiza, 2010); El sapito (Ediciones Altazor, Perú, 2009), 5:37 (Algaida Ediciones, España, 2008) finalista del V Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz y las quince novelas breves que componen la Colección Héroes y Personajes (El Comercio, Perú, 2003).

NEGRA

Del cementerio en el cerro, de las cruces hú­me­das, de las pequeñas casas en construcción, de los ambulantes desperdigados por el lugar, del chichódromo de la avenida, provenía aquel olor distinto, aquel hedor a tierra, a cemento, a fritura, a fruta guardada, a cerveza, a semen, a orines... a po­breza. ¡A Carmen Alto, no voy!, había objetado furibunda mamá Justa. No quería oír razones, no quería entenderlas. No, señor, a ese lugar solo va la mierda, los muertos de hambre nomás viven allí. Y, además, Justa ha trabajado toda su vida para no ser una miserable. Si no fuera porque ya no veo, porque ahora soy una inútil así, ciega ¿Para qué sirvo? Una torpe, eso es lo que soy, una vieja inservible que va ir a vivir con la mierda, por tu culpa grandísima idiota, si fueras aunque sea menos floja, Ana. ¡Ana!, gritó llorosa la anciana, pero Ana calló aquella vez. Jamás había oído hablar así a su madre. Siempre tan delicada, tan co­rrecta. Nunca supo explicarse por qué, pero desde aquel día cambió.
Dos semanas después, el último día de la mudanza, poco antes de entrar en la casa nueva, mamá Justa preguntó: ¿Hueles? Es el olor de la mierda, y sonriendo cruzó a tientas el umbral.
Desde los primeros días Ana hizo un gran esfuerzo. Trató de evitar a su madre que la hostigaba a cada instante. Procuró olvidar su presencia de pasos lentos, de gritos destemplados y ordenó la casa. Dispuso los sillones viejos en la sala de tal modo que esta se viera acogedora. Arregló el pequeño jardín, compró algunos cuadros y floreros para alegrar la vista. Sin embargo, a pesar de todo su empeño, aunque solo llevan allí cerca de un año, ella siente como si el tiempo se hubiese multiplicado eternamente, carcomiéndolo todo, confiriéndole a cada rincón, a cada estancia de aquella casa, la apariencia de décadas de añosa existencia.
Polvorienta, diminuta, triste, inundada de paquetes envueltos en papel periódico que desde la mudanza mamá Justa se niega a desempaquetar. Al principio Ana intentó llevarlos al cuarto de su madre. Esta se opuso. No, le dijo. ¡No, carajo! ¡Suelta mis cosas de una buena vez! ¡Son mías! Déjalas ahí nomás, yo luego las voy acomodar bonito para que no se malogren. Y ese “luego las voy acomodar”, nunca llegó, haciendo que, poco a poco, el polvo fuese cubriéndolo todo, dándole a esta casa que tanto costó comprar el vetusto aspecto que Ana temía. Porque, ¿cómo ignorar este ambiente raído y senil de risas perdidas, rabietas, lamentos, insultos y llantos? ¿Cómo? ¿Cómo ignorar a mamá que día a día se consume más, cada vez más ciega, más quejumbrosa, más histérica y grosera, cada día más vieja?
Y Ana también ha envejecido. Se siente sola. Por eso, cierto día de camino al mercado, recogió a una sucia cachorra que lloraba en medio de un basural cercano. Con el poco dinero que tenía la llevó al veterinario. Luego la bañó y la alimentó lo mejor que pudo. Sin embargo, todo fue inútil, porque a pesar de cuidarla tanto su madre, tras bautizarla como Negra, se la arrebató. Lo que más le dolió a Ana fue que la ingrata perra se encariñó con mamá Justa de inmediato.
Negra, pequeña y enclenque, con una enorme panza agusanada, siempre hambrienta, sigue a mamá por todas partes, jugando con ella, durmiendo a su lado. Mamá la llama su última hija, su bebita y suele acariciarle contándole cuentos que la perra echada en su regazo parece entender. Entre tanto, Ana, sola en su cuarto siempre oscuro, atiborrado de paquetes llenos de esperanzas muertas, sueña que ella es esa perra que se desliza bajo los brazos de mamá, robándole caricias que mamá Justa cree dárselos a la Negra, instándole a que le cuente aquellas historias de parientes lejanos, ya fallecidos, que esa perra carachosa jamás podría comprender. Ni nadie podría, solo ella. Solamente ella que conoció a la abuela que fue niña santa, a los tíos, tías, cuñados, cuyas vidas mamá Justa con su voz carcomida por el tiempo va narrando y mezclándolo todo, mientras Ana-Negra le lame la mano encogida, artrítica, callosa pero suave como toda piel de vieja. Mamá continúa hablando, a ratos sonriendo o llorando por algún recuerdo vívido, que ella, negrísima como nunca, escucha atenta, entendiendo, moviendo su cola, recostada sobre la falda de mamá que se va quedando dormida sobre el sillón de la sala.
