Primer puesto en el Concurso internacional de novela, cuento y poesía
Emiliano Niño Pastor & Ezra Pound, organizado por el Conglomerado Cultural
de Lambayeque, 2012). Actualmente labora en la Universidad Nacional de Trujillo.
CERRAZÓN
Todo empezó en Valle Seco, un desierto ruinoso con chozas desperdigadas,
donde vi esa muchacha de talle macizo y la vieja ojerosa que parecía difunta. Reparaban su choza dañada en el bravo calor que las ponía en apuros. Siendo yo
un
forastero, me ofrecí a ayudarles. La muchacha, en un raro arrebato, me dijo que yo era muy macho, y
le aguantaría sus males oscuros. En ese momento yo tuve ojos para sólo desearla. De modo que me enredé con ella, quien a la larga
me
impuso su peso como un rudo costal llenecito de tierra.
Yo, comedido, empecé a construirle una casucha de adobe. La Lorenza –era el
nombre de la muchacha– no se hacía rogar. Enredada en mis brazos, me daba sus besos,
cuyo resuello olía a barro podrido. Me sentía
alejar de la realidad.
Más
tarde, yo me hallaba con adobe en mano, aguantando la bravura del sol. Por
mis
dedos entraba una calentura que subía hasta mi cabeza, y
todo
a mi alrededor se
mecía como una oscura amenaza.
Construida la casucha, me eché a la sombra para reponerme. A la Lorenza no le
gustó y empezó a rezongar: Qué haces tirado, Fidencio, acá necesito comida. Ve cómo te las
arreglas para traérmela. Ni
corto ni perezoso me puse de pie. Miré a la
redonda la
facha ruinosa de Valle Seco:
las chozas desperdigadas, el suelo
desierto ahogado de sed, y algunos vivientes que rehuían sus caras terrosas. ¡Qué esperas, Fidencio, con el hambre nadie juega! Está bien, Lorenza, ya oí. Caminé mirado de izquierda
a derecha
sin hallar una
sola esperanza. Llegué a un
mercadillo. Me perdí entre el
murmullo turbio de unos vendedores.
No sé cómo caí
en manos de un verdulero. Si vas a ayudarme, no habrá problema,
dijo. Me puse manos a la obra, confundido entre aquellos murmullos que a ratos se convertían en
gorjeos de tucos.
Cuando el sol se aburría de alumbrar, la bulla disminuyó. El mercadillo se entristecía. Por último se convirtió en ruinas. Quedé con el hombre,
cara
a cara. Es hora de irse, dijo. Metió en un saco su verdura sobrante, luego empezó a largarse como si
nada. Oiga, espere un ratito. ¿Qué pasa, cholo? Pasa
que se va sin pagarme. ¿Pagarte? ¿Por qué tendría que hacerlo? Tú te metiste
a ayudar sin que yo te llamara. ¡Está usted cojudo! ¡Págueme! Pensé en agarrarlo a puñetes, pero no bien terminé de hablar, emergió de la tarde hueca un par de
desconocidos
para
defenderlo, ambos se me figuraron que habían venido de la
ultratumba. Tuve que
humillarme ante el hombre. Rogué que me
dé algo por su voluntad. Él me aventó unos nabos y un zapallo enano. ¡Toma! ¡No vengas más, so cojudo! Metí en mi
talega lo que aventó y, caída la noche, llegué a la casucha,
con
mi cuerpo tembleque. ¡Nosotras
aquí esperando y no aparecías! ¡Tuvimos que comernos
las uñas! Perdóname, Lorencita, la vida está dura allá afuera, pero aquí te traigo lo que he podido. Nos llenamos la barriga con lo que traje. Mi
mujer y la vieja tragaron con malos gestos. Digo, mi
mujer, porque yo a la Lorenza la había tumbado en el
suelo unas cuantas veces.
