Nacido en Lima, 1983. Ha publicado un poemario infantil titulado "Pueril" en 2008 y actualmente está trabajando su primer libro de cuentos. Ha recibido un premio institucional ADEX 2005 por su poema "Sórdido". Como actividades complementarias ha organizado, entre otros quehaceres, el recital denominado "La paz y la mujer" en la Cayetano Heredia 2005. Harry Cañary ha sido participante de los talleres de narrativa y guión el Centro Cultural de la PUCP. En lo personal, recibo y cuelgo con mucho agrado el siguiente cuento y espero, como muchos otros, una larga y productiva labor literaria de este joven escritor.
LA RESBALADERA
Aún parece que fue ayer. No hace mucho, mis retinas podían ver a un niño que con sus pasos indecisos y sus brazos ocupados de materiales, iba todas las mañanas al parque cercano a nuestra casa. Era conmovedor poder verlo jugar, a su modo, con sus pinceles y libros. Rodrigo tenía diez años y a su diestra siempre anduvo un niño delgadito de siete, llamado André, un poco orejón y de ojos muy despiertos que acompañaba, en las tardes solitarias de creatividad, a su hermano mayor.
Cada vez que llegaban al parque, Rodrigo le pedía a André, con la voz zigzagueante, quedarse sentado leyendo el mismo libro de poesía que su mamá les había regalado antes de fallecer; según decía él: “para que seas poeta”. De vez en cuando le pedía también que sea su asistente: le pasaba los pinceles, la pintura y el limpiador para las manos. Al parecer, le gustaba mucho a André aquél cargo. Rodrigo siempre iba con una idea clara de cómo seguir pintando en el muro, e imagino que a su edad alguien le había enseñado el modo de hacerlo, puesto que las líneas que conformaban la imagen obedecían a una obra bien llevada. Que quizá, si alguien viese sólo al mural, dudaría que Rodrigo haya hecho aquél trabajo.
Cuando podía, a modo de descanso, Rodrigo se sentaba al lado de André, lo hacía muy cerca para despeinarle más el cabello rizado y le hablaba de las enseñanzas que su madre le había inculcado, de cómo funcionaba la vida, de cómo funcionaba el orden y la disciplina, de cómo con un sólo libro y algunas pinturas uno podría conseguir mejorar como ser humano.
Un día, tuve la desgracia de ver cómo unos niños se burlaban de Rodrigo, sólo por como era, le decían: “eres un dawn” repitiéndoselo una y otra vez; él era ajeno a ésa burla y superaba aquél nombre científico –que sin querer debía llevar–. Rodrigo al ser tan frágil como una pluma, se cubría las piernas con sus brazos para no llorar y se lograba tranquilizar luego de que aquéllos niños, cansados de molestar, se terminaban yendo. Las lágrimas y el temor eran compartidos por André, pero Rodrigo debía ser el ejemplo como hermano mayor, se secaba las lágrimas e iba a abrazarlo para decirle: “No llores André, no llores”. André lo miraba y ambos se consolaban apagando la tristeza con un abrazo.
Su padre, que era un alcohólico, iba al parque a recogerlos todos los días al atardecer, maldiciendo su mala suerte pues no lograba librarse de Rodrigo; cada vez que lo miraba le recriminaba la carga que le significada vociferándole que su único hijo era André y no él.
Al llegar a su casa, toda maltrecha, el padre le prohibía a Rodrigo sentarse a la mesa.
-¡Ni te atrevas! Comerás sentado como todos los días en ésa piedra.
Le servía la comida y no le alcanzaba los cubiertos, gritándole: “tú no debes comer como lo hacemos los humanos”, tampoco le daba qué beber: “si tanta sed tienes, toma tus orines”.
Rodrigo no podía hacer más que convivir con lo inhumano; mientras sus ojos se nublaban rezaba:
-Dios, sólo te pido que me cuides, ¿si mamá viviese, no me pasaría esto, no?
André miraba la actitud del padre, pero no podía hacer más que callar.
Pasada una semana, producto de la embriaguez, su padre cayó dormido y olvidó llevarles la comida. Ese día no habían desayunado y el llanto de André no lograba despertar a su padre.
