Nacido en Arequipa el 10 de noviembre de
1961.
Estudios en la Universidad Católica Santa
María- Arequipa, Facultad de Derecho, luego en la Academia Diplomática del
Perú, Instituto Internacional de Administración Pública – París, Francia y la
Universidad La Sorbona, Paris I, Francia.
Es embajador en el Servicio Diplomático del
Perú.
Libros publicados:
“Morgana”, cuentos, Ed. Colmillo Blanco, 1988
“Blanco y Negro”, novela, Ed. El Santo Oficio
1995. Reeditada por PEISA el 2003.
“Las Musas y los Muertos”, cuentos, El Santo
Oficio, 1997
“Crueldad del Ajedrez”, cuentos, El Santo
Oficio, 1999
“Crónicas del Argonauta Ciego”, prosas,
PEISA, 2002
“Gris”, novela, PEISA, 2004.
“Historia de Manuel de Masías, el hombre que
creó el rocoto relleno y cocinó para el diablo”, cuento ilustrado por José
Ricketts, Universidad San Martín de Porres, 2005. Reeditado por La Travesía Editora, con otros textos
gastronómicos, el 2013.
“Claridad tan obscura”, novela, PEISA, 2011.
“Dime, monstruo”, prosas, ilustrado por José
Tola, Cuzzi Editores (a aparecer en 2014)
Premios y
actividades:
Textos suyos han aparecido en diversos
periódicos, revistas y antologías literarias, en el Perú, España y Francia.
Primer Premio en los I Juegos Florales a
nivel nacional “Alberto Hidalgo”, de la Universidad San Agustín de Arequipa –
Narrativa (1980), finalista del Premio COPE de Cuento en 1983 y 1994, Primer
Premio de Concurso del Cuento organizado por Fundación Telefónica y revista Entremeses
(2000), finalista de Premio Juan Rulfo de cuento organizado por RFI (París,
2010)
Invitado a encuentros literarios
internacionales como “Narradores de nuestra América” (Universidad de Lima,
1996), Narradores Peruanos y Españoles (Centro Cultural de España, Lima, 1999),
la Feria del Libro de Bogotá (2004 y 2014), el I Congreso de narrativa peruana
en Madrid (2005), la Feria del Libro de Guadalajara (2005), La Feria del Libro
de Praga (2008), el Festival Eñe de Lima (2011)
HISTORIA DE
MANUEL DE MASÍAS,
EL HOMBRE QUE
CREÓ EL ROCOTO RELLENO
Y COCINÓ PARA
EL DIABLO
En
el Convento de la Recoleta, en Arequipa, hay un cementerio pequeño, que alberga
a varias generaciones de monjes. Si uno consigue un permiso especial puede
pasearse entre las rajadas lápidas. Como toda contemplación de sepulcros, es
aconsejable hacerlo por la mañana, bajo el intenso azul del cielo y dejándose
llevar por la austera serenidad del sitio.
Una
de las lápidas, muy antigua, atrae la atención: diríase que un tosco
marmolista ha grabado sobre la piedra,
junto a la cristiana cruz, signos paganos. Un animal pequeño, probablemente un
cuy, sobre un plato. Al lado, una suerte
de baya que podría ser un rocoto. Más allá, una antigua botella.
La
inscripción bajo esas imágenes no es menos enigmática:
MANUEL DE MASIAS
1728-1805
Murió en la paz del Señor,
luego de que su arte conquistara
este mundo
y otros
Es
necesario un nuevo permiso especial para tener acceso a la importante
biblioteca del convento. Entonces hay que tener mucha suerte o un tiempo
ilimitado para encontrar, entre las decenas de millares de volúmenes ahí
conservados, un antiguo cuaderno con tapas de cuero. Allí, en apretada letra,
Manuel de Masías, luego de retornar a su tierra natal para tomar los hábitos
tras muchos años de ausencia, confió sus recuerdos.
***
Arequipa
tenía menos de cincuenta mil habitantes cuando nació Manuel, cuarto hijo de un
comerciante en telas que gozaba de una sólida reputación y medios suficientes
para un decente pasar. Manuel se criaría en una casona de interiores sombríos y
luminosos patios, con numerosos rincones donde esconderse de la sevicia de sus
hermanos mayores. Pero su lugar preferido sería la cocina.
Manuel
de Masías, desde su retiro recoletano -desde las páginas de ese cuaderno-,
recordaba aún con emoción las horas pasadas en el oscuro antro, negro de carbón
y con una ventanilla insignificante, donde su madre, ayudada por dos
sirvientas, preparaba las comidas familiares. Desde que tuvo uso de razón, la
principal actividad de Manuel fue observar cómo su madre picaba hierbas,
trozaba carnes, hervía, horneaba, mezclaba salsas y revelaba, a la hora del
almuerzo o de la cena, un espléndido plato. A Manuel le fascinaba sobre todo,
desde muy temprano, el fenómeno por el cual esa diversidad de ingredientes, de
elementos tan diferenciados, podían formar una realidad nueva, armónica y
superior. En la noche, antes de dormir, pasaba largo rato imaginando quién,
cuál iluminado ejemplar del género humano había podido inventar la cocina. A
menos que ésta fuera producto de la inspiración divina, lo que era altamente probable.
