Monday, November 11, 2013

Rossana Sala Estremadoyro

Abogada egresada de la Universidad de Lima. Con Maestría en Derecho de Empresa de la Universidad Politécnica de Madrid. Idiomas: español, inglés y alemán. Vivió nueve años en Caracas, Venezuela y uno en San Antonio, Texas, Estados Unidos de Norte América. Desde el año 2010 reside en Lima, donde ejerce su profesión. 
Ha participado en diferentes cursos de narrativa dictados por escritores peruanos como Alonso Cueto, Iván Thays y José de Piérola.  Es colaboradora de la revista deportiva Running News. Algunos de sus cuentos han sido publicados en España, en los  libros Relatos de Viaje Moleskin 2012 (Cuento Murano de Todos los Colores, Casi)  y Relatos de Viaje Moleskin 2013 (Cuentos: ¡Y qué podía decir? y ¿Serían Llaves azules?).   En internet mantiene desde el año 2008 el blog llamado Rodando entre Líneas, en el que publica algunos de sus relatos, cuentos y poemas: (http://rodandoentrelineas.wordpress.com/).





NO VAYA A DESPERTAR A LOS CABALLOS

Creí que sería un martes cualquiera. Un día de primavera, de esos interminables, como lo son todos en la escuela.
—Seguro que hoy otra vez nos llevarán a jugar en el pozo de arena —supuse al levantarme esa mañana y verme de pronto en el salón de clase, entre treinta niñas que hacían alboroto y el tamborcito de la profesora que intentaba poner orden.  
—¡Niñas! ¡Kindern! —nos llamó la maestra con esa voz tan delgada como su propio ser. Llevaba puestas sus toscas y ruidosas sandalias, el vestido gris de cada día y la sonrisa matinal que casi nunca usaba, coronada por un moño de algún tipo de pajarraco peludo que hasta ese momento yo no lograba identificar.
 —¡Niñas a formar dos filas! —nos insistió con el ruido estridente del silbato negro que, como amuleto, llevaba siempre amarrado al cuello. —¡Pobres sus hijos! —me compadecí, mientras  imaginaba la vida en su casa y corría a tomar mi lugar, el número trece, de acuerdo a la profesora, al fastidioso golpeteo de su tamborcito y a ese sonido penetrante que nos robaba libertad.
—Vamos a salir del colegio. ¡Caminaremos!  Veremos algo especial  —nos anunció.
—¡Sí, Frau! —le contestamos a coro. Debíamos llamarla Frau,  como nos advirtió desde el primer día de clase.  —Así se dice “señora” en alemán —nos había explicado.  
Aunque estábamos inquietas, nos agradaba la idea de por fin poder hacer algo diferente. No sería un martes de arena.
Entre risas escondidas y pasos apretados empezamos el recorrido bajo el sol. Cada niña debía tomar de la mano a otra. El olor a campo me hacía recordar los desayunos en casa de mi abuelo. No sé porqué. Quizás tenía hambre.
—¡Cantemos! —nos ordenó la Frau sin darnos a conocer aún nuestro destino. Con la esperanza de que Erika, la niña que sujetaba mi mano para que no me escape,  haya estado más atenta que yo al iniciar esa mañana, le pregunté a dónde íbamos. —No sé —me susurró. —¡Silencio! —nos interrumpió la profesora utilizando solo su típico ceño fruncido y haciendo una indicación con el dedo índice sobre sus labios serios y casi imperceptibles.
Después de cinco o seis canciones, de esas que repiten y repiten las mismas palabras, nos detuvimos frente a un cerco. Era bastante alto, lo que hacía imposible ver detrás de él. Al ritmo de las notas musicales y del tamborcito de la Frau, avanzamos curiosas hacia un viejo portón de madera, para poder ingresar así al lugar que tanto nos había intrigado. En un instante nos encontramos frente a gigantescos árboles y entre ellos vimos inmensos caballos engullendo las hierbas que crecían verdes por todas partes. Mientras ignoraban nuestra presencia, movían sus hocicos dibujando con ellos un cuadro perfecto que, maravilladas y en silencio absoluto, no podíamos dejar de contemplar. Los caballos andaban orgullosos. Sus músculos les delineaban los cuerpos. Finalmente un pequeño potrillo negro y travieso, se animó a echarnos un vistazo. —Esto es extraño —creería el animal,  al toparse en su camino con tantas caritas embobadas, una al lado de la otra, todas vestidas de azul y tomadas de las manos.
En ese mágico momento ella, la Frau, empezó a hablar.
La miré asustada al oírla decir que pongamos mucha atención a todo, ya que al día siguiente deberíamos dibujar lo que habíamos visto.
¡Caímos en su trampa!
Jamás volví a extrañar como aquel día, los rutinarios martes del colador de arena.
Nos alejamos de los caballos. Preocupada, traté de descubrir detalles a mi alrededor que me pudieran servir para poder cumplir con esa tarea tan injusta.
Cruzamos el cerco y avanzamos por un estrecho camino de piedras mientras volvíamos a entonar algunas canciones que ya no quería  escuchar.  El día siguiente. Para mí sólo existía el día siguiente.
Mis padres deben recordar sin agrado, y no los culpo, la tragedia de esa tarde en casa. Entre sollozos y desgarradores llantos,  traté de explicarles mi angustia por no saber dibujar caballos perfectos. Por no saber dibujar caballos. Por no saber dibujar.
En revistas, libros y folletos, buscamos figuras para practicar mis trazos.
Fuimos a un quiosco cercano. Ante mi insistencia, llegamos también a otros más alejados, con la esperanza de conseguir algo que me ayude. Además de chocolates y una deliciosa paleta de caramelo de siete sabores, nada me servía.
Esa noche no dormí bien. Me dediqué a pensar, a dar vueltas en la cama y picotear los chocolates que con especial cuidado había escondido bajo mi almohada. Supuse que me podrían inspirar.
Pocos días después, mi madre y yo fuimos citadas por la Frau.
—¡Esto es lo que ha pintado su hija in der Klasse! —vociferó en su áspero español revuelto con alemán mientras señalaba mi obra de arte—. ¡Una línea horizontal, un poco de hierba y el sol! ¡Nada más! ¡Cuando le pregunté a su niña por los caballos, ella me explicó que estaban detrás del cerco y que por eso no podían verse!  ¡Esto es inaceptable! ¡Nein! ¡Nein! ¡Nein
Y yo allí, tan chiquita, me quedé muda frente al ceño fruncido y el moño de pajarraco peludo que empezó a alborotarse como el de una cacatúa desquiciada. —¡Por fin pude descifrar el animal! —caí en cuenta inoportunamente.  —¡Nein! ¡Nein! ¡Nein! —volvió a repetir la profesora mientras la rabia que invadía sus venas la hacía cambiar de colores. En medio de esa confusión, noté que mi madre tampoco me quería dejar escapar al sentir que me sujetaba con una fuerza inusual en ella y cuando estaba a punto de echarme a llorar de espanto, la vi levantar la mano, acercar lentamente el dedo índice hasta casi tocar sus labios, para inclinar luego el rostro hacia mi obra de arte y con la  dulzura y elegancia que siempre tuvo,  le murmuró a esa mujer tan severa:

 —Cuidado —le dijo—. No levante mucho la voz. No vaya a despertar a los caballos.

Thursday, July 25, 2013

Jorge Valenzuela Garcés

Jorge Valenzuela Garcés (Lima, 1962) es uno de los más destacados integrantes de la generación de narradores peruanos de los ochenta. Sus cuentos han sido premiados en  concursos nacionales  como el COPÉ y el José María Arguedas. 
Ha publicado cuatro libros de cuentos Horas contadas (1988), La soledad de los magos (1994), La sombra interior (2006) y Juegos secretos (2011). Sus cuentos figuran en las principales antologías nacionales de cuento.
Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid, ciudad en la que residió durante cinco años. Ha publicado un Manual de Literatura Hispanoamericana (2009) en dos volúmenes, El mundo de los clásicos (2010) y (2012) y artículos de su especialidad en revistas peruanas y del extranjero. 
Sus investigaciones se relacionan con  la literatura peruana del siglo XIX, la narrativa hispanoamericana del postboom, la teoría de la ficción y la obra novelística de Mario Vargas Llosa.
Actualmente se desempeña como profesor principal de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Desde hace quince años dirige el Taller de Narración en esa misma universidad. Es, además, editor general de la revista Letras, dedicada a la investigación humanística.

EL SECRETO DE MARION

Reunió con prisa el equipaje de mano que llevaba disperso en el asiento adyacente al suyo y, nerviosamente, dejó caer a sus pies el manojo de cartas que descansaba en su regazo. En la cuarta división del vagón de pasajeros sólo había viajado ella y un hombre de rostro apagado.
Al acomodarse sobre el hombro la correa de la cartera, se sintió fatigada. Deslizó la mirada a través de las ventanillas del vagón y pudo reparar en un largo cartel de bienvenida. Levantó la maleta comprimiendo todo su cuerpo, se encaminó hasta la portezuela que comunicaba con la división contigua y la traspuso revisando el recinto vacío que dejaba detrás. Rápidamente pudo llegar hasta la puerta de salida y descendió con precaución ayudándose en un recodo del pasamano. De pie en el andén, distinguió un conjunto de bancas dispuestas en hilera con plazas disponibles, se acercó hasta ellas y finalmente se derrumbó, liberando la tensión de sus músculos. Momentos después, el andén quedó flotando en el vacío, barrido por el silencio de los que abandonaban el lugar sin contemplar el rastro de humo pardo y negruzco que regaba la locomotora a su paso. Levantó su equipaje, se dirigió hasta la entrada de la estación y desde allí pudo advertir el sofocante tráfico  que rebalsaba por la calle que corría frente a ella. Descendió los escalones de mármol de la entrada y divisó el reloj de metal incrustado en lo alto de un viejo edificio. Alisó sus cabellos y comenzó a caminar calmadamente hacia el terminal de taxis. Sin embargo, una lejana duda la asaltó haciéndola girar el rostro sin poder disimular una oscura incomodidad. Se detuvo unos segundos a pensar, atinó a coger su manojo de cartas y prosiguió su camino. “Me necesita”, se dijo, “lo sé”.

