Saturday, June 29, 2013

Jorge Cuba Luque

Jorge Cuba Luque (Lima, 1960). Estudió Derecho en la Universidad de San Marcos, donde se graduó de abogado en 1988. 
En 2004 obtuvo en la Université de Toulouse-Le Mirail un doctorado en Estudios sobre América Latina tras sustentar su tesis La presse de Lima et la littérature urbaine au Pérou. 1948-1955. 
Ha publicado los libros de cuentos Colmena 624 (1995) y Ladrón de libros (2002); los breves recuerdos Yo me acuerdo (2008), a la manera de Georges Perec; la novela Tres cosas hay en la vida (2010). 
Actualmente reside en Francia.



PERSONAS DESAPARECIDAS

Una cosa es verlo en una película o leerlo en los diarios o en un libro, pero otra y muy distinta es cuando uno se levanta una mañana para ir a trabajar y no sólo no encuentra a su mujer en la cama, sino que tampoco encuentra ni sus vestidos ni sus cosméticos ni nada de ella, como si nunca hubiera vivido en la casa y lo único que a uno se le ocurre hacer es dar una sonrisita nerviosa diciéndose a sí mismo que se trata de una broma pesada y que en cualquier momento todo volverá a la normalidad. Fue exactamente lo que me ocurrió a mí hace ya un buen tiempo cuando, luego de una noche de un sueño muy pesado, desperté a día siguiente y mi mujer no estaba; primero creí que había tenido que salir de la casa por alguna urgencia extrema, pero inmediatamente pensé ofuscado que tenía un amante y había decidido irse con él dándome antes un somnífero pero ¿y sus cosas?, ¿cómo habría tenido tiempo para llevarse todas, lo que se dice todas sus cosas, desde los libros y discos que ella misma había comprado hasta sus vestidos, sus zapatos, su cepillo de dientes y, por supuesto, su ropa interior, incluidos unos calzoncito sexys que le había regalado en su último cumpleaños.
A pesar del desconcierto, la confusión y el enfado que sentía, tuve que apresurarme en salir a la oficina porque tenía una cantidad bárbara de trabajo acumulado que de ninguna manera podía aplazar. En el trayecto, en un taxi decrépito pero veloz, intentaba vanamente una explicación. Yo sabía muy bien que había habido muchos casos de gente que ha desaparecido sin dejar el menor rastro y jamás se ha vuelto a saber nada de ella; en algunos países vecinos esto ha ocurrido de manera sistemática e incluso, sin ir muy lejos, aquí en Lima, ha habido trabajadores y estudiantes que se esfumaron misteriosamente y de quienes nunca más se ha vuelto a tener la menor noticas. Pero estas desapariciones —en las que nunca me interesé— estaban de alguna manera relacionadas unas con otras, y además las personas desaparecidas habían sufrido previamente amenazas y persecuciones, pero no era este el caso de mi mujer (su nombre me lo callo para evitar posibles complicaciones a quienes la hubieran conocido); ella era una mujer que no se complicaba la vida con problemas que no le concernían personalmente, igual que yo, y es por esto que su desaparición me intrigaba aunque no descartaba del todo que, como ya lo he dicho, me hubiese abandonado.
Decidí mantener lo ocurrido en secreto, así que en la oficina me comportaba de la manera más natural posible, sin mostrar el menor signo de inquietud; nadie me preguntaba por mi mujer, es más, cuando charlaba con mis compañeros y hacíamos referencia a fiestas o reuniones del pasado, yo aparecía siempre solo, no obstante que yo recordaba perfectamente haber ido con mi mujer. Sin embargo, opté por tomar esta desaparición de la manera más favorable para mí sin que esto significara, por cierto, que olvidara que una persona había desaparecido. De esta manera, después de mucho tiempo, pude empezar a ahorrar cada mes algo de mi sueldo (mi mujer no trabajaba, era yo quien solventaba los gastos de la casa) y, también, a disfrutar de una inesperada soltería: a menudo bebía más de la cuenta y regresaba a casa embriagado, tuve algunas aventuras amorosas, me echaba a vagar sin ton ni son por la Colmena, sorteando una multitud de vendedores ambulantes y, a veces, en la plaza San Martín o en la Dos de Mayo, me detenía absorto a contemplar una manifestación de obreros quienes terminaban, por lo general, siendo perseguidos y apaleados por la policía y, al final, todos los que estábamos por ahí en ese momento nos íbamos corriendo empapados por los chorros de agua de los carros antidisturbios.
Las semanas se fueron pasando y yo no hacía nada por tratar de ver a mi mujer; verdad que ya no nos amábamos como antes, pero en cierta forma creo que con mi silencio y pasividad estaba aceptando el hecho de su desaparición, ya no sólo física, sino también la de su recuerdo, y quién sabe si era yo mismo, actuando así, el que la estaba haciendo desaparecer cada día más irremediablemente, como seguramente ocurría con que habían desaparecido antes, pero de los que nadie se atrevía a hablar.
Por motivos de trabajo últimamente había estado pasando muchas horas a solas con la gerente de ventas de la empresa y, aun cuando soy un simple empleado administrativo, noté que le agradaba y le resultaba interesante y que ella, a pesar de ser unos quince años mayor que yo, también me agradaba e interesaba. No voy a hablar aquí de nuestra relación (baste decir que fue apasionada), pero sí diré que fue la única persona en la que pude confiar luego de la desaparición de mi mujer, sobre todo a partir de una tarde húmeda y gris cuando, mientras recorríamos a pie la interminable avenida Arequipa, me contó que el abogado de la empresa había desaparecido hacía tiempo pero, aparentemente, nadie lo había notado o nadie quería hablar del tema. Le conté entonces lo de la desaparición de mi mujer y de pronto empezamos a recordar a personas a las que ya no veíamos más,  como el camarero del Cordano, ese viejo y silencioso bar casi oculto a espaldas del Palacio de de Gobierno, o el vendedor de diarios de la esquina de la oficina, o aquel periodista tan simpático que trabajaba en la televisión, y otros más, todos como si se hubiesen perdido para siempre en la bruma del invierno limeño.