Su mente infantil imaginaba un recetario revelado, una especie de Biblia de no
menor importancia que la utilizada en los ritos religiosos. Las recetas que su madre guardaba en un
cuadernillo, que parecía constituir su más preciada posesión, eran, seguramente,
copia de aquel libro primordial.
Pero,
como se sabe, la adolescencia aporta insatisfacciones y, consiguientemente,
rebeldía. Al llegar a los catorce años Manuel comenzaba a percibir que la hasta
entonces admirada cocina materna estaba lejos de la perfección. No era culpa de
su madre, una de las más reconocidas
expertas culinarias de Arequipa. Pero su arte no podía ir mucho más allá de lo
que sus recetas, cuidadosamente transmitidas por la abuela o por amigas de
similar tradición, le enseñaban.
¿Y
qué era lo que le enseñaban? Una cocina, finalmente, asaz simple, basada en la
robustez de los ingredientes y una mezcla elemental de ellos.
Manuel
pensaba, por ejemplo, en el rocoto. Uno de los platos preferidos de su padre
era una especie de cazuela donde se mezclaban trozos de aquel fortísimo fruto
con pedazos de carne de res y algunas cebollas. El resultado era poderoso:
arrancaba lágrimas y maceraba el paladar, para gran contento de su padre y
eventuales invitados.
Pero
Manuel sospechaba que podrían extraerse mejores acordes de aquel instrumento.
El ferruginoso gusto del rocoto era especial, y valioso aprovecharlo, pero su
fortaleza anestesiaba demasiado las papilas. Acaso sería conveniente combinarlo
con melodías más suaves.
Dos
años pasó Manuel experimentando, con la secreta complicidad de una de las
empleadas de su madre, sobre las posibilidades del rocoto. Lo del secreto era
necesario por su padre: su refugio infantil en la cocina comenzaba a ser
preocupante, para la moral paterna,
cuando ya le apuntaba el bozo.
Pronto
se dio cuenta de que la esencia más picante del rocoto radicaba en las pepas, o
circa, y en las venas, y que extrayéndolas no se eliminaba el sabor, pero sí un
importante factor de molestia extrema o adormecimiento. Remojar la pulpa en
agua con sal también disminuía sus abrasivos efectos.
Un
día llegó la epifanía: ¿Por qué no integrar la carne al rocoto, y ponerle una
tapa de suavidad? Vislumbró que por ahí
estaba la vía para hacer del rocoto un plato más universalmente aceptable,
conservando sus calidades y enmascarando sus más ofensivos aspectos. En alguna medida, era una fórmula de vida la
que Manuel de Masías estaba inventando el agregar maní, huevo duro, aceitunas.
Y más cuando se le ocurrió introducir el producto suave entre todos: la leche y
su forma más enriquecedora para la cocina, el queso. Manuel, casi
intuitivamente, estaba tentando una afortunada síntesis: introducir fluidez,
rotundidad a las agudas puntas del picante; aportar femineidad a lo guerrero.
Cuando
su madre probó el producto, le supo a gloria. Sabía de las raras aficiones de
su hijo y, aunque no las alentaba, guardaba un secreto orgullo. Pero este plato
superaba cualquier expectativa. Era, además, algo nuevo: una invención.
El
día que lo presentaron en la mesa familiar, Manuel temblaba de excitación. Le
preocupaba sobre todas las cosas la opinión de su padre.
Éste
pareció intrigado: en veinte años su esposa había repetido los mismos,
excelentes, platos, sin mayor variación. ¿Qué era esto de disfrazar el viril
rocoto con un gorrito blanco, de lechosa contextura?
La
degustación paterna fue un momento de tensión. El buen caballero, conservador
nato, no estaba dispuesto a ningún cambio en su ordenada vida. Sus principios
predominaban frente a sus gustos. Pero esta nueva combinación de sabores, en
realidad, no parecía estar tan mal. Quizás había que darle una oportunidad...
-
Hmmm...Es...curioso. Pero sabe
bien. ¿Cómo lo hiciste?
La
madre enrojeció, resplandeciente.
-
Es tu hijo quien lo ha hecho.
Y
el hijo, de color granate, en el esperado momento de su consagración, vio como
su padre tiraba la servilleta al piso y se levantaba, encolerizado, para
encerrarse en su dormitorio y en sus costumbres.
Dos
semanas después, Manuel de Masías, de dieciséis años de edad, partía montado en
una mula rumbo a Lima, a buscar su vida en ambientes más complacientes. No
sabía que el plato que había inventado se difundiría por toda la ciudad y más
allá, cariñoso y dolido tributo de su madre a su memoria, portando el banal nombre
de rocoto relleno.
