Jorge Valenzuela Garcés (Lima, 1962) es uno de los más destacados
integrantes de la generación de narradores peruanos de los ochenta. Sus cuentos
han sido premiados en concursos
nacionales como el COPÉ y el José María Arguedas.
Ha publicado cuatro libros de cuentos Horas contadas (1988), La
soledad de los magos (1994), La sombra interior (2006) y Juegos secretos (2011). Sus cuentos
figuran en las principales antologías nacionales de cuento.
Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad
Complutense de Madrid, ciudad en la que residió durante cinco años. Ha
publicado un Manual de Literatura Hispanoamericana (2009) en dos volúmenes,
El mundo de los clásicos (2010) y
(2012) y artículos de su especialidad en revistas peruanas y del extranjero.
Sus investigaciones se relacionan con la
literatura peruana del siglo XIX, la narrativa hispanoamericana del postboom,
la teoría de la ficción y la obra novelística de Mario Vargas Llosa.
Actualmente se desempeña como profesor principal de la Facultad de
Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Desde
hace quince años dirige el Taller de Narración en esa misma universidad. Es,
además, editor general de la revista Letras, dedicada a la investigación
humanística.
EL SECRETO DE MARION
Reunió con prisa el equipaje de mano que llevaba disperso en el
asiento adyacente al suyo y, nerviosamente, dejó caer a sus pies el manojo de
cartas que descansaba en su regazo. En la cuarta división del vagón de
pasajeros sólo había viajado ella y un hombre de rostro apagado.
Al
acomodarse sobre el hombro la correa de la cartera, se sintió fatigada. Deslizó
la mirada a través de las ventanillas del vagón y pudo reparar en un largo
cartel de bienvenida. Levantó la maleta comprimiendo todo su cuerpo, se
encaminó hasta la portezuela que comunicaba con la división contigua y la
traspuso revisando el recinto vacío que dejaba detrás. Rápidamente pudo llegar
hasta la puerta de salida y descendió con precaución ayudándose en un recodo del
pasamano. De pie en el andén, distinguió un conjunto de bancas dispuestas en
hilera con plazas disponibles, se acercó hasta ellas y finalmente se derrumbó,
liberando la tensión de sus músculos. Momentos después, el andén quedó flotando
en el vacío, barrido por el silencio de los que abandonaban el lugar sin
contemplar el rastro de humo pardo y negruzco que regaba la locomotora a su
paso. Levantó su equipaje, se dirigió hasta la entrada de la estación y desde
allí pudo advertir el sofocante tráfico
que rebalsaba por la calle que corría frente a ella. Descendió los
escalones de mármol de la entrada y divisó el reloj de metal incrustado en lo
alto de un viejo edificio. Alisó sus cabellos y comenzó a caminar calmadamente
hacia el terminal de taxis. Sin embargo, una lejana duda la asaltó haciéndola
girar el rostro sin poder disimular una oscura incomodidad. Se detuvo unos
segundos a pensar, atinó a coger su manojo de cartas y prosiguió su camino. “Me
necesita”, se dijo, “lo sé”.
*
El taxi se
detuvo frente a una casa con amplios jardines exteriores, grandes ventanales
obstruidos por un espeso cortinaje y fachada totalmente envejecida. El terreno
en el que estaba enclavada era amplio y podía adivinarse un jardín posterior.
Frente a ella, la mujer pudo intuir las causas de un descuido tan evidente y
permaneció contemplando la maleza que había invadido los bordes de la entrada.
Después de unos instantes más, se acercó hasta la verja de media altura que
cercaba el frente y liberó el pestillo por dentro.
Se dirigió a
la puerta para tocar. A los pocos segundos, la silueta de un hombre de mediana
estatura, con los rasgos de la vejez marcados en los pliegues del rostro y en
la profusa canosidad de sus cabellos, se recortó en el vano. Su rostro ostentaba
una barba de varios días, sonreía con dificultad y un aliento a alcohol se
desprendía de su boca. Luego de un prolongado abrazo, ambos se limitaron a
guardar silencio. El hombre levantó la maleta, la miró fijamente a los ojos e
ingresaron al recibidor.