                               *

El taxi se detuvo frente a una casa con amplios jardines exteriores, grandes ventanales obstruidos por un espeso cortinaje y fachada totalmente envejecida. El terreno en el que estaba enclavada era amplio y podía adivinarse un jardín posterior. Frente a ella, la mujer pudo intuir las causas de un descuido tan evidente y permaneció contemplando la maleza que había invadido los bordes de la entrada. Después de unos instantes más, se acercó hasta la verja de media altura que cercaba el frente y liberó el pestillo por dentro.
Se dirigió a la puerta para tocar. A los pocos segundos, la silueta de un hombre de mediana estatura, con los rasgos de la vejez marcados en los pliegues del rostro y en la profusa canosidad de sus cabellos, se recortó en el vano. Su rostro ostentaba una barba de varios días, sonreía con dificultad y un aliento a alcohol se desprendía de su boca. Luego de un prolongado abrazo, ambos se limitaron a guardar silencio. El hombre levantó la maleta, la miró fijamente a los ojos e ingresaron al recibidor.
-Marion...- dijo el hombre en tono explicativo, después de cerrar la puerta.
     Sin mediar palabra, la mujer lo tomó del hombro, levantó el índice hasta tocarle los labios en señal de silencio y se recostó sobre su pecho. El hombre la rodeó con sus brazos y le besó los cabellos con ternura. Inmediatamente después, la condujo hasta la sala con pasos indecisos y le rogó que lo esperara mientras subía las maletas. La mujer permaneció con las manos cruzadas observando el juego mecánico de un reloj atrapado en una urna de cristal hasta que el hombre estuvo nuevamente frente a ella.
-Me has faltado tanto, Marion- dijo, tomándola de las manos-. Y tenemos tanto de qué hablar. Bueno, llegas justo para la cena-. La condujo hasta el comedor, cruzándole el brazo por encima del hombro y le mostró la mesa. Cogió nuevamente su vaso de whisky que reposaba en ella-. ¡Esto hay que celebrarlo! Sólo debes esperar un par de minutos–agregó-, un par de minutos.
La mujer asintió con la cabeza y dibujó un gesto cansado con los labios.
-Está bien –dijo-. Antes quisiera reposar unos minutos-. Se liberó suavemente, enrumbó hacia las escaleras y agregó-: Tú también me has hecho falta, ¿lo sabías?, mucha falta.

                                *

Al abrir la puerta de su habitación, algo extraño se apoderó de ella. Un aliento fresco escapó discretamente hasta inundarla y se sintió envuelta en una atmósfera que iba reconstruyendo con recuerdos vivos. Dio unos cuantos pasos, se detuvo bajo la lámpara de centro y advirtió, al girar, que los objetos y la disposición de los muebles no había cambiado. La habitación era grande y estaba impecablemente conservada. Se acercó al armario y pudo comprobar, como lo sospechaba, que su ropa y la que había heredado de su madre se mantenían como antes, protegidas del polvo gracias a unas cubiertas de plástico. “Nada ha cambiado”, pensó. Descolgó un vestido con cuidado, un largo vestido de noche nunca usado por ella y comenzó a bailar con él en suaves evoluciones. Entonces recordó el rostro de su madre y su espléndida belleza. Su esbelta figura y su voz sensual, su presencia que llenaba toda la casa, la distancia que se había hecho cada vez más difícil de sobrellevar.
Inesperadamente se volvió hacia el espejo que reposaba sobre el tocador y pudo advertir que un inocultable gesto de dolor habitaba su rostro. Trató de evitarse, pero se sintió atrapada en los contornos de su propia imagen. Ahora podía ver el color artificial de sus cabellos y las opacidades de su piel. Se acercó más al espejo sosteniendo una mirada obsesiva y se mantuvo observando unos minutos el vestido de luces de su madre,  apreciando la delicadeza del talle, el hermoso perfil del corte. En una reacción automática, arrojó el vestido al piso, cerró los ojos y se sintió invadida por una profunda amargura. Al instante se dirigió hacia la puerta de la habitación, cogió la perilla con firmeza y cerró con llave cuidando de no hacer ruido. Volvió a la cama buscando reposo, se extendió sobre ella relajándose y logró con esfuerzo que una suave marea comenzara a mecerla en un concierto pausado, lento. Vinieron a ella soleadas tardes en una playa solitaria y el sonido de las olas que rompían en la orilla y que se extendían hasta besarle los pies. El ocaso de un sol moribundo, el espigón que levantaba una lluvia tupida cuando el mar se estrellaba contra él, y el rostro de su padre, iluminado por la luz de una pequeña lamparilla dentro de una carpa de lona. Sí, podía recordarlo todo con claridad y verse ahora recostada sobre su cama, las piernas extendidas, la ropa desencajada, las manos intranquilas. Rápidamente se incorporó negando con la cabeza y se acercó a la ventana frotándose los ojos. Vio entonces cómo el atardecer invadía la calle tendiendo un manto pardo que envolvía a los árboles y casas. Autos que se desplazaban con los faros encendidos y los postes de alumbrado apresurando el anochecer con la luz que arrojaban sobre la avenida. Apartó la mirada, buscó su cartera con vehemencia, extrajo un pequeño espejo y se comenzó a maquillar. Abanicó los párpados suavemente, retocó el color de su piel y liberó un gesto sensual. “Necesito tranquilizarme”, pensó. Se acercó hasta la maleta, la tendió sobre la cama y sacó una chompa. Se la colocó removiendo los costados corridos a un lado y se volvió al espejo. Finalmente, se devolvió una sonrisa mirándose a los ojos y salió de la habitación.
-Todo está bien, Marion –se dijo-. Todo está bien.

                               *

La mesa estaba puesta y había fuego en la chimenea. Una frutera con manzanas y damascos y una botella de vino tinto con dos copas de cristal labrado sobre el mantel blanco. Servilletas brocadas. El hombre había recogido las arpilleras que se extendían sobre las mamparas que comunicaban con el jardín interior y miraba hacia él sentado en un amplio sofá con un nuevo trago en la mano. En la mesa también había dos velas encendidas.
-¿Marion?- interrogó sin volverse, al escuchar unos golpes agudos que descendían por la escalera. La mujer apresuró el paso y, en unos segundos, pudo dominar completamente los ambientes. Observó la mesa del comedor y se hizo vivo un lejano recuerdo de su madre. Se encaminó silenciosamente hacia las espaldas del hombre, le vendó los ojos con alegre disfuerzo y preguntó risueña:
-¿Quién soy?
El hombre dejó el vaso a un costado, colocó sus dos manos con suavidad sobre las de ella y pronunció su nombre pausadamente. Luego se devolvió la visión apartándose las manos y se mantuvo en silencio, con la mirada fija en el jardín.
-Marion –dijo de pronto-. ¿Vienes a vivir nuevamente conmigo, no es cierto?
La mujer le estrechó las manos en un impulso incontenible rodeándolo por el frente y trató de levantarlo del sofá.
-¡Vamos! –dijo evasiva- ese jardín no está nada bien. Además la mesa luce divina-. Estrechó aún más las manos del hombre y recostó sus ojos en los de él.
-Recibí tus cartas. Sé que todo será diferente desde ahora.
Al instante, el hombre se levantó del sofá y bajó la mirada.
-Esas velas se están consumiendo –dijo la mujer-. Además ya tengo hambre-. Él le devolvió una sonrisa.
Llegaron hasta la mesa y se sentaron frente a frente. El hombre comenzó a servir el vino.
-He dejado mi trabajo por ti- dijo la mujer, observando el color granate que teñía las copas. El hombre detuvo el flujo del líquido y fijó la mirada en ella por unos segundos. Luego continuó sirviendo.
-Vivir sólo es algo complicado –dijo-. ¿No lo crees?
-Lo sé -respondió la mujer.
Terminó de servir el vino, colocó nuevamente la botella junto a la frutera y levantó su copa.
-Brindo por ti, Marion –dijo-. Por ti.
-Yo brindo por nosotros.
Acercaron sus copas para el brindis y bebieron todo el contenido.
-Tu madre adoraba esta mesa -dijo el hombre, con nostalgia-. ¿Lo sabías? Siempre que había algo que celebrar, ella se apresuraba en recordarme las cosas que no debían faltar. Hoy  debes comprar damascos y manzanas, decía. ¡Y no olvides el vino! Sí -continuó fascinado-, puedo imaginarla aquí, frente a mí, liberando el humo de su cigarrillo con elegante indiferencia, observándome con amor, levantando su copa para mí, envolviéndome con el deseo que brotaba de sus ojos. Marion, su belleza, su forma de quererme...
De improviso el hombre suspendió la fuerza de sus palabras y permaneció con la mirada incrustada en el fulgor de las velas, alejado completamente por el recuerdo, absorbido por el pasado. La mujer lo observaba.
-Marion- dijo después de unos segundos, visiblemente desolado-. ¿Vienes a quedarte conmigo, no es verdad? ¡Te he necesitado tanto!
La mujer respondió con una ambigua sonrisa insinuada en el apagado color de sus ojos y reclinó la cabeza. El hombre se sintió desconcertado y solo atinó a insistir.
-Marion, ¿tengo que volvértelo a pedir?
En ese momento la mujer recordó las cartas y el impulso ciego que la había empujado a regresar, las palabras envueltas en un clamor que se volvía plegaria y la visión de su propia vida, apartada, reducida al consuelo de los recuerdos. “Todo volverá a ser como antes”, pensó, “estoy segura”. Finalmente, levantó el rostro y preparó cada una de las palabras en su mente:
-No –respondió-. No tienes que hacerlo. Ahora mejor comamos. Ambos necesitamos descansar.

