Cusco, 1956. Escritor, Guionista y Gestor Cultural. Director de Sieteculebras, revista andina de
cultura. Editor de Moment: Une Revue de
Photo. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas nacionales e
internacionales, y ha sido traducido al inglés, alemán, italiano, hebreo y
holandés.
Ha obtenido varias distinciones literarias: Primer Premio de Cuento en los Juegos Florales de la UNSAAC, 1989; Primer Premio del Concurso Regional de Cuento Narciso Aréstegui convocado por el INC, Cusco, 1990; Primer y Tercer Premios del Concurso Nacional de Cuento organizado por el semanario Cambio, Lima, 1990; Finalista del Concurso Nacional de Cuento Breve patrocinado por la ANEA y la revista El Ñandú Desplumado, Lima, 1992; Premio Regional de Cultura 2008, en el área de Cuento, convocado por el INC-Cusco.
Ha publicado El desaparecido (Cusco, 1988); Fuego del Sur: Tres narradores cusqueños (Lima, 1990); Cazador de gringas & otros cuentos (Cusco, 1995); Matar al Negro (Cusco, 2003), Usted, nuestra amante italiana (Lima, 2010) y Made in Cusco (Cusco, 2011).
Es miembro del Comité Editorial Internacional de las revistas Pedrada Zurda (Ecuador), Mythos (República Dominicana) y Mala Vida (México).
Ha obtenido varias distinciones literarias: Primer Premio de Cuento en los Juegos Florales de la UNSAAC, 1989; Primer Premio del Concurso Regional de Cuento Narciso Aréstegui convocado por el INC, Cusco, 1990; Primer y Tercer Premios del Concurso Nacional de Cuento organizado por el semanario Cambio, Lima, 1990; Finalista del Concurso Nacional de Cuento Breve patrocinado por la ANEA y la revista El Ñandú Desplumado, Lima, 1992; Premio Regional de Cultura 2008, en el área de Cuento, convocado por el INC-Cusco.
Ha publicado El desaparecido (Cusco, 1988); Fuego del Sur: Tres narradores cusqueños (Lima, 1990); Cazador de gringas & otros cuentos (Cusco, 1995); Matar al Negro (Cusco, 2003), Usted, nuestra amante italiana (Lima, 2010) y Made in Cusco (Cusco, 2011).
Es miembro del Comité Editorial Internacional de las revistas Pedrada Zurda (Ecuador), Mythos (República Dominicana) y Mala Vida (México).
LA VIDA NO VALE NADA
—Cuantas cosas yo
podría contar —dijo el barman. Y era verdad. Había trabajado tantos años en ese
oficio que conocía a todos los parroquianos que aterrizaban en noches como
ésta: fría y húmeda, donde vienen a matar su soledad, usted me entiende. El
barman, regordete y mofletudo, con profundas ojeras, parecía una enorme lechuza
pendiente de todo lo que acontecía en el pub. Allí, donde está sentado, ahí
mismo, él se sentaba. Todo el tiempo permanecía silencioso, tomando con
insistencia cuba libres. Con el cigarrillo en la comisura de sus labios se
quedaba absorto mirando no sé qué cosas. En la madrugada, cuando íbamos a
cerrar, pagaba y se retiraba silenciosamente. Nunca vi persona alguna sufrir
tanto. Se le veía demacrado, sin rasurar y con los cabellos en completo
desorden. Daba pena, señor, daba pena. Pero, como no facilitaba la
conversación, sólo le miraba y le servía los tragos, sin poder sacarle de su
ensimismamiento.
El local, poco a poco, empezó a
atiborrarse de personas y el barman se puso activo. «Para la nueve, dos chelas»,
gritaba el joven mozo. El otro, enano y gordinflón: «Tres cubas para la cinco».
La música detonante de “Los Prisioneros” invadía el local. Bueno, como ve, esta
noche tengo mucha chamba. Pero ahora, que todos beben, me da un alivio y sacaré
tiempo al tiempo para contárselo. Allí, donde está, ahí mismo, se sentaba.
Muchas veces traté de hablarle y, como siempre, me rehuía. De seguro, no quería
que nadie se enterara de sus secretos. Pero una noche de luna más pudo la
necesidad de comunicarse, que me contó su increíble historia. Sepa que yo era
puro oído, porque este tipo me desquiciaba. Y todo por su forma extraña de
actuar. Empezó diciendo: «No vale nada la vida». Pensé que quería interpretar
esa vieja canción ranchera. Y sabrá que no gusto de las rancheras, porque son
muy lloronas, muy gritonas. Pero, al notar en mi rostro signos de perturbación,
me dijo: Pertenecí a la Policía Nacional. Fui capitán, a la vez, Comisario de
la delegación de La Punta.
