Sunday, September 28, 2008

SANTIAGO RONCAGLIOLO

Actualmente radicado en España, pero permanentemente vinculado con el quehacer del país, Santiago Roncagliolo es uno de los escritores peruanos jóvenes que viene logrando un importante reconocimiento de la crítica internacional. En el año 2006 su novela Abril rojo, obtuvo el Premio Alfaguara de novela. Previamente su novela Pudor ya había dejado claro que era un escritor de buen oficio.
Ha vivido también en México y ha trabajado como guionista de televisión, periodista, traductor, 'negro' literario, autor de discursos políticos y escritor de libros para niños.
Pese a haber heredado de su padre un cierto gusto por la política, ha preferido dedicarse al mundo de las letras. En su libro La cuarta espada, dejó constancia de su permanente vinculación con los sucesos del Perú. Sus trabajos literarios vienen mostrado una gran capacidad para mostrar a sus personajes y a sus historias como hechos que fluyen naturalmente. Naturalidad que responde a un hábil manejo del idioma y de la estructura narrativa.

EL PASAJERO DE AL LADO

Fue sólo un susto.
El frenazo y el golpe. Los golpes. Estás un poco aturdido, pero puedes moverte. Abres la portezuela y te bajas sin mirar al taxista. No te duele nada. Eres un turista. Tu única obligación es pasarlo bien.
Para tu suerte, un autobús frena en la plaza. Te subes sin ver a dónde va. Caminas hacia al fondo. Aparte del mendigo que duerme, no hay nadie más ahí. Te sientas. Miras por la ventanilla. La ciudad y la mañana se extienden ante tus ojos. Respiras hondo. Te relajas.
En la primera parada, sube una chica. Tiene unos veinte años y es muy atractiva. Rubia. Todos aquí son rubios. Es la chica que siempre has querido que se siente a tu costado. Va vestida informalmente, con jeans ajustados y zapatillas. Su abrigo está cerrado, pero sugiere su rebosante camiseta blanca. Se sienta a tu lado. No puedes evitar mirarla.
Notas que te mira.
Al principio es imperceptible. Pero lo notas. Voltea a verte rápidamente con el rabillo del ojo, durante sólo un instante. Cuando le devuelves la mirada, vuelve a bajar los ojos. Se ruboriza. Trata de disimular una sonrisa. Finalmente, como venciendo la timidez, dice coqueta:
-¿Qué estás mirando? ¡No me mires!
Vuelve a apartar la vista de ti, pero ahora no puede dejar de sonreír. Hace un gesto, como cediendo a su impulso:
-¿Por qué me miras tanto? ¿Ah? Ya sé -Ahora se entristece-. Se me nota ¿No? ¿Se me nota? Pensaba que no -Sonríe pícara-. ¿Te la enseño? Si se me nota, ya no tengo que esconderla. ¿Quieres verla? -Se da aires de interesante, pone una mirada cómplice y habla en voz baja, como si transmitiese un secreto-. Está bien, mira.
Se abre el abrigo y deja ver una enorme herida de bala en su corazón. El resto del pecho está bañado en sangre.
Ríe pícaramente y se pone repentinamente seria para anunciar:
-¿Ves? Estoy muerta.


¿Verdad que no se nota a primera vista? Nunca se nota a primera vista. No lo noté ni yo. Será porque es la primera vez que muero. No estoy acostumbrada a ese cambio. En un momento estás ahí y lo de siempre: una bala perdida, un asalto, quizá un tiroteo entre policías y narcos, pasa todos los días. Y luego ya no estás. Sabes a qué me refiero ¿Verdad?
A mí, además, me dispararon por ser demasiado sensible. De verdad. Por solidarizarme. Íbamos Niki y yo a una pelea de perros. Niki es mi novio y es héroe de guerra. Sí. De una guerra que hubo hace poco… No. No recuerdo dónde. Niki tiene un perrito que se llama Buba y una pistola que se llama Umarex CPSport. Pero al que más quiere es a Buba. Es un perro muy profesional. Ya ha despedazado a otros tres perros y a un gato. No deja ni los pellejos. Increíble. A Niki le encanta. Es su mejor amigo, de hecho. Entonces, íbamos en el auto, y Niki y Buba iban delante. Yo iba en el asiento trasero. A Niki le gusta que nos sentemos así, dice que es el orden natural de las cosas. Niki es muy ordenado con sus cosas. Y muy natural.
Saliendo de la ciudad hacia el… ¿Perródromo? No, eso es para carreras ¿Cómo se llama donde hay peleas de perros? Bueno, íbamos para allá y paramos en una gasolinera para que Niki fuese al baño. Aparte de una pistola y un perro, Niki tiene problemas de incontinencia, pero no se lo digas nunca en voz alta, de verdad, por tu bien. O sea que Buba y yo nos quedamos a solas en el auto. Perdona que me interrumpa, pero no me mires demasiado la herida, por favor. Odio a los hombres que no pueden levantar la vista del pecho de una. Y a las mujeres también. Si no estuviera muerta, llamaría a Niki para que me haga respetar. ¿O.K? O.K.
Bueno, sigo: estamos en el auto ¿No? Buba y yo. Y Buba me empieza a mirar con esa carita de que quiere ir al baño. O sea, no al baño, porque es un animal ¿No? Pero a lo más cercano a un baño que pueda ir ¿O.K.? Y me mira para que lo lleve. De verdad, no creerías que es un perro asesino si vieras la cara que pone cuando quiere ir al baño. Se le chorrean los mofletes, se le caen los ojos y hace gemiditos liiindis. Así que lo miro con carita de pena, lo comprendo ¿me entiendes? y le abro la puerta para que pueda desahogarse.
Buba baja y yo lo acompaño unos pasos, pero luego veo que en la tienda de la gasolinera hay una oferta de acondicionadores Revlon, así que me detengo porque es algo importante y él sigue. Y entonces, aparece el otro perro. O sea, una mierda de perro, perdón por la palabra ¿No? un chucho callejero y chusco con la cola sin cortar y las orejas caídas ¿Has visto a los perros sin corte de orejas y cola? Aj, horribles. Pues peor.
Bueno, te imaginarás ¿No? El chusco se pone a ladrar, Buba se pone a ladrar, se caldean los ánimos, los acondicionadores Revlon sólo están de oferta si te llevas un champú, Niki no termina nunca de hacer pila y, de repente, la persecución de Buba al otro, los ladridos, los mordiscos. Lo de siempre, excepto el camión. Lo del camión si que no había cómo preverlo porque, o sea, no es que una pueda adivinar el futuro. Sabes a qué me refiero ¿Verdad? Yo llegué a escuchar el frenazo y el quejido perruno. Francamente, por esa mariconada de quejido, yo pensé que había chancado al chusco.
Pero no fue así.
Cuando Niki salió del baño y vio a su perro, yo ya estaba buscando protectores solares. Niki se arrodilló junto a Buba, le besó las heridas, se puso de pie y vino directamente hacia mí. Yo lo recibí con una sonrisa, pensando, mira, qué bien ¿No? Nosotros estamos vivos, o sea, ha podido ser peor. Y él me recibió con cuatro disparos de la Umarex CPSport. Es amarilla la Umarex CPSport ¿Algunas ves has visto una pistola amarilla? Niki tiene una.
Lo demás de estar muerto es rutinario. Sabes a qué me refiero ¿Verdad? Es aburrido, porque ya nadie que esté vivo te escucha. Eso sí, vienen por ti, te llevan en una camilla, o sea, ya estás muerta pero igual te llevan en una camilla y en una ambulancia. Qué fuerte ¿No? Como si estuvieras viva. Eso te hace sentir bien ¿No?. Valorada. Te llevan a una clínica privada, llenan unos papeles y ahí te guardan. Hace frío ahí.
Hace mucho frío.
Ya ahí conoces otros cadáveres, te comparas con ellos, te das cuenta de que estás mucho mejor que ellos, o sea, te ves bien a pesar de las dificultades ¿No? Y eso es importante para sentirte bien contigo misma. Claro, la herida no ayuda, pero no te imaginas cómo está la gente ahí ¿Ah? O sea, no se cuidan nada. Y eso que son gente bien ¿Ah? No creas que a cualquier muerto lo llevan a una clínica de esas.
Al principio sobre todo te sientes bien insegura. Es como si te diera la regla pero sin parar y por el pecho. Entonces, es bien incómodo. Pero luego llega un doctor guapísimo, de verdad. Sabes a lo que me refiero ¿No? Entonces están tú y él a solas, pero no como con Buba en el auto, sino distinto, porque tú estás muerta y él no es un perro, es como más íntimo ¿no? Y él empieza a tocarte, a acariciarte, masajearte, pasa sus manos por tu cuerpo. Y están calientes sus manos. La mayoría de las cosas vivas están calientes. Y luego te abre en canal para buscar cosas en tu interior. Y ¿Sabes qué? Sientes… no sé… sientes que es la primera vez que un hombre tiene interés en tu interior. No sé. Es como muy personal. Pero te dejas, permites que sus manos recorran tu anatomía, te parece que nadie te había tocado antes en serio. Y te da un poco de penita, de verdad. Hay cosas que yo no sabía que tenía, que en toda mi vida nunca lo supe, como el duodeno, la aorta, el esternocleidomastoideo ¿No? El tríceps si sabía, por el gimnasio. Y te dices, pucha, me habría gustado saber que tenía todo esto porque, no sé ¿No? Es parte de ti y tienes que vivir con eso y éste hombre las descubre para ti. No sé cómo explicarlo. Es algo supersuperpersonal. De haber tenido fluidos, creo que hasta habría tenido un orgasmo. ¿Y sabes por qué hace eso el forense? ¿Por qué me lo hizo a mí con ese cariño? No sé, lo he estado pensando un montón, no creas, y… creo que lo hace porque a mí no se me nota. Claro, si me miras bien, sí. Pero a primera vista no se me nota lo muerta. Yo creo que al forense le gustan las muertas poco ostentosas. Yo soy muy sencilla. Y tú también, de verdad. Si no hubiera visto tu accidente en el taxi, hasta pensaría que estás vivo. Uno te tiene que mirar bien para darse cuenta, pero al final, un ojo con experiencia puede percibirlo.
Es por tu mirada, creo.
Tienes ojos de muerto.