-Marion...- dijo el
hombre en tono explicativo, después de cerrar la puerta.
Sin mediar palabra,
la mujer lo tomó del hombro, levantó el índice hasta tocarle los labios en
señal de silencio y se recostó sobre su pecho. El hombre la rodeó con sus
brazos y le besó los cabellos con ternura. Inmediatamente después, la condujo
hasta la sala con pasos indecisos y le rogó que lo esperara mientras subía las
maletas. La mujer permaneció con las manos cruzadas observando el juego
mecánico de un reloj atrapado en una urna de cristal hasta que el hombre estuvo
nuevamente frente a ella.
-Me has
faltado tanto, Marion- dijo, tomándola de las manos-. Y tenemos tanto de qué
hablar. Bueno, llegas justo para la cena-. La condujo hasta el comedor,
cruzándole el brazo por encima del hombro y le mostró la mesa. Cogió nuevamente
su vaso de whisky que reposaba en ella-. ¡Esto hay que celebrarlo! Sólo debes
esperar un par de minutos–agregó-, un par de minutos.
La mujer
asintió con la cabeza y dibujó un gesto cansado con los labios.
-Está bien
–dijo-. Antes quisiera reposar unos minutos-. Se liberó suavemente, enrumbó
hacia las escaleras y agregó-: Tú también me has hecho falta, ¿lo sabías?,
mucha falta.
*
Al abrir la
puerta de su habitación, algo extraño se apoderó de ella. Un aliento fresco
escapó discretamente hasta inundarla y se sintió envuelta en una atmósfera que
iba reconstruyendo con recuerdos vivos. Dio unos cuantos pasos, se detuvo bajo
la lámpara de centro y advirtió, al girar, que los objetos y la disposición de
los muebles no había cambiado. La habitación era grande y estaba impecablemente
conservada. Se acercó al armario y pudo comprobar, como lo sospechaba, que su
ropa y la que había heredado de su madre se mantenían como antes, protegidas
del polvo gracias a unas cubiertas de plástico. “Nada ha cambiado”, pensó.
Descolgó un vestido con cuidado, un largo vestido de noche nunca usado por ella
y comenzó a bailar con él en suaves evoluciones. Entonces recordó el rostro de
su madre y su espléndida belleza. Su esbelta figura y su voz sensual, su
presencia que llenaba toda la casa, la distancia que se había hecho cada vez
más difícil de sobrellevar.
Inesperadamente
se volvió hacia el espejo que reposaba sobre el tocador y pudo advertir que un
inocultable gesto de dolor habitaba su rostro. Trató de evitarse, pero se
sintió atrapada en los contornos de su propia imagen. Ahora podía ver el color
artificial de sus cabellos y las opacidades de su piel. Se acercó más al espejo
sosteniendo una mirada obsesiva y se mantuvo observando unos minutos el vestido
de luces de su madre, apreciando la
delicadeza del talle, el hermoso perfil del corte. En una reacción automática,
arrojó el vestido al piso, cerró los ojos y se sintió invadida por una profunda
amargura. Al instante se dirigió hacia la puerta de la habitación, cogió la
perilla con firmeza y cerró con llave cuidando de no hacer ruido. Volvió a la
cama buscando reposo, se extendió sobre ella relajándose y logró con esfuerzo
que una suave marea comenzara a mecerla en un concierto pausado, lento.
