Iván Loyola Velarde (Lima, Perú 1961).
Formado en ciencias y administración
sus trabajos profesionales lo han
llevado de los rincones más perdidos de los Andes a las callejas de Paris y de
la ex-Yugoslavia y de los bosques amazónicos y coníferos de Alaska a embarcaciones de pesca en el Mar de Bering.
De allí y de las lecturas de autores norteamericanos y caribeños se nutre su
narrativa.
Luego de 17 años en Canadá se afinca en el extremo sur de Chorrillos. Ha publicado un libro de cuentos y es autor de artículos relacionados a los vinos y a los recursos pesqueros, publicados en Perú, Canadá y Argentina. Autor de dos libros de cuentos, un poemario y una novela, todos inéditos.
Ganador del COPE Bronce 2010 y finalista del premio Juan Rulfo Radio France International 2009.
Hoy se afana en la publicación del libro de cuentos "El daguerrotipo de Dios", de próxima aparición y en su segunda novela “El Canto de las Sirenas Muertas”.
Trabaja como consultor para un proyecto minero en Apurímac.
Luego de 17 años en Canadá se afinca en el extremo sur de Chorrillos. Ha publicado un libro de cuentos y es autor de artículos relacionados a los vinos y a los recursos pesqueros, publicados en Perú, Canadá y Argentina. Autor de dos libros de cuentos, un poemario y una novela, todos inéditos.
Ganador del COPE Bronce 2010 y finalista del premio Juan Rulfo Radio France International 2009.
Hoy se afana en la publicación del libro de cuentos "El daguerrotipo de Dios", de próxima aparición y en su segunda novela “El Canto de las Sirenas Muertas”.
Trabaja como consultor para un proyecto minero en Apurímac.
El Daguerrotipo
de Dios
La búsqueda alquímica no
pretende penetrar la
estructura de
la
materia. Su interés se
centra en la
pasión,
la
muerte y el matrimonio de las
sustancias, y en la capacidad de estas de transmutar la materia y la vida humana
Mircea Eliade, El Mortero y
la
Fragua.
A Gabriel García Márquez, por darnos Macondo.
Y a los que entendieron.
La idea que motiva este relato no es original; de hecho, ocupa
unas líneas de
la página cincuenta y ocho de Cien Años de Soledad, aquella cima de la literatura castellana que el vulgo considera
–de manera errónea- un libro
de ficción. Obtener
una prueba tangible
de la
existencia del Creador ha
sido –es- tarea que
da sentido a
la vida de innumerables seres
humanos; baste traer a colación las hordas de profesionales norteamericanos dedicados a
cimentar la base científica de la propuesta creacionista, en pleno siglo veintiuno. Como
ellos,
yo
también caí en el error de creer que la
prueba de la existencia de Dios
había que buscarla a través de aquella otra divinidad del mundo
moderno: La ciencia. La realidad, sin embargo,
me demostró que estaba equivocado. Estoy
seguro que muchos lectores pensarán que lo que
aquí se describe
pertenece al mundo de la fantasía. No hay, sin embargo, un solo detalle en el
material que expongo a continuación que no sea absolutamente
real.
El
concepto de un retrato del Todopoderoso me persiguió con ferocidad salvaje durante tres
décadas, desde que leí el trabajo cumbre de Gabriel García Márquez – yo era aún adolescente
– a mediados de los setenta. La idea de una foto de Dios, que al comienzo se me antojó casi cómica, se convertiría en obsesión años después, al recorrer
con
absorta delectación las
cuatrocientas noventa y dos páginas – citas y bibliografía incluidas
–de Morphology of the
Theologomenon,
la brillante tesis doctoral del historiador
de la religión, Vladimir Davidovich
Baranov. Si bien en ese documento el profesor Baranov no discute
nada relacionado a las pruebas tangibles de la existencia de Dios, fue su hipótesis de
trabajo lo que
me hizo reconsiderar el problema que me afligía, desde una
perspectiva distinta. En el capítulo inicial de
su Morphology – que extiende a lo largo del texto, y que no discutiré aquí – Baranov
plantea la ecuación del ser divino y espiritual con la experiencia de la Luz Pura y, la de la creatividad divina, con la iridiscencia seminal. No soy un experto en estos campos del conocimiento
humano;
mi
interpretación
de
aquel estudio es
más
bien propia
de un aficionado.
