Enrique
Planas (Lima, 1970). Escritor y
periodista cultural. Ha publicado novelas y cuentos ubicados en el género del
realismo psicológico. Reconocido como uno de los narradores peruanos más
destacados de la generación de 1990.
Sus
novelas tienen en común atmósferas opresivas, narraciones fragmentarias,
conflictos de identidad e indagaciones en la condición femenina.
Su
primera novela Orquídeas del Paraíso (Editorial Los Olivos, 1996) fue
reconocida en 1999 en su versión para la escena con el Premio del IV Festival
de Teatro Peruano Norteamericano, organizado por el Instituto Cultural Peruano
Norteamericano. Su segunda novela, Alrededor de Alicia (BCR, 1999), recibió el
Premio de Novela del Banco Central de Reserva del Perú. Ha publicado también
Puesta en escena (Alfaguara, 2002) y Otros lugares de interés (Alfaguara,
2010).
En su
edición de 2011, celebrando sus 25 años, la Feria Internacional del Libro de
Guadalajara lo convocó a su lista de 25
secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana.
Ha sido
docente en las universidades peruanas Pontificia Universidad Católica del Perú
y Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Actualmente dicta el taller de
literatura creativa en el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica
del Perú.
Planas
ejerce también el periodismo. Fue editor de la página cultural del diario El
Sol (1996-2000) y de la revista Caretas (2000-2001). Desde el 2001, trabaja
como periodista cultural del diario El Comercio, donde además tiene una columna
semanal.
Mujer
atrapada en habitación con tormenta
Para Franz Galich
Muchos
hombres me han dicho que Managua es como una novia fea. Yo creo que es una
ciudad seductora solo si te pones de espaldas a ella, si le buscas más allá el
mar, las lagunas, sus cráteres. Es una ciudad imposible para ver desde arriba:
no tiene edificios ni miradores para subir y cambiar la perspectiva. Quizás sea
mejor así. Tanto árbol en la calle no dejaría ver el paisaje de una ciudad
acompañada por la permanente gárgara metálica de la lagartija que aquí llaman
perrozompopo. Si pudiéramos planear sobre ella como una bandada de pericos
veríamos la postal común de la
Managua que no llega a ser metrópoli por culpa de los
terremotos, los políticos, y las siete familias que gobiernan el país. Agreste,
dispersa, sin corazón. Autopistas que no llegan a ninguna parte, plazas
levantadas donde no hay motivo, buses repletos que dejan abiertas sus puertas y
ventanillas para liberar la presión y la miseria que no acordona la ciudad,
sino que la salpica como frijoles en el gallo pinto. El enorme barrio verde
parece el suburbio de una ciudad inexistente, quizás sumergida bajo el gran
lago, donde nadie puede nadar sin enfermarse.
-¿Para
eso me has traído pué?
-
¡Oiga señora, póngase de
lado!
-
Y no ve que soy redonda,
¡hijo de puta!
O
cosas así. Siempre voy atento cazando las palabras de la gente. Lo que se me
queda en la memoria, va al cuento. Lo demás, se pierde. No creo en las
libretas. No soy de esos escritores que se pasan la vida tomando notas sin
darse cuenta que ella se les escapa por el costado. En verdad, soy medio
relajado. La pereza me ha hecho daño: un día le di a una muchacha mil hojas
escritas a mano para que pasara la novela a la computadora. ¿Quién me iba a
decir que la chavala iba a escribir como ella creía que era la cosa? Cuando fui
leyendo lo que me trajo impreso me di cuenta de que se comió renglones, que me
cambió palabras, que me poetizaba los diálogos. Y es que aquí los poetas y los
que se lo creen son cosa grave. Años de modernismo florido ha provocado que la
gente te hable en verso. Y si me quejo de esta herencia de Darío, creador del
cielo y de la tierra, los colegas me miran con recelo. Algunos se molestan y
otros me dan por perdido: Hagámonos los
locos, ¿no ves que es guatemalteco?, dicen sobre mí. Si supieras lo que me
costó reconstruir el texto que me enredó la niña aquella. Aunque me demore el
doble, yo mismo lo voy a pasar. Y se acabó el verso.