Friday, September 26, 2008

HARRY CAÑARI - ATOCHE


Nacido en Lima, 1983. Ha publicado un poemario infantil titulado "Pueril" en 2008 y actualmente está trabajando su primer libro de cuentos. Ha recibido un premio institucional ADEX 2005 por su poema "Sórdido". Como actividades complementarias ha organizado, entre otros quehaceres, el recital denominado "La paz y la mujer" en la Cayetano Heredia 2005. Harry Cañary ha sido participante de los talleres de narrativa y guión el Centro Cultural de la PUCP. En lo personal, recibo y cuelgo con mucho agrado el siguiente cuento y espero, como muchos otros, una larga y productiva labor literaria de este joven escritor.




LA RESBALADERA

Aún parece que fue ayer. No hace mucho, mis retinas podían ver a un niño que con sus pasos indecisos y sus brazos ocupados de materiales, iba todas las mañanas al parque cercano a nuestra casa. Era conmovedor poder verlo jugar, a su modo, con sus pinceles y libros. Rodrigo tenía diez años y a su diestra siempre anduvo un niño delgadito de siete, llamado André, un poco orejón y de ojos muy despiertos que acompañaba, en las tardes solitarias de creatividad, a su hermano mayor.
Cada vez que llegaban al parque, Rodrigo le pedía a André, con la voz zigzagueante, quedarse sentado leyendo el mismo libro de poesía que su mamá les había regalado antes de fallecer; según decía él: “para que seas poeta”. De vez en cuando le pedía también que sea su asistente: le pasaba los pinceles, la pintura y el limpiador para las manos. Al parecer, le gustaba mucho a André aquél cargo. Rodrigo siempre iba con una idea clara de cómo seguir pintando en el muro, e imagino que a su edad alguien le había enseñado el modo de hacerlo, puesto que las líneas que conformaban la imagen obedecían a una obra bien llevada. Que quizá, si alguien viese sólo al mural, dudaría que Rodrigo haya hecho aquél trabajo.
Cuando podía, a modo de descanso, Rodrigo se sentaba al lado de André, lo hacía muy cerca para despeinarle más el cabello rizado y le hablaba de las enseñanzas que su madre le había inculcado, de cómo funcionaba la vida, de cómo funcionaba el orden y la disciplina, de cómo con un sólo libro y algunas pinturas uno podría conseguir mejorar como ser humano.
Un día, tuve la desgracia de ver cómo unos niños se burlaban de Rodrigo, sólo por como era, le decían: “eres un dawn” repitiéndoselo una y otra vez; él era ajeno a ésa burla y superaba aquél nombre científico –que sin querer debía llevar–. Rodrigo al ser tan frágil como una pluma, se cubría las piernas con sus brazos para no llorar y se lograba tranquilizar luego de que aquéllos niños, cansados de molestar, se terminaban yendo. Las lágrimas y el temor eran compartidos por André, pero Rodrigo debía ser el ejemplo como hermano mayor, se secaba las lágrimas e iba a abrazarlo para decirle: “No llores André, no llores”. André lo miraba y ambos se consolaban apagando la tristeza con un abrazo.
Su padre, que era un alcohólico, iba al parque a recogerlos todos los días al atardecer, maldiciendo su mala suerte pues no lograba librarse de Rodrigo; cada vez que lo miraba le recriminaba la carga que le significada vociferándole que su único hijo era André y no él.
Al llegar a su casa, toda maltrecha, el padre le prohibía a Rodrigo sentarse a la mesa.
-¡Ni te atrevas! Comerás sentado como todos los días en ésa piedra.
Le servía la comida y no le alcanzaba los cubiertos, gritándole: “tú no debes comer como lo hacemos los humanos”, tampoco le daba qué beber: “si tanta sed tienes, toma tus orines”.
Rodrigo no podía hacer más que convivir con lo inhumano; mientras sus ojos se nublaban rezaba:
-Dios, sólo te pido que me cuides, ¿si mamá viviese, no me pasaría esto, no?
André miraba la actitud del padre, pero no podía hacer más que callar.
Pasada una semana, producto de la embriaguez, su padre cayó dormido y olvidó llevarles la comida. Ese día no habían desayunado y el llanto de André no lograba despertar a su padre.
Rodrigo salió a tocar la puerta a los vecinos para que, a cambio de un retrato, le pudiesen dar alimentos y agua. Algunos incrédulos pensaban que era astucia de su padre mandarlo a pedir ésos favores; otros como la señora Carmen, una mujer que comprendía muy bien lo que era la falta de amor, nunca se casó ni tuvo hijos y había decidido, con un acto radical, no entregarse a ningún hombre, se dejaba retratar con tal que a los hermanos no les faltara nada. Luego de retratarla, Rodrigo regresaba a su casa con lo conseguido en el trueque para que comiera junto a André.
A la noche siguiente, su padre se quedó nuevamente dormido por la borrachera y a Rodrigo le tocó hacer un nuevo retrato para la señora Carmen. Cuando regresó a su casa dejó los alimentos conseguidos en la mesa, luego fue por unos tenedores para él y su hermano. A su regreso, André se había comido y bebido lo poco que trajo y Rodrigo le levantó la voz zigzagueante: “¡qué hiciste, qué hiciste!”; pero al ver a su hermano llorar lo abrazó y le dijo: “no te preocupes, yo ya había comido, sólo quería un poco más; ya no llores, ya no llores”. Su hambre y sed aún eran inminentes, se dirigió al silo, con mucho cuidado pues era muy ancho y profundo, con un vaso para luego de aplacar la sed con su propia micción, dirigirse a la cocina a comer un pedazo de pan que quedaba en la casa.