Vinieron a ella soleadas tardes en una playa solitaria y el sonido de las olas
que rompían en la orilla y que se extendían hasta besarle los pies. El ocaso de
un sol moribundo, el espigón que levantaba una lluvia tupida cuando el mar se
estrellaba contra él, y el rostro de su padre, iluminado por la luz de una
pequeña lamparilla dentro de una carpa de lona. Sí, podía recordarlo todo con
claridad y verse ahora recostada sobre su cama, las piernas extendidas, la ropa
desencajada, las manos intranquilas. Rápidamente se incorporó negando con la
cabeza y se acercó a la ventana frotándose los ojos. Vio entonces cómo el
atardecer invadía la calle tendiendo un manto pardo que envolvía a los árboles
y casas. Autos que se desplazaban con los faros encendidos y los postes de
alumbrado apresurando el anochecer con la luz que arrojaban sobre la avenida.
Apartó la mirada, buscó su cartera con vehemencia, extrajo un pequeño espejo y
se comenzó a maquillar. Abanicó los párpados suavemente, retocó el color de su
piel y liberó un gesto sensual. “Necesito tranquilizarme”, pensó. Se acercó
hasta la maleta, la tendió sobre la cama y sacó una chompa. Se la colocó
removiendo los costados corridos a un lado y se volvió al espejo. Finalmente,
se devolvió una sonrisa mirándose a los ojos y salió de la habitación.
-Todo está
bien, Marion –se dijo-. Todo está bien.
*
La mesa
estaba puesta y había fuego en la chimenea. Una frutera con manzanas y damascos
y una botella de vino tinto con dos copas de cristal labrado sobre el mantel
blanco. Servilletas brocadas. El hombre había recogido las arpilleras que se
extendían sobre las mamparas que comunicaban con el jardín interior y miraba
hacia él sentado en un amplio sofá con un nuevo trago en la mano. En la mesa
también había dos velas encendidas.
-¿Marion?-
interrogó sin volverse, al escuchar unos golpes agudos que descendían por la
escalera. La mujer apresuró el paso y, en unos segundos, pudo dominar
completamente los ambientes. Observó la mesa del comedor y se hizo vivo un
lejano recuerdo de su madre. Se encaminó silenciosamente hacia las espaldas del
hombre, le vendó los ojos con alegre disfuerzo y preguntó risueña:
-¿Quién soy?
El hombre
dejó el vaso a un costado, colocó sus dos manos con suavidad sobre las de ella
y pronunció su nombre pausadamente. Luego se devolvió la visión apartándose las
manos y se mantuvo en silencio, con la mirada fija en el jardín.
-Marion
–dijo de pronto-. ¿Vienes a vivir nuevamente conmigo, no es cierto?
La mujer le
estrechó las manos en un impulso incontenible rodeándolo por el frente y trató
de levantarlo del sofá.
-¡Vamos!
–dijo evasiva- ese jardín no está nada bien. Además la mesa luce divina-.
Estrechó aún más las manos del hombre y recostó sus ojos en los de él.
-Recibí tus
cartas. Sé que todo será diferente desde ahora.
Al instante,
el hombre se levantó del sofá y bajó la mirada.
-Esas velas
se están consumiendo –dijo la mujer-. Además ya tengo hambre-. Él le devolvió
una sonrisa.
Llegaron
hasta la mesa y se sentaron frente a frente. El hombre comenzó a servir el
vino.
-He dejado
mi trabajo por ti- dijo la mujer, observando el color granate que teñía las
copas. El hombre detuvo el flujo del líquido y fijó la mirada en ella por unos
segundos. Luego continuó sirviendo.
-Vivir sólo
es algo complicado –dijo-. ¿No lo crees?
-Lo sé
-respondió la mujer.
Terminó de
servir el vino, colocó nuevamente la botella junto a la frutera y levantó su
copa.
-Brindo por
ti, Marion –dijo-. Por ti.
-Yo brindo
por nosotros.
Acercaron
sus copas para el brindis y bebieron todo el contenido.