Decía
que me gustaba escuchar hablar a la
Guajira , incluso cuando sus palabras se endurecen cuando me
mira. De un tiempo a esta parte, prefiero no decirle nada por no molestarla. Me
quito la guayabera sudada y para tomar un segundo aire me siento sobre la silla
de paja al lado de la mesita. Me paso el pañuelo por la frente. Resoplo. La
observo como quien mira un hermoso paisaje. Ella es la prueba viviente de que
en toda Centroamérica no hay mujer como la nicaragüense. No hay más guapa y
sensual, con una agresividad especial que asombra. En ningún otro lugar una
muchacha puede acercarse a decirte: ¿Bailamos,
amor? Aquí te sacan el brillo a la hebilla. Sí, señor, le agarras la
cintura, dos pasos para allá y pega el regreso. Un quiebre, un caderazo y luego
el pubis colocado muy cerca. Así de interesante es la mezcla de indígena y español.
Liviana, fácil, hermosa. Esa exhuberancia en la que tanto tiene que ver el
trópico. Yo quisiera ponerme a bailar con ella, pero en este momento siento el
primer cuchillazo sobre la ingle. Sucede por estar sentado y no recostado boca
arriba como ordena el médico. Mis amigos me han dicho que no tenga miedo, que
me curaré pronto, pero qué va a ser. Últimamente, solo les hago caso a los que
me advierten que tenga mucho cuidado. En estos días temo mucho que el dolor me
derrote con lo que imagino un calambre frío e intenso. Pero la Guajira no se da cuenta de
eso. Ella solo tiene cabeza para pedir atenciones mientras le da vueltas a
habitación que he podido conseguirle. Puede que tenga razones para mostrarse
tan disgustada. Al final de cuentas, yo le había prometido todo un mundo y lo
único que puedo ofrecerle ahora es una habitación sin número al final de un
corredor estrecho. Aunque tuviera vista a la calle, no vale el precio que exige
la encargada, una coreana de pocas pulgas y palabras. En un cuadrado de tres
metros de lado entran una cama de dos plazas, un armario sin una de sus puertas
y, en equilibrio sobre este, un televisor de perilla cuyo cable cuelga sin el
enchufe de remate. Detrás de las cortinas, una puerta nos separa del pequeño
balcón con la baranda de hierro forjado al viejo estilo, donde la Guajira apoya los codos
para observar la luz blanca que oculta la calle. Le bastan algunos minutos para
reconocer el obvio ritmo del barrio y el oficio de sus vecinas que, como ella,
pasan buena parte de su tiempo encerradas en pequeñas habitaciones. La mujer de
enfrente, por ejemplo, recibe las visitas de otros hombres que ya tienen
aprendido el número de su puerta. Bajo sus pies, un adolescente travestido
espera un automóvil, mientras que otras dos se ofrecen bajo el portal de la
pensión antes de doblar la esquina. No me gusta ver a la Guajira suspendida en ese
estado de alerta. Algún hombre pasaría bajo su balcón y ella podría abandonarme
de nuevo. Entonces entendí la razón de su mirada más dura, y quise enrojecer de
vergüenza: Nuevamente estaba a punto de convertirla en protagonista de una
historia tópica, la de una mujer desesperada obligada a ofrecerse si vales la
pena y la paciencia. No importa si en la transacción contrabandea un cuerpo
herido de malos recuerdos. Entonces vuelve la cólera.
-
¿Este será mi mundo? Me
pregunta.
