Porfirio Mamani Macedo ha nacido en Arequipa (Perú). Es doctor en Letras en la Universidad de
la Sorbona. Se ha graduado también de abogado
en la Universidad Católica de Santa María, y ha hecho estudios de Literatura en
la Universidad de San Agustín (Arequipa). Ha publicado poemas y cuentos en
varias revistas en Europa, Estados Unidos y Canada.
Entre sus principales publicaciones en francés y español, tanto en Francia como en Perú, hay que mencionar Ecos de la Memoria (poesía, 1988), Les
Vigies (cuentos, 1997), Voz a
orillas de un río/Voix sur les rives d'un fleuve (poesía 2002), Le jardin el l’oubli (novela2002), Más allá del día/Au-delà du jour (poemas en
prosa, 2000), Flora
Tristan, La paria et la femme Etrangère dans son œuvre (ensayo, 2003). Un été à voix haute, France (poesía,
2004), Poème à une étrangère (poesía, 2005), Avant de dormir (cuentos, 2006), La sociedad peruana en la obra de José María Arguedas (El zorro de
arriba y el zorro de abajo), (ensayo, 2007), Lluvia después de mi caída y un Requien para Darfur (poesía, 2008),
Tres poética entre la guerra civil
española y el exilio: Miguel Hernández, Rafael Alberti y Max Aub (ensayo,
2009), Antes del sueño (cuentos, 2009),
La Luz del Camino (poesía, 2010), Eaux
promises/aguas prometidas (poesía en prosa, 2011), L’homme du vent (cuentos, 2012), Deseamos ver
la Luz (poesía en prosa, 2012).
Asimismo ha sido premiado con la Medalla de
Oro de la Cultura, otorgada
por la Municipalidad Provincial de Arequipa, Diploma de Honor, otorgado
por la Alianza Francesa de Arequipa (Perú), Autor
invitado al Festival Découvrir
de Concèze (France), Autor invitado al Salón del Libro de Paris(France), Editions du Petit
Pavé.
EL DUEÑO
Onel quedó callado, mirándose los pies desnudos llenos de polvo de
tanto haber andado. Quizá no pensaba en nada, pero miró los pies del hombre que
le franqueaba la puerta. Es posible que todo fuera un sueño o un error para el
hombre de la puerta, no para Onel, él simplemente regresaba a su casa, aquella
donde había plantado en su infancia un pino, como un juego y no como de un
desafío.
—A mí me la alquilaron
—dijo el hombre—, sólo después pude comprarla. Tuve que vender todas las cosas
que tenía y también las de mi mujer.
Onel sólo miraba los
rincones de la casa casi desierta. Imposible saber lo que pensaba ni lo que le
hacía recordar cada sombra, cada trozo de pared, ni la puerta, ni las ventanas
que en ese momento estaban abiertas.
—A mí me la alquilaron
—volvió a decir el hombre.
Onel se quedó mirando
la puerta de madera con una ternura indescifrable, parecía que se le iban a
caer los ojos. No lloraba. No había rencor en su mirada, sólo miraba quizá
recordando una imagen o un gesto de su madre. Tal vez le hubiese gustado ver a
su padre entrando por la puerta, pero nada. Sólo escuchaba la voz de un
desconocido que le estaba repitiendo la misma cosa desde que entró.
—Tuve que vender mis
cosas —dijo el hombre.
Nada de lo que había
le hacía recordar algo a Onel; sólo los muros, las ventanas y la puerta que no
habían cambiado mucho. El rincón donde su padre se sentaba a leer el periódico,
estaba allí; sin embargo él miraba un vacío inmenso, y en ese rincón parecía
concentrarse la infinitud, el principio y el fin de todo.
—No me regalaron nada
—dijo el hombre.
Onel quería levantarse
y también echarle una mirada a la cocina, a la huerta, allí donde pasó gran
parte de su infancia; subir al techo para ver si aún se veía todo lo que él
veía antes, pero nada. Quedó con la vista pegada en una fisura de una de las
paredes, fisura que llegaba hasta el techo ennegrecido por el excremento que
habían dejado las moscas.
