Es periodista y escritor nacido de Lima, editor de
noticias del semanario “Minas y Petróleo”. Ha publicado diversos artículos en
diarios y revistas del Perú y del extranjero.
Algunos de premios literarios son el
segundo lugar en ensayo sobre Gabriela Mistral otorgado por el Gobierno de
Chile (1989), el Primer Premio de Cuentos por la Paz en Lima (1992), el Primer
Premio en Concurso Iberoamericano de Ensayo por el Bicentenario de
Independencia de Cartagena de Indias, Colombia (2011) y actualmente, el Premio
de Novela Corta “Julio Ramón Ribeyro” 2013 por la obra “El amor empieza en la
carne, a presentarse en Lima en julio.
Estudioso y viajero en el mundo amazónico, Ochoa ha sido publicado en Madrid, España, con
su cuento “Ewankaro Kashiri” (Niña Luna) sobre la cultura ashaninka en el 2009. Finalista en el concurso internacional por los derechos civiles. El cuento
“Lupuna” es la historia original e inédita que inspiró su novela amazónica que
hoy ha sido premiada con el premio J.R. Ribeyro. 2013
LUPUNA
“Mata a tu mujer con la maldición de la Lupuna , que no merece vivir
la condenada” fue el frío consejo del
brujo de la aldea. “Déjala que, por ahora, se ría a tus espaldas. Llegará la noche
en que, del tronco mágico de aquel árbol maldito, surja el demonio
‘Chullachaqui’, el de los pies torcidos, que la va a rastrear, encontrar y
destruir. Tú espera nomás, cholo, la
Lupuna es madre y es justicia. Y no te preocupes porque
venganza de selva no es pecado”.
La Lupuna
es tronco misterioso y muerte en plena jungla, además de revancha. En secreto, las lechuzas, las anacondas y los
otorongos negros llegan a los pies de ese árbol siniestro para absorberle un
poder milenario que los hace inmunes a la fiebre y a las balas.
Y hoy que mi mujer se ha marchado con otro
hombre, el brujo ‘ayahuasquero’ me sugiere que la “lupunee”. Debo hacerlo
porque, según las leyes sagradas de la selva, toda perfidia conyugal se paga
con la muerte. En la espesura, además, la piedad no existe. La boa constriñe, la lluvia arrasa,
el río ahoga, la piraña cercena, el sol afiebra, la hormiga devora, la flecha
envenena, tú lo sabes, hermano: “Para que en la Amazonía haya orquídea y
paraíso no puede existir perdón ni misericordia”.
Pero,
cristiano enamorado a fin de cuentas, dudo en cumplir tan macabro rito mágico -
funerario: abrirle un orificio al tronco de la Lupuna, colocar dentro una fotografía
pequeña de mi mujer y cubrirla con la misma madera del árbol maldito. Eso sería
suficiente. En la tercera noche
posterior a ese hechizo, la pobre soñaría sangre, tarántula y estiércol y, unos
días después, un sudor frío y mortuorio brotaría de sus pechos hermosos, donde
tantas lunas estacioné mi lujuria. Su muerte sería irremediable.
Miles de traidores han muerto por Lupuna en la Amazonía peruana. Y desde
antes de los Incas y de los soldados españoles ¿O ya olvidaron que, hace tres
siglos, los indios ashaninkas le sustrajeron
unos cabellos a un cura franciscano para embrujarlo en el árbol maldito? A la
semana siguiente, eliminaron al
sacerdote en su propio altar y, para colmo, lo sacrificaron al estilo “cashacushillo”
(“puercoespín”), no una sino muchas flechas,
hasta que el infeliz pastor de Dios quedó atravesado y petrificado como una
bola de púas junto a sus dos
monaguillos. Cuando capturaron al asesino que encabezó tan sacrílego crimen confesó
que no supo bien qué le empujó a aplicar
“cashacushillo” al fraile, pero para nadie era un misterio que el diablo
vengador de la lupuna, el más perverso de todos los sortilegios del mundo,
había poseído previamente al despiadado criminal.