Intento
explicarle que ese era el único espacio que entonces podía darle. Estoy débil,
estoy enfermo. No puedo dictar clases en la universidad. En casa me extiendo
desnudo sobre la cama, sujetando el matamoscas mientras clavo la mirada al
techo. Pero al final, tengo la esperanza de que pese a mi situación ella acepte
quedarse conmigo. Entonces la
Guajira se recuesta sobre la cama y se acaricia la
entrepierna con la mano derecha, como aprovechando la intimidad de quien se
sabe sola y deliciosa. Empiezo a creer que, frente a ella, yo no existo. ¡La
gran púchica! Machete estate en tu vaina, pienso al encontrarla así, tan
desafiante. Mientras se palpa, cierra los ojos, quizás para no distraerse con
las manchas de humedad en las paredes. Pronto descubre una incómoda depresión
al centro del colchón, fatigado por los muchos cuerpos que se habrían hundido
sobre el mismo punto. Y jugando a ser una muñeca incrustada en su empaque de
exhibición, la Guajira
intenta encajar perfectamente dentro de la espuma hundida. Observo jugar a mi
Barbie morena y pienso en volver a casa con los míos y abandonarla en aquel
lugar, regalarle algunas mínimas comodidades antes de escapar para siempre de
su vida. Pero soy un cobarde. Aún no tomo una decisión que se extienda más allá
de conseguirle aquella habitación y prepararle ese mundo pequeñito para ella.
-
¿Qué es lo que quieres
hacer?- Le pregunto
-
No sé, tú dime.
Cuando
tienes un personaje como la
Guajira frente a ti, te duele cuando eres incapaz de llegar a
lo más profundo de su carácter, cuando me evita deliberadamente. Entonces se
incorpora para sentarse frente al espejo detrás de la puerta del armario. Saca
del bolso su estuche de maquillaje y pinta primero sus labios y luego repasa de
polvos las mejillas. No mucho, lo suficiente para iluminar mi imaginación. Sé
que tengo que tomar una decisión urgente: No llegaré a ningún lado teniendo a la Guajira encerrada en esta
pieza. De pronto, escuchamos el ruido del catre de la habitación de al lado
golpeando con monótono ritmo la pared. Me toca reconocer que, al menos, los
vecinos tienen una vida sexual más entretenida. La Guajira se incorpora, se
acerca al muro y por traviesa da tres breves golpes con el puño, pero solo
escucha como respuesta la música de las cañerías. Aburrida, vuelve a la cama.
Intenta encender la televisión, pero al enchufar las dos puntas peladas de
cobre en el tomacorriente solo logra encender una chispa seguida de un sordo
estallido. Se deja caer al lado del aparato muerto. Podría dejarle dinero al
salir, pero temo que con algún capital ella resultara ser lo suficientemente
independiente como para escaparse de mis manos. Calculo rápidamente la cantidad
de dinero necesario como para que no huya. Podría dejarle en el bolso dos
billetes de cien córdobas, ¿o debería decir pesos? En este país nadie llama a su
moneda nacional por su nombre. Añadiría con un puñado de monedas. Siempre me
gustó esa frase, un puñado de monedas.
Suena a traición y beso en la mejilla. Podría alcanzarle, a lo mucho, para una
semana de comidas. Pero temo que la
Guajira pueda utilizar el dinero para subir a cualquier bus
rumbo a Granada o León. Prefiero no darle ese poder. ¿Encadenarla a la cama?
Eso ya lo había leído antes.
De
pronto, justo cuando la
Guajira se prepara a abandonarme, la lluvia interrumpe
sorpresivamente un día de sol espléndido. Las gotas se estrellan en la ventana
y licúan el paisaje. Minutos después, al otro lado de la pared, donde antes se
habían sentido los golpes del catre, escuchamos discutir a un hombre y una
mujer. La pelea se corta por el estallido seco de una bofetada.
Mi
abuela me contó una vez que los sueños no se convierten en realidad, pero bien
pueden anunciar las tormentas. Sé que sus palabras conllevan algo más trágico y
más confuso. La primera vez que la
Guajira se cruzó en mi camino, entonces escribía con una
buena dosis de odio, de rabia contra un enemigo al que no podía identificar.