***
Arequipa
le había dado las bases de lo que lo tierra produce. Lima fue, ante todo, el
descubrimiento del mar y de sus infinitos frutos.
Manuel
comenzó su aprendizaje como ayudante en un barco pesquero, en el puerto de
Chorrillos. Le fascinaba ver subir la red cargada de brillantes tramboyos,
poderosas corvinas, agitadas chitas, de vez en cuando la extraña raya.
Disfrutaba de la humilde pitanza de los pescadores, en el mismo barco:
arrancaban tiras de fresquísima carne, la rociaban apenas de unas gotas de
limón y la engullían con grave contento.
Poco
a poco, Manuel osó introducir otros ingredientes. De su tierra había traído una
mata de rocoto, que cultivaba celosamente en una maceta. Los frutos no eran
muchos, pero le bastaban para, de vez en cuando, darse una fiesta con el
picante. Cuando llevó un ejemplar al barco, sus compañeros lo miraron
recelosamente, y el contraste del extraño y fuerte sabor con la suavidad de la
carne del pescado no los convenció mucho al comienzo. Pero después le agarraron
el gusto y comenzaron a pedirle repetir la experiencia con más frecuencia.
En
tierra, Manuel podía experimentar más ampliamente, añadiendo a los pescados que
el patrón de la lancha le regalaba el producto de otros pescadores. Así comenzó
a organizar las más barrocas combinaciones de pescados y mariscos, juntándolos
con legumbres y cocinándolos o macerándolos de todas las maneras posibles.
Pronto
fue ganándose una reputación en el puerto. Gustaba de compartir sus
descubrimientos con las personas que estuvieran más a mano. Al poco tiempo se
dio cuenta de que tenía que preparar cada vez mayor cantidad de raciones,
porque como por azar cada vez más gente atinaba a pasar por la humilde cabaña
donde dormía y cocinaba. Prácticamente
ya no salía de pesca: todos los ingredientes, más de los que necesitaba, le
eran donados cotidianamente por la comunidad de los pescadores, y sus austeros
gustos se satisfacían de escasas prendas.
Un
día, cuando tenía dieciocho años, la fortuna acertó a tocar su puerta, en la
persona de un sirviente del Marqués de Villalonga. Fino gourmet, Villalonga
enviaba con frecuencia sus emisarios a adquirir pescado en el propio puerto,
desconfiando de la frescura de los que podía obtener en Lima. Uno de ellos había regresado contando
maravillas de un plato que había probado, hecho por un joven muchacho. El
marqués, encontrando que faltaba ya algo de imaginación a su cocinero gallego,
envió a buscar la rara perla.
Así
se encontró Manuel, nuevamente caballero en mula, dirigiéndose a la Ciudad de
los Reyes. Corría el año 1746 y Lima había reducido un poco su influencia en el
concierto americano, pero seguía siendo sede de lujosas casas e intrigantes
mujeres.
El
marqués de Villalonga simpatizó pronto con el joven de franca mirada. Su
cocinero, Antonio Ruz, en cambio, vio claramente el terrible peligro, y lo
maltrató desde el primer día. Pero Manuel comenzaba a descifrar con claridad
los hilos más fundamentales de la vida: había que agacharse ligeramente frente
a las dificultades, sentir pasar sobre las orejas el viento de los daños y
estar, ojo avizor, al aprendizaje de lo importante.
Con
Antonio Ruz tuvo intensos años de práctica. Pero logró, poco a poco, sacar de
su cocina lo que tenía de sustancial: básicamente, la cultura del aceite de
oliva. Manuel, utilizando ese oro derretido, supo que alcanzaría nuevas cumbres
en su arte. El feroz picante de sus inicios se fue suavizando, acogiendo la
muelle marea de este tesoro mediterráneo, pero guardando siempre una puntita,
un resquicio de ese ígneo fulgor que había alumbrado su infancia; apenas esa
punta que hacía la diferencia para el mejor disfrute del marqués y de sus
invitados.
Seis
años duró Manuel en aquella casa; los últimos dos, dueño de las cocinas, ante
el retiro de Antonio Ruz, de regreso a sus tierras aquejado de una cruel
melancolía que Villalonga supo bien identificar: la imposibilidad de soportar
un subordinado tan superior.
Pero
Villalonga también debía sufrir poderes por encima suyo. Un lejano primo, el duque de Alfeizares,
desembarcó un día en el puerto del Callao. El duque era muy aficionado a los
viajes, y aprovechaba cuanta oportunidad se le presentara para escapar de las
cortes de Madrid, tan complicadas últimamente, embarcándose en largas giras por
el mundo.
El
duque quedó fascinado con los platos que su primo le ofrecía, con el secreto
regodeo de quien sorprende a alguien que se cree superior. Cuando, llorando de
emoción o por falta de costumbre frente al picante, preguntó por el cocinero,
se sorprendió por la juventud del personaje que le presentaban. Luego de
felicitarlo y de despedirlo, el duque se tornó hacia su primo.
