Oswaldo
Reynoso (Arequipa, 1931). Hizo sus estudios en la Universidad de San Agustín de
su ciudad natal y los concluyó en la Universidad Enrique Guzmán y Valle, La
Cantuta, en Lima, donde se graduó como profesor. Ahí mismo ejerció el
magisterio durante varias décadas al mismo tiempo que desarrollaba una intensa
labor literaria. Reynoso conoció el éxito gracias a la prosa de ficción. Su
libro de cuentos Los inocentes (1961) tuvo y tiene un éxito fulgurante, pues
incorpora, por primera vez en el siglo XX, el lenguaje de los jóvenes de las
grandes urbes. Un gran trabajo
lexicógrafo que registra las voces juveniles y populares de su generación.
Reynoso consigue penetrar en el modo de pensar de los adolescentes.
En
octubre no hay milagros de 1965, Reynoso describe las penurias de la clase
media limeña en un proceso de decadencia en medio de las convicciones que pese
a estar profundamente arraigadas en el alma colectiva se van desdibujando
lentamente. Dueño de una técnica literaria depurada, Reynoso da muestras de su
gran dominio verbal en la novela El escarabajo y el hombre de 1970.
Posteriormente, durante doce años, el novelista vive en China. Durante esos
años escribe En busca de Aladino (1993), relato breve de tema arabesco y Los
eunucos inmortales (1995) novela que recupera sus vivencias en extremo oriente.
La prosa de ficción de Oswaldo Reynoso se caracteriza por presentar una gran
cantidad de personajes con una coloreada prosa de profundo aliento lírico.
CARAMBOLA
Medianoche en el billar “La Estrella”:
humo y penumbra. Las bolas suenan, opacas. Se habla a media voz, como en la
iglesia. Máquinas eléctricas resaltan, en la oscuridad, con luces y, en silencio, con cascabeles finos.
-
No hay caso, este Choro Plantado es un trome con
el taco. Y es bien gallada. Cómo quisiera ser como él. Comenta Carambola con un
compañero de clase que por primera vez pisa billar.
-
Claro, si te empeñas y vienes todas las noches.
-
Ahora me enseñas, ¿ya?
-
Mejor es que primero veas cómo juegan. Miremos al
Choro Plantado. Manya, desde las siete está juega que juega, sin cansarse. No vayas
a creer que es vicioso: él. Sólo juega para liberarse.
-
¿Liberarse de qué, ah?
-
Es lo que hasta ahora no podemos comprender;
pero así lo dice él. Luquea cómo arrocha a
los sabidos. Míralo, a pesar de ser un proco gordo y casi teclo,
cómo se desliza suavecito alrededor de la mesa. Y cómo pica a los sobrados. Él es bien derecho, juega sin
trampas y castiga a los torcidos. Manya, manya, está solo. Ya no tiene rivales.
Ahora viene lo bueno: juega por jugar, solicísimo. No sé de dónde saca magia y
hechiza las bolas.
Solo una mesa iluminada. El Choro Plantado se exhibe como nunca. Los conocidos
del barrio se aglomeran, silenciosos, en torno a la mesa. Hasta Don Lucho, que
es tan serio, ha dejado el mostrador para verlo.
Alguien, tal vez el Rosquita, salió corriendo a la cantina y aviso a
gritos que el Choro Plantado estaba
inspirado. Pobre japonés, piensa Don Lucho, se quedó sin clientes madrugadores;
porque el Choro Plantado tiene para largo.
Los espectadores, perdidos en la oscuridad hueca del gran salón de
billares, sólo ven iluminados el rostro y las manos del Choro Plantado. Elegante
y trágico, da vueltas buscando el ángulo preciso. Silencioso y calmo, echa tiza
al taco. Transfigurado, taquea. Y las bolas avanzan, retroceden, se detienen y
se encuentran en increíble carambola, como si estuvieran unidas por un hilo
mágico, misterioso. Ebrio y, tal vez, un poco triste y, posiblemente, liberado,
como dice él, respira y vuelve a taquear.
Las carambolas se suceden como cuentas de rosario. Las horas avanzan y,
sorpresivamente, la madrugada entra en el billar con la negra que vende tamales
calientitos. Es hora de retirarse, dice el amigo de Carambola. Carambola lo
despide en la puerta, con puede acompañarlo. Esta noche tiene que hablar, de
todas maneras, con el Choro Plantado de “un asunto de hombres de vital
importancia”.
-
Me buscas, Carambola, ¿no es así? - preguntó el
Choro Plantado, mientras guardaba su taco en una bolsa de nailon.
-
Sí, Don Mario. Este… yo quiero hablar con usted,
pero no aquí. Este… ¿qué le parece si vamos al japonés?