Aun así, la revisión de los
trabajos de Mircea Eliade, The Forge and the Crucible, y de Francois-Marie de La Condamine, La Lumiére de la Divinité – que Baranov menciona
como imprescindibles en la
introducción de su tesis
– me confirmaron la estrecha relación que existe entre los fenómenos lumínicos y la experiencia religiosa. No sugeriré aquí que el lector
se sumerja en una bibliografía oscura
que
encontrará – por qué no decirlo
– seguramente
aburrida. Sin necesidad de
convertirse en un experto en Soteriología, baste traer a la
mente la transfiguración del Cristo, de acuerdo al
Evangelio según San Mateo, capítulo
17:
“ 1 Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte
a un
monte elevado…2 Allí se transfiguró en presencia de
ellos: Su rostro resplandecía como
el sol y sus vestiduras
se volvieron blancas
como la luz.”
La descripción del fenómeno por
el
apóstol no deja dudas en cuanto a
la naturaleza
de los hechos que tuvieron lugar en el monte de Tabor; también refuerza la noción de ubicuidad de la relación luz-espíritu en el imaginario religioso de todas las culturas. Desde el aura de los santones de la india, al haz de luz que atravesó el cielo de Alaska a la muerte de San Herman,
hasta el mismo
concepto de
Enlightenment introducido por los budistas, el ser humano
siempre ha reconocido la manifestación luminosa
asociada a la exaltación espiritual. Aquellas
lecturas me permitieron dar estructura
a mis ideas hasta lograr un ensamblaje de cierta
coherencia.
Todo fenómeno luminoso –conjeturé- debe tener una base física
susceptible de ser registrada. La
luz emitida
por la transfiguración del Cristo en la
montaña –por leve
que haya sido su intensidad- no hubiera hecho reaccionar una emulsión fílmica de alta sensibilidad? O una
menos sensible pero sujeta a suficiente exposición? No soy un conocedor de fotografía; si
manejo algún argot técnico en esta relación, se lo debo a St-Yves Geneviève, entrañable
amiga de la juventud
universitaria de Quebéc y graduada en física en el Institutd' Optique
Théorique et Appliquée de París. A ella, también fotógrafa de calibre, acudí – yo estaba de
paso por Montreal – para que me explicara los conceptos básicos de su industria. No nos habíamos visto en casi dos décadas. Advertida de
mi presencia, una
tarde de octubre, la
quebecoise me llamó por teléfono
al
hotel desde su pueblo, a dos horas de la
ciudad. Por qué no vienes a casa
a quedarte unos
días, dijo, con el entusiasmo evidenciado en las erres gagas
de su castellano atravesado de galicismos.
Lo
había mal aprendido de
mí años antes, cuando jóvenes aun, protagonizábamos
interminables batallas amorosas entre
las sábanas de cuartos de alquiler del sector viejo de Montreal. La primera noche de mi visita nos quedamos despiertos hasta la madrugada; ella
me puso al tanto de los rudimentos de la fotografía Kirlian y
de la Biofotónica, una técnica desarrollada en los ochenta,
que permite detectar mínimas emisiones de
luz a nivel molecular. Para ponerlo en cristiano, la luz que los
seres vivientes emiten – con pasmosa regularidad
– a
la escala del ADN. Si esa
luz de intensidad infinitesimal – sus unidades son fotones por segundo por centímetro cuadrado – puede ser medida, no sería sólo
cuestión de tiempo para
que algún
día una técnica nueva pudiera registrar la Luz Pura
de la que hablan todos los textos sagrados
del
planeta? Aún más, no sería posible que tal técnica ya estuviera
disponible? Si la luz de los santos es visible a los ojos humanos
– innumerables imágenes y
relatos así lo sugieren
– debe
ser, por lo tanto, visible al filme o a
alguna otra
tecnología de detección de
fotones. La Geneviève
era, como muchos científicos, no creyente. Aquello no fue obstáculo para que
me alentara en mi pesquisa. Ciencia o religión, no importa, dijo, mirándome por
sobre sus gafas,
con
el gris marino de sus ojos que en un tiempo evocaban un temporal, y ahora, solamente, un
día nublado. La
búsqueda por la búsqueda misma es lo que
cuenta, añadió. El tono de su voz, en sus años mozos, había sido profesoral; aproximándose a la cincuentena, poseía una
cualidad materna que revivió en mí, primero, ternura y
luego, urgencias del bajo vientre. Luego de
mi visita a su hogar
de Trois-Rivières, dos semanas me vieron pasear
en
la soledad de los
bulevares de nieve del invierno canadiense, reflexionando sobre el tema. Llegué a la conclusión que la idea que albergaba era enteramente lógica; no sólo eso, comprendí también que era simplemente imposible de descartar. Aunque
parezca absurdo, llegué a la firme
convicción que la posibilidad de fotografiar la Luz Pura, la presencia de la divinidad –
obtener el daguerrotipo de
Dios – no era, después
de todo, una idea tan descabellada.