A primeras horas de la mañana, el padre salió a vender lo que había reciclado de la basura los días anteriores, siempre dejaba a Rodrigo que cruzara la pista solo y a André siempre lo acompañaba, pues decía que era una vergüenza que lo vieran con él.
Ya cerca del parque, el padre se despedía recriminado a Rodrigo: “Ojalá y hoy te pierdas de una vez por todas”. Rodrigo sólo bajaba la cabeza y callaba.
Ese día, y ya faltándole poco a Rodrigo para terminar el mural con la figura de su madre, –con los años me enteré que ella misma le enseñó a pintar–, André había terminado de leer por segunda vez el libro de poesía; pero ahora quería jugar, quería sentir que desarrollaba su niñez, giró la mirada hacia donde le concentró más la atención, se escabulló e inquieto se dirigió con pasos breves a la resbaladera, subió una y otra vez con mucho cuidado, volvió a repetir la armonía del juego subiendo nuevamente los peldaños.
Rodrigo se dio cuenta que no estaba André, lo buscó pero no lo encontró, mas sólo lo hizo cuando André subió al pico de la resbaladera. Dejó sus pinceles, corrió muy preocupado. En su mente sólo estaba protegerlo.
-André, no te muevas; la resbaladera es muy alta.
André a mitad de éstas se detuvo, lo miró y continuó su ascenso, Rodrigo corrió, subió muy rápido y sujetó primero sus piernas, al subir un poco más, abrazó fuertemente su pecho, sin darse cuenta lo empezaba a asfixiar; André se comenzó a mover con tal de soltarse, pero Rodrigo lo sujetó más fuerte pensando que podría caerse. La adrenalina llegó al punto más alto, André expandió sus brazos, desequilibró a su hermano, cortaron el vacío son sus cuerpos, Rodrigo cubrió a su hermano, no pudo girar el cuerpo, su cabeza chocó contra el piso y una alfombra roja terminó cubriendo su alrededor.
Rodrigo yacía tirado. No habló y las lágrimas hacían diluir el color uniforme de la sangre.
El padre que no consiguió vender nada de lo reciclado, llegó ebrio y renegando. Vio a lo lejos, de donde siempre los dejaba, un círculo formado por personas, corrió a ver a André que seguía llorando e inerte ve a Rodrigo. Sus ojos empezaron a nublarse, se cogió de los cabellos y empezó a gritar:
-¡Lárguense, lárguense que quiero estar a solas con mis hijos!
La gente poco a poco se fue yendo y cuando el padre vio que no había nadie. Secó sus lágrimas y empezó a reír.
André continuó llorando mientras miraba a su padre con la indignación que sólo puede tener Dios cuando se siente traicionado.
-Vámonos André, hasta que por fin éste ser nos dejó en paz.
André le frunció el ceño, no había conocido nunca el odio pero estaba empezando a experimentarlo. No sintió que era su padre, sino su peor enemigo, un simple humano que le concedió la vida. Le siguió frunciendo el ceño mientras el padre le tomaba de la mano para no caerse de la embriaguez que había adoptado.
La señora Carmen miraba, desde su casa, con mucha tristeza y melancolía el destino que pasaba André.
El padre entró rápidamente a su casa, pues su hígado no soportaba la cantidad de alcohol que había bebido y sin pensarlo dos veces fue al silo con mucho cuidado pues era ancho y profundo; se ubicó con cuidado para no caer, puso sus manos apoyadas en las rodillas y empezó a vomitar.
André siguió llorando, pensó en su hermano e inmediatamente recordó cuando lo salvó; luego pensó en su madre, recordó vagamente cuando lo acostaba en sus noches de pobreza y cuando se sentía el niño más rico del mundo, pero mientras abría y cerraba los ojos vio en su oscuridad dos siluetas hablándole.
-Hijo, tu destino no es estar solo –le oyó decir a su madre–.
-Sí hermano, tú serás feliz –le expresó con la misma voz zigzagueante a André–.
André se secó las lágrimas pues no podía ver bien a su padre que seguía vomitando. No quiso perder más tiempo y caminó con sigilo hacia él, que con un empujón lo desprendió del suelo y rápidamente cayó en el excremento y las micciones que tanto pedía tomar a su hijo.
André escuchó a su padre decir “ayúdame hijo, ayúdame” desde lo más hondo del silo. André miró a su alrededor como queriendo buscar algo para ayudarlo, dio cuatro pasos hacia su objetivo y empezó a rodar la piedra en la que hacía sentar a Rodrigo; la empujó de a pocos pues pesaba y ya al filo del silo dio el último empujón. La piedra obedeció las leyes de la gravedad, cortó el aire y se estampó en la frente del padre.
André ya no escuchó su “ayúdame…” y en el silencio le dijo “tú no mereces vivir como lo hacemos los humanos”. Salió llorando a ver a la señora Carmen, la abrazó, y le dijo:
-Señora Carmen mi papá cayó mientras vomitaba y al tratar de sujetarse cogió una piedra que le cayó en la cabeza.
Es así como lo recuerdo –como si la escena la estuviese viviendo en éstos instantes– y hoy como hace veinte años sigo yendo a modo de recuerdo al mismo parque, con mi mamá, a ver el mismo muro inconcluso donde hoy se mantienen de por vida mi hermano y madre que descansan en paz.
Mi nombre es André Verdú y no llegué a ser poeta pero sí llegué a ser para siempre el hermano de Rodrigo.
-Hijo, apura que vamos a llegar tarde al cementerio…
-Ya voy mamá Carmen, ya voy.