-
¿No es un poco tarde para ti? Aún eres mocoso y
en tu casa te pueden sonar
-
Yo no soy mocoso y nadies me importa y… además,
a nadies le importo en mi casa.
-
Si es así, vamos.
Invierno húmedo y gris, hasta en la madrugada. La gente y los postes,
con la neblina, se vuelven borrosos y distantes. La luz pálida transforma el
asfalto en espejo negro, brillante. Y las calles son estrechos callejones
interminables, desiertos. Como poder hablar sin miedo, de frente, con el
corazón desnudo, sin avergonzarse. Caminan
en silencio. Carambola: tímido y con la ansiedad adolescente del joven que
quiere ser hombre, urgentemente, y el Choro Plantado: ebrio, pero triste.
Parece que de propósito se detuviera
la madrugada. Nadie juega cacho en la cantina: beben, hablan, escuchan
radiola. Se toma cerveza y la espuma se bota al suelo cubierto de aserrín
húmedo y sucio.
-
Esta cantina parece el desaguadero de todas las
fiestas – dice, por decir algo, el Choro Plantado.
-
Es verdad, Don Mario. Aquí todos la rematan contesta por contestar Carambola. Leugo permanecen
en silencio hasta que el Choro Plantado habla.
-
Tú, me
quieres decir algo, pero tienes miedo, ¿no es cierto? Bueno, creo que después
de tomarte un pomo se te pasa el miedo. Salud. (Si parece que fuera ayer, y por
lo menos, hace más de cinco años. Don Lucho lo tenía cogido por la oreja y
estaba decidido a entregarlo al patuto.
-
No quiero que entrés al billar. Este local no es
para mocosos. Apenas llegas a la mesa y
ya te mueres por el taco. Antes que me saquen multa por permitir menores,
te mando preso -. Intervino y Don Lucho,
por última vez, lo perdonó. Desde entonces fue mi sombra, mi rabera. Como un
perrito gracioso a todas partes me seguía. Cuando entraba al billar se quedaba
en la puerta, esperándome, y cuando salía me preguntaba: - ¿Y cuántas
carambolas hizo? – Sin darme cuenta comencé a llamarlo Carambola y se quedó con
Carambola, hasta el día de hoy). Bueno, Carambola, ya que tú no quieres hablar,
escúchame. No sé por qué esta noche
tengo ganas de hablar, de sincerarme, contigo. Yo sé que tú solo basta saber manejar el taco. Hay que tener pasión por el
juego. Por la vida, Carambola. Siempre he dicho: una mesa, con buenas bandas;
un taco, de mi propiedad; tres bolas, sin quines; cebada y carretas me
bastan para llegar hasta las últimas
consecuencias de una vida intensa. Ahora, estoy casi borracho, sin saber tomado
mucho: es el juego, Carambola. El juego me libera, Carambola.
-
Don Mario, ¿no se enoja si le pregunto algo?
-
No, pregunta nomás.
-
El juego ¿de qué libera, Don Mario?
-
Eres chicoco, todavía, no comprendes. Cuando la
vida te golpee, comprenderás que todos los hombres que vivimos “intensamente”
guardamos un secreto. Puede ser una mujer o tal vez…no sé. Pero lo guardamos
aquí, Carambola, en el corazón. Y hay días que el corazón pesa demasiado y
parece que reventara y entonces hay que liberarse y se juega o se toma hasta
quedar borrachos.
Tímido y asustado, con el vaso de cerveza en la mano,
Carambola interrumpe.
-
No diga eso, Don Mario, me asusta. No se ponga
triste; porque yo también me apeno. Si en algo puedo ayudarlo, páseme la voz.
-
Gracias, Carambola. Es necesario que me conozcas,
que sepas con quien estás hablando. No vaya a ser que te enteres por otro y me
creas mentiroso. Yo estuve en la sombra, Carambola, pero no por ladrón, sino
porque me desgracié. Lo más triste que
le puede pasar a un hombre es que lo hagan cojudo. Por eso la maté, Carambola.
-
Sí, Don Mario, algo escuché de su desgracia. (¡Jesús, Dios mío! ¡Un
crimen! Y la vecina despertó a toda la quinta. Quise salir, pero mi mamá nos
encerró, - No sirve que los chicos vean esas cosas -. Me caía de sueño y la
sirena de la ambulancia resonaba desesperada en mi cuarto. Pero los ojos se me cerraban y mis hermanos
empeñados en verlo todo por la ventana: ¡era una pesadilla! En la mañana
desperté asustado y seguíamos encerrados ya en la tarde, mi hermana mayor nos
leyó Última Hora. – Pobre Don Mario,
no tuvo suerte con su mujer – comentaba la vecina. – pero no la debió matar –
respondía mi mamá.