Rodrigo salió a tocar la puerta a los vecinos para que, a cambio de un retrato, le pudiesen dar alimentos y agua. Algunos incrédulos pensaban que era astucia de su padre mandarlo a pedir ésos favores; otros como la señora Carmen, una mujer que comprendía muy bien lo que era la falta de amor, nunca se casó ni tuvo hijos y había decidido, con un acto radical, no entregarse a ningún hombre, se dejaba retratar con tal que a los hermanos no les faltara nada. Luego de retratarla, Rodrigo regresaba a su casa con lo conseguido en el trueque para que comiera junto a André.
A la noche siguiente, su padre se quedó nuevamente dormido por la borrachera y a Rodrigo le tocó hacer un nuevo retrato para la señora Carmen. Cuando regresó a su casa dejó los alimentos conseguidos en la mesa, luego fue por unos tenedores para él y su hermano. A su regreso, André se había comido y bebido lo poco que trajo y Rodrigo le levantó la voz zigzagueante: “¡qué hiciste, qué hiciste!”; pero al ver a su hermano llorar lo abrazó y le dijo: “no te preocupes, yo ya había comido, sólo quería un poco más; ya no llores, ya no llores”. Su hambre y sed aún eran inminentes, se dirigió al silo, con mucho cuidado pues era muy ancho y profundo, con un vaso para luego de aplacar la sed con su propia micción, dirigirse a la cocina a comer un pedazo de pan que quedaba en la casa.
A primeras horas de la mañana, el padre salió a vender lo que había reciclado de la basura los días anteriores, siempre dejaba a Rodrigo que cruzara la pista solo y a André siempre lo acompañaba, pues decía que era una vergüenza que lo vieran con él.
Ya cerca del parque, el padre se despedía recriminado a Rodrigo: “Ojalá y hoy te pierdas de una vez por todas”. Rodrigo sólo bajaba la cabeza y callaba.
Ese día, y ya faltándole poco a Rodrigo para terminar el mural con la figura de su madre, –con los años me enteré que ella misma le enseñó a pintar–, André había terminado de leer por segunda vez el libro de poesía; pero ahora quería jugar, quería sentir que desarrollaba su niñez, giró la mirada hacia donde le concentró más la atención, se escabulló e inquieto se dirigió con pasos breves a la resbaladera, subió una y otra vez con mucho cuidado, volvió a repetir la armonía del juego subiendo nuevamente los peldaños.
Rodrigo se dio cuenta que no estaba André, lo buscó pero no lo encontró, mas sólo lo hizo cuando André subió al pico de la resbaladera. Dejó sus pinceles, corrió muy preocupado. En su mente sólo estaba protegerlo.
-André, no te muevas; la resbaladera es muy alta.
André a mitad de éstas se detuvo, lo miró y continuó su ascenso, Rodrigo corrió, subió muy rápido y sujetó primero sus piernas, al subir un poco más, abrazó fuertemente su pecho, sin darse cuenta lo empezaba a asfixiar; André se comenzó a mover con tal de soltarse, pero Rodrigo lo sujetó más fuerte pensando que podría caerse. La adrenalina llegó al punto más alto, André expandió sus brazos, desequilibró a su hermano, cortaron el vacío son sus cuerpos, Rodrigo cubrió a su hermano, no pudo girar el cuerpo, su cabeza chocó contra el piso y una alfombra roja terminó cubriendo su alrededor.
Rodrigo yacía tirado. No habló y las lágrimas hacían diluir el color uniforme de la sangre.
El padre que no consiguió vender nada de lo reciclado, llegó ebrio y renegando. Vio a lo lejos, de donde siempre los dejaba, un círculo formado por personas, corrió a ver a André que seguía llorando e inerte ve a Rodrigo. Sus ojos empezaron a nublarse, se cogió de los cabellos y empezó a gritar:
-¡Lárguense, lárguense que quiero estar a solas con mis hijos!
La gente poco a poco se fue yendo y cuando el padre vio que no había nadie. Secó sus lágrimas y empezó a reír.
André continuó llorando mientras miraba a su padre con la indignación que sólo puede tener Dios cuando se siente traicionado.
-Vámonos André, hasta que por fin éste ser nos dejó en paz.
André le frunció el ceño, no había conocido nunca el odio pero estaba empezando a experimentarlo. No sintió que era su padre, sino su peor enemigo, un simple humano que le concedió la vida. Le siguió frunciendo el ceño mientras el padre le tomaba de la mano para no caerse de la embriaguez que había adoptado.