Años después, la búsqueda de una
respuesta satisfactoria para aquel acertijo de aristas
tecnológicas y
religiosas me llevó a Aracataca, pueblo del Virreinato
de Nueva Granada. Allí
compartí una mesa y una botella
con el genial autor de Cien Años de Soledad –ya en su madurez
otoñal- una tarde de calor soporífero, bajo la sombra de
una acacia de minúsculas flores amarillas. Podría abundar aquí sobre los detalles de aquella reunión, que se prolongó hasta que el sol se puso sobre
la tranquilidad caribeña de las aguas. Compartir unas horas con
un genio de la literatura universal sería ya suficiente material para escribir
no uno, sino muchos relatos; el tema que
me motiva, sin embargo,
no
es
la mente privilegiada que concibió la extraordinaria saga de los Buendía, sino la prueba gráfica de la existencia de un
ser superior, en
este caso, el
daguerrotipo
de Dios.
No
me asombró que García Márquez conociera de antemano la razón de mi visita; los grandes escritores suelen ser poseedores de una rara intuición. En el caso del colombiano – a
quien yo no había informado de mi pesquisa – era
más bien una forma de clarividencia. Luego
de las presentaciones
del caso y del obligatorio autógrafo en mi manoseada copia de Cien Años
– la he leído de cabo a rabo en nueve oportunidades – entramos a discutir de lleno el
tema en cuestión.
En la trama de
Cien Años de Soledad es José Arcadio Buendía –
el patriarca
de fortaleza física imposible
y visionaria terquedad – quien se propone obtener el daguerrotipo de Dios. Pragmático
hasta el escepticismo, Buendía dispone su cámara fotográfica en distintos lugares
de su casa, con el fin de
lograr una prueba irrebatible de la existencia
del
Creador. Cuando la imagen de Dios no aparece en sus placas, José Arcadio concluye que este no existe, y trata de convencer a
los habitantes de
Macondo de
desterrar para siempre
la creencia
en
el ser supremo, por tratarse de una mera superchería. Melquíades, benefactor del pueblo, un
Prometeo gitano “de barba montaraz y manos de gorrión”, lo convence de que aquella
conclusión es insensata y le da en trueque un sextante y un astrolabio, a cambio del aparato fotográfico.
José Arcadio Buendía abandona – sin pensarlo dos veces – la daguerrotipia y se
entrega con la misma pasión furiosa a
determinar la esfericidad
de la tierra, mediante
observaciones
astronómicas.
El
tema no se vuelve a mencionar
en
la novela, pero me consta que el asunto también
fascinaba a García Márquez. De hecho, durante nuestra entrevista, me confesó que
había
considerado extender aquel capítulo de su libro para detallar los pormenores de la delirante empresa. Las complicaciones que
presentaba aquella
ambulación hubieran significado un desvío innecesario de
la trama original de
la obra. Presionado por
la necesidad de
terminar el manuscrito –se había endeudado para escribir la novela – el escritor
podó del trabajo varias
secciones, condensándolo finalmente a las cuatrocientas noventa y
dos páginas que entregó a
Editorial Sudamericana.