Mas ella no quiere que este momento acabe y le aúlla con su voz  de  Ana-perra, le rasca, grita, pero solo salen ladridos de su boca. Entonces, mamá despierta, abre sus inútiles ojos murmurando, ¿qué quiere mi Negrita linda, caray?, ¿qué quiere, ah?, medita mientras le acaricia el lomo, seguro tiene hambre mi pequeña, y comienza a gritar: ¡Ana! ¡Ana!, pero Ana no baja. La perra comienza a moverse inquieta, gruñendo, gimiendo, ladrando, llamando a su modo a esa Ana que no viene; debido a que aquellas voces no llegan hasta ella. Se pierden absorbidas, engullidas por las escaleras sucias, las puertas viejas y apolilladas; y además, porque Ana no está allí. Ella está abajo, al lado de su madre que la llama, fingiendo que grita ¡Ana!, aullando.
--¡Qué  mierda  pasa  con  esta  Ana  que  no  baja de una buena vez, carajo!  --reniega la anciana.
Maldice, grita, se arrastra de un lado a otro del sillón, tanteándolo con sus débiles manos para no caerse. Entre tanto, Ana-Negra, a un costado, ladra fuerte, dándole ánimos a la vieja, como diciéndole mira qué mala es la Ana que no baja, esa es una inútil, eso es lo que es, no debería de permanecer más aquí con nosotras. Entonces, la vieja entre sus gritos y los ladridos, comienza a llorar maldiciéndose por no poder ver, por ser incapaz de atender por sí misma a su Negrita. ¡Ana!, ¡Ana!, grita impaciente, ¡Ana!, ¡Ana!, ¡Ana!, pero Ana no baja.
La perra se acerca a la anciana, le hace cariño, le lame pidiéndole a través de ese mudo idioma que solamente ambas entienden, que se olvide de esa Ana, que es muy malvada, caprichosa, egoísta, que para eso estaba ella, para acompañarla, para quererla; no como esa desconsiderada de la Ana que no baja. Eso es, eso es, le dice en silencio, abrázame, quiéreme, acaricia mi negro lomo mientras yo te lamo el rostro recordándote que no estás sola, que yo existo, que estoy aquí a tu lado y que tú me llamas Negra sin saber que soy Ana. Pero soy la Ana-perra, la Ana-Negra que vino de la mierda a la que detestas; no la Ana vieja y rezongona. No la Ana solitaria y olvidable. ¡No esa Ana! ¡No! Sino la otra. Esa que se hacía querer, que todavía soñaba, que ansiaba con todas sus fuerzas ser alguien. Esa Ana que existía, pero que murió para resucitar en este cuerpo de perra gusanienta y enclenque. Esa Ana soy, a la que tú y tu vejez fueron aniquilando lentamente hasta convertirme en la Ana a la que llamas desesperada y sin embargo aborreces. Esa que allá arriba en su cuarto oscuro intenta inútilmente ser yo, esa que finge dormir para no oírte, esa que recogió a la Negra para que yo pueda resurgir. Y ahora que estás sola e hipando llena de lágrimas, valiéndome de tu senil ineptitud, pueda huir hacia afuera, hacia la mierda, donde el mundo obscenamente me muestra con desparpajo la vitalidad que siempre me fue aje­na..., hasta ahora.
De pronto, la perra salta, se desprende de la anciana, se aleja de ella corriendo. Rápido, rápido, tratando de no oír sus desconsolados lamentos que una vez, cuando joven, la detuvieron atrapándola. Veloz, huye por el pasadizo sucio, traspasa la puerta de calle que sabe está solamente arrejuntada. Se detiene, duda. Mas no, solo fue un instante porque luego reemprende su carrera cruzando la cerca hasta llegar a la calle y la vida. Entre tanto, atrás... atrás la vieja clama angustiada, desesperada: ¡Ana! ¡Ana! ¡Ana!
Los gritos la despiertan y guiada por ellos baja las escaleras hasta llegar a la sala. Su madre llorosa sigue maldiciéndola.
--Mamá, ¿me llamabas?
--¡Grandísima idiota, mira pues a la hora que bajas! Holgazana de porquería, todo el día como cojuda en tu cuarto, sabe Dios haciendo qué. ¡Apúrate, dale su comidita a la Negra, carajo! Mírala a la pobre. Cómo ladra de hambre mi chiquita. Claro, cómo no se va a morir de hambre si tú, tremenda ociosa de mierda, bajas cuando te viene la maldita gana.
Ana se dirige hacia el sillón. Carga a la Negra y diciéndole en voz baja, vamos, ven conmigo, se aleja. Atrás su madre continúa gritando, blasfemando, llorando. Con la perra en los brazos se acerca a la puerta de calle que había dejado semiabierta para que la Ana-Negra huyese. Se detiene. La abre y observa absorta el cielo nublado, las casas vecinas, unos niños jugando, a una joven pareja que muy juntos pasean abrazados, a Christian sentado bajo el sauce del parque, a un grupo de muchachos bien peinados que van hacia alguna fiesta. Ve a don Andrés llegar temprano en su taxi azul y entrar en casa con su hijo. Observa el tumulto aglomerado en la puerta de doña Adelita a cuyo velorio no puede ir y cada instante de esas vidas, de ese mundo se desvanece cuando las luces amarillas de los postes se encienden. Respira hondo. Entonces, sin proponérselo, su mirada se cruza con la de la Negra, quien  con sus  negrísimos ojos la mira tratando de vislumbrar a la Negra-Ana de hace poco. Pero ese atisbo lejano finalmente muere cuando Ana cierra la puerta, murmurando un “No puedo” silencioso que solo la Negra en sus brazos escucha y entiende. 

Este cuento pertenece al libro titulado “5.37” (Editorial Algaida, España, 2008) 
Con permiso de José Torres, por supuesto.


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