Días luego, yo andaba
sin saber de dónde echar mano. Boca seca, la mirada larga
y tristona. Vagando encontré
un
corralón desteñido y de paredones rajados. De las
hendeduras brotaban quejidos telarañosos. Adentro vi palos, tablones y unas
herramientas
oxidadas de carpintería. Me recibió un anciano de ojos torvos y
pelo blanqueado. Por
fin
asoma un foráneo, dijo. Su voz era hecha de hebras antiguas, y su cara tenía las arrugas del tiempo. Me dio de comer guineos. Después me
invitó a trabajar con él. Aserruchamos unos palos gruesos durante horas, ambos enmudecidos, como si
nuestra lengua la hubieran aserruchado. Mi cuerpo se
gastaba por tanto sudar. Me sentí después sin aliento y con la garganta reseca. Se estiraban las horas y una sombra pesada montaba en nuestras cabezas. Por
fin
escuché que el anciano me dijo: Ya es hora
de parar. Sí, ya es hora, le respondí, tengo que ir a ver a mi mujer. Cómo no, jovencito,
no
pierdas tiempo. Lo
miré, inconforme, con una vacilación que mecía mis sesos. Dígame, ¿no hay
paga
para
mí?, me animé a preguntarle. ¿Paga? ¿De dónde te voy dar eso?, me
contestó él. Fíjate bien, jovencito: estamos en un corralón donde
mora
el olvido, quien habla es un hoyo de negros recuerdos, una sombra infinita de días apagados. ¿Qué puede darte este viejo, cuyo existir ha surcado los siglos? Me sacudió escucharlo. Pensé que este hombre estaba loco. Su mirada torva erizó mi
pellejo. Me urge platita, le dije, tengo
una
mujer bien jodida. Bah, para qué sacas
mujer con lo pobre que eres. Ayúdeme, oiga, usted es el único que podría
sacarme de apuros.
El anciano miró arriba como buscando la
solución. Luego volvió a mirarme para
decirme arrastrando el
habla: te daré guineos. Peor es que
vayas
sin nada.
¿Qué nos has traído? Traje lo que pude. Abrí
mi talega. Mi mujer
comió de mala
gana. Su mal humor
fue
invadiendo la casucha. Ten paciencia, Lorenza, la cosa
mejorará. ¡Cómo me pides eso, cuando
mi abuela
está
mal! ¡Tiene Uta! ¿Uta? Vi
que la vieja, arrumada en un rincón, tenía unas heridas que le carcomían el pellejo. Se quejaba mirándome brava, con unos ojos como tizones ardientes. No
pude sostenerle la mirada. Con la miseria encima y el descontento de mi mujer,
me entró ganas
de
irme sin fin, no queriendo saber nada de nada. Pero
logré
contenerme. No te
apensiones, Lorenza,
tu abuela
se repondrá. ¡No
hables zonceras! ¡Y ahora lárgate a buscar una solución! Esa hora salí con el cuerpo flojo. Amanecí caminando sin rumbo fijo. Llegué al corralón del anciano. Estoy más jodido que nunca, dije. Sí me doy cuenta, joven, la cura para eso es que
sudes aquí conmigo, así olvidarás lo que te pasa. Aserrucha y aserrucha, se me
fueron las fuerzas en cada gota de sudor. El anciano también estaba dale y dale con otras maderas. Por ratos me parecía ver que le bailaba la barriga, como que
estaba riéndose de
mí, pero no se reía.
Viéndolo bien, se
estaba quejando
desesperado. Avanzada la tarde, paramos nuestro quehacer. Mi cuerpo lo sentía
caído por un rincón, y yo no tenía fuerza para recogerlo. Hice maneras para irme de allí. Como de costumbre, llevé guineos en mi talega, dejando a mi paso las chozas
borrosas
y estremecidas.