Tuesday, September 23, 2008

FERNANDO AMPUERO

En paralelo a su reconocida labor periodística, Fernando Ampuero (Lima, 1949) ha venido desarrollando una interesante obra narrativa que se inició con el libro de cuentos Paren el mundo que aquí me bajo (1972); y que ha continuado con títulos como Caramelo verde (1992) y Malos modales (1994). Para 1996 su narrativa se enriquece con Bicho raro (Editorial Campodónico). En estos últimos años su labor literaria ha sido más intensa y ha publicado “Mujeres difíciles, hombres benditos” “Puta Linda” y “Hasta que me orinen los perros”. Para el crítico, Javier Ágreda, Fernando Ampuero recurre al humor como elemento que permite a muchos de sus personajes a orientarse en su búsqueda de la belleza. Muchos y muy diversos elementos se requieren para formar a un buen narrador: inteligencia y observación, una rica experiencia vital, habilidad para crear historias interesantes y a la vez significativas, una formación literaria que le permita manejar eficientemente el lenguaje y las técnicas narrativas. Los cuentos más conocidos de Ampuero narran historias que los limeños creemos ya haber escuchado alguna vez, esa especie de mitos urbanos contemporáneos que de cierto modo expresan el ambiente social y cultural propio de nuestra época.


CRIATURAS MUSICALES

La niña llegó del colegio cuando los gritos de sus padres se podían oír desde fuera del amplio y elegante departamento. Tocó el timbre y aguardó a que la empleada le abriera. Entró al vestíbulo y, cuando pasó frente al espejo oval, se hizo a sí misma una mueca graciosa. Luego enrumbó a la cocina, bebió un vaso de naranjada y, de vuelta en el vestíbulo, se detuvo cautelosa­mente en el primer peldaño de la escalera.
La discusión, como de costumbre, era a distancia. Su padre se hallaba en el baño, duchándose. Su madre reordenaba la ropa en los colgadores, en los cajones y en las gavetas del walk-in closet, una de sus actividades más socorridas cuando tenía los nervios de punta.
–¡Hola! –gritó alegremente la niña–. ¡Ya estoy aquí!
Un súbito silencio sobrevino a su saludo.
Pero unos instantes después se abrió la puerta del baño, que daba al hueco de la escalera, y salió su padre, desnudo y chorreando agua. También, como de costumbre, la niña vería que éste, ante su presencia, cambiaba rápidamente de talante. Ahora incluso le sonreía e imitaba su voz alegre y cantarina:
–¿Qué tal, Pilarcita?
–Bien, papi.
El padre volvió a encerrarse en el baño. La madre, por su parte, demoró cuatro o cinco segundos en intervenir, pero optó de buenas a primeras por ponerse en tren práctico:
–Pilar, no dejes tu mochila tirada en la sala –dijo a lo lejos, sin dejarse ver.
La niña fingió que no la oía:
–¿Qué dices, mami?
–Que no dejes tu mochila tirada.
–¿Cómo dices?
–¡Que no dejes tu mochila tirada, demonios! –gritó la madre.
–¡Ya te oí! ¡No me grites!
–¡Y sube a tu cuarto y ponte a hacer la tarea, porque en una hora tienes que ir al ballet!
–¿Al ballet?
–Claro que sí –replicó su madre–. ¿Acaso no sabes que hoy es jueves?
–No voy a ir al ballet –dijo la niña rotundamente.
Se hizo un nuevo silencio.
–¿Cómo que no vas a ir al ballet? ¿Han suspendido la clase?
–No es eso.
–¿Qué es, entonces?
–Se me ha roto la malla negra.
La madre se asomó por el hueco de la escalera con cara de sorpresa:
–¿Cuándo ocurrió eso?
–Anteayer. Me enganché con una planta llena de espinas y se rasgó toda.
La madre meneó la cabeza, apesadumbrada:
–Bueno, usa la malla roja –dijo volviendo a su tarea de ordenar ropa.
–No. Odio ese color.
–Mañana te compraré otra malla negra. Ahora hazme el favor de ponerte la roja y no fastidies.
–No quiero.
–No me contestes así, Pilar –dijo la madre.
–Pero es que tú no me entiendes.
–¿Qué es lo que no entiendo?
–Todas las chicas van con mallas negras.
–Ya lo sé. Pero es sólo por un día.
–¡No! –chilló la niña–. ¡Es huachafo!
–¡Pues te la vas a poner de todas maneras! –ordenó la madre en su tono más enérgico–. ¿Has entendido? ¡Aquí no se hace lo que tú quieres!
–¡No, no me la voy a poner! –gimoteó la niña–. ¡No me la voy a poner!
En pantuflas, y a medio cubrirse con una toalla anudada a la cintura, el padre fue esta vez quien asomó por el hueco de la escalera a fin de concordar con su hija:
–Yo también pienso que el rojo es huachafo –susurró en su tono más cómplice.
La niña alzó la cabeza y sonrió y miró a su padre con los ojos anegados de lágrimas, metiéndose enseguida un dedo en la nariz y sacándose una bolita de moco a la que dedicaría varios segundos de intensa concentración. Y fue en ese trance que la madre apareció de nuevo en el hueco de la escalera, aunque en esta ocasión con ímpetu de caballo desbocado, y se dirigió al padre increpándole entre dientes, con una especie de rabia afónica:
–¡No ma-ni-pu-les a la niña, desgraciado!
El padre sonrió como si le acabaran de hacer una broma muy divertida y se encaminó a su dormitorio mientras decía:
–Pilar, ponte a hacer la tarea. Yo tengo que conversar en privado con tu mamá.
La niña amasó el moco que sostenía entre el pulgar y el índice y, antes de disponerse a subir las escaleras, lo dejó caer al suelo.
En la mayoría de los casos Pilar nunca sabía la causa de las peleas de sus padres. A veces estas se desencadenaban por una toalla mal colgada o alguna tontería parecida; otras, más misteriosas, por una llamada telefónica. Sonaba el teléfono, su madre contestaba y, al otro lado de la línea, no decían ni pío y un momento después se cortaba la comunicación.
Tampoco podía precisar con exactitud cuándo era que sus padres habían comenzado a pelearse. Pilar recordaba a duras penas que una de las peleas más antiguas se remontaba a una noche de viernes o sábado, a principios de verano, en que los dos salieron a la calle para sacar algo de la guantera del auto de su madre y de pronto la alarma antirrobos comenzó a ulular y se trabó y no paró de sonar enloquecedoramente por más de diez minutos, conmocionando a los vecinos, y al cabo sus padres, muertos de vergüenza, detuvieron su pelea y se tomaron de las manos y regresaron riéndose al departamento. Una pelea, si se quiere, que tuvo un final feliz y que duró una bicoca de tiempo.
Las de ahora, en cambio, duraban horas de horas y hasta días enteros, y por lo general siempre acababan pésimo. Vale decir, sus padres se aislaban en habitaciones diferentes, lo cual equivalía a que Pilar terminaba durmiendo en la enorme cama matrimonial con papá o con mamá, dependiendo de cuál de ellos se mudara a dormir a su dormitorio.

