David
Salvatierra nació en Lima en 1981 pero ha vivido casi toda su vida en Trujillo.
Egresado de la escuela de Economía de la Universidad Nacional de Trujillo, entre
otros oficios fue redactor de la página cultural del diario Nuevo Norte y viajó
por África, Medio Oriente y Europa como tripulante de un crucero. En el 2004 obtuvo
una mención honrosa en el Concurso de Cuentos de la 2da Feria del Libro de
Trujillo, el segundo puesto en el Concurso Nacional de Cuento Ciudad de
Huamachuco 2010, y el tercer lugar en el XI Concurso Nacional Juvenil de Cuento.
Lo que sé de mi madre es su primer
libro de cuentos. En la actualidad prepara una nueva colección de cuentos y una
novela.
Humo
Sigo el humo
como mi camino.
Fernando
Pessoa
Pablo encendió otro cigarro, cerró los ojos y aspiró con
fuerza. Llevaba horas sentado en la oscuridad del parque, casi inmóvil, solo la
mano subía y bajaba llevándose una y otra vez el cigarro a los labios, el
mentón pegado al pecho, el saco abierto y la corbata floja, los codos apoyados
en las rodillas y la mirada detenida incansable en las colillas que morían a
sus pies, como si estuviera a punto de descubrir en ellas una verdad que debía
haber descubierto mucho antes, cuando aún hubiera tenido algún sentido
descubrir algo, preguntándose si en realidad todo había comenzado aquella noche
cuando Elisa apareció en el balcón.
Para Elisa había sido fácil resolver el problema de la
futura salud del niño decidiendo, con una determinación a prueba de ternura
conyugal, que nadie fumaría más en el departamento. Pablo recibió la noticia
con un vago entusiasmo, después de todo Elisa en esos días estaba muy sensible
y era mejor no contradecirla, y supuso que con las semanas se abriría en su
resolución algún intersticio en el que sería posible pedir una tregua, al fin y
al cabo el departamento era lo bastante grande como para que el humo del
dormitorio o la sala llegara hasta la habitación del bebé, y si había que extremar
cuidados aún tenía el balcón, cerrada la mampara era imposible que se filtrara
el olor del tabaco y no molestaría a nadie. Además, Elisa sabía muy bien que un
cigarro antes de dormir siempre lo llevaba mansamente al sueño, que una noche
privado del efecto sedante de la nicotina lo arrojaría de la cama en busca de
la cajetilla y el cenicero.
Pablo recordaba vivamente la noche en que había aprendido a
fumar, su hermano mayor llevándolo a su primera fiesta, ya tienes trece, es
hora de que te eduques, sus ojos atónitos ante el juego de las luces de
colores, el olor de la cerveza, la locura del baile, las parejas besándose en
los rincones, los rostros que lo saludaban dejándole un vaso en la mano, el
humo que recibía en los ojos cuando su hermano lo presentaba a sus amigos. En
algún momento había salido a aliviarse del calor y ahí, sentada en la vereda,
estaba Sofía, fumando con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, la
cascada de cabello negro cayéndole sobre la espalda, lanzando el humo al cielo,
Pablo de pie a su lado sin saber qué decir hasta que los ojos verdes se
abrieron y le dijo tú eres el hermano de César ¿no?, soy Sofía, ¿quieres uno?
Por un momento dudó, pero de qué forma negarse mientras se colocaba el filtro
entre los labios y Sofía le acercaba el fuego en la cueva de sus manos, de qué
forma no atorarse, toser y evitar la risa de Sofía que le decía yo te enseño.
Contrariamente a lo que le habían contado sus amigos, su
primer ejercicio de fumador no le hizo padecer las náuseas y mareos usuales de
todo iniciado, desde el primer momento se entendió muy bien con la práctica del
tabaco, y era común en aquel tiempo verlo a la salida del colegio con el
cigarro humeante entre los dedos, fumando distraído antes de llegar a casa.
Desde entonces el cigarro había acompañado sus pasos en los días áridos de las
vacaciones de verano, en las horas muertas de la universidad, en la ruta
cambiante de los viajes, en el itinerario invariable del trabajo, en cualquier
salida, en cualquier regreso, y nunca había tenido que reprimir su impulso
hasta la noche en que Elisa aplastó en el cenicero el cigarro que acababa de
encender en el balcón.
– Pero qué haces, desde acá no le
llega humo al bebé –dijo Pablo–. No hay que exagerar, tenemos
suficiente ventilación.
Elisa se mantuvo callada, con una mueca de asco que Pablo
no conocía en su rostro, luego cogió el cenicero, dio media vuelta y entró en
la sala. Pablo no entendió nada y entonces apeló a la humillación de fumar en
el baño, arrojando el humo por la ventanilla que daba al patio, hasta que
escuchó unos golpes que estremecieron la puerta y sintió que algo se quebraba
en el orden de su vida.
