Raúl Tola Pedraglio (Lima, 1975) Estudio en la Universidad Católica. Es uno de los periodistas más conocidos del Perú. Desde 1992 trabaja en medios escritos, y en 1999 ingresó a laTelevisión, donde ha conducido Noticieros y programas de entrevistas y Opinión. En 1999 publicó Noche de cuervos, cuya versión en el cine – Bala perdida, dirigido por Aldo Salvini – mereció el Premio de la Prensa cinematográfica en el V Encuentro latinoamericano de Cine del Centrocultural de la Universidad Católica. Enel año 2002 publicó Heridas Privadas, su segunda novela. En 2007 obtuvo una mención honrosa en el Primer Concurso de CuentoGastronómico Matalamanga por una versión de “La víspera”. Su más reciente trabajo es el libro de cuentos Toque de queda
LA JAURÍA
Para Jorge y Eva
“He dejado mi casa, me persiguen
y no sé qué me pasa
sin pasaporte y sin visa voy,
navego contra la corriente y la brisa
y si llego a la ribera,
tendré la espalda mojada y la estera,
tú serás mi refugio,
qué larga y triste que es esta quimera”.
Tam Tam Go!
“Espaldas Mojadas”.
y no sé qué me pasa
sin pasaporte y sin visa voy,
navego contra la corriente y la brisa
y si llego a la ribera,
tendré la espalda mojada y la estera,
tú serás mi refugio,
qué larga y triste que es esta quimera”.
Tam Tam Go!
“Espaldas Mojadas”.
Santiago los contempla taciturno. ¿Qué pensarán?, se pregunta: tan llenos de miedo que con sólo una mirada se los puede diferenciar. Ese hombre pequeño, por ejemplo, moreno, de pelo corto y trinchudo, que abraza con devoción un atado con su ropa y un tapete, es obvio, partirá para siempre. Pobre, se compadece Santiago, olvidando por un momento que él mismo pronto se sumará a la inmensa jauría de los migrantes.
Abrazas tu atado, Saúl, cargando tus miedos, con el sudor cayendo a chorros por tu cuello y tu espalda. Hay tanto a qué temer, piensas. ¿Estarás haciendo lo correcto? ¿Será la mejor decisión? Sí, carajo, te respondes, no hay nada que te una a esta tierra. No hay por qué albergar las mismas dudas de niño, cuando, muerta tu familia (mamita, papito, tus hermanitos menores), huiste de tu pueblo a la capital, montado en la tolva de un camión, entre carneros, perseguido por las sombras que habían entrado a casa muy temprano, a la hora que bajabas al río para recoger el agua, y habían abatido a todos por negarse a entregarles un saco de arroz. Sentiste su presencia muy cerca, persiguiéndote mientras el camión atravesaba trochas, esquivaba precipicios, devoraba kilómetros de carretera y, al final, entraba a la trama de pistas y casas en los cerros de Lima. No Saúl, te dices, si siendo un niño fuiste capaz de subsistir, solo, mendigando primero, y después trabajando donde fuera, cualquier aventura, como la que emprendes, será pan comido.
¿Qué pensarán?, Santiago le daba vueltas a la pregunta mientras los veía alinearse en la cola de migraciones, aguardando su turno frente a la ventanilla, con miedo de no recibir el sello de salida. Entregó su pasaporte abierto, y el funcionario apenas lo vio antes de estampar el salvoconducto rojo. Tenía tiempo, así que compró “El Comercio” junto a la sala de embarque y lo hojeó de principio a fin. Oyó el último llamado a abordar, dobló el diario, y se formó en la larga fila, que avanzó lenta. Mostró su boleto, entró al avión, ubicó su asiento, se acomodó, comprobó que llevaba una nota con el teléfono de su contacto en la billetera y ajustó su cinturón de seguridad. El despegue fue suave. Al rato un camarero le ofreció una bandeja con la comida y una botellita de vino.