Aquel día la niña intuyó que la pelea no tenía visos de alcanzar un arreglo, y en tanto hundía la cabeza en su closet y buscaba a disgusto la abominada malla roja se quedó pensando con quién le tocaría dormir esa noche. Pensaba en eso con la más absoluta calma, y de hecho no le daría demasiadas vueltas al asunto, pues al encontrar la malla, a la que insultó como si se enfrentara a un bicho vivo, se olvidó de todo. Además, sus padres, si bien seguían embarcados en su pelea, habían bajado considerablemente la voz. Apenas dejaban oír murmullos o algo que podían ser gritos sofocados.
Luego, tras colocar la malla junto a las zapatillas de ballet sobre su cama, Pilar emprendió una serie de quehaceres con la soltura y rapidez de una secretaria ejecutiva. Vació su mochila, ordenó sus lápices y cuadernos, reacomodó dos osos de peluche y una jirafa de plástico encima de su librero, y en un santiamén se sentó a su escritorio para resolver dos problemas de matemáticas y copiar en su cuaderno de francés un poema de François Villon. Acabado eso, encendió su computadora y puso el diskette de Prince, juego en el que estuvo absorta hasta que su madre salió de su dormitorio y le dijo desde la salita de estar:
–Pilarcita, ya es la hora.
La niña decidió matar a dos guardias del palacio donde se hallaba apresada la princesa antes de apagar la máquina, y se incorporó y se desnudó en un tris para ponerse de inmediato la malla y las zapatillas. Le encantaban sus zapatillas.
Al momento de mirarse en el espejo redondo de su tocador cambió de expresión. La malla le quedaba perfecta y estilizaba aún más su grácil figura. Delineaba la curva de su cintura y de sus bien formados glúteos, y se ceñía en el escote de tal manera que hacía resaltar su incipiente busto. Tanto su madre como sus amigas solían decir que, para una niña de once años, tenía un cuerpo bastante desarrollado.
Irguiéndose sobre las puntas de sus pies e inclinándose en una artística venia, Pilar sonrió como si agradeciera la ovación de un público fascinado con ella. Sus dientes, herencia de su madre, eran tan blancos como las palomas que se posaban por las tardes en la terraza del departamento. Pero lo que a ella le gustaba más de sí misma era su cabello suave y claro, del color de la miel, que era el mismo tono que tenía su tía Martha cuando no se pintaba de pelirroja sofisticada.
–Pilar, apúrate –insistió su madre.
La niña salió a la salita de estar y encontró a su madre sentada en el sofá, hojeando una revista.
–Ya estoy lista –dijo.
Entonces sonó el teléfono.
Sonó una, dos, tres veces, y sonó obviamente en todos los teléfonos del departamento, que eran uno de pared, instalado en la cocina, y dos inalámbricos, ubicados en la gran sala de la primera planta y en la pequeña de la segunda. Pilar estuvo a punto de contestar, pero repentinamente percibió que algo la detenía. Al parecer la empleada no había acudido a contestar, resolviendo aquella tensa situación, porque en ese momento se estaba cambiando el uniforme por ropa de calle para acompañar a la niña a la escuela de ballet.
Cuando el teléfono sonó por cuarta vez el padre irrumpió furibundo en la salita de estar, y se quedó mirando a su mujer, que se mostraba de lo más indiferente.
–¡Qué demonios pasa ahora! –gruñó–. ¿Están sordos? ¿Por qué no contestan el teléfono?
La madre tiró la revista al suelo y se cruzó de brazos.
–¡Mejor contesta tú, canalla! –replicó–. ¡Yo estoy harta de que me cuelguen!
A Pilar le pareció que sus padres se miraban ahora como dos boxeadores que acababan de subir al ring, y que a lo mejor una de las próximas timbradas les podía sonar a ambos como la campana que daba inicio a otro round.
–¿No quieres contestar? –la mujer lo estaba retando con una mueca burlona–. ¿No te atreves?
Antes de que terminara la frase, el padre avanzó a largas zancadas hasta el teléfono y levantó el auricular.
–¡Aló! –bramó, pero en seguida se apaciguó–. Sí… sí, Solange… un momento –y miró a su hija–. Es para ti.
Pilar corrió hacia el teléfono.
–Gracias, papi –dijo y se puso a hablar con la loca de Solange, una compañera del colegio que siempre le pedía ayuda desesperadamente para resolver la tarea de matemáticas.
Rió con su amiga, le dio las explicaciones pertinentes y, al cabo de un momento, se despidió de sus padres agitando una mano en el aire y salió del departamento.

