Jorge Cuba Luque (Lima, 1960). Estudió Derecho
en la Universidad de San Marcos, donde se graduó de abogado en 1988.
En 2004 obtuvo en la Université de Toulouse-Le Mirail un doctorado en Estudios sobre América Latina tras sustentar su tesis La presse de Lima et la littérature urbaine au Pérou. 1948-1955.
Ha publicado los libros de cuentos Colmena 624 (1995) y Ladrón de libros (2002); los breves recuerdos Yo me acuerdo (2008), a la manera de Georges Perec; la novela Tres cosas hay en la vida (2010).
Actualmente reside en Francia.
En 2004 obtuvo en la Université de Toulouse-Le Mirail un doctorado en Estudios sobre América Latina tras sustentar su tesis La presse de Lima et la littérature urbaine au Pérou. 1948-1955.
Ha publicado los libros de cuentos Colmena 624 (1995) y Ladrón de libros (2002); los breves recuerdos Yo me acuerdo (2008), a la manera de Georges Perec; la novela Tres cosas hay en la vida (2010).
Actualmente reside en Francia.
PERSONAS DESAPARECIDAS
Una cosa es verlo en una película o
leerlo en los diarios o en un libro, pero otra y muy distinta es cuando uno se
levanta una mañana para ir a trabajar y no sólo no encuentra a su mujer en la
cama, sino que tampoco encuentra ni sus vestidos ni sus cosméticos ni nada de
ella, como si nunca hubiera vivido en la casa y lo único que a uno se le ocurre
hacer es dar una sonrisita nerviosa diciéndose a sí mismo que se trata de una
broma pesada y que en cualquier momento todo volverá a la normalidad. Fue
exactamente lo que me ocurrió a mí hace ya un buen tiempo cuando, luego de una
noche de un sueño muy pesado, desperté a día siguiente y mi mujer no estaba;
primero creí que había tenido que salir de la casa por alguna urgencia extrema,
pero inmediatamente pensé ofuscado que tenía un amante y había decidido irse
con él dándome antes un somnífero pero ¿y sus cosas?, ¿cómo habría tenido
tiempo para llevarse todas, lo que se dice todas sus cosas, desde los libros y
discos que ella misma había comprado hasta sus vestidos, sus zapatos, su
cepillo de dientes y, por supuesto, su ropa interior, incluidos unos calzoncito
sexys que le había regalado en su último cumpleaños.
A pesar del desconcierto, la
confusión y el enfado que sentía, tuve que apresurarme en salir a la oficina
porque tenía una cantidad bárbara de trabajo acumulado que de ninguna manera
podía aplazar. En el trayecto, en un taxi decrépito pero veloz, intentaba
vanamente una explicación. Yo sabía muy bien que había habido muchos casos de
gente que ha desaparecido sin dejar el menor rastro y jamás se ha vuelto a
saber nada de ella; en algunos países vecinos esto ha ocurrido de manera
sistemática e incluso, sin ir muy lejos, aquí en Lima, ha habido trabajadores y
estudiantes que se esfumaron misteriosamente y de quienes nunca más se ha
vuelto a tener la menor noticas. Pero estas desapariciones —en las que nunca me
interesé— estaban de alguna manera relacionadas unas con otras, y además las
personas desaparecidas habían sufrido previamente amenazas y persecuciones,
pero no era este el caso de mi mujer (su nombre me lo callo para evitar posibles
complicaciones a quienes la hubieran conocido); ella era una mujer que no se
complicaba la vida con problemas que no le concernían personalmente, igual que
yo, y es por esto que su desaparición me intrigaba aunque no descartaba del
todo que, como ya lo he dicho, me hubiese abandonado.