-
Tienes mucha suerte. Pero me acordarás
que este muchacho es un desperdicio aquí, en la parte más inhóspita del mundo.
Villalonga,
saboreando los últimos bocados de su plato, exhaló un suspiro. Sabía que el
momento debía llegar. Su cocinero, aún afanado con los postres, tenía que
partir.
***
Así
llegó Manuel de Masías a Europa, por la puerta de Cádiz. Pero poco duró en
España: Alfeizares prefería pasar largas temporadas en otras cortes europeas,
que juzgaba más adecuadas a sus gustos, y se complacía en llevar a su cocinero
para impresionar a sus nobles amistades.
En realidad, solía pasar más tiempo en París que en cualquier otro
lugar.
París.
Manuel presentía que sería una parte importante de su vida. El París de 1752
bullía de ideas y de sabores. El cambio de una era se preparaba en salones
donde la conversación inteligente y precursora era literalmente alimentada por
los productos de imaginativos cocineros. En la relativamente pequeña casa que
Alfeizares mantenía en la calle de
Monsieur le Prince, Manuel podía entrever, cuando sus ocupaciones culinarias le
daban un descanso, a nobles e intelectuales de una brillante generación,
discutiendo con apasionamiento de sesudos temas científicos o renovadores
proyectos sociales.
La
itinerante vida del duque comenzó a fatigarlo. Así que la oferta de Madame de
Geoffrin, anfitriona de uno de los salones más célebres de París, fue aceptada inmediatamente, en 1755. La casa de Madame de Geoffrin, en la lujosa
calle Saint Honoré, recibía los miércoles hasta una cincuentena o más de
filósofos y otras importantes personalidades: Diderot, Buffon, Montesquieu,
Daubenton, d’Alembert, Grimm, Fontenelle... Los lunes estaban dedicados a los
artistas.
Para
todos ellos –sin contar con otras cenas y almuerzos más convencionales-
cocinaba Manuel de Masías, y en un año tenía ya un renombre. Incluso muchos
sospechaban que el éxito del salón de Madame de Geoffrin radicaba en su
capacidad de atraer a los más brillantes espíritus y los más importantes nobles gracias a la
calidad de su mesa. Manuel presidía
ahora un ejército de adjuntos y pinches, experimentando y preparando los más
diversos platos con los materiales que la ubérrima tierra francesa solía dar.
París
llevó a su cocina nuevas materias, salsas y maneras. Las entrañas de los
animales, adecuadamente tratadas, producían dulces consistencias. Los hongos,
raros hijos de la humedad, pulsaban en cientos de formas. La firmeza de los
animales de monte requería el sabio aprendizaje de la cultura de la
putrefacción controlada. Los quesos florecían en una inconmensurable variedad
de sabores, colores y profundidades.
Pero
también, así como Arequipa fue la tierra y Lima el agua, París fue el aire: el
espíritu de sus bebidas. Manuel sintió claramente que su obra había sido hasta
ese momento incompleta, porque sus platos, acompañados de agua o de vinos
simples, no podían desplegarse verdaderamente En cambio, ¡qué ligereza aportaba
un frutado vino del Loira, qué sustanciosas refulgencias partían de un vaso de
buen burdeos, cuánta luz y miel se desprendían de los vinos de Alsacia! La
excelencia de la comida era, necesariamente, inacabada si no era magnificada
por la perfección en la bebida.
París
fue, también, el amor. Manuel de Masías, frisando la treintena, dedicado al
apostolado de su profesión no había tenido muchas oportunidades de conocer
mujer, simplemente por falta de atención a todo lo que fuera extraño a los
hornos y a la mesa. Su figura seca y elevada, paradójicamente ascética, no
dejaba de atraer las miradas de muchas mujeres. Pero una sola capturó la suya
propia. Madeleine de Saint-Yrieix, gobernanta de los hijos de Madame de
Geoffrin, pequeña hada de refulgentes cabellos negros, solía frecuentar la
cocina con cualquier pretexto. Esos días el soufflé de Manuel se aplastaba un
poco, las carnes se cocían un tantito demasiado, la vinagreta era irregular.
Manuel
y Madeleine se casaron en 1759. Durante dos años, Manuel de Masías vivió algo
que podía llamarse, razonablemente, la felicidad. El anuncio de un hijo vino sólo a confortar
esa sensación.
De
pronto, la rueda comenzó a tornar. Madeleine murió dando a luz. La pequeña
Delphine era un sol, pero no alcanzó a llenar el forado que se había abierto en
el pecho del cocinero.
Manuel
trató de sepultar la depresión bajo montañas de trabajo. El salón de Mme de
Geoffrin continuaba atrayendo multitudes, en el ambiente cada vez más cargado
de ideas que era Francia. El eximio chef
no tenía, lamentablemente, mucho tiempo para ocuparse de Delphine, que quedaba librada a otras mujeres del servicio. El sistema distaba de asegurar la atención
necesaria a la pequeña, hasta que un día Mme de Geoffrin, cansada de escuchar
el llanto, decidió tomarla bajo su protección.