-
Tú estarías de cinco años, más o menos. Cuando cumplí
mi pena, nadies me dijo nada, al contrario, todos los de la Quinta me
invitaron. Y no me fui del barrio, porque aquí todos son buenos: me llaman
choro; pero no criminal. Y ahí vamos, Carambola, jalando, tirando, pa´adelante,
con negocios, ya tú sabes. Pero mejor hablemos de lo tuyo.
-
Bueno, Don Mario, este… yo sé que usted es bien
leído y experimentado. Este… no sé cómo decirle…
-
Habla no más, sin miedo, para eso somos hombres.
-
Ya, Don Mario, pero antes, salud. Este… estoy
bien templado de una chelfa del barrio.
-
Y qué pasa, ¿le has clavado un hijo?
-
No, Don Mario, todavía.
-
Quien es, ¿la conozco?
-
Sí, Don Mario, pero no le doy el nombre.
-
Bueno, si lo quieres así, está bien.
-
Usted que
es corrido sabe que del plan de paleteo y chupete hay que pasar a otra cosa,
uno no puede quedarse en el plan de
cochineo. México no es lo mismo, allí, falta cariño, no sé… Pero para eso está
la gila de uno. Y ya no me contengo, Don Mario, y la chelfa está que quiere. Mañana
domingo, o sea hoy, mis teclos se van a Chosica, no voy con ellos: les he dicho
que tengo que estudiar para los exámenes. Voy a estar solo en mi hueco y he
quedado con la gila para acostarnos en mi cama: vamos a estar solitísimos.
-
Te felicito, Carambola. No hay que perder la
ocasión.
-
Pero tengo miedo, Don Mario: la gila está
cerradita.
-
¿Y cómo lo sabes?
-
Ella misma me lo ha dicho y además… (Había
poquísima gente en la matiné. La gila casi estaba sentada en mis rodillas. – No
Carambola, aquí no. Tengo miedo - . la tuve que dejar, pero ya la había palpado
bien). No puedo equivocarme, Don Mario, yo sé por qué lo digo. Ella me quiere y
no puede mentirme.
-
Pero las mujeres son mentirosas y más cuando se
trata de amor.
-
Pero mi gila, no. Don Mario, ¿es cierto que
cuando están cerraditas se desangran? Tengo
miedo que me pase algo. ¿Qué me aconseja, Don Mario?
-
Lo tienes que hacer con cuidado. Por si las
moscas, compra en la botica algodón, gasa, alcohol. Viéndolo bien, ya no eres
tan chicoco que digamos y tienes que ser
sabido: a tu edad no sirve amarrarse con hijo. Mejor compra en La Colmena, lo
que ya tú sabes.
-
¿Pero es cierto que desangran y pueden quedarse
muertas?
-
No siempre, pero se han visto casos. A un
párcero mío le pasó algo muy grave. Llevó a su gila a un hotel. La feligresa
era virgen y comenzó a sangrar. Asustado, cogió la sábana y trató de
contener la hemorragia; pero nada. La sangre
salía, salía, salía. Había que verlo cuando en plan de compadre contaba el
incidente. Decía, moviendo las manos y con tamaños ojos: todo era rojo, rojo,
rojo. Tuvo que llamar matasano. El matasano pidió ambulancia y se la llevaron a
Grau, a la Asistencia. Cuando el teclo de la gila se enteró, casi me lo
despachaba al otro mundo. Claro, que como dicen los médicos y las revistas de
sexología, no todas las mujeres son
delicadas. Como el juego, Carambola, todo es cuestión de suerte.
-
Me está metiendo miedo, Don Mario.
-
No te asustes, si te cuento casos, es para que
estés prevenido. No te olvides de comprar lo que te he dicho en la botica. Tienes
que hacerlo despacito, con muchísimo cuidadito, con delicadeza.
-
Gracias, Don Mario, por sus consejos.
-
¿Puedes darme el nombre de la fulana esa? Es
pura curiosidad, nada más. Te guardo el secreto. Ahora, si no quieres…
-
Este… es Alicia, la hija de la señora Jesús.
El Choro Plantado, silencioso y triste, pagó la cuenta. En la radiola
terminó un vals y los clientes se retiraban borrachos.
-
Ahí nos vemos, Carambola.
-
Hasta mañana, Don Mario.
El Choro
Plantado, con las manos en los bolsillos y las solapas del saco levantadas,
solo, parado en la puerta de la cantina, vio la casaca roja de Carambola
perderse en la neblina. Y mientras caminaba dijo, despacio, hablando consigo
mismo: “Casi todas as chelfas con
iguales. ¡Pobre Carambola! Si supiera que su tal Alicia es más puta que una gallina. Todas las
gilas son igualitas. ¡Pobre Carambola!”.
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