—Esta es mi casa —dijo
el hombre.
La ranura se había
ensanchado un poco. Del techo tal vez goteaba aún, como cuando llovía antes.
Luego Onel cerró los ojos para intentar olvidar lo inolvidable. Quizá era
preferible irse y no reclamar nada, tampoco volver a ver esos muros, ni la
ranura que esta vez lo estaba viendo a él; como si quisiese devorarlo. La única
resistencia de Onel era desviar la vista
hacia otro punto, hacia un vacío absoluto de donde no rebotase nada.
—Estas son mis cosas
—dijo el hombre—, todo lo he comprado con el sudor de mi frente. He tenido que
trabajar como una mula para tener todo esto.
Esa voz no llegaba a
la conciencia de Onel. Tal vez ni siquiera se daba cuenta de la presencia de
ese hombre que trataba de explicar su existencia. Se oía una voz, otra más
lejana y más profunda, una voz que pesadamente arrastraba el viento. A ratos
Onel miraba sus manos como se mira las piedras, como se mira el polvo que nadie
ha tenido el cuidado de limpiarlo, de tiempo en tiempo, de los muebles de una
casa abandonada.
Estaba cayendo la tarde
y todo se iba inundando de sombras apagadas, envejecidas, trashumantes. La
mirada de Onel, sus ojos y sus manos parecían envejecer con la tarde. Sólo el
hombre quedaba pegado a su silla como si ya fuera un objeto más en ese ambiente
irrefutable. A veces llegaba por la ventana abierta un ruido extraño de afuera.
—Yo la he comprado
—dijo el hombre con una voz de vidrio.
Y Onel nada. Su mundo
estaba allí, pero también en otra parte, en un lugar indefinido. Tal vez sólo
era su mirada lo que realmente existía de él. Ni siquiera esa sombra pesada le
parecía pertenecer. Todo estaba allí, quieto y tumultuoso como un delirio
inexplicable. No era el tiempo ni la sombra, tampoco el hombre que luchaba
solitariamente; eran los muros, era la casa y también la memoria que lo
mantenía como encerrado en un laberinto.
—A mí no me dijeron
nada —dijo el hombre—, sólo me alquilaron la casa, y la compré cuando reuní el
dinero que me pedían por ella.
Alguien hizo un ruido
detrás de la puerta. Ni Onel ni el hombre se movieron. A ninguno de los dos les
sorprendió el ruido, era como si los dos estuvieran acostumbrados a oírlo. Onel
tenía las manos sucias y quemadas por el sol al igual que sus pómulos que le
brillaban con el reflejo de la luz. El hombre tenía el rostro marcado por el
cansancio, ese que sólo labra la vida en un hombre desgraciado.
El silencio de Onel y
la voz del hombre parecían fundirse en una extraña masa de aire que perforaba
las paredes. Onel no dejaba de observar los rincones de la casa, donde tal vez
aún quedaba algo de polvo del tiempo que le recordaban esas paredes. Nada era
confuso en su memoria. Desde su sitio parecía vigilarlo todo.
—A mí me la alquilaron
—volvió a decir el hombre.
Ninguno de los dos
bebió el agua que puso el hombre sobre la mesa cuando entró Onel. Lo único que
realmente se movió en la casa hasta ese instante, fueron las sombras, las
sombras que giraban y se agrandaban con
lentitud.
—Tengo el contrato, se
lo voy a mostrar —dijo el hombre sin levantarse.
Esta vez Onel le miró
a la cara como quien busca una duda o una mentira en un rostro, pero no
encontró nada, sólo vio el rostro de un hombre envejecido.
—No le estoy mintiendo
—dijo el hombre.