Un viaje más, Enrique, piensas, repartiendo charolas de mala comida, sirviendo tazas de café aguado, aguantando los ronquidos y las quejas de los pasajeros. Obligado a mostrar la mejor de tus sonrisas, en el fondo detestas este trabajo con todas tus fuerzas. Quisieras dedicarte a otra cosa, a un empleo que prescindiese de este trato con la chusma, pero, mientras no encuentres algo mejor, debes resignarte. Y la verdad es que, a no ser por ese detalle, el trabajo no estaría nada mal. De hecho, tu vida cambió cuando entraste en la compañía de aviación. Dejaste de ser aquel chiquillo inseguro y flacuchento y comenzaste a viajar por todo el mundo, Nueva York, Madrid, París, a destinos exóticos, Bankgok, Sâo Paulo, Praga, hospedándote en hoteles de cinco estrellas, descubriendo vicios y mundos nuevos. Y haciéndote rico, además. Tus valijas cruzan las fronteras sin ser revisadas por el control aduanero, llenas hasta reventar de tubos de pasta de dientes, tampax, autopartes, electrodomésticos, pañales descartables, zapatillas, vitaminas, champú, dulces, cosméticos, casetes de betamax. Gracias al cierre de importaciones, cada remesa es una fortuna. En solo dos años has podido comprar un departamentito en Miraflores y un descapotable último modelo, con el que paseas por la ciudad con tus nuevos amigos y amigas, bebiendo whisky de primera, fumando cigarros cubanos y oyendo una música que no suena en las radios de Lima. Tanto provecho has obtenido con esa ocupación que no puedes dejarla. Quizá es por ello que no te animas, como tantos otros, a huir del país.
Santiago comió, aguantó un rato despierto, vio el principio de una película, y se durmió. Diez horas después, el temblor y el chirrido de las ruedas del avión aterrizando lo despertaron con un respingo. Eran las siete de la mañana en Madrid, cuando, los cabellos revueltos y los párpados pegados por las legañas, bajó a tierra. Siguiendo a los demás pasajeros, cruzó los controles migratorios y recogió sus maletas, que serpenteaban sobre un largo carrusel. Buscó un teléfono público e intentó llamar a su contacto que, esperaba, lo ayudaría a comenzar con buen pie, consiguiéndole algún cachuelo, presentándole amigos y, de ser necesario, brindándole cobijo. Marcó el número que guardaba en la billetera y oyó las timbradas sin respuesta. “Todavía es muy temprano, debe estar durmiendo”, se dijo, y colgó. Cargó con su equipaje y salió del aeropuerto, a un amanecer de aire seco. Encontró un taxi y pidió que lo llevara a un hotel barato. El chofer, un hombre grueso y bigotudo, de ojos negros y marcado acento árabe, lo ayudó a subir las valijas a la cajuela.
¿Recuerdas a aquellos turistas, Mahi? Sentados alrededor de una fogata, fumaban porros, comían malvaviscos achicharrados, bebían cerveza y cantaban al compás de una guitarra. Eran un grupo de suecos, franceses y españoles, arrebujados con mantas y abrigos de polar, que festejaban la llegada del año nuevo. Arrodillado en la punta del bote, sin sentir los dedos de las manos y los pies, oyendo el golpeteo del agua contra la proa, casi desvanecido por el cansancio, los adivinaste varios cientos de metros antes de la costa. La travesía había empezado en tu Marruecos natal, continuado a través de las aguas chúcaras del Estrecho de Gibraltar, y no todos los tripulantes habían sido capaces de terminarla. En el camino habían quedado los más débiles, un anciano y un niño, padre e hijo de una mujer que hubo que inmovilizar entre varios para que no se arrojara al mar tras los cadáveres. Felizmente esa macabra aventura había pasado, junto con tu desconcierto de recién llegado. Tu vida no ha sido muy distinta a las de otros africanos que conoces. Vendiste hachís y traficaste con mercadería de contrabando, mientras dormías en un piso del barrio de Lavapiés, hombro con hombro con una docena de miserables como tú. Salir del fondo del pozo tomó su tiempo. Antes tuviste que aprender el español, que aún hoy hablas mal y con vergüenza, y luego conocer a Manuela, Mahi, aquella tarde en la Gran Vía, cómo olvidarla. Era una española pequeñita y exuberante, que pasaba al menos una vez al mes por tu esquina, para comprar un puñado de marihuana. Un día, ambos se descubrieron conversando, y les resultó natural seguir juntos, con unas cañas en un cafetín de la zona, y luego, ya de noche, con un porrito en una plaza cercana. Con el tiempo, casi sin querer, se harían novios, y aún sin superar la oposición de su padre, un franquista acérrimo, se casarían. Obtener la ciudadanía española allanó tu camino, te permitió trabajos mejores, mudarte, ahorrar, tener hijos, jubilarte, comprar el taxi.