¡Justo llegas cuando estábamos por desmayarnos! Tuve que trabajar muy duro, Lorenza. ¡No me importa! ¡Tú tenías que regresar a tiempo! No tuve aliento para
responder a mi mujer. Procuré consolarla con lo que le había traído. ¡Bota tus
guineos y mira mi barriga! ¿Qué tiene tu barriga? ¡Tiene hinchazón! ¡Me has
preñado! Me
afligí sospechando una ruma de males que me vendría encima. Fue entonces cuando a la
Lorenza le agarraron dolores de cuerpo, comenzó a rugir. Desesperado, lamenté hasta
postrarme y
golpear el suelo con mis
puños. Salí en
busca de alguna cura para ella, bajo la tarde que se moría de sola. Una lechuza pasó aleteando por mi cara. Con unos manojos de hierbas volví a la casucha al anochecer. Los puse a hervir y
después, en una infusión, hice tomar a mi mujer. Pasado un rato, ella se mejoró y durmió al
seco. Pero muy de mañana despertó con la cantaleta de que seguía otra vez mal. Y siguió con lo mismo días enteros,
semanas, meses, llenándome una desesperación que se desbordaba por
mis
ojos. Ya en ese tiempo perdí de vista al
anciano. Un día, su corralón lo hallé desolado, y
negros
murmullos se
desprendían del
suelo.
Llamé con fuerza,
pero el
eco
devolvió mis palabras. Tuve un temblor escalofriante y, pícatelas, no paré hasta
escapar muy
lejos. Entonces me iba por otros
rumbos. Ni siquiera me acordaba de comer.
A donde iba en busca de ayuda, encontraba las puertas cerradas. Un día me fui sin fin hasta gastar mis sandalias y rajarme los talones. Anduve tanto que,
si no me equivoco, di vuelta al mundo y resulté volviendo a la casucha de mi
mujer. Más te vale que ya estés
de
vuelta, porque ya ha nacido tu hija. Ven conócela, sinvergüenza, me dijo la Lorenza de buenas a
primeras. ¿Yo sinvergüenza? ¿No ves cómo sufro por ella y
por
ti?, alegué. ¡Mentiroso! ¡Por mí
nunca sufres! ¡Claro
que
sufro, malagradecida!
Cuando menos pensé, vi que mi hija ya daba pasos. Parecía engendrada del
polvo de Valle Seco. Después, ya ella correteaba patas al suelo, como una huerfanita sin nombre. La Lorenza se había vuelto fea, cuerpo desparramado, y yo
andaba con los hombros caídos
por tanto batallar con la pesadumbre. ¡Qué me
miras, tarado! ¿Qué te hago, mujer? ¡Consígueme algo para tragar, en vez
de ociosear! La Lorenza me arreó, y
yo
tuve que salir con las mismas. En la calle
pasaban unos
desconocidos
mirándome con rareza. No faltó un lugareño que me dijo: Se le ve mal, oiga. Mal
paro
desde hace mucho, le contesté, para colmo he empezado a tener cojera. Sí me he dado cuenta: usted anda de mal en peor por
vivir aquí en Valle Seco. ¿Qué tiene que ver Valle Seco? No debo ponerlo al tanto ni tener
entendidos con usted. El que hablaba conmigo se alejó. Más allá se
santiguó, dejándome sumido en una negra curiosidad. El mundo
a mi
alrededor se
desfiguraba. No conseguí nada de nada. Volví a la casucha con la mirada caída
y
con mi cuerpo que
se sacudía. ¡Eres un inútil! ¡Cómo se
te ocurre volver con las manos
vacías!