Así
creció Delphine, casi como una hija más de la casa. Un día, Manuel de Masías descubrió que era ya
una adelantada adolescente. En un par de años más, su belleza era ya
inocultable para el mundo y sus tentaciones.
Pero
Delphine no necesitaba ser muy tentada.
En realidad, consideraba que la vida le debía algo, por haberla
despojado de su madre y haberle dado un padre que, a más de casi inexistente,
era un cocinero: un sirviente, por más apreciado que fuera. Le correspondía a
ella, entonces, arrebatarle su parte de fortuna a la vida.
De
niña engreída y caprichosa, pasó Delphine a joven soberbia y ambiciosa. Lo
único que exigía de sus pretendientes era riqueza. Pronto hubo quien la
instalara en un apartamento propio. Cuando el mecenas comenzó a caer en
desgracia, Delphine se volvió hacia otro más afortunado. Y no duró un año sin cambiar nuevamente de
amante y de vivienda.
Un
día, en la calle, Manuel de Masías se cruzó con su hija, del brazo de su
protector de turno. Manuel no la veía desde hacía un buen tiempo. Se quedó
asombrado y no poco orgulloso de su belleza y elegancia. Pero el asombro y el
orgullo cedieron paso a la desolación cuando su hija lo miró apenas y luego
tornó la mirada, ignorándolo.
En
1781, sin haber llegado a los 20 años, Delphine moría de tifus en el Hotel
Dieu. Su padre llegó a verla muy tarde;
cuando el manto de la agonía ya la envolvía y, por motivos distintos,
nuevamente parecía no reconocerlo.
***
Manuel
de Masías pasó muchas semanas durmiendo mal y soñando peor: En sus sueños, solía presentársele la imagen
de su hija con una expresión de infinita desolación. Manuel se despertaba, sudando frío, ante la
extraordinaria apariencia de realidad de esos sueños.
Manuel
no era un hombre particularmente religioso, pero sospechaba que esta situación
algo tenía que ver con problemas de conciencia.
Por no haberse ocupado de su hija estando en vida, ésta le reclamaba
ayuda desde ultratumba. Un sacerdote le
recomendó oficiar misas por el descanso del alma atribulada, hasta que los
sueños cesaran. Pero cuando Manuel ya había gastado una pequeña fortuna en
misas, sin cambio notable en sus noches, decidió buscar otros consejos.
París
bullía también de sectas, logias y ritos de otras culturas, primitivas o
sofisticadas. Pero ninguna receta que
obtuvo de ellas cambiaba la imagen de Delphine en las noches.
Manuel
comenzó a desatender sus obligaciones.
Además, cada decepción lo sumergía más en la depresión. Por primera vez
en su vida, comenzó a beber fuera del ámbito propio de las comidas.
Madame
de Geoffrin, cuya salud para entonces estaba ya muy deteriorada, apreciaba
mucho a Manuel de Masías pero apreciaba más a sus invitados. Y cuando ya era inocultable que la calidad de
la comida había declinado considerablemente, Madame de Geoffrin contrató a otro
cocinero, dándole a Manuel un talego con unos cuantos luises de oro a guisa de
compensación.
-
Trata de no perderte más, Manuel de Masías- le dijo, no sin pena.
Pero
Manuel seguía en su descenso, pagando a todo tipo de charlatanes durante el día
y emborrachándose durante la noche para tratar de no verla más.
Así,
Manuel de Masías parecía destinado a terminar sus días bajo un puente, como un
miserable más; como al viejo de atroces olores al que, compartiendo un vino
barato a las orillas del Sena, le narró su historia.
-
Es simple: tienes que ir al infierno a buscarla – dijo el viejo, y luego rió,
mostrando cuatro o cinco dientes negros.
A
Manuel de Masías estas palabras le parecieron una revelación. Por primera vez
en muchos años dormiría más o menos plácidamente, sabiendo lo que tenía que
comenzar al día siguiente. Esa noche, la imagen de su hija pareció un poco
menos desolada.
***
Iniciar
la expedición tomó a Manuel algún tiempo más. ¿Dónde estaba el Infierno?
Manuel
de Masías dejó de beber y comenzó a buscar en libros y consultar a presuntos
especialistas. Demoró años antes de encontrar algún rastro que le pareciera
razonable, pero siguió con perseverancia.
Hasta que halló, en dos versiones distintas de libros muy antiguos,
indicaciones que parecían bastante precisas sobre la ruta a tomar.
Así,
un buen día Manuel tomó su morral para salir de Paris, donde nunca
volvería. Casi no se percataba del
movimiento de turbas y fulgores de antorcha
que comenzaban a llenar la ciudad, en el año del Señor de 1789.
Manuel
de Masías cruzó selvas espesas y oscuras, vadeó crecidos ríos, atravesó cuellos
de montañas de tenebrosa arquitectura, sintiendo que se acercaba cada vez más a
lo insoportable.