—Ya llegamos.
Santiago sentía la camisa pegada a la espalda por el sudor:
—¿Es barato?
—Tengo entendida. Por qué mejor no preguntas. Yo la espero.
El hotel quedaba a una cuadra de la Calle Mayor, en un segundo piso. Trepó las maletas y llegó a una oscura antesala, frente a una puerta de madera. Golpeó hasta que le abrieron. Preguntó por el precio y le pareció apropiado.
Santiago se sintió renovado en su primer día en Madrid. Por primera vez en buen tiempo creyó tener motivos para celebrar. Intentó llamar de nuevo a su contacto, y, aunque encontró el teléfono ocupado durante media hora, se mantuvo optimista.
Caminando llegó al mediodía hasta un parque. No había probado bocado desde el avión y estaba hambriento. Buscó un lugar donde almorzar y encontró un restaurante argentino que hacía esquina. Las morcillas, los chorizos, las vísceras y el vino lo entonaron aún más y, cuando salió a la calle, luego de un expreso doble, estaba tan feliz que decidió que ese día maravilloso no podía detenerse.
A este se le nota a leguas que no es de acá, piensas: con esa mirada de asombro, che, la boca abierta, y ese acento tan distinto al de los madrileños. Te ríes un instante, Ezequiel, y enseguida te arrepientes, pues piensas que estás hablando como si tú, en tu momento, no hubieses actuado con esa misma inocencia de todo recién llegado. Es cierto, no necesitaste mucho tiempo para adaptarte, incluso abriste un negocio propio, el restaurante, pero al principio no fue fácil. Tuviste que olvidar tu vida idílica en Argentina, Ezequiel, y huir bajo el asedio de la dictadura, por las sospechas de que tú, a tus años, con esa blanca barba navideña, esa barrigota y esas camisas de leñador, eras un colaboracionista de los rebeldes. Ese verano fuiste investigado por los servicios de inteligencia, recuerdas, todos tus movimientos y los de tu familia fueron registrados. Pero el temor de verdad se desató el día en que te advirtieron de la captura de Dora y Aníbal, una pareja de montoneros que, torturados en la Escuela de Mecánica, habían deslizado tu nombre. Sin más noticias que ese rumor, tuviste que tomar una decisión rápida. Quemaste gran parte de tus ahorros, abandonaste tu casa, y te montaste con los tuyos en el primer vuelo a Madrid, donde se exiliarían y donde, lleno de un entusiasmo que no quebrantarían la lejanía, la añoranza ni la edad, construiste otra vez tu vida.