—Sucedió que una noche, por un descuido
mío, escapó un narcotraficante. Había sido capturado con una maleta repleta de
cocaína que iba a enviar a Holanda. Y se fugó no porque me coimearon, no mi
amigo, se evadió porque el muy pendejo nos invitó varias botellas de whisky. Debo
reconocer que fui un imbécil al dejarme convencer por ese cretino. Es que el
tipo no mataba ni una mosca. Además, en todo el tiempo que estuve en la unidad,
nunca se me fugó nadie. Y pensar que tenía una hoja de servicios impecable.
Pero, como ganamos tan poco, tomar whisky nos tentó la garganta. Y digo nos
tentó, porque no solo yo tomé, sino toda la delegación que estaba de turno. Y
fue así que bebimos en la comisaría como descosidos. En un descuido, cuando
estábamos totalmente ebrios, el muy cabrón se esfumó. Fue un escándalo. Me
destituyeron. Y sabrá cómo es eso; nos juntan en el patio, la tropa nos da la
espalda, nos rompen las insignias de mando y finalmente a la calle. Por poco me
mandan a la cárcel. Para mi familia fue un golpe muy duro. Mi mujer, secretaria
en un Ministerio, tuvo que mantener el hogar. No podía creer que a mí me
sucediera tamaña desgracia. Además, ser mantenido por una mujer era para morir.
Pero qué podía hacer, si sólo estaba preparado para dirigir policías, capturar
delincuentes y reprimir manifestaciones que alborotaban al Estado. Fue así que,
por insinuación de un colega que había dejado el uniforme, me hice detective
privado. La cosa era fácil, porque estaba preparado para ese oficio. Qué mejor
que un oficial de policía para dirigir una oficina de detectives. Lo primero,
fue conseguir un local barato y céntrico. Lo encontré en el jirón Cangallo, en
el cuarto piso de un viejo edificio. El lugar era perfecto para mis
movimientos. Puse avisos en los periódicos, con un eslogan recontra matador,
que inventé: “Rizo Patrón y Cía., soluciona casos que otros no pueden resolver.
Atención a toda hora y reserva total”. Parecía que el slogan había dado
resultado, porque empezaron a llegar los trabajos. Aunque no me creerá si le
digo que mi primera tarea fue encontrar a un distinguido y considerado perro
que se había extraviado. No es simple cachita, lo de distinguido y considerado,
porque ese noble animal era miembro importante de una acomodada familia. Como
la paga era buena, necesariamente, tuve que hacerlo. Trabajo es trabajo, y hay
que ganarse los frijoles, cueste lo que cueste, amigo. No sabe cuánto trabajo me costó encontrar a
ese bóxer perdido. Tuve que rondar todo San Isidro hasta ubicarlo. Ese fue mi
primer caso y también mi prueba de fuego, porque los resultados fueron
satisfactorios. Encontramos al susodicho perro montado a otra perra. Luego,
empezaron a incrementarse los trabajos. Mis niños crecían y las cosas marchaban
bien en mi familia.
En el pub, la noche seguía su curso y las
parejas salían a la pista a bailar. Entonces, siguió el hombre. Un buen día,
cuando me aburría en mi oficina, por el intenso calor del mediodía, llegó una
señora que no pasaría de los cuarenta años. Era alta, de tez morena, el cabello
largo lo tenía recogido en un moño y vestía un estilo sastre crema, con tacones
altos. No podía creer que a esa mujer, el marido le pudiera ser infiel. Me
parecía que ese tipo era un reverendo cojudo. Dejar una hembra como ésa, por
otra, era una locura. Yo ni por vainas dejaría a esa ricura de mujer. Tal vez,
la otra tenía algo que ésta no poseía. Y lo único que se me ocurría, en ese
momento, era que la amante lo tendría sexualmente seducido. De seguro, era una
amplia conocedora de los secretos de la alcoba. Sin embargo, mi olfato de
marido experimentado me decía que, tal vez, la señora era una despiadada e
insoportable bruja que tenía al pobre cónyuge bien pisado. Razón suficiente
para buscarse una amante, pensé. La mujer, después de presentarse, me dijo: «Tengo
sospechas de que mi marido me engaña». Porque había encontrado sendos indicios
de infidelidad. Me contó que de un tiempo a esta parte, éste empezó a llegar
muy tarde y sumamente cansado. Ya no era el cónyuge ardiente y cumplidor que de
tres polvos no bajaba. Ahora, el muy puto, buscaba cualquier pretexto para no
tocarla. Además, había encontrado en sus bolsillos, recibos de gastos excesivos
en chifas del barrio chino. También me informó que la trataba mal, al extremo que
le insinuaba que quería separarse. La mujer, antes de marcharse y acordar los
honorarios, me alcanzó la foto del infiel y la información sobre su actividad
profesional. Por los datos, me enteré de que el marido era un destacado médico
en una clínica particular. También pude comprobar por el retrato que el tipo
era más feo que el espanto.