Volví
porque
estoy mal,
me duele mucho la pierna. ¡En
esta
casucha está prohibido que te pongas así! ¡La churre que me hiciste parir está mal! ¿Qué dices, mujer? Vi a mi hija encogida en un rincón, estiraba su brazo de tierra pidiéndome auxilio. La vieja rugía desde otro rincón como si su voz saliera
de una tumba. La Lorenza no se cansaba de vociferar. Mis oídos eran tambores aguantando golpes de insultos. Fui puerta afuera con mi hija en mis brazos. Valle
Seco
se sumía en un ambiente brumoso que agitaba sus alas dominantes. Corrí
en
el desierto que parecía agrandarse,
mi corazón saltaba y ya iba a salírseme por
la boca. En la remota distancia, logré divisar una ciudad. Sí, una ciudad azulada por la lejanía. Me encaminé hacia allá durante
horas, crujiendo, arrastrando la pierna, sudando en mi propia desesperación. Con cojera y todo llegué por
fin.
Leí un enorme letrero de
bienvenida. Allí el mundo parecía vivir realmente, nutrirse de
otro
aire. Penetré en las calles. La gente
me miraba como si yo
hubiese venido de
la nada. Por aquí
ha de haber alguno que
cure, pregunté. Al hospital vaya, me
respondió uno. Y al hospital llegué. Allí
adentro todos
andaban como si no me
vieran. Mientras yo, cargando mi hija,
me
iba de acá para allá sin dar con el médico. Un enfermero me dijo que yo debía pagar un derecho de atención. No tengo plata para pagar
ese
derecho, contesté. Si no paga, no se le podrá atender. No sea malo, hágalo por
la criatura. El
médico ya se fue, señor, usted ha venido
tarde a pedir favores. Es que vine a pie desde lejos. Eso no es mi
problema, ahora
déjeme trabajar.
Volví a Valle Seco. Cuando llegué, la casucha estaba por caerse con los
rezongos
de mi mujer.
Qué quieres que haga,
Lorenza, nadie
se ofreció
a
ayudarme.
¡Cállate, sonso! ¡No sirves para nada! Gruñendo, se
me
acercó a manotearme,
estrujó mi ropa, rasguñó mi cara. Me escabullí, cogí
una
palana y salí. Me puse a picar el suelo para hacer adobes, luego los vendería quien sabe a quién. La
Lorenza y su abuela salieron a gritarme. Sus voces rabiosas golpeaban mis oídos, las sentí como azotes en mi espinazo. La cojera pasó a mi otra pierna. Empecé a ver de lo claro a lo oscuro. No di para más:
caí de pecho en el polvo, para clamar
con
una voz
arrastrada: ¡Ya no manejo estas piernas! ¡Ayúdenme solo un
tantito! Con la vista borrosa noté que las dos
mujeres se volvían unos bultos. Sus voces
alarmadas
se enredaron con
la
pesada cerrazón.
Comencé a estirarme, a estirarme como un animal semimuerto, sudoroso, ya casi sin aire, hundiéndome en un destino turbio... pero en eso, cuando mis ansias de
vivir las tenía
desmenuzadas, sentí
de repente una gota de aliento:
mi
hijita, la que hacía un
momento hube dejado en el suelo, se me acercó a rastras como una lombriz, ¡no
papacito,
no nos dejes
solitas!, clamó. Su pálida voz
hizo eco
en mi interior. Sentí
entonces que mi valor renacía, crují en un intento de reponerme. ¡Arriba, Fidencio Peña!, escuché a mi mujer que ahora, afligida, me samaqueaba de rodillas, llorando en su propia desesperación, ¡Arriba, hombre! ¡No puedes abandonarte
así! Como nunca antes, su llanto me sacudió el corazón, me devolvió un afán de
vivir, luchar... Entonces me llené de coraje, me desprendí
del
polvo como quien se levanta del colchón
de
la muerte y, puesto de pie, tambaleándome, alcé
a mi
hija para hacer lo que antes
yo debí
haber hecho:
¡Agarra
a
tu
abuela, mujer! ¡Apúrate!, ordené a la Lorenza. Ella atolondrada me obedeció en un dos por tres. ¡Síganme!,
dije
luego.
¿A
dónde vamos, Fidencio? A donde
podamos vivir, renacer… Huimos sin trabas de Valle Seco, seguros de hallar
una esperanza.