-Tu madre
adoraba esta mesa -dijo el hombre, con nostalgia-. ¿Lo sabías? Siempre que
había algo que celebrar, ella se apresuraba en recordarme las cosas que no
debían faltar. Hoy debes comprar
damascos y manzanas, decía. ¡Y no olvides el vino! Sí -continuó fascinado-,
puedo imaginarla aquí, frente a mí, liberando el humo de su cigarrillo con
elegante indiferencia, observándome con amor, levantando su copa para mí,
envolviéndome con el deseo que brotaba de sus ojos. Marion, su belleza, su
forma de quererme...
De improviso
el hombre suspendió la fuerza de sus palabras y permaneció con la mirada
incrustada en el fulgor de las velas, alejado completamente por el recuerdo,
absorbido por el pasado. La mujer lo observaba.
-Marion-
dijo después de unos segundos, visiblemente desolado-. ¿Vienes a quedarte
conmigo, no es verdad? ¡Te he necesitado tanto!
La mujer
respondió con una ambigua sonrisa insinuada en el apagado color de sus ojos y reclinó
la cabeza. El hombre se sintió desconcertado y solo atinó a insistir.
-Marion,
¿tengo que volvértelo a pedir?
En ese
momento la mujer recordó las cartas y el impulso ciego que la había empujado a
regresar, las palabras envueltas en un clamor que se volvía plegaria y la
visión de su propia vida, apartada, reducida al consuelo de los recuerdos.
“Todo volverá a ser como antes”, pensó, “estoy segura”. Finalmente, levantó el
rostro y preparó cada una de las palabras en su mente:
-No
–respondió-. No tienes que hacerlo. Ahora mejor comamos. Ambos necesitamos
descansar.
*
Esa noche no
pudo retener el sueño. “Me necesita”, se repetía y en esa constatación
depositaba mucho de lo que ella ambicionaba en realidad. La seguridad que le proporcionaban
sus deducciones, luego de la primera conversación con su padre, después de
muchos años, le demostraban que no había cometido un error al volver. Las
cartas parecían haberlo dicho todo. ¿Había algo más que agregar? Sabía bien que
las palabras cuando no ayudaban confundían los deseos. ¿Por qué no dejar que
las cosas se desenvolvieran con naturalidad? El recuerdo de su madre la
perturbaba, no obstante había aprendido a vivir con él. Lo aceptaba y estaba
segura de que era mejor que las cosas
marcharan así. No debía ignorarlo por ningún motivo.
Los días que
siguieron a su regreso los ocupó en el aprendizaje de las nuevas costumbres de
su padre sin descuidar el menor detalle. Intentó descubrir lo que había detrás
de cada uno de sus actos y de las largas miradas que sostenían cuando el vacío
comenzaba a rondar alrededor de ellos.
Fue así que
progresivamente, y para sorpresa suya,
comprobó que su padre era un ser más complejo que el que había
abandonado algunos años atrás. Alguien a quien creía conocer y que, sin
embargo, empezaba a sentir lejano, distante en los momentos en los que alentaba la intimidad propicia para el
diálogo abierto y sincero. No lo podía entender. A pesar de todo, cada día
albergaba secretamente la posibilidad de que sólo se trataran de suposiciones
suyas.
Con el paso
del tiempo, todo comenzó a ser monótono de una forma inevitable y se sintió envuelta en el fantasma del error.
Sin embargo, el compromiso había sido sellado y no había forma de retroceder.
Sabía, también, que una fuerza ingobernable la impulsaba a detener el dolor
instalado en su vida. Esta era su única oportunidad. Debía insistir.
Inicialmente
se había detenido en la posibilidad del cambio. Su vida hasta entonces se había
reducido a ciertos momentos de alegría dispersos en la memoria, sumidos en el
sopor de la tristeza y la soledad. Volver a casa significaba el reencuentro con
lo único que poseía.
No esperaba
que su padre volviese a vivir como cuando su madre vivía. Sabía bien que esa
muerte había motivado mucho de lo que ella veía a su alrededor, pero conservaba
la esperanza de que todo fuera diferente y se diera paso al olvido. Ambos, en
el fondo, habían alimentado sus días con recuerdos, de esa forma el contacto
interrumpido durante años había levantado entre los dos un muro infranqueable.