                                *

Esa noche no pudo retener el sueño. “Me necesita”, se repetía y en esa constatación depositaba mucho de lo que ella ambicionaba en realidad. La seguridad que le proporcionaban sus deducciones, luego de la primera conversación con su padre, después de muchos años, le demostraban que no había cometido un error al volver. Las cartas parecían haberlo dicho todo. ¿Había algo más que agregar? Sabía bien que las palabras cuando no ayudaban confundían los deseos. ¿Por qué no dejar que las cosas se desenvolvieran con naturalidad? El recuerdo de su madre la perturbaba, no obstante había aprendido a vivir con él. Lo aceptaba y estaba segura de  que era mejor que las cosas marcharan así. No debía ignorarlo por ningún motivo.
Los días que siguieron a su regreso los ocupó en el aprendizaje de las nuevas costumbres de su padre sin descuidar el menor detalle. Intentó descubrir lo que había detrás de cada uno de sus actos y de las largas miradas que sostenían cuando el vacío comenzaba a rondar alrededor de ellos.
Fue así que progresivamente, y para sorpresa suya,  comprobó que su padre era un ser más complejo que el que había abandonado algunos años atrás. Alguien a quien creía conocer y que, sin embargo, empezaba a sentir lejano, distante en los momentos en los que  alentaba la intimidad propicia para el diálogo abierto y sincero. No lo podía entender. A pesar de todo, cada día albergaba secretamente la posibilidad de que sólo se trataran de suposiciones suyas.
Con el paso del tiempo, todo comenzó a ser monótono de una forma inevitable y  se sintió envuelta en el fantasma del error. Sin embargo, el compromiso había sido sellado y no había forma de retroceder. Sabía, también, que una fuerza ingobernable la impulsaba a detener el dolor instalado en su vida. Esta era su única oportunidad. Debía insistir.
Inicialmente se había detenido en la posibilidad del cambio. Su vida hasta entonces se había reducido a ciertos momentos de alegría dispersos en la memoria, sumidos en el sopor de la tristeza y la soledad. Volver a casa significaba el reencuentro con lo único que poseía.
No esperaba que su padre volviese a vivir como cuando su madre vivía. Sabía bien que esa muerte había motivado mucho de lo que ella veía a su alrededor, pero conservaba la esperanza de que todo fuera diferente y se diera paso al olvido. Ambos, en el fondo, habían alimentado sus días con recuerdos, de esa forma el contacto interrumpido durante años había levantado entre los dos un muro infranqueable. Fue entonces que comprendió que las cartas podían reducirse a un llamado desesperado, un último llamado del que no podía, a pesar de todo, estar segura.
Como era previsible, llegaron las primeras cartas de sus amigos del trabajo pero no las respondió. Confirmaba al remitente con un gesto de indiferencia y luego las rompía sin abrirlas. Cuando se cumplió un mes de su regreso y su padre se convirtió en una sombra incrustada en el recuerdo de su esposa, el diálogo se interrumpió y ella pasó a convivir consigo misma, como lo había intuido desde el principio sin aceptarlo. Entonces las dudas crecieron hasta inundarlo todo y ella se sintió prisionera de un destino que no se merecía. Sin embargo, de algo estaba segura: no se sometería sin oponer una férrea resistencia. Era lo único que podía pedir. Debía encontrar esa única salida que la ayudara a reconstruir todo lo que el tiempo había destruido desde la muerte de su madre.
Comenzó a detenerse en sus recuerdos con más cuidado sin dejar escapar el menor indicio, sin dejar de vivirlos en la intensidad adecuada. Recuerdos lejanos, apagados, volvían a instalarse en ella, a ser parte de su vida cotidiana. Pronto entendió que debía compartirlos con su padre y que esa podía ser, después de todo, una opción de vida. Encontró entonces un reducto transparente que podía unirlos y que se mostraba favorable. En algún momento pensó que podía vivir así, si seleccionaba sólo lo positivo y si se hacían vida intensa los recuerdos más hermosos. Sin embargo, se detuvo a combatir su propia resignación y a demostrarse que ése sería sólo un escape, que la vida la tentaría en todo momento con un ansia creciente hasta que todo volviese a repetirse desde el principio, como cuando ella tomó la determinación de marcharse. A menudo regresaba a las cartas y hurgaba exhaustivamente en cada una de las palabras que la habían impulsado a regresar. Comprobaba que la soledad envolvía cada uno de los ruegos de su padre y que era verdad, finalmente, que la necesitaba. No cabía duda. Pero, ¿cómo la necesitaba? ¿La quería como una sombra a su costado recogiendo sus pasos hasta la muerte?
“Cambiar a veces resulta más difícil que aprender a vivir”, se decía. No le exigiría que sepultase el recuerdo de su madre. Sabía bien que esa era la única razón que podía mantener a su padre con vida y que por encima de todo debía cuidar esa manera de estar conectado con la realidad. El recuerdo era opresivo, por cierto, y nada se podía contra él. Su madre flotaba en el ambiente y todo lo que los rodeaba era la extensión de ella, de su delicadeza, de su gusto, de su inteligencia, de su amor.
Los días siguieron demostrándole a cada momento que las posibilidades del cambio se diluirían si seguía alimentando esa forma de vida. Debía tomar una decisión. Durante noches enteras barajaba todas las posibilidades que su imaginación podía producir. En ese punto la dependencia de su padre frente al alcohol se había hecho más profunda. Todo hacía parecer que él sólo había esperado su regreso para que finalmente comenzara a entregarse a la autodestrucción con mayor libertad. ¿Acaso quería que ella fuera testigo de eso?
A veces se sentía como una mujer injustamente encerrada en una estrecha prisión.
Debía tener la compañía de alguien. Esa sería la única salida. Debía, por todos los medios accesibles, volver a intentarlo todo desde el principio. Olvidar quién era, pensar en la felicidad como una obligación consigo misma, no retardar el menor esfuerzo. Actuaría de acuerdo con sus instintos. No los traicionaría en ningún caso. Sentía bullir en ella diversos sentimientos confusa y hasta contradictoriamente. Debía ordenarse. Sin embargo, estaba segura de algo: debía amar, arrancar de sí el dolor, la amargura que habían hecho de ella un ser hasta cierto punto artificial. Comenzó a preocuparse de su apariencia. Rescatar su belleza apagada, el natural esplendor heredado de su madre. Establecer un pacto de belleza, volver a desarrollar su amor propio sepultado por una excesiva preocupación frente al mundo exterior.
Pronto descubrió el encanto de sus ojos y cierta efervescencia que brotaba de ellos cuando sonreía. La misma sonrisa de su madre. La juventud la había abandonado, era cierto, pero la imagen de una mujer digna se sostenía en cada uno de sus gestos. Había escogido la soltería como una posibilidad  entre otras y sabía que eso le había dado en su momento la fuerza que ahora sentía ajena por completo. Debía recuperarla. Haber vivido tanto tiempo sola, después de todo, resultaba ser una prueba de valor y las lecciones que había aprendido no eran nada desdeñables. Sin embargo, sentía un profundo temor de entregarse a alguien por completo. No había amado a nadie con la certeza que da el amor cuando es verdadero y de nada servía esa seguridad que recordaba más como una actitud defensiva que como la afirmación de una persona en el sentido pleno. Se sentía, a pesar de todo, desprotegida, completamente sola en un mundo que la atemorizaba. Quería estar segura del camino por el que transitaba, ansiaba una vida sin temores.
Una noche, después de largas meditaciones, pensó que huir sería la única salida. Abandonarlo todo, olvidar las razones que la habían impulsado a volver, pensar que todo había sido un error y que no cometía ninguna falta si abandonaba a su padre a una suerte que ella no había alimentado ni con el pensamiento.
Meditó sobre el futuro de ambos, nuevamente separados, y sobre la imposibilidad de una vida futura fundada en la tranquilidad. Sabía que le pesaría por el resto de sus días el haber tomado una decisión así. No obstante, ahora se manifestaba con más fuerza el ánimo que la había llevado a hacer  ciertos cambios. Había recuperado el amor propio y conquistado una defensa contra la infelicidad que no la convertían en otra mujer, pero que la dotaban de una ansiada seguridad, nueva, vigorosa. No se trataba tampoco de engañarse de manera que todo quedara arreglado por obra de un egoísmo que no sentía. Sólo se trataba de entender. Sin embargo empezó a sentir un miedo incomprensible a sí misma, a lo que sería capaz de hacer por ser feliz. El proceso de destrucción de su padre se había iniciado y todo hacía parecer que era irreversible. Lo intentó todo y todo fue inútil ¿La había engañado entonces? ¿Alentó su regreso sólo para que alguien fuera testigo del horror que había significado para él perder a su esposa? Se sentía capaz de todo. De dejar encerrado a su padre en las cuatro paredes de esa casa que volvía a convertirse en un escenario de triste recuerdo, de marcharse en cualquier momento, de maldecir mil veces a la vida, a su padre y a sí misma, por creerse capaz de lo peor. Una rabia incontenible la invadía, un deseo de no estar viva.
Habían pasado dos meses de su regreso y ya no le quedaban dudas de lo que sería de ella en adelante. El desaliento le había ganado la partida. Poco a poco  fue entregándose al abandono total hasta que no tuvo reparos consigo