Hora y media más tarde, cuando regresó, sólo se oían las voces del televisor que estaba en el dormitorio de sus padres y el canturreo de su mamá que preparaba un postre de mango en la cocina.
Pilar estuvo un buen rato sin saber qué hacer y se animó finalmente a encender el televisor de la salita de estar. Vio un programa de dibujos animados acerca del rey Arturo y Sir Lancelot, y luego el capítulo de una telenovela venezolana que abandonó un poco antes de la mitad porque le dio hambre. Bajó a la cocina, tomó un yogurt líquido de la refrigeradora, lo bebió sin respirar y le preguntó a su madre, quien ahora se mataba de risa hablando por teléfono con una amiga, si es que podía servirse postre de mango.
–Todavía le falta helar, pero si te provoca…
–Me provoca –dijo Pilar, y no se tardó mucho en devorar una porción de ese postre que le parecía delicioso.
Así, en fin, con una cosa y otra, dieron las nueve de la noche y su madre le avisó que ya era hora de bañarse e ir a la cama.
–Y alista la ropa que te vas a poner mañana –añadió.
La niña separó las ropas y cuadernos con los que al día siguiente se iría al colegio, se bañó, se puso piyama y, al salir del baño, constató que casi todas las luces de la casa estaban apagadas, excepto la lamparita de la mesa de noche que iluminaba el lado que correspondía a su padre. Manteniendo la TV encendida, su padre leía un libro tan gordo como la Biblia, recostado en la cama, y sólo reparó en que su hija se encontraba en su habitación cuando ésta, de pie y contemplando las imágenes de una película, le preguntó intrigada:
–Papá, ¿Jesucristo tenía esposa?
–¿Esposa? –pestañeó su padre ante el libro que mantenía ante sus ojos.
–Esa mujer le ha dicho que ese bebito es su hijo.
Con un brusco movimiento el padre aventó el libro sobre su pecho y miró el televisor.
–No, no, no es así –rió su padre, incorporándose–. Ese hombre no es Jesucristo, sino Espartaco, un esclavo rebelde que pretendió liberar a los esclavos de Roma.
Kirk Douglas agonizaba crucificado en la vía Apia mirando a la hermosa Jean Simmons, que cargaba en brazos al que hacían pasar como su sonrosado vástago.
–¿Y también murió en una cruz?
–Sí, como muchos otros… mira, mira, ahí se ven otros esclavos que fueron crucificados. Así se castigaba a la gente de esa época.
–¿O sea que ese esclavo pudo ser Dios?
Su padre dio un respingo:
–¿Dios?… Bueno, no es que hubiera podido ser Dios por el mero hecho de que lo crucificaran… –el padre se detuvo a pensar, rascándose con un dedo la punta de la nariz–. Aunque eso pudo haber pasado. Espartaco, de alguna manera, también fue un dios, no como Jesucristo, por supuesto, pero la gente durante muchos años lo recordó y lo llevó en su corazón…
La niña observaba en silencio a su padre con cara de no saber si entendía bien lo que había oído, y este reaccionó en forma sumamente festiva y alborotada mirando su reloj:
–¿Qué hora es? ¡Uy, ya es muy tarde, Pilarcita! ¡Es tardísimo! ¡A dormir se ha dicho!
Y repentinamente se presentó su mamá.
–Quiero mi almohada –dijo entrando a la alcoba, vestida ya con su polo de dormir, y llevándose la almohada de su lado, de manera que tanto Pilar como su padre supieron que la mamá no dormiría en la habitación matrimonial.
Sin pensarlo dos veces, Pilar trepó de un salto a la cama y se coló con gran entusiasmo entre las sábanas, apropiándose del control remoto de la TV. Su madre le dio un sonoro beso en la mejilla y salió de la habitación. Su padre, mientras tanto, dejó su libro en la mesa de noche y apagó la lamparita. Padre e hija, como dos niños traviesos, se echaron juntitos bajo la luz azulada y parpadeante que provenía de la pantalla, mirando la infinita sucesión de imágenes diversas a causa del zapping que Pilar acostumbraba llevar a cabo. Tras recorrer treinta y tantos canales de cable, paró en seco ante el noticiero de un canal peruano. Las imágenes de un incendio en La Victoria, con gente llorando ante sus pertenencias quemadas, capturó algunos minutos su atención. Pero pronto su padre pareció aburrirse y bostezó y le quitó el control remoto y cambió de canal.
Pilar no protestó, porque ya se sentía adormilada. Le dio un beso a su padre y se tapó la cara con la almohada, pensando en esas cosas que pensamos todos, desordenadamente, cuando nos alistamos para dormir después de un día movido. El partido de básket de la mañana, las bromas de Solange, el postre de mango, la tarea de matemáticas, Espartaco y los teléfonos de su casa timbrando sin que nadie los conteste.
¿Quién podía llamar y colgar? Pilar tenía once años, pero no se creía ninguna tonta. Ha de ser una mujer, se dijo. Una de esas mujeres que se enamoran de los papás. Sin embargo, consideraba ridículo que su madre se molestara con eso. Ella estaba segura (pues su padre se lo había dicho una noche, jurando ante la luna que todo lo que decía era cierto) que las únicas mujeres que él de verdad amaba eran ellas, su hija y su madre, siempre y cuando ésta última no estuviera en esas épocas en que se ponía frenética por cualquier cosa. Pero, como estaban las cosas, Pilar sentía que no podía hacer nada y se preguntaba: ¿Cuánto tiempo tardan las personas en comprender lo que les pasa? ¿Por qué tienen que demorarse tanto?
En algún momento, pensando en eso y oyendo por ratos uno que otro diálogo de película, Pilar se quedó dormida, en tanto su padre seguía aburriéndose y bostezando frente a la TV y, por consiguiente, reanudando un zapping tan o más maniático que el de su hija. Todo le interesaba un cuerno. Vio un fragmento de un programa de genética, la escena erótica de una peliculilla sin mucho vuelo, tres goles de un resumen internacional entre equipos que desconocía y, cuando ya estaba por resignarse a apagar, sucedió algo maravilloso. Algo que lo catapultó a una grata efervescencia y por un instante le hizo llevarse una mano a la boca y mirar embelesado la pantalla.
–¡Caray! –murmuró el padre–. ¡Es María Callas!
Era ella, sin duda. Imponente y majestuosa, sola su alma en el centro de un amplio escenario, cantando como en un sueño un pasaje de La Traviata, esa parte delicadísima y a la vez de gran temperamento que es Addio Del Passato.
La emoción de ver a su diva favorita lo hizo sentarse en la cama y subir tres líneas el volumen, aunque sin arriesgarse a llevarlo al punto de que pudiera despertar a su hija. Y como que, ¡plop!, se le fue el sueño. Se despejó, se despabiló por completo, sintiendo todos sus sentidos funcionar a la máxima potencia. María Callas estaba ahí, en una noche probablemente milanesa –el escenario tenía las trazas de ser La Scala de Milán–, y también en una cálida noche limeña, con él o ante él, cantando con quietud y suaves ademanes, mirando al público con sus ojazos griegos y dramáticos, peinada con un moño alto, vestida de largo y con estola de la misma tela del vestido, y enjoyada como una reina o como una diosa, con apenas un collar de una vuelta y unos aretes, pero ¡Dios mío, qué aretes y qué collar!, estaban hechos de diamantes enormes, verdaderas rocas llenas de luz estelar que emitían guiños y chispazos cegadores debido a los reflectores que iluminaban a la diva.