La señora Carmen miraba, desde su casa, con mucha tristeza y melancolía el destino que pasaba André.
El padre entró rápidamente a su casa, pues su hígado no soportaba la cantidad de alcohol que había bebido y sin pensarlo dos veces fue al silo con mucho cuidado pues era ancho y profundo; se ubicó con cuidado para no caer, puso sus manos apoyadas en las rodillas y empezó a vomitar.
André siguió llorando, pensó en su hermano e inmediatamente recordó cuando lo salvó; luego pensó en su madre, recordó vagamente cuando lo acostaba en sus noches de pobreza y cuando se sentía el niño más rico del mundo, pero mientras abría y cerraba los ojos vio en su oscuridad dos siluetas hablándole.
-Hijo, tu destino no es estar solo –le oyó decir a su madre–.
-Sí hermano, tú serás feliz –le expresó con la misma voz zigzagueante a André–.
André se secó las lágrimas pues no podía ver bien a su padre que seguía vomitando. No quiso perder más tiempo y caminó con sigilo hacia él, que con un empujón lo desprendió del suelo y rápidamente cayó en el excremento y las micciones que tanto pedía tomar a su hijo.
André escuchó a su padre decir “ayúdame hijo, ayúdame” desde lo más hondo del silo. André miró a su alrededor como queriendo buscar algo para ayudarlo, dio cuatro pasos hacia su objetivo y empezó a rodar la piedra en la que hacía sentar a Rodrigo; la empujó de a pocos pues pesaba y ya al filo del silo dio el último empujón. La piedra obedeció las leyes de la gravedad, cortó el aire y se estampó en la frente del padre.
André ya no escuchó su “ayúdame…” y en el silencio le dijo “tú no mereces vivir como lo hacemos los humanos”. Salió llorando a ver a la señora Carmen, la abrazó, y le dijo:
-Señora Carmen mi papá cayó mientras vomitaba y al tratar de sujetarse cogió una piedra que le cayó en la cabeza.
Es así como lo recuerdo –como si la escena la estuviese viviendo en éstos instantes– y hoy como hace veinte años sigo yendo a modo de recuerdo al mismo parque, con mi mamá, a ver el mismo muro inconcluso donde hoy se mantienen de por vida mi hermano y madre que descansan en paz.
Mi nombre es André Verdú y no llegué a ser poeta pero sí llegué a ser para siempre el hermano de Rodrigo.
-Hijo, apura que vamos a llegar tarde al cementerio…
-Ya voy mamá Carmen, ya voy.
Cada vez que llegaban al parque, Rodrigo le pedía a André, con la voz zigzagueante, quedarse sentado leyendo el mismo libro de poesía que su mamá les había regalado antes de fallecer; según decía él: “para que seas poeta”. De vez en cuando le pedía también que sea su asistente: le pasaba los pinceles, la pintura y el limpiador para las manos. Al parecer, le gustaba mucho a André aquél cargo. Rodrigo siempre iba con una idea clara de cómo seguir pintando en el muro, e imagino que a su edad alguien le había enseñado el modo de hacerlo, puesto que las líneas que conformaban la imagen obedecían a una obra bien llevada. Que quizá, si alguien viese sólo al mural, dudaría que Rodrigo haya hecho aquél trabajo.
Cuando podía, a modo de descanso, Rodrigo se sentaba al lado de André, lo hacía muy cerca para despeinarle más el cabello rizado y le hablaba de las enseñanzas que su madre le había inculcado, de cómo funcionaba la vida, de cómo funcionaba el orden y la disciplina, de cómo con un sólo libro y algunas pinturas uno podría conseguir mejorar como ser humano.
Un día, tuve la desgracia de ver cómo unos niños se burlaban de Rodrigo, sólo por como era, le decían: “eres un dawn” repitiéndoselo una y otra vez; él era ajeno a ésa burla y superaba aquél nombre científico –que sin querer debía llevar–. Rodrigo al ser tan frágil como una pluma, se cubría las piernas con sus brazos para no llorar y se lograba tranquilizar luego de que aquéllos niños, cansados de molestar, se terminaban yendo. Las lágrimas y el temor eran compartidos por André, pero Rodrigo debía ser el ejemplo como hermano mayor, se secaba las lágrimas e iba a abrazarlo para decirle: “No llores André, no llores”. André lo miraba y ambos se consolaban apagando la tristeza con un abrazo.