Siempre quise escribir la gran novela, pero cuando vas madurando te das cuenta
que a estas alturas de la vida lo mejor es alegrarse si has llegado a reunir
algunas historias buenas. El ejercicio de la literatura para mí siempre ha sido
un goce, pero entonces estaba convencido que debía estar al servicio de algo. No
se trataba de jugar por jugar nomás. Me sentía llamado a escribir sobre un país
donde la guerra se había trasladado de la montaña a las ciudades, y donde los
protagonistas de la violencia ya no eran los sandinistas y los contras, sino
como al inicio de los tiempos: los ricos contra los pobres. Llegada la
democracia, los combatientes de ambos bandos se quedaron oliéndose el dedo. Y
dejaron de creer en todo, salvo en su bolsa. Ahora miro a la Guajira y me doy cuenta
hasta qué punto ella ha empezado a alcanzar una dimensión simbólica: En la
historia rápida que escribí para ella, todos los que se habían enfrentado a
balazos por un país ahora se enfrentan en una noche por ella. Había mucha sangre,
mucha droga, mucho sexo. ¿Recuerdas Managua
Salsa City?. Y todo sucedía aquí, en esta tierra que presume ser la más
tranquila de Centroamérica.
Hay
una historia mucho más terrible que nadie ha podido escribir. Si la Guajira pone mala cara por
haberla llevado a esta habitación, seguramente no le habría gustado nada estar
en Guatemala del 79 al 85. Una cosa espantosa: Cacería de intelectuales y
universitarios. Desapariciones forzadas, torturas, genocidios en las aldeas,
masacres de indígenas. Una cosa de pesadilla, algo que te eriza los pelos. No
hay gente más cruel que los conservadores de Guatemala y El Salvador. En
comparación, Somoza parecía medio bonachón. Yo me vine para Nicaragua el día
que lo mataron, allá en Asunción. Octubre del ochenta. Entonces se celebraba el
primer aniversario de la
Revolución. Meses antes habíamos salido exiliados para Costa
Rica, el destino de la mayoría de los que huían de Guatemala, pero no podíamos
trabajar allí. Y del dinero ya te puedes imaginar. Una oficina de las Naciones
Unidas para los refugiados nos daba lo necesario para sobrevivir.
El
agua de lluvia ha entrado por el balcón, convirtiendo el marrón tenue de la
alfombra en un negro profundo. Cierro la puerta, pero la humedad que empieza a
inflarnos los pulmones nos grita lo precario de nuestra estancia, la necesidad
de pedir ayuda, de salir de aquella madriguera. Recuerdo que al llegar a esta
ciudad caía un palo de agua, otro aguacero terrible. Y a fines de mes ya me
había contratado la universidad. Entonces me fui integrando a la escuela de
español, me iba mezclando con los nicas. Fue así que te descubrí, justo cuando
entendía que soy una persona partida en dos, escindida entre ambos países. Ya
me voy acercando a la mitad de mi vida de vivir fuera de Guatemala. Ello me
convertiría en alguien que no tiene patria, sin embargo, el árbol no niega a la
copa, menos sus frutos. Soy un guatemalteco que escribe cuentos y novelas
nicaragüenses, pero también soy un nicaragüense que escribe novelas y cuentos
guatemaltecos. Soy un centroamericano que sobrevive y se refugia con una mujer
de invento. Me basta una mano franca, un pedazo de azul y blanco en el cielo,
sus ojos, su sonrisa femenina, y una copa para entrar en calor.
-¿Y
si nos regresamos pa’ Guatemala?- ella pregunta.
-No
sé pué.