Como ya he mencionado en las primeras líneas de mi relato –y como me lo corroboró el
mismo García Márquez- Cien Años de Soledad
no es un trabajo de ficción. No sorprenda entonces que el personaje de José Arcadio Buendía haya sido inspirado por un hombre de carne
y hueso.
Ese hombre, Hortensio Marulanda Felipe,
un colombiano de esos
como hechos de tabaco y
ron, empedernido investigador de conocimientos olvidados, se empeñó en la obtención
de
una
fotografía
de Dios durante
los
sesenta
y nueve años
que
duró su alucinante existencia.
García
Márquez lo conoció en la calidez de las playas de
Santa
Marta, donde Marulanda
había construido una cruda cabaña
con
tablas varadas por
las olas y protegido con
una techumbre
de hojas de palmera. Luego de recorrer
toda
Colombia buscando un lugar con la radiación solar adecuada para sus fines, Marulanda decidió que la densa luz de esas orillas marinas presentaba el marco ideal para obtener una imagen de la divinidad
mediante el uso de la Sobre-exposición Negativa, técnica
desarrollada en los
cincuenta para el registro fotográfico de condiciones atmosféricas raras. Salidas y
puestas de sol de espectacular coloración y
celajes de insólita textura, habían hecho de Santa Marta un
lugar frecuentado por los turistas. Es la luz ideal para
fotografiar al Creador, comentó el
Paparazzi de
Dios, que era así como lo llamaba –
en
tono de broma – García Márquez.
Investigador acucioso y
lector incansable de cuanto material impreso cayera en sus manos, a Marulanda no le era desconocida la relación que existe entre los fenómenos lumínicos y
la experiencia religiosa.
De alguna manera, sin embargo, parecía haber mal interpretado “luz” como la que emiten el sol, las estrellas y los bulbos incandescentes.
Era autodidacta; no hubiera
sido adecuado juzgarlo por no tener una
buena traducción o ser incapaz de
ella. En
pocos años, el morador de
la cabaña se
convirtió en un atractivo turístico
de Santa
Marta. “El loco
de las fotos” lo llamaban los pobladores de
la caleta
pesquera, al verlo parado por horas
con
su cámara obsoleta y
el
trípode que había fabricado con cañas. Sol ardiente o torrentes de lluvia
no lo disuadían. Más de una vez tuvo que ser atendido en la posta médica local, la
piel de sus hombros y su rostro
desfigurada
por
las
violáceas
ampollas
de
las
quemaduras causadas por
insolación. Otras veces, luego de
horas bajo la lluvia, eran los violentos ataques
de asma que lo torturaban con la sensación insoportable de la asfixia. Los silbidos de sus bronquios obturados de flema eran audibles
desde el
pueblo; el silencio de la
madrugada
– que era cuando sufría aquellos episodios – hacía las veces de un amplificador. En las noches
apenas dormía, ocupado siempre en revisar manuales, tratados, enciclopedias, vademécums y
diccionarios. Los libros parecían
materializarse de manera
mágica en
su conventículo; a nadie
le constaba
que los recibiera a través
de
visitas
o
mediante algún tipo
de
correo. Curiosamente, aquel lector indesmayable desdeñaba la literatura de ficción, por considerar que era una pérdida de
tiempo el crear mundos
ficticios, cuando la humanidad no conoce
más que una fracción mínima del mundo en que vivimos. Inútil fue argumentar que la creación de
mundos imaginarios alivia la sordidez del mundo real y ayuda, en cierta manera, a
comprenderlo y a amarlo mejor. Marulanda rechazó aquellos argumentos sin querer
discutirlos, calificándolos de <martingalas retóricas>. Su actitud le granjeó la antipatía del
escritor, quien no olvidaría aquellas palabras. García Márquez concluyó que
aquel individuo
era
un energúmeno y no le interesó saber más de él; aun así, Marulanda se convertiría
en fuente de inspiración
para
el personaje
de José Arcadio Buendía.