Fue entonces que comprendió que las cartas podían reducirse a un llamado
desesperado, un último llamado del que no podía, a pesar de todo, estar segura.
Como era
previsible, llegaron las primeras cartas de sus amigos del trabajo pero no las
respondió. Confirmaba al remitente con un gesto de indiferencia y luego las
rompía sin abrirlas. Cuando se cumplió un mes de su regreso y su padre se
convirtió en una sombra incrustada en el recuerdo de su esposa, el diálogo se
interrumpió y ella pasó a convivir consigo misma, como lo había intuido desde
el principio sin aceptarlo. Entonces las dudas crecieron hasta inundarlo todo y
ella se sintió prisionera de un destino que no se merecía. Sin embargo, de algo
estaba segura: no se sometería sin oponer una férrea resistencia. Era lo único
que podía pedir. Debía encontrar esa única salida que la ayudara a reconstruir
todo lo que el tiempo había destruido desde la muerte de su madre.
Comenzó a
detenerse en sus recuerdos con más cuidado sin dejar escapar el menor indicio,
sin dejar de vivirlos en la intensidad adecuada. Recuerdos lejanos, apagados,
volvían a instalarse en ella, a ser parte de su vida cotidiana. Pronto entendió
que debía compartirlos con su padre y que esa podía ser, después de todo, una
opción de vida. Encontró entonces un reducto transparente que podía unirlos y
que se mostraba favorable. En algún momento pensó que podía vivir así, si
seleccionaba sólo lo positivo y si se hacían vida intensa los recuerdos más
hermosos. Sin embargo, se detuvo a combatir su propia resignación y a
demostrarse que ése sería sólo un escape, que la vida la tentaría en todo
momento con un ansia creciente hasta que todo volviese a repetirse desde el
principio, como cuando ella tomó la determinación de marcharse. A menudo
regresaba a las cartas y hurgaba exhaustivamente en cada una de las palabras
que la habían impulsado a regresar. Comprobaba que la soledad envolvía cada uno
de los ruegos de su padre y que era verdad, finalmente, que la necesitaba. No
cabía duda. Pero, ¿cómo la necesitaba? ¿La quería como una sombra a su costado
recogiendo sus pasos hasta la muerte?
“Cambiar a
veces resulta más difícil que aprender a vivir”, se decía. No le exigiría que
sepultase el recuerdo de su madre. Sabía bien que esa era la única razón que
podía mantener a su padre con vida y que por encima de todo debía cuidar esa
manera de estar conectado con la realidad. El recuerdo era opresivo, por
cierto, y nada se podía contra él. Su madre flotaba en el ambiente y todo lo
que los rodeaba era la extensión de ella, de su delicadeza, de su gusto, de su
inteligencia, de su amor.
Los días
siguieron demostrándole a cada momento que las posibilidades del cambio se
diluirían si seguía alimentando esa forma de vida. Debía tomar una decisión. Durante
noches enteras barajaba todas las posibilidades que su imaginación podía
producir. En ese punto la dependencia de su padre frente al alcohol se había
hecho más profunda. Todo hacía parecer que él sólo había esperado su regreso
para que finalmente comenzara a entregarse a la autodestrucción con mayor
libertad. ¿Acaso quería que ella fuera testigo de eso?
A veces se
sentía como una mujer injustamente encerrada en una estrecha prisión.