                               *

La noche se había desplomado sin dar tregua a los últimos reflejos de la tarde. Ella apenas si lo pudo notar. Había comenzado a beber, como en los últimos días, en busca de sosiego. Recostada sobre el sillón que miraba hacia la calle, dejó que la botella de vino que tenía entre las manos fuera destilando su contenido en un vaso pequeño. Inicialmente había tratado de distender la habitual presión que sentía en su cabeza, pero esta vez se había sentido en un suave confort. Se sentía relajada.
Pensó en su padre y lo imaginó como ella; entonces creyó compartir con él un reducto íntimo e impenetrable y que ahora comprendía en toda su magnitud. “¿Por qué sufrir?”, pensó. Volvió los ojos hacia la calle a través de las cortinas y distinguió con claridad a un hombre joven  que se alejaba apresuradamente. Nada cambiaría, lo sabía bien.
Sin premeditación se incorporó dejando la botella sobre el velador y se acercó a correr la cortina. Quería estar sola. Sus movimientos eran lentos, difíciles. Por un instante el vaso dudó en sus manos, cayó al suelo y se rompió.
-Estoy hecha una ruina -maldijo.
Estuvo a punto de llorar, pero se contuvo. Trató de reunir los pedazos rotos ayudándose con los pies, pero abandonó la tarea. Con dificultad pudo acercarse hasta su cama y se extendió sobre ella. Se sintió pesada, inútil. Volvió sobre cada uno de los objetos de la habitación con extraña admiración, como si todo fuese desconocido. Su mirada tropezó con el tocador, con los sillones, con la lámpara de centro, hasta que se detuvo en el armario. Recordó entonces con una fuerza incontenible el primer día de su regreso, la imperiosa necesidad de volver a su habitación, de verlo todo nuevamente, de comprobar lo que había intuido en muchos años.
Se sintió poseída de una profunda certeza y tuvo miedo. Se incorporó nuevamente, corrió hasta el armario y tiró de las puertas con violencia. El vestido de luces y el reflejo de las lentejuelas se estrellaron contra ella. Todo volvía a repetirse. Sin embargo, esta vez lo descolgó con cuidado y lo extendió sobre la cama. Ahora, todos sus movimientos escapaban a su voluntad. Lentamente comenzó a desvestirse hasta quedar totalmente desnuda. Se dirigió al espejo, observó sus senos, deslizó las manos  por su cintura y se acarició el sexo. Volvió hasta la cama, levantó el vestido y se introdujo en él. Corrió el cierre escondido a un costado de la prenda y volvió a ver su reflejo en el espejo. Recordó el rostro de su madre y se llevó las dos manos al rostro. Comenzó a caminar por la habitación impulsada por una ansiedad indominable y volvió a la botella. La cogió con imperiosa necesidad, se la llevó a la boca y bebió un largo sorbo. Se dirigió hasta la puerta de la habitación. Cuando estuvo frente a ella sintió temor, un temor antiguo. Sin embargo, la abrió decididamente y la traspuso a pesar de todo, maldiciendo, negándose a sí misma. Todo era una confusión. Dejó la botella en el inicio de la escalera y comenzó descender los altos escalones. Algo le había dicho que su padre se encontraba en su habitación. Bajó al bar y cogió dos vasos. Luego se dirigió a la cocina, abrió el refrigerador y sacó un par de hielos. Volvió al bar, los introdujo en los vasos, agregó whisky y tomó una bandeja plateada. Colocó los vasos sobre ella y se dirigió a la habitación de su padre.
Ayudándose con una mano pudo abrir la puerta. Todo estaba oscuro. Encendió la luz. Entonces pudo verlo. Su cuerpo estaba extendido sobre la cama y sostenía un vaso a medio consumir. La mirada incrustada en el cielo raso. Dejó la bandeja en la mesa de noche, se acercó hasta él y lo tomó de la mano. Su padre le devolvió la mirada y sonrió, pero sus ojos estaban totalmente extraviados. Ella le acarició la frente y, sin poder evitarlo, lo besó en los labios. Luego comenzó a desabotonarle la camisa.
-Ahora ya no estaremos solos- dijo, segura de sí misma-. No más.

Se acercó hasta la puerta, la cerró y presionó el interruptor de luz.

Tuesday, July 16, 2013

Alfredo Pita

Narrador, poeta y periodista nacido en Celendín, Cajamarca, en 1948. Su novela El cazador ausente ganó el Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas, en 1999, en el marco del Salón Iberoamericano del Libro de Gijón (España), por lo que fue traducida y publicada en cinco países europeos (Ed. Métailié, París; Seix Barral, Barcelona; Guanda, Milán; Asa, Lisboa; y Opera, Atenas). Su último libro, Días de sol y silencio (UIGV, Lima 2011), es un relato testimonial sobre la amistad que le unió, siendo él muy joven, con el gran escritor peruano José María Arguedas, en los tres años anteriores al trágico fin de éste. Ha escrito también los libros de cuentos Y de pronto anochece (Lluvia Editores, Lima, 1987), Morituri (Ecla, París, 1991) y Extraños frutos (UIGV, Lima 2010), así como los poemarios Sandalias del viento (Extramares, París 1995) y el libro para niños Un pequeño capitán (Cidcli, México, 2002). Ganó el Premio al Poeta Joven, durante el Encuentro Nacional de Poetas Peruanos de 1966, con el poemario Hacia los valles y el Concurso de Cuento de la revista limeña Caretas en 1986 y 1991. Vive actualmente en París y trabaja para la Agencia France Presse