La mujer era fea, sí, hay que decirlo, pero él sentía que la amaba y la veía hermosa. Si su hija le hubiera preguntado en aquel preciso instante si era cierto que las personas que más amaba eran ella y su madre, el padre tendría que rectificar y diría: “Te amo a ti, a tu mamá y a María Callas”. La Callas, a su juicio, tenía la voz más perfecta, poderosa y emotiva que hubiera oído nunca. Por eso mismo la amaba. Porque era alguien tan extraordinario, tan intenso, tan especial, o bien porque su amor era una mezcla de devoción y agradecimiento por el placer que le daba saber que existía un ser viviente con una voz que acariciaba como el terciopelo de las flores.
El documental era en blanco y negro, no se veía en buenas condiciones y las cámaras enfocaban a su objetivo desde lo que tal vez debía ser una suerte de palco bajo. El padre calculó que podía datar del año 1956, año de temporadas muy exitosas, pero de pronto se enteró, gracias a unos subtítulos, que había sido filmado en 1952 y, en efecto, tal como había sospechado, en La Scala de Milán. La Callas terminó su intervención y comenzó a agradecer los infinitos aplausos que le dispensaba el público. Un leve movimiento de cabeza y una media sonrisa era todo lo que hacía. Aquí les dejo esta migaja de mi genio, pobres y pequeños mortales, leía el padre en la vaguedad de aquella media sonrisa.
Y sin transición, apareció un ama de casa, hablando con voz imperiosa, chillona y eufórica, y recomendando el uso de una marca de detergente. Era una de esos centenares de jóvenes señoras –todas ellas le parecían intercambiables– que siempre aparecen lavando ropa, las manos mojadas en bateas rebosantes de espuma.
–¡Malditos comerciales! –masculló el padre, retirándose las sábanas de encima. Se levantó y echó a caminar de un lado a otro por su dormitorio, muy excitado, en tanto Pilar, ya sin la almohada tapando su cara, dormía plácidamente–. Bueno, pero esto quiere decir algo. ¡Esto quiere decir que el programa va a continuar! –y pegó un brinco de felicidad.
¿Qué seguirá? ¿La misma ópera o acaso pasarán una parte de otra performance famosa? ¡Le daba igual! Lo que anhelaba el padre a esas alturas era ver más, oír más, ya que casi nunca propalaban en la TV estos viejos momentos de gloria, la gloria genuina y grandiosa del bel canto, y no esos remedos de éxtasis a lo Pavarotti, donde predominaban el artificio, los micrófonos y los descomunales amplificadores de sonido. ¡Pero aquí, no! ¡Aquí la Callas cantaba solamente a fuerza de diafragma y de garganta, y teniendo por todo altoparlante su voluptuoso pecho de matrona altiva y sufriente, solitaria ánima de un templo en ruinas del Egeo!
Algo más de dos minutos duró la tanda de comerciales y otro tanto le tomó al presentador, un gordito bajo, amanerado y melindroso, anunciar a la teleaudiencia que la leyenda llamada María Callas, la prima donna assoluta, la más brillante soprano que quizá jamás haya existido, iba a regalarnos con otra pieza musical que sólo ella supo plasmar en toda su magnitud y esplendor. ¿De qué les estoy hablando?, preguntó el presentador con un brillo pícaro en su mirada de gordito. ¡Ah, no se los diré! ¡No quiero privar a los conocedores de que se digan a sí mismos qué es lo que tienen el privilegio de oír! Y de sopetón volvió la Callas.
El padre adoptó una actitud de expectativa que lo hizo sentarse en la cama y entrelazar ansiosamente los dedos de las manos. Y durante un segundo su cabeza sería un torbellino de ideas. Se alegró de ser propietario de una TV estereofónica, lamentó haber enviado dos días atrás la videograbadora a que le hagan el mantenimiento de rutina y, ¡diablos, cómo no se le ocurrió antes!, se arrepintió de no haberle pasado la voz a su esposa, que si bien no era una vibrante aficionada como él, las veces que fueron juntos a la ópera había dado la impresión de sentirse bastante más que satisfecha.
“¡Tengo que avisarle!”, pensó levantándose como impulsado por un resorte. “¡No quiero que mañana diga que soy un odioso egoísta y que nunca pienso en ella! ¡Una cosa como esta merece que ceda en mi orgullo e intente una reconciliación”. Y salió corriendo rumbo al otro dormitorio.
Sin encender la luz, avanzó a tientas en la penumbra y le tocó un hombro moviéndola con apremio:
–¡Lorena! –susurró–. ¡Lorena, despierta!
La madre abrió los ojos y se llevó una mano a la cabeza:
–¿Eh?
–¡Lorena, es algo importante!
–¿Qué pasa?
–María Callas está cantando en la tele –dijo el padre con atolondrada efusividad–, y es un documental sobre sus mejores momentos…
La madre alzó la cabeza como un gallo de pelea:
–¿María Callas? –indagó, dubitativa.
–Sí.
–¡Y me despiertas para decirme que María Callas está en la tele! –se encrespó.
–Pero Lorena…
–¿Eres imbécil o qué? –la madre hablaba ahora a grito pelado–. ¿No sabes lo que me cuesta conciliar el sueño?… –y se dio una ágil y violenta media vuelta en la cama, dándole la espalda–. ¡Lárgate de aquí!
–Lorena…
–¡Lárgate, idiota!
El padre en ningún momento estuvo a punto de perder los estribos. Se sintió más bien perplejo, libre de sentimientos que pudieran suponer rabia o reproche, o bien dominado por una extraña sensación de desconcierto, la cual dicho sea de paso se posesionó de él durante los segundos necesarios como para permitirle reconocer desde lejos la melodía de la TV y también la voz de sueño de su hija, que acababa de despertar a causa del breve altercado.
–Papi… –llamó Pilar, confundida.
–Ya voy, mi amor –repuso el padre, ensimismado. Y de inmediato, en tono quedo, exclamó: –¡La Gioconda!… Suicidia! In Questi Fieri Momenti! (Mencio­nar el pasaje de esa sublime obra de Ponchielli y salir pitando hacia su dormitorio resultó siendo entonces la misma cosa.)
Incorporada a medias, amodorrada, Pilar vio que su padre regresaba como una tromba a su dormitorio y se deslizaba en la cama, con la mirada en la TV. Lo veía y, a su vez, miraba lo que él veía. Su padre sonreía, observaba la TV, alzaba las cejas con gesto trágico, volvía a sonreír y por ratos temblaba como si tuviera el cuerpo estremecido por escalofríos.
Padre e hija, nuevamente, se echaron juntos y durante un buen rato no se dijeron nada. Ambos sabían, de manera tácita, que no había tiempo para dar o recibir explicaciones. Luego, por unos segundos, apareció yuxtapuesto a la imagen de la diva el subtítulo previsible: Suicidia!… In Questi Fieri Momenti (Acto 4). La Gioconda (Ponchielli). RAI, Orquesta Sinfónica de Turín. El padre asintió dos veces con la cabeza, complacido, y rompió el silencio para informarle a su hija, a toda prisa, que quien cantaba se llamaba María Callas y que se trataba de una de las voces más bellas del mundo. La niña no se inmutó, aunque para sus adentros concordó que la cantante tenía una voz muy bonita, y sin dejar de mirar la TV, apoyó su cabeza, ya relajada, sobre el pecho paterno, oyendo, aparte de la voz purísima de la Callas, los latidos del corazón de su padre. Le encantaba oír cómo corría la vida a través de esos latidos.
Y sólo cuando se movió para reubicarse en la cama y volverse a dormir, reparó en la mirada vidriosa de su padre. Pensó que aquella mirada, o aquellos ojos acuosos, estaban cargados de lágrimas, y que estas, como a veces le sucedía a ella, no se atrevían a rodar por sus mejillas.