***
Pablo se resignó entonces a fumar en cada resquicio que le
dejaba el día fuera del departamento, fumaba a paso apurado cuando iba y
regresaba del trabajo, aprovechaba las compras en la bodega para fumar unos
minutos conversando con el casero y los fines de semana caminaba hasta el
malecón fumando hasta que se le secaba el aliento. Renunció al cigarro que
completaba el sabor del café en las mañanas y aliviaba la digestión en las
tardes, pero no pudo abandonar la dosis de nicotina que le anticipaba el sueño,
que lo dejaba dormir sin dar vueltas en la cama, y en las noches se instalaba
en el descanso de la escalera del edificio con un cenicero y fumaba nervioso,
esperando no encontrarse con ningún vecino, tratando de justificarse ante las
finas volutas que se destejían ante sus ojos, buscando entender si el problema
era suyo o de Elisa.
– Pero no tienes que dejar de fumar
–
le dijo en los primeros días –. Cuando te entren las ganas coges tu
cajetilla y te vas a dar una vuelta, el parque está a dos cuadras, te sientas
un rato, a lo mejor encuentras a algún conocido, te distraes y nadie sale
perdiendo, al bebé no le llegará ni rastro de tu humo y la casa dejará de oler
a chingana.
Qué podía saber Elisa de chinganas, pensó Pablo. Hacía cuánto
de la última vez, era tan fácil llamar a Carlitos siempre disponible para unas
cervezas, despreocupado, pidiendo rápidamente las primeras botellas con el
gesto exacto de la mano, declamando con los ojos entornados su frase ritual
mientras servía y dejaba caer la espuma que coronaba los vasos: gracias a los
dioses. Hablar de cualquier cosa mientras el primer trago, el que lo decide todo
hermano, se abría paso por la garganta y le cambiaba la vida por unas horas,
luego encender un cigarro y entonces todo giraba, algo en su interior se abría
y se adormecía, Carlitos tiraba del hilo de su previsible sabiduría y
desenredaba sus teorías y aforismos a partir de la sexta botella: Mira,
Pablito, en la vida de un hombre, es más importante mantenerse en paz con la
propia conciencia que con Dios, porque Dios siempre perdona, la conciencia no.
Qué bello Carlitos, podríamos seguir toda la noche, quizás en verano me den
vacaciones, pero ahora Elisa, el bebé, el trabajo, ya me tengo que ir.
En esas noches, llegar al departamento era soportar a Elisa
mirándolo con un gesto de rechazo dibujado en la boca, cerrándole la puerta del
dormitorio o esquivándole los labios al primer acercamiento, por favor, no
sabes lo cansada que me deja el bebé, mañana hay que levantarse temprano, el
viernes viene mi mamá, esperemos el fin de semana, el presente borrándose en
las postergaciones de la indiferencia. Entonces solo le quedaba la retirada
habitual, los cigarros esperándolo en el bolsillo del saco, la cajetilla recién
comprada, ya vengo, Elisa ya medio perdida en el sueño como para escucharlo,
una casaca para abrigarse y a la calle rumbo al parque, donde se agitaba nuevamente
el impulso irresistible del tabaco, el golpe tibio del humo en la garganta, la
seguridad del filtro entre los dedos, una fibra tangible que lo mantenía atado
a la lucidez, el cigarro al final de la mano y el mundo disolviéndose en el
hilo de humo de la brasa, un ancla que lo mantenía aún enganchado a una parte
sólida de su vida, de sus pensamientos, la primera fumada que le llenaba los
pulmones y despejaba el camino para el regreso de algunos recuerdos que no se
habían ensuciado, la imagen de unas pocas personas a las que el tiempo había
dejado intactas, intentando resucitar su desgastada capacidad de imaginar otra
vida, algo diferente al intolerable equilibrio de Elisa, a la sonrisa
profesional de sus compañeros del banco, a la entrega puntual de sus amigos al
fulbito de los viernes y la borrachera inútil de los sábados, al inocente
orgullo de sus padres que veían en él y Elisa la feliz repetición de su
destino, a su manía insensata de no querer pensar en nada hasta no exhalar la
primera bocanada de humo.
***
Aquella noche, las cuentas le cuadraron sin complicaciones
y salió temprano del banco. Un taxi lo dejó frente al edificio media hora antes
que de costumbre, y al sacar las llaves para abrir la reja de la entrada se
detuvo un instante, levantó la cabeza y vio el balcón de departamento, en el
tercer piso. Ahí estaban las dos macetas de helechos, regalo reciente de la
mamá de Elisa, una a cada lado del sillón de mimbre. Poco a poco la presencia
de la antigua vida de Elisa se duplicaba en el departamento. Primero los
muebles de cuero negro, una réplica exacta del sillón y el sofá en los que
Pablo se sentaba tantas noches a fumar la espera mientras Elisa se decidía por
la blusa blanca o el bolso crema para salir a alguna reunión, luego las velas
aromáticas que nunca serían encendidas y que su madre no se cansaba de traer en
cada visita, los inmensos jarrones de cerámica, excesivos para las dimensiones
de la sala, los angelitos, bailarinas y pastores de yeso cubiertos de polvo que
proliferaban por todos los rincones del departamento, las imágenes del sagrado
corazón de Jesús en las habitaciones, el olor dulzón del incienso quemado en
las tardes. Elisa interpolaba minuciosamente la casa de sus padres en la suya.
