HUGO
VELAZCO FLORES.Huancayo, 1986. Es licenciado en Pedagogía y Humanidades por la
UNCP, Psicólogo por la UNH y magíster en Psicología educativa. Dirige la
Editorial Nictálope que busca difundir la literatura regional y a escritores jóvenes,
además de impulsar la lectura y otras actividades culturales. Ha publicado los
poemarios: «AYA TAKI» (2008), «LA MEMORIA DEL CUERPO» (2010), «LA TIERRA ÓSEA»
(2011) a manera de trilogía; en el año 2012 publica «CARTOGRAFÍA APLICADA o
nueva técnica para dibujar el ruido de las flores». El año 2013 Publica HABITANTE TERRESTRE, poesía. En narrativa ha
publicado el libro de cuentos «EL TIEMPO DE LOS MUERTOS» (2012), «EL DAÑO Y OTROS RELATOS» (2014).
Tiene una novela inédita con el que quedó finalista en el concurso nacional de
novela organizada por la editorial Bisagra en el 2011, en los Juegos florales
nacionales organizado por la Casa de la Juventud y la Cultura (Huancayo) en el
2013 y Finalista en el concurso internacional de cuento VII PREMIO LITERARIO NARRATIVAS
OBLICUAS, España, 2013.
Ha obtenido una larga y merecida lista de reconocimientos, de las que mencionaremos solo algunos. Por ejemplo, el primer lugar en los
Juegos Florales de la UNPRG Lambayeque (poesía, 2008); en los
Juegos Florales Universidad Del Santa-Chimbote (poesía, 2009); en el concurso nacional de cuento Casa Del Arte, Trujillo, 2010; el concurso de poesía FELIZH-2013, Huancayo; en el concurso Muro abierto del festival internacional de poesía, Lima, 2013. Segundo lugar en el
concurso nacional de poesía Adaluz-Huancayo, 2009; en el concurso nacional de poesía FELIZH- 2012. Tercer lugar en el concurso nacional de poesía FELIZH- 2012; en el concurso nacional de cuento Manuel Baquerizo, 2012. Finalista en el
concurso nacional de micro cuento FELIZH-2011; en el
concurso nacional de novela Ciudad incontrastable, 2011; en El cuento de las 1000 palabras
de la Revista Caretas, 2012, con el cuento «Mientras dormías»; en el concurso internacional de cuento VII PREMIO LITERARIO NARRATIVAS OBLICUAS, España, 2013.
Mención honrosa en
los juegos florales nacionales organizado por la Casa de la juventud y la
cultura, en el área de novela, 2013.
Del mismo modo ha sido antologado en una gran diversidad de revistas y periódicos.
El
daño
Canícula / el tiempo de perros en celo
Arquínigo Cépeda empezó a morir por partes, a plazos. Se lo dijo a
Hilda aquella madrugada cuando ella lo había buscado deseosa debajo de las
frazadas, caldeada y vigorosa, gobernada por la inesperada canícula de
diciembre.
—Está muerto. ¿Sabes? Mi brazo no sirve.
Hilda pellizcó varias veces el brazo entumecido de su marido, pero
Arquínigo apenas advertía que unas delicadas tenacillas lo mordisqueaban sin
herirle. Sofocado, intentó palpar los muslos de su mujer, y sintió, por todo
síntoma, un súbito aguijonazo en el hombro y el brazo rígido y pesado como una
roca.
Arquínigo procuró dormir para no pensar en su brazo, pero el
aleteo de una mariposa negra que, luego de oscilar sobre su rostro, había ido a
posarse en una viga, se lo impidió. Arquínigo, con un sabor metálico en la
boca, se sentó en la cama, exploró su brazo agarrotado: no había nada inusual
en su musculatura ni en la textura de su piel. Luego, con la otra mano encontró
una sandalia debajo de la cama y la lanzó hacia la mariposa que insolente
terminaba de esconderse en una rendija del tejado.
—¡Plaga! —masculló.
Aquel día todo fue silencio. Hilda le puso los zapatos, le ayudó a
sorber el café, lo bañó porque era sábado y hacía un calor implacable, lo
acomodó en su silla de paja al amparo de la sombra de un viejo cedrón en medio
del patio, y ella se sentó frente a él a eternizarse en su tejido, en una
chompa que Arquínigo había deseado caprichosamente para el próximo otoño. Pero
esta vez ella no le preguntó si le gustaba el nuevo punto del entramado, si no
le intrigaba como otras veces la artificiosa urdiembre de las mangas; porque
ahora, en silencio, trataba de justificar de algún modo el padecimiento de su
marido; y recordó que Arquínigo se había golpeado un dedo con el martillo
cuando cerraba una rendija de la puerta, pero luego se percató fastidiada que
ello había sucedido hace un mes y en la otra mano. Arquínigo Cépeda, por su
lado, creía que acaso su mal se debía a la ponzoña de una ortiga que lo había
alcanzado ayer mientras deshierbaba su jardín, pero inmediatamente advirtió que
tantas veces en el pasado otros herbajes aún más venenosos le habían punzado
sin mayores secuelas que una que otra ridícula inflamación. Una breve brisa
caliente agitó las ramas del cedrón y los extrajo de sus cavilaciones; Arquínigo
vio la oscilación de las hojas del árbol, miró el cielo despejado, el sol como
un punto sobre su cabeza y dijo malhumorado que eran las doce. Hilda,
renunciando a su obra, se internó en la cocina.