El tiempo de la tarde
se consumía irremediablemente por la ventana abierta. A veces el viento soplaba
fuerte y hacía balancear el foco que estaba colgado del techo. Otra vez el
ruido entraba como a perturbar el silencio que reinaba entre los dos y sus
sombras respectivas. Esta vez Onel miró hacia la ventana abierta, tal vez no
por el ruido; sino por el viento frío que comenzaba a entrar a la casa. El
hombre no miraba a la ventana sino a Onel que se rascaba la barba crecida. Sólo
en ese instante el hombre se dio cuenta que a Onel no le interesaba nada lo que
le estaba diciendo. Era como si no estuviera allí, sentado, mirando de vez en
cuando ciertas partes de la casa. En realidad lo único que hacía Onel era
mirar, y tal vez recordar otro mundo, aquel mundo enterrado por el tiempo, que
es el pasado. Cuando Onel dejó de mirar la ventana sorprendió al hombre que lo
miraba, éste quedó impresionado, como si lo hubiesen cogido en flagrante
delito. No se dijeron nada, apenas se cruzaron las miradas y continuó cayendo
la tarde.
—Esta es nuestra casa
—dijo el hombre—, no estamos usurpando nada.
Para Onel había
cambiado algo, pero no sabía qué. Lo sentía cada vez que miraba por la ventana.
No era el olor de la casa, porque desde que entró, entró también un extraño
aroma que lo estaba esperando afuera desde siempre. Aunque para el hombre, Onel
era un extranjero, no lo era para la casa. Quizá Onel era el único
sobreviviente a quien esperaba la casa antes de derrumbarse.
Otra vez el ruido
extrañamente parecía entrar y salir de la casa. Súbitamente el hombre se puso a
toser como si algo tratase de ahogarlo. Onel sin decirle nada miraba cómo se
debatía el hombre con la tos. Sólo cuando el hombre se puso de pie, Onel estiró
su brazo sobre el hombro del hombre, tal vez para que no cayera al suelo.
Cuando dejó de toser el hombre, ninguno de los dos volvió a sentarse, quizá
presintiendo una desgracia. El hombre se sirvió un vaso de agua y lo bebió de
un golpe. Luego dejó el vaso en el filo de la mesa sin darse cuenta que al
menor movimiento podría caerse. Onel se quedó parado con las manos en los
bolsillos mirando la puerta por donde entraba el ruido.
—No es posible —dijo
el hombre.
Para entonces ya las
sombras eran inconmensurables, se habían integrado a la incipiente oscuridad.
Onel permaneció con la mirada siempre perdida en algún rincón impreciso de la
casa. Ya no eran las sombras ni los ruidos, eran los pasos de Onel los que se
desplazaban hacia la puerta de la cocina. Parecía que ya no interesaba el
ambiente estático de la sala, quería ver o recordar otras cosas, los otros
muros, los otros muros que ocultaban los muros de la sala.
—No es posible —volvió
a decir el hombre.
Onel regresó de la
cocina con la frente fruncida como si hubiese viendo la muerte. Lo que vio
fueron las cosas desordenadas de una cocina medio abandonada. Nada de lo que
había en ella le recordaba el pasado o algo que él estaba buscando, algo que
él, Onel, deseaba encontrar con urgencia, algo que podía estar confundido entre
todo lo ajeno que llenaba la cocina o la casa.
—Esta es mi casa
—decía el hombre mientras Onel escrutaba todo.
Cuando terminó de
visitar la casa, Onel pareció encontrar lo que buscaba. Miró fijamente la
puerta bajo la cual estaba incrustada la herradura. No hacía falta decir o
inventar otra cosa. Todo estaba claro en su mente.
—Yo no puedo irme
—dijo el hombre retrocediendo un poco.
Onel avanzó hacia el
hombre, y éste, temeroso, siguió retrocediendo poco a poco hasta chocar con la
pared cubierta de polvo negro. No le dijo nada, sólo alargó su mano huesuda
para coger un fierro que estaba colgado al lado de la puerta y con él extrajo
la herradura, y con ella se alejó precipitadamente de la casa, sin decirle nada
al hombre, que espantado lo vio partir hacia el centro de la noche.
No comments:
Post a Comment