EXTRAÑOS FRUTOS

Para José Manuel Fajardo y Karla Suárez 

El automóvil apareció como una sombra fosforescente y pasó, lento, frente al lugar donde él estaba. Era blanco, avanzaba en silencio y sus llantas apenas bisbiseaban sobre el asfalto húmedo. La calle brillaba dándole lustre y hondura a la oscuridad. La noche estaba cargada de una reverberación helada, pero tal vez era él, que ya estaba empapado. Su memoria lo agarró por el cuello y lo tiró hacia atrás, a sus años de estudiante sanmarquino. Recordó la llovizna en las madrugadas de Lima, el invierno en el centro de la ciudad. Era algo así, pero a la vez tan diferente. Él estaba ya lejos de todo eso. Aún cerca del Pacífico, sí, pero a años luz, a varios mundos de aquellas calles en las que había sido joven y nada feliz. Sí, había una distancia abismal entre esa esquina y las calles de su barrio, de su ciudad, de su país, del que había tenido que salir corriendo. ¿Hacía cuántos años de todo eso? Ya no llevaba la cuenta, le daba una especie de vértigo. Y allí estaba, en Los Ángeles, en pleno centro de Los Ángeles, después de haber pasado dos años, aleccionadores y horribles, de aclimatación al american way of life, del lado de Miami. Allí estaba, con sus cuarenta y pico años a cuestas y, bajo el brazo, es un decir, un mugroso título de abogado, de abogado peruano en California, perdonen la tristeza, que de nada le servía ya, y por el que, en Lima, habían estado a punto de matarlo o, al menos, de meterlo en la cárcel.
No había llegado a Los Ángeles para triunfar, como tal vez habría intentado engañarse a sí mismo de haber llegado joven. Un cuarentón triunfa con dificultad en California, y menos si no sabe inglés, como era aún su caso en los días en que llegó. Ahora lo chapuceaba, es cierto, pero no como para intentar levantarse a una actriz de Hollywood. No, su acentazo no era un pasaporte para la gloria. Tampoco estaba allí para fracasar, todo lo contrario. Se había prometido ganar plata, mucha plata, tanta como pudiera, para, un día, poder volver. Volver. Alguna vez, cuando todo se hubiese calmado. Por ahora, cada vez que lo pensaba, le era imposible imaginar ese regreso. Le era difícil hacer rimar en su cabeza la palabra volver y el sonido de sus pasos saliendo del aeropuerto Jorge Chávez de Lima. Sólo de pensarlo sentía sudores fríos y vagas arcadas irradiaban, amargas, desde sus tripas. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cinco años? ¿Seis? El juicio no estaba cerrado y la orden de captura estaba viva. Todo estaba contra él y el dictador asiático y su caterva de ratas ladronas se la tenían jurada. Al flaco Manuel no le habían dado a escoger y una mañana amaneció con un tiro en la nuca en una vereda de Chorrillos. Con él, sin embargo, habían intentado jugar la legalidad. Lo acusaban en la práctica de terrorismo y lo querían apresar y juzgar. Llegado el momento, sin embargo, un comando de la muerte se habría encargado de él, estaba seguro. Había metido los dedos en el engranaje. Él, un joven abogado que había querido aventurarse en la defensa de los derechos humanos y otras arenas movedizas. No le había quedado, pues, sino la fuga. Por otro lado, ese viaje a Estados Unidos, al que lo incitaron, al comienzo, el miedo y el instinto de conservación, había acabado por tener otra justificación: el deseo, confuso y a la vez imperativo, de encontrarse con alguien, de verle la cara a otro prófugo, al militar que había matado a tanto campesino inocente en Ayacucho, al hombre que, al parecer, había matado a su amigo. El hijo de puta también se había “exilado” en tierras gringas, como él. No había logrado averiguar nada sobre el verdugo, al que venía buscando tres años ya. Eso también estaba pendiente. Ese era su “sueño americano”, del que poco había logrado. Esa era su circunstancia, su historia y sus límites. No le quedaba otra cosa sino juntar fuerzas, tensar músculos e ideas, y aguantar, aguantar, buscar su oportunidad, hallarla y sumar los dólares que fueran cayendo para, llegada la hora, hacer lo que tenía que hacer allí. No debía soñar en todo caso y, menos, cojudeces. De hecho, a diferencia de los peruanos que había encontrado en todo ese tiempo, una de las primeras cosas que él se había impuesto al llegar a Estados Unidos era que no había que soñar con castillitos de Disneylandia y con princesitas pecosas adictas al helado. Había que tener los ojos abiertos, pues, muy abiertos, para que la presa no se escapara, de presentarse la presa, claro. Así eran las cosas.
Sí, no había que soñar. Era la consigna, dijeran lo que dijeran los que se creían el cuento, los que no llegaban a ver que eso era sólo para algunos, para muy pocos. El verdadero “sueño americano” lo vivían otros, los que se movían en las alturas de ese paraíso, los que roncaban sobre ese país y el mundo, los que tenían la sartén por el mango y repartían la torta o, mejor dicho, los mendrugos de la torta, que la torta se la quedaban entera, o casi. Para los otros, para la gente como su gente, lo único que quedaba era la servidumbre, ese estado objetivo de esclavitud que no querían ver los que se aferraban a la esperanza. Claro, que siempre podía llegar el golpe de suerte, que podía presentarse de cualquier manera. Sólo había que tener los ojos abiertos para que la liebre no se escapase. ¿Volver...? ¡Por favor! Él no sólo no había triunfado, sino que a esas alturas ni siquiera tenía trabajo de temporero, ya no se diga de lavaplatos o de portero. Hasta eso se había convertido en una quimera para él. Esa era una de las razones por las que estaba allí, en la madrugada, caminando bajo la garúa, preguntándose cómo iba a hacer, dónde diablos iba a dormir. Mala idea, muy mala idea esa de haberse quedado con los colombianos, jugando póker y tomando cerveza en el depósito donde trabajaba uno de ellos. El cabrón que apareció y les sorprendió era uno de los jefes. No sólo los asustó sino que los amenazó con la policía. Los colombianos se esfumaron en la noche, dejando a su paisano explicándose con el patrón. La policía era lo último que querían ver. Él también se había alejado del lugar, pero sin correr, a buen paso, no sólo por no llamar la atención sino por dignidad. De hecho, el cabrón ese del jefe nunca iba a llamar a la policía, pues hubiera tenido que explicar con detalle sus negocios y sus treinta o cuarenta latinos indocumentados. Los colombianos se habían dejado impresionar y habían escapado, rápidos como anguilas. De su lado, su venganza había sido salir con calma, llevándose de paso una botella de whisky que, desde hacía un momento, le guiñaba el ojo desde un anaquel. Él sabía cómo eran las cosas, por lo que caminó sin correr, adentrándose en la noche y la lluvia, pero, sobre todo, en sus recuerdos. No, el retorno a Lima no estaba a la vuelta de la esquina.
Lo que tenía que hallar era un lugar seco, ya no para dormir sino para esperar el día. ¿Dónde hallarlo en el centro de Los Ángeles, en el corazón, o el vientre, de esa ciudad inmensa, donde a esa hora no había circulación y no se paseaba ni un alma, salvo él? Seguir caminando, intentar llegar a pie hasta Palmetto, el barrio donde se alojaba, era una apuesta disparatada. Sin pensarlo había encaminado sus pasos hacia esa plaza, donde, ahora se daba cuenta, en varias ocasiones había visto, a la caída de la tarde, a gente que reunía cartones y bolsas de dormir, como preparándose para la noche que se venía. Y allí estaba, bajo la lluvia, pensando en el acto fallido, en el peregrino impulso que lo había llevado a acercarse a ese lugar, a buscar un refugio, tal vez un cartón de refrigeradora que le sirviera de dormitorio y morada, por lo que quedaba de esa noche, al menos. Fue en ese momento cuando vio pasar el automóvil ese, que ahora ya se alejaba, silencioso, majestuoso, como un halcón blanco que volase a ras de tierra, rumbo a una mansión del lado de Mulholland Drive, o a un hotel donde, al que conducía, lo esperaba una cama limpia y caliente, ¡concha de su madre! Y él que no tenía un par de pesos para comer algo o para pretender dormir en un hotelucho. Los del póker lo habían limpiado. Ese era su triunfo "americano", por el momento. Y esa noche, y esa lluvia, eran un buen marco para considerar lo que había hecho de su vida. Esa no era su primera noche en la mera calle, ni mucho menos, pero era la primera con llovizna y eso lo cambiaba todo. Le asombraba verse a sí mismo en ese estado, en ese trance, como hubiera dicho su madre, pero no podía decirse que todo eso lo tomara de sorpresa. No, había que tener el valor de reconocerlo. No había sabido hacer las cosas, eso era todo. Ni en el Perú, donde se puso a defender a "terrucos" cuyas ideas no compartía, ni allí, en ese recodo de las entrañas del imperio, en medio de esa sociedad de mierda a la que, por necesidad, se había acogido, donde no había asumido su papel, donde no había aceptado los sometimientos mínimos que le imponía su condición de inmigrante clandestino. Se la había buscado, y a lo hecho, pecho.
En esas condiciones, ¿volvería, alguna vez? Ya hasta le daba náuseas intentar responderse. Buscó con la mirada el fondo de la noche y de la lluvia en que se había desvanecido el automóvil blanco y, sorpresa, vio que estaba de retorno. El automóvil avanzaba de nuevo hacia él, lento, irreal. Parecía no rodar, sino deslizarse. Él seguía detenido en esa esquina, donde, desde hacía un buen momento ya, se había puesto a considerar, bajo esa llovizna "limeña" y como paralizado, sin animarse a avanzar ni a retroceder, lo que había hecho de su vida, ¡insensato!, ¡insensato! El automóvil ya estaba cerca. Lo miró, ahora con impaciencia, molesto de que el hijo de puta ese que lo manejaba anduviera dando vueltas por allí, merodeando por donde él estaba, en lugar de estar gozando de su casa y de su cama caliente y limpia. El coche se detuvo a unos diez metros. Había dos personas dentro, el chofer y alguien a su lado, o alguien que estaba en el asiento de atrás, pero que se había inclinado para hablarle, para darle instrucciones al conductor. De pronto, desde la ventanilla delantera, posiblemente accionado por el chofer, se encendió un potente fanal, como si dentro del vehículo hubiera policías buscando a alguien, y un chorro de luz comenzó a barrer la amplia vereda de la plaza. En su cerebro también se hizo la luz y, centelleante, le vino la idea. No buscaban a nadie, se trataba de otra cosa. Desde la ventanilla trasera alguien estaba filmando ese lugar, esa escena que él no había visto bien, pero que había presentido, y buscado, al acercarse allí, con una extraña mezcla de fascinación y de temor. El chorro de luz dio vida a un horizonte de bultos informes que pronto se convirtió en una masa que se agitaba en forma lenta, que gruñía y protestaba ante ese baño de sol en medio de las tinieblas. Un paisaje extraño se movía ante él, nítido y muy cercano. Bultos cubiertos con plásticos, con periódicos, con sucias mantas, formas humanas que emergían a medias de absurdas construcciones de cartón. Ese era el planeta de los pobres diablos que él había ido a buscar. Y allí estaba él, contemplando, a su izquierda, en esa acera de Los Angeles Street, cuadra ocho, a esa humanidad en harapos y, a la derecha, delante de él, al automóvil que los filmaba. Tuvo ganas de alejarse, esta vez corriendo, pero algo en su cerebro lo paralizó. Tal vez había ido hasta allí para ver también eso.