No había forma de saber qué lo aquejaba, por qué la derechura de
su extremidad... En una semana, las cosas empeoraron. Su brazo había adquirido
un color morado y empezaban a acentuarse los filamentos de la pulpa. Hilda
lloró cuando vio a su marido coger su palito de tejer y atravesarse la mano sin
mayor dificultad ni secuela. Los días siguientes, cuando Arquínigo encontró un
ciempiés en su plato y un búho cantó en el rugoso cedrón, Hilda se encargó de
acopiar remedios y conjuros, de preguntar a las gentes por ciertos secretos
milagrosos, de ciertas enjundias prodigiosas, tal como lo había hecho en el
pasado ya para recuperar la fertilidad de su esposo, ya para que ella misma
entierre para siempre su historia antes de Arquínigo. De modo que ahora podía
verse a Arquínigo con un collar de plumas de colibrí o con bigotes de zorro
detrás de la oreja. Pero el brazo de Arquínigo seguía alejándose del mundo. Y
sólo cuando los baños con excremento humano y petróleo, la infusión de ombligo
de recién nacido, el agua de tierra de fogón y Santamaría, el imán envuelto en
pañuelo floreado y el polvo de tres imágenes diluido en agua bendita
fracasaron, entonces visitaron al médico.
Aunque el diagnóstico fue obvio y el dictamen inapelable,
Arquínigo se resistió a ser mutilado. Ninguna súplica ni explicación conmovió
al médico del distrito, y en una semana, Arquínigo Cépeda había vuelto a su
casa sin el brazo izquierdo.
Fue un mes extraño para Arquínigo, sobre todo porque tenía que
acostumbrarse a las vendas que lo arropaban, y adaptarse a la vida como un
fragmento abominable y sin sentido. Pero finalmente aceptó la carencia y el
hecho de perpetuarse en su patio, inservible, sentado a ver pasar los días al
pie de su sarmentoso cedrón, a ver cómo las golondrinas instalaban sus nidos en
la atmósfera inalcanzable de las tejas.
—¿Los ves? —preguntó una mañana—. Pondrán huevos y cuando
revienten alguien morirá.
Hilda, por no azuzar el mal agüero, no dijo que alguna mañana
también había visto a una libélula llevarse entre sus patas un ovillo de pelo
del peine de Arquínigo.
—Quizá —musitó sin levantar los ojos de su tejido—. No puedo
avanzar esta chompa. ¿Por qué será?
En un par de días, cuando Arquínigo despertó con una pierna seca,
se sinceró:
—Me están trabajando.
«¿Quién?», preguntó ella con los ojos. Hilda sabía lo que pensaba
Arquínigo, pero ella aún lo culpaba por no darle hijos y acaso también por
separarla de su querencia. Hilda recordó a quien no debía y sintió una calidez
en el vientre, un entusiasmo lúbrico que se enredaba en su cintura de mujer
madura. Arquínigo ahora no la miraba, no quería sino que el pasado fuera
mentira. Hilda sintió inundada la vejiga y se fue a la letrina a evacuar un
poderoso chorro dorado. Contempló su menuda mata de pelo caracoleado, palpó su
sexo desatendido y pensó en el ayer, cuando Arquínigo no era nadie en su vida,
y ella ya había conocido hombre y había querido como hembra.
En un mes Arquínigo había perdido la pierna. No quería oír los
gemidos secretos de Hilda cuando salía al baño de noche y tardaba hasta que las
golondrinas se revolvían en el tejado. Arquínigo Cépeda olvidó el uso de la
palabra y los gestos cuando perdió el otro brazo y la otra pierna, y acaso
porque Hilda —él lo sabía— le había empezado a sentir asco y a tenerle por
estorbo por la forma en que lo limpiaba de sus excretas, por la mueca secreta
que se formaba en su rostro cuando lo cargaba como un bebé, como un trozo de
carne informe, como un pez incompleto, como una cosa ridícula para ponerla en
el bolsillo…
En el otoño, cuando los huevos de las golondrinas reventaron,
Arquínigo Cépeda murió. Hilda tuvo vergüenza de que el cuerpo mínimo de su
esposo hiciera parecer más vacío y amplio el cajón, de modo que rellenó las
partes sobrantes con las pertenencias de Arquínigo, aún la chompa que no había
terminado de tejer. Al velorio asistió todo el pueblo, y todos lo lloraron y
compadecieron. Hilda también lloró quizá por remedo o por el deshonroso recelo
de quedarse sola; pero a pesar de las lágrimas y de la oscuridad de la primera
noche del funeral, logró reconocer entre los visitantes a un hombre arrancado
del pasado, a un varón que había vuelto por lo suyo y que, sentado en una silla
de paja bajo el aroma de un cedrón, había empezado a acostumbrarse a la casa.
—¿Por qué lloras? —reclamó el hombre cuando Hilda se sentó a su
lado.
—No sabes el trabajo que cuesta morirse —dijo ella, y llorando
sonrió.
Una mariposa negra, aleteando sobre el difunto, se deshizo en la
noche.
Huancayo,
2013
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