Hasta
que un día, abruptamente, llegó a un paraje de indescriptible desolación: una
gran extensión de tierra pelada y hostil, con huesos brotando como hongos hasta
donde alcanzaba la vista. A un par de kilómetros de donde Manuel se había detenido,
percibió una suerte de vibración particular en el aire, como si de la tierra
escapara una casi imperceptible columna de vapor.
Manuel
tuvo que hacer aún acopio de coraje para encaminar sus pasos hacia allí.
Procuraba no prestar mucha atención a los huesos -humanos a todas luces- ;
apenas la necesaria para evitarlos.
Poco
a poco, mientras se aproximaba al fenómeno, descubrió que éste partía de un
gran hoyo en la tierra; el probable impacto de un meteorito, pensó.
Llegado
a lo que parecía el borde, una vaharada
de aire caliente y fétido le cocinó la cara. Las rodillas le flaqueaban, pero
igual se obligó a seguir mirando.
Era
una circunferencia de unos 50 metros de radio, con infinidad de pliegues que,
en un declive creciente, se juntaban en
la parte central. Allí se llegaba a vislumbrar el verdadero hoyo.
Manuel
avanzó con cuidado. Desde los primeros pasos, se extrañó ante la consistencia
de la tierra: semejante al caucho, se hundía bajo el pie y recuperaba su forma
luego. En realidad, podía asemejarse a la piel humana...
Cuando
la analogía comenzaba a llegarle al espíritu era demasiado tarde: tropezó y
rodó hacia el hoyo central, vio con horror cómo éste se abría para permitirle
el pasaje y se cerraba luego sobre su cabeza,
con la inapelable fuerza de los esfínteres, dejándolo en la oscuridad
absoluta.
Manuel
de Masías siguió resbalando, conducto abajo, rebotando contra sus húmedas y
blandas paredes, hasta caer en una especie de rellano, esta vez de materia
dura. Ahí se sacudió un poco y miró. Arriba, el hoyo se había vuelto a abrir,
dejando escapar el vapor. Abajo, una vertiginosa escalera de caracol parecía
conducir al fuego.
Manuel
no tuvo mucho tiempo para dudar si continuaba el viaje. Una ruidosa bandada de
una especie de murciélagos, grandes como carneros, lo rodeó entre chillidos.
Manuel sólo atinó a protegerse los ojos con un brazo. Los murciélagos lo
cogieron entre sus garras y comenzaron a descender, siguiendo las volutas de la
escalera. Manuel entreabrió los ojos, en el aire, y distinguió apenas las
facciones humanas de los animales.
Lo
depositaron con cierta violencia en el medio de un vasto anfiteatro. Casi
inmediatamente el piso, de un color rojizo brillante, comenzó a quemarle las
palmas de las manos y las rodillas. Se retorció, gritando, y se puso de pie.
Pero el calor también penetraba a través de las plantas. Entonces gritó:
-¡Estoy
vivo! ¡Vengo a proponer un negocio!
Inmediatamente
sintió cómo la tierra se iba enfriando bajo sus pies. El calor ambiente seguía
siendo casi intolerable, y acá y allá se escapaban lenguas de fuego de grietas
en la tierra, pero Manuel sintió que podía permanecer. En torno suyo, los
murciélagos seguían revoloteando, mientras formas peludas y de apariencia
vagamente humana se retorcían por doquier, chillando.
De
pronto, una cortina ígnea que tenía delante se abrió. Los seres volantes se
aplacaron, replegándose sobre cornisas, y los terrestres se calmaron,
encogiéndose. Entonces Manuel oyó la voz, grave y resonante, como venida de un
abismo.
-
Sé a lo que vienes, Manuel de Masías.
Lucifer
estaba sentado en un trono de alto espaldar. Era muy grande y de músculos
secos. Parecía también muy viejo, con la cara cruzada de un tejido de arrugas,
terminando en una barba muy despoblada. Pero los ojos, negros sobre un opaco
amarillo, guardaban todo el fuego de la vida.
Una
de sus manos, larguísimas y de uñas curiosamente cuidadas, agitó una cadena. Al
extremo se agitaba uno de los animales rastreros que había visto.
Manuel
gritó de sorpresa y espanto. En esa bestia, encogida y velluda, pequeña y
miserable, con cara sin expresión, Manuel reconoció a su hija. Quien, por lo demás, seguía ignorándolo,
ahora en este estado de animalidad. Pero
de alguna parte tienen que venir los sueños, se dijo Manuel, guardando las
esperanzas.
-
Efectivamente, señor, vengo por mi hija. Estoy a vuestra disposición para lo
que desee a cambio. Cualquier cosa.
El
diablo sonrió.
-
Tu alma no me interesa, Manuel de Masías, si eso es lo que tratas de
proponerme. Tengo mil mejores que la de un artesano de nula espiritualidad.
Manuel
enrojeció.
-
Sin embargo, prosiguió el demonio, quiero escuchar tus ofertas. El diablo tiene
momentos de magnanimidad, y la estúpida alma de tu hija quizás tenga mejor
cabida en otros lares si tú eres capaz de sorprender esta aburrida eternidad
que me atosiga. ¿Qué me propones, entonces, Manuel de Masías?