Quizás fue cobardía, pero ni ella ni yo queríamos arriesgarnos a desaparecer de un momento al otro, así que cuando me propuso irnos del país acepté de inmediato. Ella compró los pasajes de avión y además llevaba un dinero con el que viviríamos unos meses, mientras encontrábamos trabajo. A modo de despedida decidimos tomarnos una copa en el Cordano; como yo salí primero de la oficina, me adelanté y fui a esperarla. Cuando pasó una hora y no llegó me inquieté por su tardanza, y cuando pasaron dos salí corriendo a buscarla, presintiendo lo peor. En la empresa, todos, incluida su secretaria, me dijeron que no la conocían ni sabían quién era ella; fui luego a su casa y encontré que ahora vivían dos ancianos con los que era imposible hablar. Desde ese día no se ha comunicado conmigo, y de mi parte no tengo cómo ubicarla.  Yo me quedé con mi boleto de avión, pero, la verdad, no sé qué es lo que debo hacer ni a quién acudir; no sé si embarcarme en el próximo vuelo o quedarme aquí y esperar a desaparecer en cualquier momento, mientras los demás siguen como si nada. 

Saturday, June 22, 2013

Juan Ochoa López


Es periodista y escritor nacido de Lima, editor de noticias del semanario “Minas y Petróleo”. Ha publicado diversos artículos en diarios y revistas del Perú y del extranjero. 
Algunos de premios literarios son el segundo lugar en ensayo sobre Gabriela Mistral otorgado por el Gobierno de Chile (1989), el Primer Premio de Cuentos por la Paz en Lima (1992), el Primer Premio en Concurso Iberoamericano de Ensayo por el Bicentenario de Independencia de Cartagena de Indias, Colombia (2011) y actualmente, el Premio de Novela Corta “Julio Ramón Ribeyro” 2013 por la obra “El amor empieza en la carne, a presentarse en Lima en julio.
Estudioso y viajero en el mundo amazónico,  Ochoa ha sido publicado en Madrid, España, con su cuento “Ewankaro Kashiri” (Niña Luna) sobre la cultura ashaninka en el 2009. Finalista en el concurso internacional por los derechos civiles. El cuento “Lupuna” es la historia original e inédita que inspiró su novela amazónica que hoy ha sido premiada con el premio J.R. Ribeyro. 2013

LUPUNA

“Mata a tu mujer con la maldición de la Lupuna, que no merece vivir la condenada”  fue el frío consejo del brujo de la aldea. “Déjala que, por ahora, se ría a tus espaldas. Llegará la noche en que, del tronco mágico de aquel árbol maldito, surja el demonio ‘Chullachaqui’, el de los pies torcidos, que la va a rastrear, encontrar y destruir. Tú espera nomás, cholo, la Lupuna es madre y es justicia. Y no te preocupes porque venganza de selva no es pecado”.
     La Lupuna es el árbol diabólico de la Amazonía peruana. Posee el ombligo abultado porque dicen que, cada año, gesta un hijo de Satanás, quien la embaraza religiosamente todos los Viernes Santo. Las  lupunas  preñadas procrean  bebés  deformes que ofenden la belleza de los crepúsculos. Los ataúdes de los brujos satánicos se hacen con la madera de sus troncos. Esos féretros ayudan a las almas oscuras a descender más rápido al infierno submarino donde les aguarda la Yacumama, la gigantesca madre serpiente, que devora a sus hijos demonios y que duerme el sueño eterno mientras, lenta y maquinalmente,  los digiere.
     La Lupuna es tronco misterioso y muerte en plena jungla, además de revancha.  En secreto, las lechuzas, las anacondas y los otorongos negros llegan a los pies de ese árbol siniestro para absorberle un poder milenario que los hace inmunes a la fiebre y a las balas.