Su padre, que era un alcohólico, iba al parque a recogerlos todos los días al atardecer, maldiciendo su mala suerte pues no lograba librarse de Rodrigo; cada vez que lo miraba le recriminaba la carga que le significada vociferándole que su único hijo era André y no él.
Al llegar a su casa, toda maltrecha, el padre le prohibía a Rodrigo sentarse a la mesa.
-¡Ni te atrevas! Comerás sentado como todos los días en ésa piedra.
Le servía la comida y no le alcanzaba los cubiertos, gritándole: “tú no debes comer como lo hacemos los humanos”, tampoco le daba qué beber: “si tanta sed tienes, toma tus orines”.
Rodrigo no podía hacer más que convivir con lo inhumano; mientras sus ojos se nublaban rezaba:
-Dios, sólo te pido que me cuides, ¿si mamá viviese, no me pasaría esto, no?
André miraba la actitud del padre, pero no podía hacer más que callar.
Pasada una semana, producto de la embriaguez, su padre cayó dormido y olvidó llevarles la comida. Ese día no habían desayunado y el llanto de André no lograba despertar a su padre.
Rodrigo salió a tocar la puerta a los vecinos para que, a cambio de un retrato, le pudiesen dar alimentos y agua. Algunos incrédulos pensaban que era astucia de su padre mandarlo a pedir ésos favores; otros como la señora Carmen, una mujer que comprendía muy bien lo que era la falta de amor, nunca se casó ni tuvo hijos y había decidido, con un acto radical, no entregarse a ningún hombre, se dejaba retratar con tal que a los hermanos no les faltara nada. Luego de retratarla, Rodrigo regresaba a su casa con lo conseguido en el trueque para que comiera junto a André.
A la noche siguiente, su padre se quedó nuevamente dormido por la borrachera y a Rodrigo le tocó hacer un nuevo retrato para la señora Carmen. Cuando regresó a su casa dejó los alimentos conseguidos en la mesa, luego fue por unos tenedores para él y su hermano. A su regreso, André se había comido y bebido lo poco que trajo y Rodrigo le levantó la voz zigzagueante: “¡qué hiciste, qué hiciste!”; pero al ver a su hermano llorar lo abrazó y le dijo: “no te preocupes, yo ya había comido, sólo quería un poco más; ya no llores, ya no llores”. Su hambre y sed aún eran inminentes, se dirigió al silo, con mucho cuidado pues era muy ancho y profundo, con un vaso para luego de aplacar la sed con su propia micción, dirigirse a la cocina a comer un pedazo de pan que quedaba en la casa.
A primeras horas de la mañana, el padre salió a vender lo que había reciclado de la basura los días anteriores, siempre dejaba a Rodrigo que cruzara la pista solo y a André siempre lo acompañaba, pues decía que era una vergüenza que lo vieran con él.
Ya cerca del parque, el padre se despedía recriminado a Rodrigo: “Ojalá y hoy te pierdas de una vez por todas”. Rodrigo sólo bajaba la cabeza y callaba.
Ese día, y ya faltándole poco a Rodrigo para terminar el mural con la figura de su madre, –con los años me enteré que ella misma le enseñó a pintar–, André había terminado de leer por segunda vez el libro de poesía; pero ahora quería jugar, quería sentir que desarrollaba su niñez, giró la mirada hacia donde le concentró más la atención, se escabulló e inquieto se dirigió con pasos breves a la resbaladera, subió una y otra vez con mucho cuidado, volvió a repetir la armonía del juego subiendo nuevamente los peldaños.
Rodrigo se dio cuenta que no estaba André, lo buscó pero no lo encontró, mas sólo lo hizo cuando André subió al pico de la resbaladera. Dejó sus pinceles, corrió muy preocupado. En su mente sólo estaba protegerlo.
-André, no te muevas; la resbaladera es muy alta.