Manuel,
con la vista baja, musitó apenas:
-
Señor, lo que propongo es una cena.
El
diablo sonrió de nuevo, de manera más amplia, desnudando sus agudos dientes.
-
¿Para qué crees que te he traído, Manuel de Masías?
***
Las
condiciones fueron pocas y claras: Manuel de Masías cocinaría una cena para
Lucifer. Si ésta era satisfactoria, el
alma de su hija partiría en paz. Si no, Manuel tendría que quedarse allí por toda
la eternidad.
Por
los ingredientes, no había problema.
Belial sería su adjunto de compras. Envuelto en su manto, Manuel podría
visitar cualquier mercado del mundo y adquirir cuanto le fuera menester. (Lo de
“adquirir”, según descubriría Manuel, era un decir: Belial simplemente
introducía el material deseado en una bolsa de infinita capacidad).
Una
última concesión, arrancada por un ya
sofocado Manuel: la creación de un microclima apropiado para la preparación de
la comida y, sobre todo, para la temperatura más conveniente para algunos
platos y bebidas.
Luego
procedieron, ceremoniosamente, a la firma del contrato respectivo. Lo de la
sangre no era realmente necesario, pero Lucifer adoraba las tradiciones, así
que Manuel extendió un resignado dedo.
***
Llegado
el momento, todos los diablos de ese submundo, medianos y menores, rodeaban el
escenario. Belial había narrado con pormenores la multitud de lugares curiosos
a los que había tenido que ir acompañando a Manuel y la cantidad de cosas
extrañas que su bolsa albergaba; así que esperaban ver qué podía resultar de
todo aquello. Aunque en realidad, todos esperaban el fracaso: era tan
infrecuente ver cómo el Señor destripaba con sus solas manos, en un acceso de
cólera, a un humano...
Manuel
oficiaba en el centro, poseído de una rara serenidad. Después de todo, lo peor que podía pasarle
era quedar para siempre cerca de su hija. Ya que no habían estado juntos en
vida, compartirían cuando menos la tortura eterna.
No
eran necesarias cocinas ni hornos. Fuera de la circunferencia donde estaba
parado Manuel, la tierra era una sola brasa. Además, podía aplicar directamente
las presas sobre cualquiera de los fuegos que le rodeaban, de distinta fuerza y
tamaño. Mientras cocinaba, se le ocurrió que, en cierto sentido, estaba
culminando el periplo de los cuatro elementos, esta vez llegando al fuego
eterno. Su cocina estaba completa.
***
La
ceremonia se inicio con una copa de
champagne como aperitivo. Manuel abrió una ventruda botella y vertió su
contenido en una copa estrecha y larga, ofreciéndosela al demonio. Este sonrió
torcidamente.
-
Yo no bebo, Masías.
Manuel
tuvo un sincero movimiento de sorpresa.
-
El poder es control- explico Lucifer. Si pierdes el control, sobre todo el de
tu persona, pierdes el poder. ¿Por qué
crees que los curas dan vino a sus fieles?.
Manuel
insistió.
-
No se trata de perder el control, Señor mío. No es borrachera lo que se busca,
sino sabor.
Lucifer
sonrió. Después de todo... Ingurgitó un poco del líquido oro pálido y esperó.
La
primera sorpresa fue el frescor. Y ese picoteo de burbujas, material aéreo,
olvidado...En cuánto al sabor, ¿cómo definirlo? Una imposible mezcla de flores
y minerales, con el lejano recuerdo de algo horneado, un pan o un bizcocho;
todo tan sutil como un suspiro. ¿Y quién podía rememorar lo que era un suspiro?
El
diablo no tuvo mucho tiempo de reflexionar. Ya le traían una fuente inmensa que
reproducía el mar. Todo el borde estaba
orlado de ostras, dejadas en su estado natural y libradas así a la fuerza de su
sabor primigenio. Hacia el interior se
extendían estratos de distintos pescados, variando de preparación según el
sector: delgadas láminas de rosado
salmón apenas tocado por el jugo de limón; rotundos cubos de atún, en los que
la cocción sólo había penetrado medio centímetro en la violácea carne;
lenguados enteros ofreciendo la generosa y llana extensión de su cuerpo, frito
en la mantequilla más pura; chitas sepultadas en bloques de sal...Hacia el
centro iban acomodándose moluscos y mariscos: enormes pulpos cortados en
rodajas, choros escondidos tras cebolla y tomate picado, erizos de insolente
color naranja y sabor insólito. En el
centro mismo, sendas escuadras de langostas y bogavantes parecían enfrentadas
en una batalla.
Lucifer
probó una ostra, con gesto desdeñoso. La
carne se tensó apenas bajo sus colmillos y luego estalló, inundándole la boca
de agua marina. Lucifer cerró los
ojos. Muy en el fondo de su ser, algo
había comenzado a moverse; como un animal prehistórico que saliera del fango de
profundidades abisales y enviara ondas hacia la superficie. El gaznate de Lucifer deglutió aquel bocado,
sencilla mezcla de frescura y abismo.