Los del automóvil seguían filmando la confusa alfombra humana que ya se alzaba. Alguien, desde las cajas más próximas a él, tosió.
—¡Mierda...! —se alzó una voz sofocada— ¿Qué ocurre...? ¿Nos está filmando el hijo de puta…?
—¡¿Qué pasa...?! ¡¿Qué pasa...?!.
Las voces se trizaban, estallaban. Eso iba a acabar mal. Él supo que debía alejarse, que debía retroceder, pero no se movió. Estaba fascinado por lo que estaba viendo. Muchas de las sombras estaban ya en pie, y brillaban, enceguecidas y titubeantes, cubriéndose los ojos heridos, como si el fanal las hubiera arrancado con sangre del sueño, del suelo donde habían estado debatiéndose con pesadillas que no eran nada frente a lo que les estaba ocurriendo. La viva alfombra, que se extendía hasta el final del square, se agitaba bajo la fina llovizna, convulsa, colectiva, como si fuera incapaz de reacciones individuales. Todo eso duró apenas unos segundos. Los gestos de esa multitud oscura eran lentos y confusos. Las siluetas, sin embargo, trabadas por las mantas, por los plásticos y cartones de los que surgían, comenzaban a tener coherencia. La sorpresa jugaba contra esa gente y eso se veía en el paso errático, vacilante, con que avanzaba el primero que había reaccionado. Era un gigante negro que, bañado por la luz del fanal, parecía ser de plata. Su gran melena, trenzada, apelmazada, a medias recogida hacia atrás, parecía despedir rayos. Pensó en un Bob Marley enorme, fornido y belicoso. El hombre quería hacerlo todo a la vez, gritar, botella en mano, alertar a los otros, avanzar, pero trastabillaba en su intento de acercarse a la pista, de lanzar su proyectil. Atrás, se alzaba ya un coro de insultos, al tiempo que las miradas se tornaban en todas las direcciones y las manos, afanosas, enloquecidas, buscaban piedras, maderos, cualquier cosa hiriente, arrojadiza.
Cuando lo alcanzó la primera botella, el automóvil ya estaba otra vez en marcha y se acercaba hacia donde estaba él, siempre lanzando su implacable chorro de luz. Él veía la escena paralizado, como un gorrión al que la serpiente va a devorar. Adivinó que, de un momento a otro, ese fantasma sobre ruedas iba a acelerar, que sus llantas iban a chirriar y que iba a alejarse, ahora con brillos opacos, para no volver más. Su mano se levantó autónoma y, con la fuerza y la certeza del atleta que él no era, lanzó la botella de whisky contra el parabrisas, que estalló. Él lo veía todo en cámara lenta, como a través de una cortina de escarcha. El automóvil se desvió y se estrelló contra un poste. Se quedó inerte y silencioso. Su fanal se había extinguido. Las sombras se lanzaron sobre los restos de la bestia herida, mientras él contemplaba la escena, el coche, la noche, las botellas y latas vacías de cerveza que volaban, que lanzaban los rezagados y que no llegaban lejos. ¡Por la grandísima…!
Los ocupantes del automóvil no estaban heridos, sólo golpeados y, sobre todo, paralizados por el miedo. Los sacaron a empellones y les cayeron algunos puñetazos y patadas, que no continuaron porque el gran negro impidió que la horda se desbocara. Pidió calma y silencio y se llevó el dedo hacia la oreja, como para escuchar alguna lejana sirena de policía. No se oía nada, salvo el rumor, casi imperceptible, de la lluvia sobre la ciudad dormida, y los quejidos de uno de los ocupantes del automóvil, que, al parecer, era el que peor había salido del choque. La noche había vuelto a la oscuridad y a su indiferencia por el hecho humano, por los pequeños afanes, por las miserables contiendas de los hombres. Volvió a sentir la urgente necesidad de desaparecer de allí, pero permaneció inmóvil. El gigante, cuyos rasgos ahora se fundían con las sombras, dijo que había que sacar de allí el automóvil, que había que aparcarlo, para que no llamara la atención. Los otros le obedecieron.
Hecho esto, un grupo comenzó a vociferar, a empujar a los dos hombres hacia el square, más allá de la reja contra la que se apoyaba la larga ciudadela de cartones y de tiendas improvisadas de plástico.
—¡Hijos de puta...!
—¡Avancen, pelotudos! Así que filmándonos, ¿no?
El negro volvió a pedir calma y, agitando las manos con las palmas hacia abajo, exigió menos bulla. ¡Callen, carajo! ¿Quieren que venga la policía, o qué? Los más exaltados dejaron de gritar y alguno se consoló dando un empujón brutal a los detenidos, que estaban demasiado aterrados para protestar. Él estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo, algo le decía que, esa noche, tal vez no debía meterse en más honduras. Estaba madurando, no había duda. Antes, actuaba, y pensaba después. El gigante lo miró, levantó el índice, como llamándolo, y comenzó a caminar hacia él. Se dijo que había perdido, hacía unos minutos, una buena oportunidad de largarse. El hombre avanzaba despacio, con pasos sincopados, salmodiando algo entre los dientes, alzando otra vez los brazos al cielo, pero ahora ya no con ira, sino como para agradecer algo a alguien, o para recibir en sus manos la lluvia, que desde hacía un momento ya no caía. Cuando lo tuvo muy cerca, vio que el hombre reía y cantaba a la vez, muy quedo, sin dejar de mirarlo, conmovido, agradecido.
—¡Hermano...! ¡Vi lo que hiciste...! ¡Muy bien!
Vio también sus abundantes canas, su barba rala y blanca, su melena alborotada; vio sus facciones, su sonrisa, su mirada afiebrada. Sintió su pesada mano en el hombro, mientras que, fascinado, buscaba, en sus oscuras cuencas, sus ojos, que parecían dos brasas extraídas de una forja. El hombre repetía, ¡muy bien!, ¡muy bien! Él no supo qué responderle. No se atrevió a decirle que lo había hecho sin pensar, que ahora lo único que quería era volverse por donde había venido y desaparecer de allí. La mano del hombre, con una leve presión, lo orientaba ya hacia la plaza, hacia donde los otros se habían ido con sus prisioneros. Él obedeció. La idea de que él también era un prisionero le atravesó, fugaz, la conciencia.
—Vamos a ver qué se hace… —dijo el hombre.
En el centro del parque, bajo la luz amarilla de unas farolas, el nutrido grupo, el tumulto de sombras, se agitaba en forma ruidosa en torno a sus presas, a los dos hombres que yacían amordazados y maniatados en el suelo, como si hubieran sido capturados en alguna guerra exótica. El grupo inconexo de hacía un momento era ahora un ser colectivo, una tribu, que saltaba y danzaba lanzando gritos, quedos, aullidos contenidos, casi sólo mimados. Al verlos, algunos se pusieron a corear un nombre, exaltados, ¡Clyde!, ¡Clyde!. El hombre quiso imponerles silencio sin mucho éxito. En ese momento las nubes dejaron pasar la luz de la luna, que iluminó aún más esa extraña asamblea, esa escena esculpida en cobre y plata que él tenía ante sí, en la que se perfilaba y adquiría forma nítida esa multitud que entonaba su desigual canto ahogado. El hombre se esforzaba por poner un poco de orden. Bueno, vamos a aclarar esto, dijo. ¿Qué han averiguado? ¿Alguien tiene algún elemento? Algunas voces asintieron. Una de ellas dijo que eran unos periodistas de Nueva York, que intentaban hacerse de un reportaje sobre los efectos de la crisis. Alguien tiró a los pies del gigante un maletín con documentos y materiales. Lo habían tomado del automóvil, era evidente. Aquí está todo, dijo, con odio frío, un individuo iracundo. Lo dijo casi escupiendo.
—¿Qué hacemos con ellos, Clyde? Estos perros merecen un escarmiento.
Otro clamó:
—¡Vamos a arrancarles la piel, los ojos!
Otro rió obscenamente.
—¡Clyde, que tal si los fusilamos todos y cada uno!
Se alzaron otras risas. El gigante no respondió. Se puso de cuclillas junto a uno de los caídos. Le quitó la mordaza y se puso a interrogarlo, a dialogar con él, como un jefe de milicia que aún no sabe la suerte que va a imponerles a sus prisioneros. Luego se puso a hablar con algunos de los que lo rodeaban en círculo. Era un consejo de guerra. Se diría que estaban en un claro de bosque, en alguna sabana, salvo que en el horizonte se alzaban los grandes rascacielos que rodeaban el centro de Los Ángeles. Volvió a sentir la urgencia de irse. Se dijo que ya estaba bueno, que ya se había complicado la vida en forma suficiente, que era tiempo de desaparecer de ese lugar. Debía hundirse en esa selva de edificios y calles que apenas conocía y que ya se le había revelado hostil y fría en otras ocasiones. Porque quedarse allí sólo podía ser peor, sobre todo si aparecía la policía. Le extrañaba que no estuvieran ya allí, con sus sirenas y todo su circo, después de lo que había ocurrido. Hizo ademán de retroceder unos pasos, sin dejar de mirar el tumulto que poco a poco se iba calmando, como si tuviera que fijar bien en su cerebro todo ese paisaje humano y material que tenía al frente y que, por momentos, se preguntaba si era real o tan sólo un sueño. Clyde hablaba con el prisionero y, otra vez, con su estado mayor. Sonrió por la analogía que estaba haciendo. La luna se había vuelto a ocultar, pero él, en forma inexplicable, veía todo eso muy claro. Esa noche, no sabía qué lo había puesto así, si las cervezas, la adrenalina, la llovizna o, simplemente, sus recuerdos. En todo caso, estaba como clarividente, algo zahorí. Siguió retrocediendo. No, no era eso. El centro del parque estaba algo iluminado, y la luz de la luna se iba y venía, eso ayudaba. No se pudo alejar mucho. Clyde se volvió hacia él con naturalidad y le hizo un gesto de que se acercase. Él obedeció.