Hortensio Marulanda
Felipe permaneció en las playas de
Santa Marta durante 52 años. Los pobladores con los que tuve la oportunidad de conversar, me indicaron que en los últimos
diez no se le había visto salir de su cabaña más que para recolectar mariscos en la orilla y para cosechar el ñame, la yuca y los guineos de la huerta detrás de su covacha. En realidad,
nadie lo había visto en absoluto
por varios meses. Su cabaña no disponía de servicio de agua
ni suministro eléctrico. A
pesar
que no se le vio nunca salir
a comprar
velas o kerosén, todos coincidieron en que algunas noches, una luminiscencia de intensa blancura se filtraba través
de las rendijas de los tablones de su rústica
vivienda. Los lugareños, alarmados, espiaban aquel espectáculo desde la distancia. Nadie se atrevió a acercarse para indagar por el origen de aquellas fosforescencias.
Con el tiempo, los vecinos empezaron a correr rumores de sus
actividades diabólicas. Algunos lo creyeron
un brujo; la mayoría, concluyó que estaba
loco. Con el paso de los años, el miedo y la superstición que les inspiraba Marulanda no se disipó, pero la atención de los lugareños se dirigió hacia asuntos más cotidianos o más urgentes y
terminó por dejarlo en el olvido. Santa Marta mismo había caído en el olvido, pero en este
caso, en el de los turistas. La
aparición de
resorts a lo ancho del Caribe,
ofreciendo la conveniencia
de los paquetes <todo incluido>, la había relegado a su condición original de caleta de pescadores artesanales.
Con
la información proporcionada
por García Márquez en nuestra
reunión de Aracataca, me decidí a buscar a
Marulanda. Me interesaba escuchar
lo que
tenía que decir de
sus casi seis
décadas de pesquisas fotográficas. Me instalé en un hotel de la calle Guadañaré, a unas
cuadras de la plaza de Santa Marta. El destino, sin
embargo, tenía otros planes para mí. En mi primera
noche de caleta pesquera caribeña, un sueño me asaltó, al despuntar del alba. En el
sueño, en el cual me veía rodeado de una luz de intensidad excepcional, escuché con nitidez
la precisa frase
con
la cual el gitano Melquíades hace el anuncio de
su fallecimiento, hacia el
final de Cien Años de Soledad:
He muerto de fiebre en los
médanos de Singapur.
Desperté
de golpe, alarmado por aquella
cita
de ominosos visos proféticos. No pude volver a dormir y esperé a que la vida del pueblo retornara a la normalidad diurna. Aquella mañana, al bajar a la administración, noté un ambiente de alarma entre los empleados del hotel. El loco de las fotos, dijo la recepcionista, y
señaló a través de la ventana en dirección a las orillas marinas. Pude distinguir, en la distancia, un grupo de
curiosos alrededor de
un bulto sobre la arena, lamido por olas que depositaban sobre él espumarajos amarillos.
No me demoré en desayunar, salí del hotel y
me
acerqué al grupo. Algunos turistas gringos, maravillados,
tomaban fotos. Un cadáver, inflado como un globo y cubierto de innumerables corpúsculos azules, había sido varado por las aguas. Los vecinos comentaban que les costaba reconocer al sujeto que había vivido entre ellos por más
de medio siglo.
La transformación física de
Marulanda había sido extraordinaria. Debido a
la prolongada exposición a los elementos, su piel había adquirido la textura del cuero y una tonalidad
de pergamino. Su estructura ósea se había afilado, haciéndolo
lucir más alto de
lo que realmente era. Sus manos y sus pies eran ahora enormes, mucho más grandes que cuando llegó en su búsqueda de la luz divina. Una expresión de paz seráfica se había dibujado en su cara – parecía dormir y soñar – lo que era más bien extraño: Cualquiera que haya visto a un ahogado
sabe que su rostro queda deformado en una grotesca mueca de horror.