De nuevo el barman se puso activo.
Pedían tragos de las mesas y él, cuidadoso, atendía todos los pedidos. El enano
era el más comedido: «Un chilcano para la tres». El otro: «Una jarra de cerveza
para la dos». Después, de atender los pedidos, el barman continúo la historia.
—Bueno amigo, así como le cuento, el
detective se puso las pilas porque la paga era buena. Además, le intrigaba el
comportamiento del médico. Lo primero que hizo fue hacer guardia al frente de
la clínica y espiar sigilosamente al infiel. Durante días estuvo observándolo y
siguiendo sus movimientos, pero nada de encontrar indicios de infidelidad. Una
noche, conduciendo el viejo Toyota prestado, lo siguió por las calles de Pueblo
Libre, hasta llegar cerca del bar “Queirolo”, donde el médico había estacionado
el reluciente Ford 2005. El investigador, antes de ingresar al local, pensó
optimista: «Ahora es mi día, aquí se citaron los muy putos». El médico, parado
en la barra bebía un chilcano de pisco.
El detective, en un rincón del bar, tomando una espumosa cerveza,
observaba todo. Pasaban los minutos y nada de la misteriosa amante. El médico,
luego de beber el vaso de pisco y conversar animadamente con el hombre de al
lado, se marchó apresurado. El investigador, desconcertado, se preguntaba si de
pronto era un reverendo marica y que las sospechas de la esposa no indicarían
que se tratara de otra mujer. «Bueno -se dijo en son de broma- si tengo que
buscar al marido del marido de la señora, lo encuentro, porque para eso me
pagan».
El detective salió del bar pensando en
los infieles y también en la mujer que lo esperaba en casa, la cual en un
arrebato de pasión, le había hecho jurar por lo más querido, su madrecita, que
no le fuera infiel, porque lo abandonaría al instante y nunca le perdonaría.
Entrada la madrugada, los últimos
clientes abandonaban el local poco a poco. El barman, sintiéndose libre de
pedidos, prosiguió con el relato. Dijo que la señora le pedía resultados. Y él:
«Seño no se preocupe, yo le traeré pruebas de la infidelidad».
Luego,
el detective mismo me contó:
—Por segunda semana continué espiando al
marido. Pero no pasaba nada. El médico mantenía su rutina diaria sin mostrar
signos de verse con la amante. Me preguntaba, si la sospecha de infidelidad, no
sería una mera suposición de la señora. Pero todo se esclareció ese fin de
semana. Para ello, conduciendo el viejo Toyota, seguí al médico por las calles
de Miraflores, hasta que éste estacionó el reluciente Ford, al costado de un
reconocido hostal. Después, tuve conocimiento que en ese lugar los amantes
tenían reservado su nidito de amor. Desde el mediodía, permanecí a cierta
distancia del hostal, para no levantar sospechas. Como no vi ingresar a la
amante, deduje que ésta ya se encontraba en el local. Fumando cigarrillo tras
cigarrillo, estuve horas esperando con la cámara fotográfica lista para
disparar. De pronto, cuando empezó atardecer, vi salir del hostal abrazados a
los amantes. Sentí loca alegría. « ¡Por fin los encuentro in fraganti!», me
dije. Enfoqué el teleobjetivo. Delante mis ojos estaban los infieles. Pero algo amargo me subió por la garganta.
Sentí que me ahogaba, y un sudor frío empezó a emanar de mi frente. Luego,
empecé a temblar y la cámara cayó de mis manos. Pensé que todo era una infame
visión y me restregué con fuerza los ojos. Pero todo era tan real que me puse a
reír nerviosamente. El infeliz abrazaba a la puta de mi mujer.
1 comment:
Bueno, Bueno, Bueno!!
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