—¡Este hermano latino nos ha dado una mano! —dijo.
Los dos prisioneros estaban de nuevo amordazados y esperaban su suerte como resignados, inmóviles. Se dijo que tal vez debía ayudarlos, pero calló.
Clyde insistió:
—¡Este hermano latino nos ha hecho un gran regalo hoy! ¡Quiero que lo traten como corresponde a un aliado nuestro!
Un rumor de aprobación lo rodeó y le hizo sentir algo que no sentía desde que se fue del Perú. Que servía para algo, que podía ser útil, que no era diferente en esa sociedad obtusa, que había ayudado a gente que estaba aún más al margen que él. Tal vez, todo eso estaba escrito en alguna parte y por una razón determinada él debía estar esa noche allí, asistiendo a esa ceremonia difícil de entender y de describir. Su mirada buscó por instinto a los caídos y vio que seguían quietos en la tensa espera de su suerte. Algunas manos le palmearon la espalda con aprobación. Él seguía fascinado por esa tensión que había cedido sin ceder, por la electricidad de los gestos y miradas que lo rodeaban. Las voces y los brazos seguían levantándose, como intentando arrancar algo a la noche. Una voz entonaba un monocorde rap improvisado que daba cuenta de la situación extraña que todos vivían. Muchas de las sombras miraban las nubes que dejaba filtrar la luz de la luna, como si el cielo tuviera que rendir cuentas a esa humanidad que ahora parecía querer danzar y que poco antes él había visto armada de botellas, de trozos de madera y fierros viejos. La elasticidad e incoherencia de los pasos de la danza de guerra que intentaban algunos lo fascinaba. Se preguntó si algo malo iba a ocurrir allí, si a los prisioneros, a esos dos pobres diablos tirados a unos pasos de donde él estaba, los iban a castigar aún más. El no quería ser cómplice. Mirando esos pies que danzaban, vio que muchos de esos hombres estaban descalzos, o que sólo llevaban medias. Se decidió por hablarle con claridad al gigante, y carraspeó.
—Disculpa, Clyde…
El hombre siguió su mirada y contempló también, sin odio, a los intrusos que habían querido convertirlos en reportaje. No lo dejó hablar. Le puso la mano otra vez en el hombro y le dijo que no tenía por qué preocuparse. Más bien ven aquí, dijo, y lo guió hacia los amplios peldaños que había al pie de un monumento en el centro del parque. Sentémonos y hablemos, que alguien nos traiga algo para beber. Veo que te preocupan los tipos esos. No temas por ellos. Pero esto no quiere decir que se vayan a ir sin explicarse y sin pasar un mal rato. Ven. Hizo que su gente trajese a los prisioneros y los pusieron al frente, de rodillas, lo que lo incomodó. Iba a protestar, pero Clyde lo volvió a calmar poniéndole la mano en el brazo. Escucha, camarada, escucha, hermano, dijo. ¿Sabes que esta no es la primera vez que nos incomodan así?, lo interrogó, desconcertándolo, confundiéndolo aún más.
—¡Esta es la tercera vez en un mes...! —dijo.
Los prisioneros negaron al unísono con la cabeza. Ya sé, les dijo, que no son sólo ustedes. A muchos otros pelotudos se les ocurre lo mismo. ¿Qué creen que somos nosotros, bestias, animales exóticos? ¿Es todo lo que les provocamos? ¿Una curiosidad folklórica? Los hombres negaron otra vez, mudos. Eran un pelirrojo de rostro moteado y un asiático, ahora los podía observar mejor. Eran el reportero y su chofer, en ese orden, sin duda. Negaban en silencio y con vehemencia. Sí, sí, ya sé, dijo Clyde. Lo único que ustedes querían era un reportaje, un poco de material para amueblar el aburrimiento de sus espectadores y clientes con horas y horas de discursos vacuos sobre la crisis económica, la crisis social y el sufrimiento de la pobre gente, de los negros que no tienen donde vivir y duermen como paquetes informes, ¡extraños frutos!, en las plazas públicas y en las calles de las grandes ciudades, sin agua caliente y sin televisión que los engañe, rodeados de la fortuna de los otros. Lo único que ustedes querían era una tarjeta postal sobre el sufrimiento de la gente oscura, que ustedes en realidad no conocen y con lo que quieren darse buena conciencia. Ya sé que ustedes no son sacos de mierda sino ángeles repletos de buenas intenciones. Pero, ¡quién me dice que eso es cierto, que no hay otra cosa detrás de sus acciones, de sus intenciones! Con la mano les prohibió que hicieran siquiera un gesto. Porque hay gente mala que, desde siempre, ha querido que seamos malos también, para castigarnos, y nos provoca. Poco a poco su discurso fue tomando fuerza y pronto se convirtió en un río quedo, fluctuante y, a la vez, poderoso. Todo el mundo lo escuchaba ahora en silencio. A él le había conmovido la alusión a Billie Holiday. Clyde hablaba cerrando los ojos y luego abriéndolos en forma desmesurada, mientras gesticulaba con la boca, con la nariz, y alzaba los brazos y se llevaba las inmensas manos hasta su rostro, como si necesitara limpiárselo, limpiar sus ideas y sus palabras, explicarse las cosas para entenderlas mejor. Su vehemencia era tal, que hacía pensar que en cualquier momento iba a dar una orden terrible o incongruente, de matar, de orar o, tal vez, de aplaudir. Cualquier cosa podía ocurrir. ¡Hay gente mala!, repitió en voz baja, esta vez mirándolo. ¿Por qué? ¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué es lo que están buscando, que desatemos un nuevo Watts? ¿Un nuevo berenjenal? ¿Incendios en toda la ciudad, para que nos asen luego, como tantas veces? ¡Pues si eso es lo que quieren, un día lo tendrán, se lo daremos por el culo, si quieren! ¡Pero sólo el día que se nos ocurra a nosotros! ¡No cuando ellos quieran! El gigante melenudo lo volvió a mirar y miró luego a los prisioneros, quienes lo miraban aterrados y, a la vez, fascinados. Él los contemplaba sin odio, más bien con la tristeza del que sabe que lo que deba ocurrir, ocurrirá. La tribu escuchaba, expectante, otra vez a la espera. Él no quería imaginar el desenlace, aunque una cierta intuición ominosa buceaba en su conciencia y se esforzaba por salir a flote. Clyde no dejaba de hablar. Ya no se dirigía a él, ni a los prisioneros, y se concentró en la asamblea y otra vez en el cielo, con las manos alzadas, como si ahora pusiera de testigo a alguna fuerza superior. Una imagen rozó su cerebro: de no ser las procacidades que de tiempo en tiempo lanzaba, ese hombre, el hermano fornido de Bob Marley, hubiera sido un buen predicador.
—¡Así es, hermanos...!
El hombre siguió con su alegato y la contabilidad de las provocaciones. Esta es la tercera vez que vienen los hijos de puta, y ustedes saben bien lo que oculta todo esto. Estamos ante una evidente empresa de provocación. ¡Quieren indignarnos, desestabilizarnos! Quieren que perdamos la paciencia, llevarnos a cometer una locura, para así justificar sus planes, ya no la destrucción de nuestra fraternidad, sino nuestra destrucción final. ¡Sí, hermanos! Lo que quieren es eso, que les demos ocasión para que ellos nos acaben como quisieran acabarnos. Pero ese final no está escrito como ellos creen, o quisieran. El final, somos nosotros los que lo vamos a escribir. Será como nosotros queramos, o lo permitamos, y no habrá otro. Ahora hablaba directamente al cielo, en trance. Además, misteriosos son los caminos de la verdad. También nos ocurren cosas buenas. En realidad, nunca llegamos a saber cuándo sabemos algo de verdad, ni cuándo no lo sabemos. En forma súbita se tornó hacia él y le puso la mano en el hombro otra vez. Aquí tenemos un hermano, por ejemplo, que no conocíamos ayer, que no sabemos quién es y que, de pronto, nos ayuda.
—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Quién eres, hermano? ¿De dónde vienes y qué has venido a hacer a esta ciudad de Los Ángeles? ¿Qué te ha traído a caminar, de noche, bajo nuestro inmenso cielo ya sin estrellas?
Era extraño, todas esas preguntas, con menos retórica, él no cesaba de hacérselas en los últimos tiempos. Les dijo quién era, que estaba en Estados Unidos más de cinco años ya, que vivió primero en Miami y que desde hacía tres años se había trasladado a Los Angeles. Sus razones eran múltiples, intentó explicar. Soy un peruano que viene de Lima, que ha escapado de la miseria, como tanto latinoamericano que llega por estas tierras, pero también estoy aquí, entre otras cosas, para salvar mi vida, que estaba amenazada. Vengo de un país en guerra, no se olviden, agregó. No supo si el influjo de la última palabra o si lo que estaba diciendo, en general, interesó más a Clyde y a su gente, el hecho es que, de pronto, se encontró explicando la situación del Perú a una concurrencia atenta y todo oídos que se había hecho más compacta en torno al jefe y a él. He oído hablar de esa guerra en el Perú, dijo Clyde. El ejército de tu país se enfrenta a un ejército maoísta, ¿es eso? No del todo, le respondió. Sendero Luminoso no tiene ejércitos. Son bandas, grupos, que ellos denominan columnas, que se activan para operaciones precisas. Es la guerra de guerrillas, atípica, desigual y sangrienta. Los que más sufren, en este caso, no son ni los soldados ni la gente de Sendero, sino la pobre gente del pueblo que se encuentra atrapada entre dos fuegos, utilizada por uno y otro bando como escudo contra el adversario y, de hecho, el grueso de los muertos lo ponen los civiles, los que no han pedido esta guerra y que no saben cómo salir de ella. Yo no veía las cosas así, dijo el hombre, cada vez más interesado. ¿Pero es una democracia, no? No, para nada, respondió. Nunca lo ha sido y, menos, ahora. Nos gobierna una dictadura civil-militar con un tecnócrata nipoperuano a la cabeza, un tal Fujimori, un gran ladrón. ¿Un japonés?, dijo alguien, ¿Perú no era el país de los incas? Alguno le respondió con una frase procaz sobre los asiáticos y los indios. ¡Son la misma cosa!, dijo. De los incas y del oro, dijo Clyde. Era el país de los incas y del oro, les precisó. Ahora es un país sudamericano como otros, hundido en la guerra.