André a mitad de éstas se detuvo, lo miró y continuó su ascenso, Rodrigo corrió, subió muy rápido y sujetó primero sus piernas, al subir un poco más, abrazó fuertemente su pecho, sin darse cuenta lo empezaba a asfixiar; André se comenzó a mover con tal de soltarse, pero Rodrigo lo sujetó más fuerte pensando que podría caerse. La adrenalina llegó al punto más alto, André expandió sus brazos, desequilibró a su hermano, cortaron el vacío son sus cuerpos, Rodrigo cubrió a su hermano, no pudo girar el cuerpo, su cabeza chocó contra el piso y una alfombra roja terminó cubriendo su alrededor.
Rodrigo yacía tirado. No habló y las lágrimas hacían diluir el color uniforme de la sangre.
El padre que no consiguió vender nada de lo reciclado, llegó ebrio y renegando. Vio a lo lejos, de donde siempre los dejaba, un círculo formado por personas, corrió a ver a André que seguía llorando e inerte ve a Rodrigo. Sus ojos empezaron a nublarse, se cogió de los cabellos y empezó a gritar:
-¡Lárguense, lárguense que quiero estar a solas con mis hijos!
La gente poco a poco se fue yendo y cuando el padre vio que no había nadie. Secó sus lágrimas y empezó a reír.
André continuó llorando mientras miraba a su padre con la indignación que sólo puede tener Dios cuando se siente traicionado.
-Vámonos André, hasta que por fin éste ser nos dejó en paz.
André le frunció el ceño, no había conocido nunca el odio pero estaba empezando a experimentarlo. No sintió que era su padre, sino su peor enemigo, un simple humano que le concedió la vida. Le siguió frunciendo el ceño mientras el padre le tomaba de la mano para no caerse de la embriaguez que había adoptado.
La señora Carmen miraba, desde su casa, con mucha tristeza y melancolía el destino que pasaba André.
El padre entró rápidamente a su casa, pues su hígado no soportaba la cantidad de alcohol que había bebido y sin pensarlo dos veces fue al silo con mucho cuidado pues era ancho y profundo; se ubicó con cuidado para no caer, puso sus manos apoyadas en las rodillas y empezó a vomitar.
André siguió llorando, pensó en su hermano e inmediatamente recordó cuando lo salvó; luego pensó en su madre, recordó vagamente cuando lo acostaba en sus noches de pobreza y cuando se sentía el niño más rico del mundo, pero mientras abría y cerraba los ojos vio en su oscuridad dos siluetas hablándole.
-Hijo, tu destino no es estar solo –le oyó decir a su madre–.
-Sí hermano, tú serás feliz –le expresó con la misma voz zigzagueante a André–.
André se secó las lágrimas pues no podía ver bien a su padre que seguía vomitando. No quiso perder más tiempo y caminó con sigilo hacia él, que con un empujón lo desprendió del suelo y rápidamente cayó en el excremento y las micciones que tanto pedía tomar a su hijo.
André escuchó a su padre decir “ayúdame hijo, ayúdame” desde lo más hondo del silo. André miró a su alrededor como queriendo buscar algo para ayudarlo, dio cuatro pasos hacia su objetivo y empezó a rodar la piedra en la que hacía sentar a Rodrigo; la empujó de a pocos pues pesaba y ya al filo del silo dio el último empujón. La piedra obedeció las leyes de la gravedad, cortó el aire y se estampó en la frente del padre.
André ya no escuchó su “ayúdame…” y en el silencio le dijo “tú no mereces vivir como lo hacemos los humanos”. Salió llorando a ver a la señora Carmen, la abrazó, y le dijo:
-Señora Carmen mi papá cayó mientras vomitaba y al tratar de sujetarse cogió una piedra que le cayó en la cabeza.
Es así como lo recuerdo –como si la escena la estuviese viviendo en éstos instantes– y hoy como hace veinte años sigo yendo a modo de recuerdo al mismo parque, con mi mamá, a ver el mismo muro inconcluso donde hoy se mantienen de por vida mi hermano y madre que descansan en paz.
Mi nombre es André Verdú y no llegué a ser poeta pero sí llegué a ser para siempre el hermano de Rodrigo.
-Hijo, apura que vamos a llegar tarde al cementerio…
-Ya voy mamá Carmen, ya voy.
2 comments:
Me conmovio, gracias por compartirnos esta historia.
Denisse.
Recuerdo haber leído este cuento en un libro de gramática. Gracias por compartirlo, lo creí perdido.
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