Indeciso, le
consulté a mi Madre Selva si debía consumar mi venganza. Siempre busco la luz y
las respuestas en ella cuando una sombra incierta me persigue, cuando la más
mínima duda cruza y me enfría los hombros. Ella tiene la sabiduría de todos los
jaguares y habla siempre al centro mismo
del alma, esclareciendo y allanando. Fui a la orilla del río poderoso y le
conté a mi Madre Selva del amor traicionado por mi mujer, de toda la sinceridad
que hubo en mis manos, de la inocente devoción que los ojos y el sexo de ella
siempre me inspiraban. Porque mi amada ostentaba varias sublimes y suculentas
puertas, hoy lejanas por una deslealtad que duele más que el aguijón de la raya
cuando se incrusta en la pezuña del hombre de la jungla.
“Lupuna entonces, hijo, muerte segura y todo
acaba” sentenció mi Madre Selva, luego de escucharme. “Tienes mi licencia, no medites, limpia la hierba mala, véngate con Lupuna
diablo, ya te dije que nunca pienses mucho, ritualiza su muerte y purifícate
que lupuna es garrote, ley divina. Yo te lo ordeno”.
Una música
delicada brotó de lo más negro del río Amazonas mientras las anguilas se quedaron
quietas, también los delfines bufeos, las nutrias insaciables, los pájaros paucarillos,
todos como estatuas coloridas de carne, petrificadas y humildes porque la Madre
Selva había hablado desde su trono sagrado. Mientras tanto, en la tierra firme,
en pleno bosque de Loreto, una Lupuna algo joven ya me estaba aguardando para
cumplir la ceremonia letal de mi venganza.
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Medité
lo que iba a hacer y decidí, por fin, entregarme al acto de la muerte. El árbol
maldito me recibió con su ancestral desconfianza (la Lupuna te observa cuando
llegas, adivina tus odios, mide todas tus flaquezas y sabe que, como las prostitutas, tarde o temprano
terminarás cobijándote en ella). Mi cuchillo laceró su tronco satánico, le abrí
una cavidad menuda, coloqué en ella una fotografía y cerré el encargo con el
mismo engendro de su madera.
El diablo de la Lupuna, en las entrañas del árbol, observó
la foto y le oí reír grotescamente. Como
respuesta, oriné sobre el tronco en señal de desprecio hacia esta depravada
especie forestal, solitaria y tan macabra que, igual que los árboles “renaco”, ahorca
cruelmente con sus ramas a todos los infelices troncos y arbustos que osan
brotar a su lado.
Volví a mi casa, a mi abandonado lecho marital, a aguardar,
resignado, a que la magia de la selva surta efecto. Como es costumbre en la
Amazonía, alisté una caja mortuoria de madera de capirona con una imagen del
Santo Cristo de Bagazan para la fúnebre hora final cuando llegue la inevitable
venganza.
Efectivamente,
tres días después, el diablo ‘chullachaqui’ de la Lupuna emergió violentamente del
tronco, vio la imagen fotográfica que le dejé, la rastreó como un sabueso por
la jungla y llegó a mi casa, extrañado, a cumplir con su macabro rito. Me miró
sorprendido, atónito y con algo de admiración. Una hemorragia brutal, interna, explosiva, pulverizó mis
órganos vitales e hizo derramar ríos de sangre por mis uñas y mis
ojos, como si alguien me hubiera inoculado el veneno de la serpiente shushupe.
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En su trono
sagrado, mi Madre Selva lloraba
inconsolablemente por mí, cobarde suicida. Y la Lupuna siguió de pie, gestando
a su feto diablo, mientras las termitas profanaron su tronco, hallaron mi fotografía
en un orificio y se la comieron.
1 comment:
Juan Ochoa López es indudablemente un escritor brillante , he leído mucho de él , tiene la virtud de introducirnos de manera sublime en su mundo intelectual , es un deleite leer todo lo que él narra en sus libros , crónicas, artículos , etc. “La letra le viene de sangre”, le esperan muchos más éxitos , es ya una realidad su reconocimiento , es un orgullo peruano!!
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