Nadie quiso hacerse
cargo del cuerpo; el párroco –Deuteronomio Benítez Pando- vociferó
desde la mesa de una cantina local que no oficiaría
los rituales cristianos en honor
a aquel “impenitente fabricante de idolatrías”. Fue
necesario que el
alcalde,
Fortunato
López
Usuriaga, contratara los servicios mortuorios de una localidad vecina para deshacerse del cadáver. Los pobladores no quisieron ir a desmantelar su cabaña. Algunos, más bien, se
mostraron partidarios de incinerarla. Yo era el único forastero que hablaba castellano; López
Usuriaga me rogó que me hiciera cargo de revisar la
vivienda del occiso. Tal vez encontraría algún documento,
alguna nota con un nombre o algún dato de los familiares de Marulanda Felipe.
Nadie
quiso acompañarme a inspeccionar
el rudimentario
habitáculo.
La tarde del diecisiete noviembre mil novecientos noventa y nueve, recorrí los dos kilómetros de orilla que separaban la casucha de Marulanda
del
pueblo de Santa Marta. Sentía
una enorme curiosidad pero también algo de miedo. Siempre existe
un resquemor cuando uno se
mete a husmear entre
las pertenencias de alguien recién muerto. Llegué a la
morada a eso de las cinco. Me acerqué con sigilo, como si alguien me estuviera
observando. Alcé con las
manos el tablón que hacía de puerta y lo deposité a un lado; me detuve en el umbral, dudando si ingresar. El interior de
la cabaña era
como lo había imaginado:
Piso de tierra, un camastro
de flejes de hierro sin colchón
ni almohada o sábanas. Los pocos utensilios de cocina estaban fuera
de la
casucha, donde
Marulanda cocinaba bajo un cobertizo de
palma. El recinto de
paredes peladas era
un rectángulo de dos por tres metros, sin ventanas ni tabiques de
separación. Por
alguna razón que no logré
entender, aquel cuarto me pareció de enormes dimensiones. Tenía la sensación de hallarme en un gran espacio –
un templo o una caverna –
de alto techo abovedado. Mi percepción de profundidad
espacial fue tan convincente que ensayé un grito a todo pulmón: Me alivió el verificar que las tablas no me respondieran con
un eco.
Unas cajas de madera hacían las veces de repisas; una
de ellas estaba llena de
papeles que me demoré
en
revisar. La caligrafía
con
que Marulanda había escrito en aquellas hojas era
inverosímil; parecía arrancada
de un mapa europeo del medioevo temprano. Algo de cuneiforme
había
en los
ángulos agudos
de sus trazos vertiginosos.
Sus grafías no correspondían a nuestro alfabeto; su ordenamiento, sin embargo, poseía toda la semblanza
de coherencia gramatical. Algunos signos estaban agrupados en aquella manera repetitiva – característica e inconfundible
– de los números. Pude colegir que eran fórmulas matemáticas de algún tipo, pero no podría
precisar a qué capítulo preciso de esa ciencia correspondían. La
otra caja contenía el equipo fotográfico del finado. El análisis de
aquellos materiales me dejó atónito. Marulanda no disponía de uno solo de los suministros básicos necesarios para hacer
fotografía. La cámara con
la que había
intentado obtener
la prueba fotográfica
de la existencia de Dios, era un armatoste propio de una tienda de anticuario. Abrí el aparato de
metal negro; su interior estaba arruinado por la arena y la sal marina. El obturador estaba bloqueado por una capa de herrumbre amarillenta; era imposible
que hubiera funcionado.
Qué impresión fotográfica
era la que Marulanda podría haber obtenido con aquel equipo inútil?
Había una tercera caja, hacia una esquina
del cuartucho. Me
acerqué despacio, con aprensión. Qué inesperada sorpresa me aguardaba en ella? Vi algo oscuro agitarse en la caja y
por un segundo de alarma, reculé un
paso. Luego, para mi sorpresa,
descubrí una
gata que amamantaba
a tres gatitos recién nacidos.
La madera de la caja
estaba adornada
con caracteres “humanos”: Mimi. La presencia de la mascota y de aquella muestra de afecto me
alivió, pues revelaba la humanidad de aquel ser que de otra forma era de una naturaleza
inquietante, ajena. Una mirada a mi reloj pulsera me hizo notar
que la tarde había pasado con
rapidez; estaba tan concentrado en la revisión de aquel universo secreto que
había perdido la noción del tiempo. Afuera
oscurecía. Calculé que tendría otros veinte minutos antes que la noche cayera.