    Y hoy que mi mujer se ha marchado con otro hombre, el brujo ‘ayahuasquero’ me sugiere que la “lupunee”. Debo hacerlo porque, según las leyes sagradas de la selva, toda perfidia conyugal se paga con la muerte. En la espesura, además, la piedad  no existe. La boa constriñe, la lluvia arrasa, el río ahoga, la piraña cercena, el sol afiebra, la hormiga devora, la flecha envenena, tú lo sabes, hermano: “Para que en la Amazonía haya orquídea y paraíso no puede existir perdón ni misericordia”.
      Pero, cristiano enamorado a fin de cuentas, dudo en cumplir tan macabro rito mágico - funerario: abrirle un orificio al tronco de la Lupuna, colocar dentro una fotografía pequeña de mi mujer y cubrirla con la misma madera del árbol maldito. Eso sería  suficiente. En la tercera noche posterior a ese hechizo, la pobre soñaría sangre, tarántula y estiércol y, unos días después, un sudor frío y mortuorio brotaría de sus pechos hermosos, donde tantas lunas estacioné mi lujuria. Su muerte sería irremediable.
    Miles de traidores han muerto por Lupuna en la Amazonía peruana. Y desde antes de los Incas y de los soldados españoles ¿O ya olvidaron que, hace tres siglos, los indios ashaninkas  le sustrajeron unos cabellos a un cura franciscano para embrujarlo en el árbol maldito? A la semana  siguiente, eliminaron al sacerdote en su propio altar y, para colmo, lo sacrificaron al estilo “cashacushillo” (“puercoespín”), no una sino muchas  flechas, hasta que el infeliz pastor de Dios quedó atravesado y petrificado como una bola de púas  junto a sus dos monaguillos. Cuando capturaron al asesino que encabezó tan sacrílego crimen confesó que  no supo bien qué le empujó a aplicar “cashacushillo” al fraile, pero para nadie era un misterio que el diablo vengador de la lupuna, el más perverso de todos los sortilegios del mundo, había poseído previamente al despiadado criminal.
      Indeciso, le consulté a mi Madre Selva si debía consumar mi venganza. Siempre busco la luz y las respuestas en ella cuando una sombra incierta me persigue, cuando la más mínima duda cruza y me enfría los hombros. Ella tiene la sabiduría de todos los jaguares  y habla siempre al centro mismo del alma, esclareciendo y allanando. Fui a la orilla del río poderoso y le conté a mi Madre Selva del amor traicionado por mi mujer, de toda la sinceridad que hubo en mis manos, de la inocente devoción que los ojos y el sexo de ella siempre me inspiraban. Porque mi amada ostentaba varias sublimes y suculentas puertas, hoy lejanas por una deslealtad que duele más que el aguijón de la raya cuando se incrusta en la pezuña del hombre de la jungla.
      “Lupuna entonces, hijo, muerte segura y todo acaba” sentenció mi Madre Selva, luego de escucharme. “Tienes mi licencia, no medites, limpia la hierba mala, véngate con Lupuna diablo, ya te dije que nunca pienses mucho, ritualiza su muerte y purifícate que lupuna es garrote, ley divina. Yo te lo ordeno”. 
 Una música delicada brotó de lo más negro del río Amazonas mientras las anguilas se quedaron quietas, también los delfines bufeos, las nutrias insaciables, los pájaros paucarillos, todos como estatuas coloridas de carne, petrificadas y humildes porque la Madre Selva había hablado desde su trono sagrado. Mientras tanto, en la tierra firme, en pleno bosque de Loreto, una Lupuna algo joven ya me estaba aguardando para cumplir la ceremonia letal de mi venganza.