La
paranoia es tremenda. Solo después de 15 años regresé del exilio. Invitado a un
congreso de literatura. No quería salir de noche. Ni tomar un bus. Ni caminar
solo. Ni moverme siquiera. Todavía me da miedo, un miedo distinto al que siento
ahora cuando vuelve el dolor. Cuando la herida se abre por dentro y sin
embargo, el fluido que corre abajo no es caliente. Es tan frío que me congela
el cuerpo. Pero con todo, me acerco hasta el borde de la cama donde ella me
espera para encoger mi cuerpo a su lado, buscando su calor para ablandarme. Me
siento de pronto flotar dentro de una bañera de agua helada cuando creía que
descansaba sobre la deforme espuma. Debí adivinarlo pué, el colchón se había
convertido en una enorme esponja después que la lluvia penetrara en la
habitación a través de las goteras en el techo. La Guajira se despertó
empapada y temblando, sorprendida por la infinidad de filtraciones. Temió
enfermarse, ahora que andábamos tan pobres. Y yo me siento impotente y
responsable cuando me abraza empapada, temblando. Sentí un escalofrío como si
también lloviera dentro de mi cabeza. ¿Quién encontraría a la Guajira si yo no llego a
curarme? ¿Qué sería de ella si yo comienzo a descomponerme? El miedo puede
colocarse por encima de la imaginación. Te resta, te limita. ¿Cómo componer un
techo con goteras, si poco a poco me doy cuenta que ya no puedo levantar un
martillo? Pronto, ni siquiera podré golpear las palabras. He debido hacer un
gran esfuerzo para imaginar esta habitación. Triturando el castellano con la
misma mano con que sostengo el bolígrafo, pienso en cómo sopla el viento en
Guatemala para llevarse las nubes cargadas, y recuerdo una imagen tan trillada
como la lluvia disolviendo las lágrimas de una mujer. Pero me canso rápido.
Pienso que necesito más palabras para discutir con ella, para hacerla salir a la
calle, para inventarle una aventura que, por ahora, estoy incapacitado de
resolver. Todo se mezcla: La
Guajira ha pegado fuerte en las historias donde la gente es
radicalmente mala y desesperada y los balazos se escupen de un lado a otro.
Ahora quisiera que llorase feliz si un príncipe la despertara resolviéndolo
todo con un beso en la boca. Siento el calor e imagino a la Guajira como una
consumidora voraz de helados. Me gustaría imaginar su lengua deslizándose sobre
la crema. El helado agitaría su calma. La boca se le haría dulce. Comer dulce
es también una forma de saciarse, de olvidarse, de mimarse, pienso mientras
recuerdo el plato de mi dieta blanda sobre la cama. Levanto la voz para que
alguno de mis hijos se los lleve, le pediré que incline el ventilador hacia mis
pies, o que me revise el vendaje para ver si no se ha infectado la sutura. Me han sacado el extremo del
intestino grueso a través de la pared abdominal y las heces que se movilizan a
través de él se vacían en una bolsa adherida al vientre. Felizmente es
temporal. Igual de temporal imagino que será
lo que pueda servirme del lenguaje. ¿Cuánto tiempo deberé pasar sujeto a esta
rutina para olvidar definitivamente las palabras? Cuando alguien llega para
atenderme, escondo la historia que escribo antes que la Guajira pueda escapar de
la habitación donde la he dejado encerrada. Me pregunto cómo definir el término
claustrofobia sin llamarla directamente por su nombre. Imagino sinónimos para
la palabra desesperado. Pienso si la
haré detenerse en el algún semáforo, si mirará algún cartel, si contemplará
alguna vidriera. Le haré repetir una serie de pequeñas acciones hasta encontrar
una que desencadene, finalmente, el movimiento de su historia. Secaré su
habitación, aspiraré la humedad de la alfombra y mantendré a la Guajira el resto de la
tarde apoyada en la baranda de su balcón, observando la calle. Allá afuera ya
casi no lloverá, pero algo profundo nos obligará a ambos mantenernos fieles a
nuestra estrategia de roedores, arrinconados en una habitación, sacando la cara
por la ventana solo para tomar bocanadas de aire fresco.