Decidí mantener lo ocurrido en
secreto, así que en la oficina me comportaba de la manera más natural posible,
sin mostrar el menor signo de inquietud; nadie me preguntaba por mi mujer, es
más, cuando charlaba con mis compañeros y hacíamos referencia a fiestas o
reuniones del pasado, yo aparecía siempre solo, no obstante que yo recordaba perfectamente
haber ido con mi mujer. Sin embargo, opté por tomar esta desaparición de la
manera más favorable para mí sin que esto significara, por cierto, que olvidara
que una persona había desaparecido. De esta manera, después de mucho tiempo,
pude empezar a ahorrar cada mes algo de mi sueldo (mi mujer no trabajaba, era
yo quien solventaba los gastos de la casa) y, también, a disfrutar de una
inesperada soltería: a menudo bebía más de la cuenta y regresaba a casa
embriagado, tuve algunas aventuras amorosas, me echaba a vagar sin ton ni son
por la Colmena, sorteando una multitud de vendedores ambulantes y, a veces, en
la plaza San Martín o en la Dos de Mayo, me detenía absorto a contemplar una
manifestación de obreros quienes terminaban, por lo general, siendo perseguidos
y apaleados por la policía y, al final, todos los que estábamos por ahí en ese
momento nos íbamos corriendo empapados por los chorros de agua de los carros
antidisturbios.
Las semanas se fueron pasando y yo
no hacía nada por tratar de ver a mi mujer; verdad que ya no nos amábamos como
antes, pero en cierta forma creo que con mi silencio y pasividad estaba
aceptando el hecho de su desaparición, ya no sólo física, sino también la de su
recuerdo, y quién sabe si era yo mismo, actuando así, el que la estaba haciendo
desaparecer cada día más irremediablemente, como seguramente ocurría con que
habían desaparecido antes, pero de los que nadie se atrevía a hablar.
Por motivos de trabajo últimamente
había estado pasando muchas horas a solas con la gerente de ventas de la empresa
y, aun cuando soy un simple empleado administrativo, noté que le agradaba y le
resultaba interesante y que ella, a pesar de ser unos quince años mayor que yo,
también me agradaba e interesaba. No voy a hablar aquí de nuestra relación
(baste decir que fue apasionada), pero sí diré que fue la única persona en la
que pude confiar luego de la desaparición de mi mujer, sobre todo a partir de
una tarde húmeda y gris cuando, mientras recorríamos a pie la interminable
avenida Arequipa, me contó que el abogado de la empresa había desaparecido
hacía tiempo pero, aparentemente, nadie lo había notado o nadie quería hablar
del tema. Le conté entonces lo de la desaparición de mi mujer y de pronto
empezamos a recordar a personas a las que ya no veíamos más, como el camarero del Cordano, ese viejo y
silencioso bar casi oculto a espaldas del Palacio de de Gobierno, o el vendedor
de diarios de la esquina de la oficina, o aquel periodista tan simpático que
trabajaba en la televisión, y otros más, todos como si se hubiesen perdido para
siempre en la bruma del invierno limeño.
Quizás fue cobardía, pero ni ella ni
yo queríamos arriesgarnos a desaparecer de un momento al otro, así que cuando
me propuso irnos del país acepté de inmediato. Ella compró los pasajes de avión
y además llevaba un dinero con el que viviríamos unos meses, mientras
encontrábamos trabajo. A modo de despedida decidimos tomarnos una copa en el
Cordano; como yo salí primero de la oficina, me adelanté y fui a esperarla.
Cuando pasó una hora y no llegó me inquieté por su tardanza, y cuando pasaron
dos salí corriendo a buscarla, presintiendo lo peor. En la empresa, todos,
incluida su secretaria, me dijeron que no la conocían ni sabían quién era ella;
fui luego a su casa y encontré que ahora vivían dos ancianos con los que era
imposible hablar. Desde ese día no se ha comunicado conmigo, y de mi parte no
tengo cómo ubicarla. Yo me quedé con mi
boleto de avión, pero, la verdad, no sé qué es lo que debo hacer ni a quién
acudir; no sé si embarcarme en el próximo vuelo o quedarme aquí y esperar a
desaparecer en cualquier momento, mientras los demás siguen como si nada.
Muy bueno, realmente algo metaforico. La gente desaparececomo en las dictaduras. O quizas como en la vida misma. Se fue un amigo y me entere por facebook, que frio, se fue el "chino" Gaitan. Ya fue noticia y quizas para algunos les sea indiferente.
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