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      Medité lo que iba a hacer y decidí, por fin, entregarme al acto de la muerte. El árbol maldito me recibió con su ancestral desconfianza (la Lupuna te observa cuando llegas, adivina tus odios, mide todas tus flaquezas y sabe que,  como las prostitutas, tarde o temprano terminarás cobijándote en ella). Mi cuchillo laceró su tronco satánico, le abrí una cavidad menuda, coloqué en ella una fotografía y cerré el encargo con el mismo engendro de su madera.
El diablo de la Lupuna, en las entrañas del árbol, observó la foto y  le oí reír grotescamente. Como respuesta, oriné sobre el tronco en señal de desprecio hacia esta depravada especie forestal, solitaria y tan macabra que, igual que los árboles “renaco”, ahorca cruelmente con sus ramas a todos los infelices troncos y arbustos que osan brotar a su lado. 
    Volví a  mi casa, a mi abandonado lecho marital, a aguardar, resignado, a que la magia de la selva surta efecto. Como es costumbre en la Amazonía, alisté una caja mortuoria de madera de capirona con una imagen del Santo Cristo de Bagazan para la fúnebre hora final cuando llegue la inevitable venganza.
     Efectivamente, tres días después, el diablo ‘chullachaqui’ de la Lupuna emergió violentamente del tronco, vio la imagen fotográfica que le dejé, la rastreó como un sabueso por la jungla y llegó a mi casa, extrañado, a cumplir con su macabro rito. Me miró sorprendido, atónito y con algo de admiración. Una hemorragia  brutal, interna, explosiva, pulverizó mis órganos vitales e  hizo  derramar ríos de sangre por mis uñas y mis ojos, como si alguien me hubiera inoculado el veneno de la serpiente shushupe.
                                       
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    En su trono sagrado,  mi Madre Selva lloraba inconsolablemente por mí, cobarde suicida. Y la Lupuna siguió de pie, gestando a su feto diablo, mientras las termitas profanaron su tronco, hallaron mi fotografía en un orificio y se la comieron.