Eso es, dijo Clyde, explícame un poco, quiero entender lo de la guerra, ¿cómo, si no hay ejércitos que se enfrentan, hay guerra y hay tanta muerte? La cosa es compleja, respondió. Perú es un país muy rico, poblado por gente muy pobre. Algunos, gente como la de Sendero, piensa que la única salida es la guerra de los pobres contra los ricos, que son todopoderosos. El Ejército, que defiende a los ricos, piensa que la guerra de Sendero es una buena oportunidad para deshacerse de cuanto elemento perturbador, insatisfecho y tentado por la rebelión pueda haber entre la gente del pueblo. Estas dos voluntades han dado como resultado la masacre actual. Un general del Ejército peruano resumió lo que iba a ocurrir hace ya algún tiempo, diciendo que si Sendero quería la guerra, al Ejército le bastaba con hacerse presente y matar a cien campesinos para que mueran diez terroristas y otros insatisfechos. A eso se reduce todo. Sendero ha puesto la guerra y el pretexto, y el Ejército ha aprovechado para limpiar de rojos y de descontentos a la población. El saldo son miles y miles de muertos, no se sabe en realidad cuántos. En Lima, de donde vengo, la masacre no es muy visible, pero hay zonas de mi país que han sido asoladas, devastadas. ¿Has estado allí tú, has visto la guerra?, preguntó Clyde bruscamente, con la mirada encendida. El lo miró, miró a Clyde, a su público inmediato y vio que hasta los dos prisioneros lo escuchaban con interés. Sí, sí he estado, en la zona de Ayacucho, respondió. Soy abogado y he ido por razones profesionales. ¿Abogado?, dijo uno de los oyentes con tono burlón.
Clyde le hizo una seña de que siguiera con su relato. Pertenecía a un grupo de abogados de derechos humanos que quería denunciar las matanzas. Fui para informarme sobre una masacre, una de las tantas. Cuenta, lo animó Clyde, ¿de qué masacre hablas? Un grupo de Sendero pasó la noche en una comunidad y obligó a los campesinos a darles alimentos. En los días siguientes vino el Ejército y mataron a todos, hombres y mujeres, viejos y niños. No perdonaron a nadie, para que sirviera de escarmiento a las otras comunidades. Después amontonaron los cadáveres en una gran fosa y los quemaron con gasolina y fósforo líquido. ¿A cuántos mataron?, inquirió Clyde. No se sabe, setenta, ochenta tal vez. Clyde, con gesto pensativo, pasándose la mano por el mentón, lo interrumpió. En May Lay, en Vietnam, los nuestros mataron a una treintena y esa masacre disparó de algún modo el fin de la guerra. No ha sido el caso en el Perú, respondió él. Meses después de la matanza, fui con Manuel, un colega, hasta el lugar, a conseguir pruebas, a recuperar vestigios, y removimos la tierra, nos hundimos en el barro, y encontramos huesos calcinados. En Lima nos acusaron de complicidad con el terrorismo y, una mañana, mi colega amaneció muerto en una calle perdida, con un balazo en la nuca. Yo tuve que esconderme. ¿Y por eso estás aquí?, dijo Clyde. Es una de las razones, respondió, vacilante. Los ojos de Clyde de pronto le parecieron benignos, protectores. ¿Y cuáles serían las otras, hermano? La otra, precisó, ya sin dudas. La otra es que estoy aquí, no sólo por escapar, por salvarme, por ganarme la vida como cualquier inmigrante, sino porque también estoy buscando a alguien, al Comandante “Camión”. ¡¿El comandante “Truck”…?!, se desternilló de risa el burlón de hacía un momento. No le hizo caso y prosiguió. Un oficial de la Marina peruana, el hombre que comandó el destacamento militar que cometió esa masacre, en Ayacucho, y que luego, en Lima, dirigió al grupo que ejecutó a Manuel, mi amigo. ¿Cómo, está por aquí?, se extrañó Clyde. Sí, a raíz de las múltiples denuncias, su nombre se había hecho público y a los militares no les quedó más remedio que quitarlo del medio, que esconderlo. No se les ocurrió otra cosa que decir que estaba muerto, que había sido secuestrado por desconocidos y que no había vuelto a aparecer. Una patraña, un engaña muchachos. En realidad, habían decidido protegerlo. Se dice que lo sacaron del país con otra identidad y que, desde hacía tres años estaba por aquí, en Estados Unidos, en la región de Los Ángeles. Por eso me vine de Miami. Lo estoy buscando. ¿Y no lo has hallado? Negó con la cabeza. No, no hasta ahora. No lo había hallado, pese a que había lanzado en pos de una pista a todos sus amigos colombianos, centroamericanos y mexicanos, pese a que él mismo había frecuentado con ahínco todo los restaurantes peruanos y latinoamericanos, todos los bares y clubes sociales, las asociaciones de residentes, de amantes de la música criolla y las hermandades religiosas, todos los huecos en los que podría esconderse una rata mayor como esa, como el Comandante “Camión”. Y si un día lo hallaras, ¿qué vas a hacer? La pregunta de Clyde lo sorprendió y se quedó en suspenso. Era cierto, nunca se lo había planteado. De hallarlo, ¿qué iba a hacer con él? ¿Matarlo? La respuesta no venía a su cerebro. Él no había matado nunca a nadie. La respuesta estaba en algún sitio de su alma, provocándole vértigos. Clyde le acercó el rostro y se quedó mirándole a los ojos, como cerciorándose de lo evidente. No respondió.
Clyde se levantó y alzó los brazos como para relanzar la asamblea. Mirando al cielo, exclamó:
—¡No estamos solos, oh Señor! ¡Gracias por las lecciones de esta noche! Dinos, ¿qué quieres que hagamos? ¡Dinos cuál es esta vez tu juego!
Lo miró otra vez como para significarle que su relato lo había conmovido en extremo, como para ahogar un sollozo. ¡Así que ustedes también han tenido lo suyo!, dijo. ¡Tú, peruano, también sabes cómo son las cosas! Luego se volvió hacia la tribu y retomó la palabra. Su voz estaba menos exaltada que hacía un rato y era grave, grave como lo que decía. Habló del tiempo que pasó en Vietnam, del sabor de la sangre, del olor del sudor y de las lágrimas mezcladas con la pólvora y el fósforo y la carne chamuscada, de cómo el humo de la marihuana no era suficiente para adormecer la conciencia. Habló de los Black Panthers, de los héroes y de la heroína, de sus años vividos en los sanatorios y los basureros. Hizo el balance de una guerra que ya duraba siglos. Y así hemos llegado a este recodo del camino, dijo. ¡Hoy acompañados por el hermano peruano! ¡Y por estos pobres diablos que han venido aquí con su auto blanco japonés, con su fanal, con su camarita! La guerra continúa, en todo sitio, prosiguió. Nadie la ha ganado aún, pero lo que sí está claro es que los que siempre triunfaron, ahora ya no lo tienen tan seguro. ¡Por eso nos espían y nos filman! ¡Nos temen! Quieren inducirnos al error… ¡Pero, cuidado! ¡No va a funcionar, a estas alturas del programa, el plan de los demonios blancos, amarillos o tornasolados, de llevarnos a la desesperación! ¡Nosotros, hermanos, no vamos a caer en su juego! ¡Nosotros no vamos a poner el cuello, una de estas madrugadas, para que nos lo rebanen a su gusto! ¡Tendrán que esperar! Era fácil, antes, suscitar nuestra cólera, justa y sagrada. Y nosotros nos dábamos gusto prendiéndole candela a unos cuantos edificios y quemándoles el trasero a algunos de sus agentes provocadores. Luego nos tocaba a nosotros pagar, y venía la policía, la guardia nacional, los bomberos, el ejército, la marina, los marines, la aviación, con sus coches, tanques, lanchas y helicópteros, con sus camiones y lanzas de agua, con sus lanzacohetes y morteros, con sus aviones sembradores de gelatina incandescente, con sus aviones furtivos y sus misiles quirúrgicos, para convertirnos en leve ceniza que sólo el viento quiere llevar. ¡Yo he visto, hermanos, siendo muy joven, en las selvas de Vietnam, lo que son capaces de hacer! ¡Yo he visto cómo el napalm quemaba los bosques, la tierra, los ríos, y evaporaba a los habitantes de aldeas enteras, alimentando con sus almas el volcán en que se transformaba el mundo! Me dirán que eso ya no es de actualidad, pero yo les digo que eso, y más, son capaces de hacer, y lo están haciendo, ahora, en alguna parte del planeta. Hoy quisieran que le demos la ocasión para que nos den esa medicina, y eso no va a ocurrir. ¡Nosotros somos los que controlamos la agenda, ahora! ¡Amén!
Todos estaban transportados por su evocación. Él mismo estaba al borde de las lágrimas y se engañó diciéndose que estaba cansado, que esa noche, no sólo había sido larga, sino que parecía un sueño, un mal sueño y un buen sueño, a la vez, del que ya era hora de despertar. Incluso los dos prisioneros estaban como lelos. Una vez más, Clyde se frotó el rostro como si, de pronto, agotado, también necesitara volver a bajar a la realidad. ¡Así son las cosas, amigo!, le dijo en castellano, volviéndose hacia él. Me has preguntado hace un rato, volvió a su lengua, lo que vamos a hacer con estos desgraciados, con estos dos gusanos que tejen la seda de la desinformación y el engaño, con estos pobres esclavos que creen tener la conciencia limpia y que se obligan a ignorar lo que, sin embargo, saben. Estos dos infelices que piensan y dicen, en realidad, sólo lo que sus amos quieren. Yo, hace un rato, había hablado de escarmiento, de no dejarlos irse sin castigo, creo que ya han tenido ambas cosas, y más, en este rato que han pasado en nuestra compañía, ¿no crees? No vamos a llevar el exceso hasta flagelarlos, eso ya no se hace, aunque bien se lo merecerían. Algo deben haber aprendido de lo que han visto y escuchado, en particular, de tu relato sobre las cosas que ocurren en tu país lejano y misterioso. Y no creo que nos traigan problemas, no. No creo que se les ocurra irse a la policía a denunciarnos por daños a su coche intruso. No, no lo harán, tenemos sus nombres y sus datos. Ellos saben que no estamos solos, que nuestros hermanos están en todo lugar. ¿Me equivoco?, preguntó, dirigiéndose a ambos hombres, que ahora parecían respirar más tranquilos. No, no se equivoca, balbuceó el pelirrojo. Clyde hizo un gesto vago hacia su rostro y, luego, hacia el rostro del asiático. Era un gesto lento que tenía tanto de bendición como de amenaza. Entonces, se volvió hacia él y le dijo, anda, pues, peruano, sigue tu camino, continúa con tu búsqueda. Y llévate de paso a esta gente, sácalos de este lugar. Nosotros, si logramos averiguar algo sobre el verdugo que buscas, te lo haremos saber. Y tú nos harás saber de lo que eres capaz. Sonrió con tristeza. Ya no llovía y ya no había luna. El día despuntaba, y sobre el cielo de Los Ángeles una leve capa de nubes rosadas prometía el sol para dentro de muy poco. No caminó mucho rato junto a sus improvisados acompañantes. Tan pronto pudieron, el pelirrojo y el asiático se escabulleron, desmañados, disculpándose, pretextando que necesitaban hacer una llamada, pedir un taxi. Él siguió caminando, diciéndose que tenía hambre, que un taco con carnitas y un café no le caerían mal, que debía encontrar una línea de autobuses que ya estuviera funcionando, que lo acercara a un territorio amigo.