Ya estaba por retirarme cuando reparé
en
que, bajo los papeles de la primera caja, había un objeto. Retiré los papeles para
revelar una
placa metálica, de aquellas usadas en la daguerrotipia a finales del siglo diecinueve. La examiné, primero con curiosidad. Luego con estupor y finalmente, con veneración y
gratitud. La vida no ofrece a muchos la experiencia de
la divinidad, de una manera
tan directa como se me ofreció a mí. La placa, aquella reliquia,
que podría haber cambiado el destino de la humanidad, no es ya más – lo explicaré
en
su debido momento
– parte de este mundo material. Pasé la noche en la cabaña
del
ahogado, sin
dormir un segundo.
A
la mañana siguiente, di por finalizada
mi incursión a la morada de Marulanda. Jugué un momento con los mininos, coloqué
las pertenencias del muerto donde
las había encontrado y
volví a cerrar la habitación con el tablón que hacía de puerta. Decidí dejar la casucha tal
como la había encontrado; consideré
indispensable que fuera
analizada por autoridades y
expertos. A medio camino de regreso al pueblo, me encontré con una turba furiosa que se dirigía a lo que había sido el hogar del ermitaño. Dos niños habían muerto el mismo día en
que el cuerpo ahogado de Marulanda fuera escupido por el mar. Los pequeños estaban cubiertos con los mismos corpúsculos azules que habían tarabisconeado el cadáver del loco
de las fotos. ¡Hechicero! ¡Maldito!
¡Fuego purificador! Gritaba la turba.
Traté de
llegar antes que ellos a
la cabaña
pero ya
había
varios hombres que
la estaban
rociando con kerosén. Quise
impedirlo pero
fui
apartado, primero con amenazas, luego, a empellones. No soy hombre de amilanarse con facilidad; intenté entrar por la fuerza. Alguien alzó, hasta la altura de mis ojos, el brillo
de la hoja de un cuchillo de cocina. Retrocedí y
cambié de táctica. Traté de razonar con ellos para que me dejaran rescatar la placa, o al
menos, a los animalitos. Fue inútil. Las llamaradas se elevaron al cielo nublado de
la mañana, coronadas por
la espesura amarilla de
volutas de humo. La gata Mimi, aterrada
por el fuego, intentó escapar por una grieta de las tablas, llevando en el hocico a uno de sus gatitos. La turba
no lo permitió; unos niños la interceptaron, la embutieron en una bolsa de yute y la
devolvieron –con algarabía- a la estructura en combustión. La cabaña se consumió en menos de una hora ante las exclamaciones
jubilosas de
la muchedumbre. Indignado por la violencia innecesaria y por la incuria de esas gentes, los recriminé
y volví lo más rápido que pude a
Santa Marta. Al llegar al pueblo, fui a exigir al alcalde que
sancionara
a los responsables. La autoridad me pidió más bien que me fuera
de aquel poblado.
Es gente sencilla, supersticiosa,
dijo. Su llegada coincidió con la aparición del ahogado y con la muerte de sus niños. Ahora
ellos creen que usted tenía algo que
ver con Marulanda. No tenemos policía aquí; no puedo garantizar
su seguridad. Por
favor márchese,
dijo con tono sincero, tocándome el
hombro.
Han pasado ya más de diez años desde estos acontecimientos. He
relatado mi historia
a quien quiera escucharla; me he entrevistado con teólogos, científicos y políticos. He intentado
transmitir aquel conocimiento trascendental a personas que por su posición e influencia, pudieran convencer al mundo de que la existencia
de Dios es una realidad incontestable. Sin
embargo, he sido recibido con muestras de simpatía burlona, cuando no de compasión. Más de uno
me ha recomendado asistencia
siquiátrica. García
Márquez mismo negó – en
declaraciones a la prensa – el que me conociera o que
hubiera escuchado alguna
vez
de Hortensio Marulanda. Es más, se atrevió a
negar que nuestro encuentro hubiera
tenido lugar. Esto que escribo aquí, es para establecer mi honestidad y
mi cordura. No he perdido la razón;
tampoco inventé mi encuentro con García
Márquez – como dicen algunos –
para ganar
notoriedad como escritor. Cómo explicar
con
palabras lo que
vi en la vivienda
de Marulanda, si yo
mismo no puedo entenderlo? En todo caso, tal
vez
lo entendí mientras el milagro duró; luego
de
eso, el
lenguaje
que
me
permitió comprender
el portento fue
borrado de mi memoria.