Luego, se aventuró con las delgadas tiras de la corvina. Era cosa de maravilla cómo la carne ofrecía
sólo la resistencia suficiente para manifestar su existencia, antes de
disolverse en la boca entre fulgores de limón y de picante. Y así siguió el diablo escalando la montaña
marina, tentando el escabeche, saboreando el lenguado, devorando mariscos...
Manuel
lo incitaba a probar uno y otro sector de la gran bandeja, pero al mismo tiempo
vigilaba que no diera cuenta de todo: Pese a la inmensa capacidad del estómago
del diablo, y a su hambre de siglos, había que preservar espacio para el resto.
También
escanciaba, de vez en cuando, un poco de vino blanco en su copa. El diablo ya
no ponía objeciones a la bebida. Al contrario, en su fuero interior sabía que
esta destilación de oro, miel y terciopelo, con puntas de suaves especias,
rosas, durazno y mango, era lo más apropiado para acompañar lo que estaba
devorando.
Llegaron
luego las carnes. La nueva fuente
parecía aún más portentosa. Animales del aire, del prado, del corral y de
la floresta se habían dado cita, pelados, cocidos, macerados u horneados;
enteros o cortados en láminas de espesor infinitesimal. Bajo ellos, una capa de todos los vegetales,
cocinados de formas igualmente variadas: robustas papas doradas o al vapor;
berenjenas enteras o batidas con ajo, frescas lechugas en sorprendentes
vinagretas, el extraño corazón de frutos de la selva...Todo acompañado de
infinitas salsas, entre las cuales destacaba un gusto que sedujo especialmente
al demonio. Manuel de Masías, al cabo de
todas sus peripecias, había conservado los vástagos de aquella mata con la que
salió de Arequipa.
El
diablo seguía comiendo, mientras ese sentimiento lejano se incrementaba. La bestia que se había despertado en su
interior había salido ahora del mar, desplegado sus patas y caminado
trabajosamente, hasta adquirir fluidez y cierta elegancia. Luego, se había
echado sobre la tierra acogedora, como un gato calentándose al sol.
Y
el vino, ahora de un color rubí profundo, con reflejos grana y negro,
alimentaba ese calor. Uno parecía morder lo inasible, que se desplegaba en las
fauces con los sabores de un bosque entero: frambuesa, mora, grosella; acaso
una pizca de pimienta, una sospecha de chocolate, un aroma de cuero, un
mordisco de trufas. La rotunda y dulce sangre de la tierra.
Llegó
el postre. Manuel había hecho un triunfo
de arquitectura, de pintura, de música. El color restallaba, las frutas
danzaban y la incomparable percepción de lo dulce bajó por la garganta del
diablo, con la inconsistencia de lo etéreo.
Ahora,
la bestia interna se había levantado del calor del suelo y comenzaba a otear
las nubes. ¿Le brotaban alas? ¿Se
elevaba?
Entonces
Manuel de Masías le sirvió una medida de cognac.
Lucifer
ingurgitó unas gotas de la ambarina bebida. Era un fuego distinto, reposado,
contento. Sintió cómo algo terminaba de derretirse adentro. Recordó cosas,
alturas, sueños, brisas. Los ojos
cerrados, sentimientos diversos afloraron a una sonrisa extraña.
De
pronto, Lucifer pareció estallar.
Un
ser de luz se erigió en la mitad de lo que había sido su inmenso y atroz
cuerpo, y ascendió flotando. Al mismo tiempo, el remedo de Delphine también
eclosionó como un pardo capullo, y otra esencia igualmente luminosa partía
hacia lo alto. Sobre el piso sólo quedaron dos pellejos humeantes.
Manuel,
ascendiendo la escalera de caracol, ligero como nunca, miró una vez hacia
atrás. Los hirsutos entes rampantes avanzaban desconcertados. Luego de un
momento, como miríadas de ratas, se arrojaron sobre los restos del banquete.
***
La
narración de Masías acaba ahí. No comenta cómo regresó hasta Arequipa, y
tampoco informa si volvió a ejercer su arte alguna vez más.
La
veracidad de lo narrado puede ser puesta en duda. Un poderoso argumento sería
que el estado actual de los negocios terrestres, y lo acontecido en los dos
últimos siglos, no aportan bases para decir que el diablo y su nefasta
influencia han desaparecido
Pienso
que eso no desbarata la versión de Masías. Al contrario, lo que puede haber
ocurrido es que, desprovistos del mando de su jefe, los demonios menores, esos
peludos y rastreros seres, ejercen ahora su influencia anárquica y mediocre
sobre nuestras vidas, vengándose de haber llegado a probar sólo unos restos de
ese banquete que saben irrepetible, y cuyo lejano recuerdo es una tortura
adicional de la eternidad.