Y ahora las nuevas plantas del balcón. Pablo mantuvo los ojos fijos en el
sillón y se imaginó reclinado, acomodado con una almohada, con un pucho en la
mano, escuchando un disco y hojeando una revista, o simplemente viendo pasar a
la gente desde las alturas, quizás reconocer a algún amigo y saludarlo con la
mano. La salida de un inquilino del primer piso lo distrajo y desvió la mirada
hacia la ventana del dormitorio, solo se percibía el resplandor intermitente
del televisor tras las cortinas, Elisa estaría ocupada en alguna telenovela.
Entonces decidió sacar la cajetilla del bolsillo y guardar las llaves, luego
encendió un cigarro, dio un par de pitadas y caminó hacia al parque.
Cuando se mudaron al departamento, Elisa y Pablo no
pudieron creer que el barrio les ofreciera tanta comodidad, vigilantes en cada
esquina, bodegas en cada cuadra, un colegio respetable al frente, una clínica a
medio camino entre el departamento y el parque, el malecón al final de la
avenida. Pero con los meses el entusiasmo inicial se había ido apagando con la
agitación permanente de la calle, el alboroto diario de los colegiales a
mediodía, las hordas de adolescentes que los sábados irrumpían en la avenida
con sus carros parlantes y tomaban por asalto las bodegas, los vigilantes que
se sumaban al vocerío y bebían con ellos, los accidentados agonizantes que la
puerta de emergencia de la clínica veía llegar las mañanas del domingo.
Esa noche, sin embargo, Pablo sintió que todo cedía al
silencio, nadie se agolpaba en las bodegas o en la entrada de la clínica, la
soledad de las calles lo ayudaba a caminar sin prisa, escuchando sus pasos al
quebrar las hojas muertas del otoño, respirando un viento suave que alejaba el
olor a salitre del mar cercano. Al llegar al parque prendió otro cigarro y se
sentó en una banca favorecida por la sombra, dio un vistazo a su alrededor y no
vio a nadie más que a una pareja de enamorados que aprovechaba la calma y la
oscuridad, parecían recién salidos del colegio, seguramente venían de algún
barrio lejano, así como las parejas de este barrio se aventuraban en lejanos
parques anónimos, fuera de las miradas de sus vecinos. En una esquina, un
vigilante dormía temprano su turno de medianoche encogido en un banco, el
rostro envuelto en una bufanda negra, arrullado por la tenue música de una
radio diminuta a sus pies.
El parque había sido otra alegría de recién casados; en su
época de enamorados sin techo ellos también habían paseado entre las rosas,
girasoles y jazmines que brotaban en los canteros trazados con delicadeza al
borde de los sinuosos caminitos de arcilla, se habían besado y tocado en las
bancas al pie de las poncianas frondosas, los ficus mutilados y los eucaliptos
secos, así que cuando llegaron al barrio vieron el parque como un símbolo de su
amor. Confesándose deliberadamente cursis, admitieron que el parque se unía a
ellos en la contemplación de la felicidad, de algo que debía durar para siempre
empujado por la fuerza natural de las cosas, por sus ganas de impedir que la
perfección se arruinara, por su empeño en llevar más allá de todo y de todos la
tierna simetría con que todo venía encajando en sus vidas: el enamoramiento, el
noviazgo, el matrimonio, la familia de él, la familia de ella, sus amigos, el
trabajo, el nuevo departamento, el bebé, su nueva vida.
Sí, todo había sido perfecto, cada paso los había llevado
sin retroceso hasta el final de un camino que se renovaba constantemente, en el
que hasta sus errores habían sido exactos, sin ningún espacio visible en donde
pudiera emerger el remordimiento. Y ahora, después de exhalar una ráfaga de
humo, Pablo se preguntaba qué hacía ahí sentado, protegido de algo que no
llegaba a entender bajo las ramas resecas de un viejo eucalipto, acabando un
cigarro tras otro, sin pausas entre pucho y pucho, sin más respuesta que el
humo que escapaba de su boca, la mirada fija en las colillas del suelo. Levantó
la mirada y trató una y otra vez de verse a sí mismo al regresar a casa,
abriendo la puerta del departamento, desvistiéndose en silencio en la
habitación, apagando el televisor que Elisa había dejado encendido, apartando
las sábanas y acostándose al lado de su cuerpo dormido, cayendo pesadamente con
el único consuelo de despertar y ponerse la camisa y la corbata para salir al
trabajo antes del primer llanto del bebé, de las primeras miradas de Elisa,
instalarse en su escritorio, recobrar la sonrisa profesional.
***
Un auto dobló fugazmente por una esquina y dejó una estela
de ruido en el silencio del parque. Pablo se subió la manga del saco y vio que
el reloj marcaba las doce. Tenía que levantarse a las siete, era hora de
regresar. Se incorporó y echó una mirada en dirección al departamento, la
neblina empezaba a ganar las calles y borraba el contorno de los edificios. De
repente, sintió nacer un cansancio insoportable en las piernas. Sacó la
cajetilla de uno de sus bolsillos, la vio un segundo y se volvió a sentar.
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