Estoy seguro de lo que sucedió, sin embargo, en aquella noche extraordinaria. No he soñado la placa, no la he inventado; la única verdad es que
la tuve entre mis manos. Cuando la retiré de la caja
que
guardaba los
garabatos
indescifrables de Marulanda, estaba envuelta en una tira de gasa de algodón crudo, atada con una cinta de color amarillo. La tomé en mis manos,
desanudé la cinta y retiré la gasa con cuidado. Un primer examen mostró solamente una
imagen velada por la sobre-exposición: Una blancura sin
mácula. Con sorpresa advertí que en
la blancura absoluta
de la placa había algo que mi visión
registraba pero que mi mente no
entendía. Uno sólo puede ver lo que es codificable en signos, lo que la mente – mediante el
uso del lenguaje – puede
interpretar. Lo que
sea que estaba retratado en aquella imagen estaba más
allá de mi capacidad de comprensión. Aun así, estaba seguro que había algo en aquella
superficie de intachable blancura.
En
aquel momento sentí una presencia invisible en el aire claro-oscuro
de la pieza. ¿Sería acaso el espíritu del muerto? Marulanda había dedicado toda su vida a obtener aquella placa. Yo, de igual manera, había
perseguido durante décadas la
pista de aquel enigma que me atormentaba. Aquella
pertinacia que
teníamos en común, nos había
hermanado. No sentí miedo, sino más bien la certidumbre de que mi visita era bienvenida. Tal vez Marulanda –
el espíritu de
Marulanda – estaba
dispuesto a compartir
conmigo el fruto de sesenta años de disciplina alquímica. Comprendí entonces, que el inútil trasto fotográfico del ermitaño no tenía
como objetivo reproducir imágenes celestiales ni fenómenos
atmosféricos. Que sus horas de sufrimiento corporal, en sesiones interminables bajo sol ardiente o lluvia helada
eran más bien, parte de su propia transmutación personal. Que los materiales que había elegido para
el ejercicio de su alquimia
no
eran
morteros
y metales,
alambiques,
nitratos
ni
emulsiones fotográficas, sino más bien, su propio ser, su cuerpo y su espíritu. Que la luz que
había querido perennizar en la única placa
era
su propia
luz interna, la Luz Pura, un retrato de
su propio proceso de purificación existencial. Al experimentar la presencia de su espíritu en la cabaña, tuve la convicción que
Marulanda trataba
de decirme que lo había
logrado. Aquel pensamiento me
dio la tranquilidad de saber que su búsqueda – que
la mía misma – no había
sido en vano.
Volví a posar la mirada
sobre la lámina metálica. Fue
entonces cuando mi mente
empezó a discernir, poco a poco, en la blancura absoluta
de la imagen, la fisonomía insondable
de la divinidad. Esta se fue dibujando ante mis ojos, sus rasgos apareciendo uno tras otro, hasta mostrarme en su plenitud
universal, la gloria y el horror infinitos. A partir de ese momento mis recuerdos se tornan
confusos; sé que de mi
boca salió un torrente incontenible de
palabras cuyo significado ignoro. Sé que
contemplé absorto
aquel tesoro, sin pestañear, por varias horas. Lo sé, porque
el
alba me encontró sentado sobre el camastro
de Marulanda, la placa entre las manos, sin sueño ni cansancio, los ojos asombrados y enormes, incapaces de despegarse, siquiera por un segundo, del daguerrotipo de Dios.
A bordo del “Free to Wander”,
Seward, Alaska. Junio de 2007.
Post Scriptum: Sobre la experiencia
religiosa.
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