Debía tener
la compañía de alguien. Esa sería la única salida. Debía, por todos los medios
accesibles, volver a intentarlo todo desde el principio. Olvidar quién era,
pensar en la felicidad como una obligación consigo misma, no retardar el menor
esfuerzo. Actuaría de acuerdo con sus instintos. No los traicionaría en ningún
caso. Sentía bullir en ella diversos sentimientos confusa y hasta
contradictoriamente. Debía ordenarse. Sin embargo, estaba segura de algo: debía
amar, arrancar de sí el dolor, la amargura que habían hecho de ella un ser
hasta cierto punto artificial. Comenzó a preocuparse de su apariencia. Rescatar
su belleza apagada, el natural esplendor heredado de su madre. Establecer un
pacto de belleza, volver a desarrollar su amor propio sepultado por una
excesiva preocupación frente al mundo exterior.
Pronto descubrió
el encanto de sus ojos y cierta efervescencia que brotaba de ellos cuando
sonreía. La misma sonrisa de su madre. La juventud la había abandonado, era
cierto, pero la imagen de una mujer digna se sostenía en cada uno de sus
gestos. Había escogido la soltería como una posibilidad entre otras y sabía que eso le había dado en
su momento la fuerza que ahora sentía ajena por completo. Debía recuperarla.
Haber vivido tanto tiempo sola, después de todo, resultaba ser una prueba de
valor y las lecciones que había aprendido no eran nada desdeñables. Sin
embargo, sentía un profundo temor de entregarse a alguien por completo. No
había amado a nadie con la certeza que da el amor cuando es verdadero y de nada
servía esa seguridad que recordaba más como una actitud defensiva que como la
afirmación de una persona en el sentido pleno. Se sentía, a pesar de todo,
desprotegida, completamente sola en un mundo que la atemorizaba. Quería estar
segura del camino por el que transitaba, ansiaba una vida sin temores.
Una noche, después
de largas meditaciones, pensó que huir sería la única salida. Abandonarlo todo,
olvidar las razones que la habían impulsado a volver, pensar que todo había
sido un error y que no cometía ninguna falta si abandonaba a su padre a una
suerte que ella no había alimentado ni con el pensamiento.
Meditó sobre
el futuro de ambos, nuevamente separados, y sobre la imposibilidad de una vida
futura fundada en la tranquilidad. Sabía que le pesaría por el resto de sus
días el haber tomado una decisión así. No obstante, ahora se manifestaba con
más fuerza el ánimo que la había llevado a hacer ciertos cambios. Había recuperado el amor
propio y conquistado una defensa contra la infelicidad que no la convertían en
otra mujer, pero que la dotaban de una ansiada seguridad, nueva, vigorosa. No
se trataba tampoco de engañarse de manera que todo quedara arreglado por obra
de un egoísmo que no sentía. Sólo se trataba de entender. Sin embargo empezó a
sentir un miedo incomprensible a sí misma, a lo que sería capaz de hacer por
ser feliz. El proceso de destrucción de su padre se había iniciado y todo hacía
parecer que era irreversible. Lo intentó todo y todo fue inútil ¿La había
engañado entonces? ¿Alentó su regreso sólo para que alguien fuera testigo del
horror que había significado para él perder a su esposa? Se sentía capaz de
todo. De dejar encerrado a su padre en las cuatro paredes de esa casa que
volvía a convertirse en un escenario de triste recuerdo, de marcharse en
cualquier momento, de maldecir mil veces a la vida, a su padre y a sí misma,
por creerse capaz de lo peor. Una rabia incontenible la invadía, un deseo de no
estar viva.
Habían
pasado dos meses de su regreso y ya no le quedaban dudas de lo que sería de
ella en adelante. El desaliento le había ganado la partida. Poco a poco fue entregándose al abandono total hasta que
no tuvo reparos consigo
*
La noche se
había desplomado sin dar tregua a los últimos reflejos de la tarde. Ella apenas
si lo pudo notar. Había comenzado a beber, como en los últimos días, en busca
de sosiego. Recostada sobre el sillón que miraba hacia la calle, dejó que la
botella de vino que tenía entre las manos fuera destilando su contenido en un
vaso pequeño. Inicialmente había tratado de distender la habitual presión que
sentía en su cabeza, pero esta vez se había sentido en un suave confort.