Uno
nunca estará satisfecho con lo que escribe, ni con la vida que ha elegido. La
literatura conlleva una lucha permanente con uno mismo, dicen. En mi caso, la
pelea se extiende a toda mi familia. Cuando era estudiante del bachillerato,
cuando le revelé mi vocación a mamá, me dijo preocupada que los escritores se
morían de hambre. Ahora esas lamentaciones se repiten con mi mujer. Que eso no
da dinero, que no se cuando podremos vivir como la gente. Yo le digo que espere
a que me recupere. ¿Cuándo?, responde
ella, ¿cuándo? Hay un momento en que,
después de tantas preguntas, tú mismo te cuestionas para qué todo esto. Si
escribir no es en verdad una pérdida de tiempo. Lo peor es darte cuenta de que
es lo único que tienes. Y sufres por eso. Porque sabes que esto de escribir no
lo has decidido tú. Más bien, que tú eres el llamado, el elegido. Y cuando más
seguro estoy de ello, la
Guajira vuelve a mirarme, como si hubiera recordado el lugar dónde
me encontraba en su habitación, como si no pudiera calcular el tiempo en que la
he observado en silencio. Entonces me encara preguntándome con las cejas si por
fin voy a darle lo que quiere. Me acerco despacio y cuando intento retomar el
control de su cuerpo, ella apoyaba suavemente su cabeza en mi pecho. Le
acaricio el cabello recordando a los animales pequeños y frágiles, suaves al
tacto, que cuidé en mi infancia. Llevo mi boca a la suya y recibe sin chistar
la delicada raspadura de mi lengua. Me estiro sobre ella, mi lengua le recorre
el cuello, y le muerdo el lóbulo de la oreja, creo que le gusta ese dolor. Mis
manos ansiosas, torpes como las de un novato, luchan por desabrocharle los
botones. Por eso, ella prefiere desnudarse frente a mí. Mira mi pecho, ya no
tengo cicatrices ni una bolsa que cuelga de mi vientre. Soy joven, fuerte,
convencido de mi poder. La abrazo y reconoce con sus uñas una espalda ancha y
fibrosa. Acaricio sus pechos, los aprieto tan fuerte que la Guajira debe decirme cuidado, me lastimas. Más suave
entonces, los lamo, los muerdo,
sujetando sus oscuros pezones entre mis labios. Mis manos dejan de temblar
cuando toman firmemente sus nalgas para acercarlas lo más posible hacia mi
cuerpo. Creo poder desarmarla como una figura recortable. Ella responde como si
estuviera hecha de un material hueco, con partes que se encajaban y desencajan
a la perfección. Vuelvo contra la
Guajira , la penetro y no quiero soltar este momento. Temo que
la mujer que me recibe se desvanecerá si cometo el error de abrir los ojos.
Golpeo dentro, inquieto. Allá afuera, Managua sigue aguardando como una novia
fea. Cuando nuestro zumbido se hace ensordecedor, me abraza del cuello y chilla
feliz.
De
regreso del trabajo, al abrir la puerta de casa, mi mujer escucha los gritos
que doy con la Guajira.
Cruza el enorme jardín a la carrera, esperando lo peor.
Cuando corre la cortina estampada de flores que separa el dormitorio de la
sala, puede distinguir entre la densa humedad la silueta de un hombre recortado
sobre la cama. Soy yo, pero en este momento no me reconozco. Llevo un camisón
traslúcido que me hace parecer un fantasma. Ella quita la vista del vendaje y
de mis piernas pálidas y delgadas. Me observa callada, como la Guajira al comienzo del
cuento. No dice siquiera No te preocupes
vos, el doctor dice que vas a estar mejor, como me dice otras veces para
animarme. Esta vez, mi posición fetal sobre las hojas manuscritas le asusta de
verdad. Entonces sale de la habitación. Puedo escucharla. Por el tiempo que se
toma, imagino que ha llegado hasta mi estudio. Abre el último cajón del mueble
más inaccesible. Reconozco el chirrido de las gavetas. Cansada de esos papeles
garabateados, de escucharme tantas veces pronunciar el nombre de la Guajira mientras duermo,
de preguntarme para qué hago lo que hago, regresa a mi lado. Entonces abre la
caja que lleva en sus manos, extrae de ella el cigarro y me lo enciende en la
boca. Es bueno el tabaco nicaragüense. Entonces se aleja para verme absorber el
humo con una necesidad que, seguramente, le conmueve. Me relaja. Disuelve en
algo el dolor. Me recuerda el sabor de la salud. Sospecho que después de tantas
preguntas que no le respondo, de mantenerme escribiendo porque no sé hacer otra
cosa, no es por amor o por solidaridad que ella me devuelve un viejo hábito
prohibido. Tampoco por ser obediente al precepto de mantenernos juntos en la
salud o la enfermedad. Tal vez, simplemente, siente lástima porque no puedo
terminar esta historia.