Había tanto por hacer, pensó. Adonde miraba encontraba un bar abierto que parecía llamarlo. Qué distinto a Lima, pensó, donde las luces cerraban los ojos temprano, y las gentes parecían pedir permiso antes de hablar. Bajó a una terminal del metro. No era la hora más concurrida, pero igual le admiró la cantidad de gente y el orden y respeto, impensables en los paraderos de su ciudad natal, donde los autobuses peleaban como fieras hambrientas por un pasajero. Compró un boleto y se unió a un desfile de jubilados, punks de chamarras negras y empleados que terminaban temprano su día. Al azar, entró a uno de los trenes, encontró un asiento libre en el último vagón y lo ocupó. Al fondo, ocultos, descubrió a los inmigrantes latinos y africanos, que se ovillaban como polluelos. En medio de la muchedumbre, un hombre llamó su atención. Su porte, a diferencia de los demás, revelaba seguridad.
Vestido con tus zapatos de fútbol y tu casaca térmica, Salvador, sosteniendo el maletín de mano, te apoyas contra el ventanal del vagón. La oscuridad del túnel enmarca tu silueta espigada, que vuelve a casa después del entrenamiento vespertino, a ceñirse el overol de trabajo, para luego partir a la carpintería, donde te sobrepondrás a la fatiga y cumplirás tu medio turno martillando, serruchando, pegando los maderos. Todavía sueñas con dar el gran salto a la primera división, pero sabes que cada vez es menos probable. Con treinta años ya no eres el mismo jovencito que vino a España cegado por la ilusión de salir adelante y llegar, si la suerte lo acompañaba, a compartir estrellato en “la quinta del Buitre”. El dolor lumbar se te ha hecho crónico y un par de accidentes laborales han estado a punto de poner fin a tu carrera que, sin descollar, te ha llenado de alegría. Además, el club ha comenzado a reclutar jovencísimos africanos, que han terminado postergándote. Esta noche, cuando vuelvas a tu piso, te sientes en el sillón de la sala, prendas la televisión y tengas tiempo para meditar, mientras esperas que el telediario traiga noticias de tu lejana Bolivia, volverás a pensar lo mismo. Siendo realista, te dirás, lo más probable es que tu oportunidad haya pasado.
Santiago transitó por dos estaciones de metro y decidió bajar en la plaza España. Cerca de allí encontró una taberna casi llena. Se acodó en la barra y pidió un gin tonic, que apuró con tres tragos. Suspiró y pidió una nueva copa, que tomó con más paciencia, acompañado por un plato de gambas a la gabardina y un Ducados. Con el cigarrillo entre los dedos, contempló el salón. Repasó las paredes, decoradas con fotos del viejo Madrid, la concurrencia, hombres y mujeres que abandonaban la juventud y conversaban a los gritos, bajo una nube de humo, y se detuvo cuando, a su lado, encontró a un anciano vestido con terno, que bebía una copita de jerez, asistido por una enfermera. Ella se afanaba lo más que podía por atenderlo bien, secaba el jerez que le quedaba en los labios, cortaba los bocadillos en pequeños trozos y se los daba a la boca, con paciencia, don Gonzalo, no se apure, lo acompañaba al baño para ayudarlo a sentarse y limpiarle la caca, y estaba alerta a cada una de sus necesidades.
Todo ha sido tan fácil que parece parte de un sueño, Nimia, casi no te ha costado adaptarte a este nuevo mundo. Ahora estás feliz y aunque vivas austeramente, ganas lo suficiente para enviar algún dinero a tu familia y hasta ahorrar, y ni siquiera necesitas trabajar más. Con solo ocuparte de don Gonzalo, este viejito sirio y encantador, tu presupuesto está cubierto. Qué angustias las que viviste en tu tierra, mujer, cuando doña Rosa, aquella anciana milenaria y fecunda, decidió morir de una vez por todas. Llevabas casi veinte años atada a su cama, velando por su salud, soportando sus caprichos y quebrantos, que parecían eternos. Debió atacarla el alzhéimer y una pierna tuvo que quebrársele en la ducha para que la neumonía, que por fin se la llevó, la encontrara con la guardia baja. Tú te sentías uno más de sus hijos, y también lloraste a mares en el velorio y el entierro. ¿Te pasará lo mismo con don Gonzalo?, te preguntas: ¿llegarás a encariñarte con él hasta el extremo de sufrir como se sufre cuando muere un padre? Quizá no deberías comprometerte tanto, piensas. Como hacen otras enfermeras, deberías mantener una distancia que ahuyente cualquier afecto. Pero así eres, y es muy tarde para cambiar. Seguramente don Gonzalo, en poco tiempo, se llevará a la tumba una parte de tu alma y así, mutilada, deberás volver a empezar.