Se sentía relajada.
Pensó en su
padre y lo imaginó como ella; entonces creyó compartir con él un reducto íntimo
e impenetrable y que ahora comprendía en toda su magnitud. “¿Por qué sufrir?”,
pensó. Volvió los ojos hacia la calle a través de las cortinas y distinguió con
claridad a un hombre joven que se
alejaba apresuradamente. Nada cambiaría, lo sabía bien.
Sin
premeditación se incorporó dejando la botella sobre el velador y se acercó a
correr la cortina. Quería estar sola. Sus movimientos eran lentos, difíciles.
Por un instante el vaso dudó en sus manos, cayó al suelo y se rompió.
-Estoy hecha
una ruina -maldijo.
Estuvo a
punto de llorar, pero se contuvo. Trató de reunir los pedazos rotos ayudándose
con los pies, pero abandonó la tarea. Con dificultad pudo acercarse hasta su
cama y se extendió sobre ella. Se sintió pesada, inútil. Volvió sobre cada uno
de los objetos de la habitación con extraña admiración, como si todo fuese desconocido.
Su mirada tropezó con el tocador, con los sillones, con la lámpara de centro,
hasta que se detuvo en el armario. Recordó entonces con una fuerza incontenible
el primer día de su regreso, la imperiosa necesidad de volver a su habitación,
de verlo todo nuevamente, de comprobar lo que había intuido en muchos años.
Se sintió
poseída de una profunda certeza y tuvo miedo. Se incorporó nuevamente, corrió
hasta el armario y tiró de las puertas con violencia. El vestido de luces y el
reflejo de las lentejuelas se estrellaron contra ella. Todo volvía a repetirse.
Sin embargo, esta vez lo descolgó con cuidado y lo extendió sobre la cama.
Ahora, todos sus movimientos escapaban a su voluntad. Lentamente comenzó a
desvestirse hasta quedar totalmente desnuda. Se dirigió al espejo, observó sus
senos, deslizó las manos por su cintura
y se acarició el sexo. Volvió hasta la cama, levantó el vestido y se introdujo
en él. Corrió el cierre escondido a un costado de la prenda y volvió a ver su
reflejo en el espejo. Recordó el rostro de su madre y se llevó las dos manos al
rostro. Comenzó a caminar por la habitación impulsada por una ansiedad
indominable y volvió a la botella. La cogió con imperiosa necesidad, se la
llevó a la boca y bebió un largo sorbo. Se dirigió hasta la puerta de la
habitación. Cuando estuvo frente a ella sintió temor, un temor antiguo. Sin
embargo, la abrió decididamente y la traspuso a pesar de todo, maldiciendo,
negándose a sí misma. Todo era una confusión. Dejó la botella en el inicio de
la escalera y comenzó descender los altos escalones. Algo le había dicho que su
padre se encontraba en su habitación. Bajó al bar y cogió dos vasos. Luego se
dirigió a la cocina, abrió el refrigerador y sacó un par de hielos. Volvió al
bar, los introdujo en los vasos, agregó whisky y tomó una bandeja plateada.
Colocó los vasos sobre ella y se dirigió a la habitación de su padre.
Ayudándose
con una mano pudo abrir la puerta. Todo estaba oscuro. Encendió la luz.
Entonces pudo verlo. Su cuerpo estaba extendido sobre la cama y sostenía un
vaso a medio consumir. La mirada incrustada en el cielo raso. Dejó la bandeja
en la mesa de noche, se acercó hasta él y lo tomó de la mano. Su padre le
devolvió la mirada y sonrió, pero sus ojos estaban totalmente extraviados. Ella
le acarició la frente y, sin poder evitarlo, lo besó en los labios. Luego
comenzó a desabotonarle la camisa.
-Ahora ya no
estaremos solos- dijo, segura de sí misma-. No más.
Se acercó
hasta la puerta, la cerró y presionó el interruptor de luz.