Santiago había perdido la cuenta de los gin tonic. Sin que recordara el momento de su partida, ni el anciano ni su enfermera estaban más en el bar, y los últimos comensales daban los sorbos finales a sus cervezas, se enfundaban sus abrigos y salían a la calle. Pagó con un billete y dejó el vuelto como propina, sin contarlo. Avanzó sin brújula entre calles y plazas, buscando algún lugar que no cerrara en la madrugada del lunes. Tuvo que llegar hasta una avenida estrechísima, con autos angostando el paso, donde una multitud de jóvenes gritaba, cantaba y bebía cerveza.
Cuando Santiago despertó a la mañana siguiente, presa del desconcierto por el cambio de horario y el alcohol, y revisó su billetera, descubrió con alarma que casi había liquidado su presupuesto. Intentó sacar la cuenta de sus gastos, rebuscó en su mente, pero una mancha cubría las horas que habían transcurrido desde su salida del bar hasta su vuelta al hotel.
Se duchó con apuro, dispuesto a no perder un segundo más, y salió a la calle, aún aturdido, con un mapa de la ciudad y una lista de las agencias de empleo que, sabía, se especializaban en colocar ilegales. Caminó todo el día, parando apenas para tomar un té helado y hacer una nueva llamada a su contacto, que otra vez quedó sin respuesta. Al atardecer, con todas las citas cumplidas, curioseó entre los libreros de viejo del Paseo del Prado, donde encontró a una agrupación de jóvenes que interpretaba “El cóndor pasa”. El cantante, que además tocaba el charango, parecía gozar como ninguno, y por lo mismo era el centro de todas las miradas.
Estabas harto de las doce horas diarias en el telar, Tomás. Tanto tiempo de pie, entrelazando y prensando hilos, dando forma a ponchos, murales y alfombras con estampas típicas de cóndores y paisajes, te dejaba molido, sin ganas de empuñar el charango y entonar algunos yaravíes. Tu alma padecía, estabas perdiendo las ganas de vivir. Hasta que un día no pudiste más y, antes de pudrirte por dentro, decidiste expatriarte. Te contactaste con varios músicos, y acordaron un plan para viajar y encontrarse en Europa. A estas alturas lo han probado casi todo como músicos callejeros, pero lo que más resultados ha dado hasta te avergonzaba en un principio: después de muchas pruebas, tuvieron que disfrazarse con un penacho y embetunarse el rostro como los indios de Norteamérica, pero para interpretar el repertorio de siempre, sayas y huaylash incluidos. La experiencia les ha enseñado además que cada zona de Europa tiene una estación, que la generosidad del público depende de la época del año. Por eso viajan sin parar. Pronto, sueñas, volverás a tu patria. Cuando lo hagas, lo harás convertido en una gran estrella.
Santiago volvió tarde a la última noche de hotel que podía pagarse. Desesperado, intentó telefonear a su contacto, otra vez sin éxito. Bajó a la estación del metro y encontró el andén vacío, iluminado por una luz parpadeante. Se arrastró hasta una banquita metálica y se dejó caer con un suspiro. Acunó el rostro entre las manos, se restregó los ojos y pasó los dedos para acomodarse los ralos cabellos de las sienes. El tren llegó, raudo, y estuvo detenido unos segundos. Luego partió. Un rato después pasó otro, y luego otro, y otro.
Madrid, año nuevo de 2007.