Monday, September 22, 2008

LENIN SOLANO AMBIA


Lenin Solano Ambía. Estudió la carrera de Literatura y la maestría en Docencia en el Nivel Superior en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es magíster en Literatura Francesa titulado en la Universidad La Sorbona en donde actualmente sigue un doctorado en Literatura Latinoamericana. Fue invitado como ponente en el 2008 al Encuentro Nacional de Estudiantes de Literatura en Bucaramanga – Colombia. Es autor de los libros: Carta a una mujer ausente (2008), No les reces a los muertos (2011) y Cada hombre tiene un sueño (2012). En el 2012 fue elegido para formar parte de la antología titulada Media luna, compilada por el editor Santiago Risso. Ha presentado sus libros en Colombia, Alemania, España y Holanda. Radica en París desde el 2009.  En la actualidad tiene un espacio literario en Radio Stereo Villa y se dedica al periodismo cultural y a la entrevista de escritores peruanos.





SOÑANDO EN EL AIRE


¡Qué poco cuesta construir castillos en el aire y qué cara es su destrucción!
François Mauriac

Se acomodó la corbata y abrió la puerta. Aún no eran las siete, pero él ya estaba de salida. Las calles de La Victoria lucían desordenadas. Mucha gente ya estaba sacando su carretilla para ir a vender a La Parada u otros se revolcaban en el parque mientras se desperezaban de la borrachera de la noche anterior. Sin embargo, él lucía distinto, ese día estaba mucho mejor vestido que cualquiera de la urbanización Balconcillo. Se había cansado de los trabajos habituales. Ya no quería seguir vendiendo en los carros que iban a La Parada, ni tampoco seguir probando suerte como cargador de comestibles en el Mercado de frutas, ni mucho menos volver al trabajo de niñez: limpiador de autos. No, ahora ya tenía 20 años y pensaba en un futuro mejor para él.

La tarde anterior había comprado El Comercio y había probado suerte leyéndose todos los clasificados para ver si había un trabajo distinto a los habituales cachuelos victorianos. Sintió mucha alegría cuando en la sección empleos logró resaltar que se necesitaban muchachos jóvenes para trabajar en una de las mejores tiendas de Lima. Y aunque amaba mucho a su patria, y aunque en el colegio sintió desapego por los chilenos cada vez que el profesor de historia contaba la guerra con Chile, esta vez no le importó que los dueños fueran nacidos en el vecino país del Sur. Presentía que ahora sí podría mejorar de condición y tener los pequeños lujos que soñaba y que los trabajos anteriores no le habían podido brindar.

Caminó lentamente, bordeando un montículo de basura maloliente que se encontraba en la vereda del frente desde hace días. No quería ensuciarse los zapatos, pues en primer lugar, no eran suyos y en segundo lugar, que la lustrada había sido con agua. Solo tenía un par de soles, pero sabía que era suficiente para el pasaje. Además, de ahora en adelante tendría un sueldo fijo y podría ayudar a su madre quien nunca había dejado de trabajar desde que él tenía uso de razón.

Oe, ¿qué te pasó? Ni pa las quinces te vistes así.

Ja, ja, ja, veo que te has bañado, pero ¿sólo porque es lunes?

Mira a este huevas, parece que ahora se templó de una pituquita.

Eran los comentarios que sabía iban a surgir de muchos de los del barrio. Especialmente de los amigos de la cuadra, que en ese momento estaban con sus ropas habituales para ir a trabajar a La Parada. Aunque el negro Martín se iba para hacer otro tipo de “trabajitos”. Saludó sonriente y les dijo que más tarde les contaría. No quería revelar su secreto a nadie, quería dar la sorpresa después. Además, nadie le creería que podría ser aceptado en esa gran tienda comercial, pero él estaba seguro de que sí.

Levantó la mano al ómnibus que se acercaba. Se sentó al medio mientras sentía el olor que provenía desde atrás. Era el mismo que de cada mañana: mujeres que llevaban sus bultos para ser vendidos en el mercado, pero que el hedor se confundía entre sudor, sobaco, pezuña, cebolla y queso. No se sentía incómodo con eso, pero sabía que de ahora en adelante tendría que cambiar de hábitos, pues no trabajaría en cualquier lugar. Apoyó su cabeza en la ventana y empezó a pensar. ¿Qué era lo que más le faltaba? Sí, claro, ropa, una televisión para su cuarto, pues estaba cansado de que en casa todos se pelearan por querer ver el programa que más les gustaba. Quería dinero para poder salir con chicas, un muchacho de su edad ya tendría que invitar a señoritas a otros lugares y no a los sitios que hasta ahora había estado invitando. No, las carretillas de salchipapa y los emolientes de cincuenta céntimos no serían para el tipo de chicas que conocería de ahora en adelante. Tendría que comprarse perfumes para que su olor sea reconocido por las muchachas que atraería. También quería vivir solo, ya se había cansado de estar en casa y de que sus padres le recriminen que tenía que aportar dinero. No, ya no más de eso, quería cumplir sus sueños, pero ahora necesitando de sí mismo. Recordaba que muchas veces el negro Martín le decía que lo acompañe al mercado, que ganarse unos cuantos soles era bien sencillo. Sin embargo, él no quería incursionar  en eso. Aguantaba al negro para jugar a la pelota, e incluso para ir a las fiestas, pero no para quitarle las pertenencias a los demás. Y no tenía porqué apurarse, pues sus sueños ya estaban muy cerca. Sí, demasiado cerca, pues este día volvería siendo aceptado en el trabajo y le haría comer sus palabras a sus padres que a cada rato lo molestaban. Además, sería la envidia de sus amigos. Aunque lo mejor era no contarle al negro Martín, pues no vaya a ser que un día quiera ir a apoderarse de las cosas de la tienda.

Abrió los ojos y notó que ya solo faltaban unas cuadras. Miró bien la dirección que se había apuntado en el antebrazo. Sí, era entre la avenida La Marina con la avenida Universitaria. Bajó como pudo y se peleó con el cobrador del ómnibus quien quería cobrarle un sol veinte desde La Victoria hasta La Marina. No le hizo caso y bajó apresuradamente. Cruzó la pista y preguntó la hora. Siete y cuarenta y cinco, buena hora para llegar a presentarse a un trabajo en donde decían que la atención sería a partir de las nueve. Se acomodó nuevamente la corbata y miró los puños de su camisa. Le quedaban un poco sueltos, pues era de su padre, pero no era tan evidente. Lamentó no haber tenido saco, pero apenas ganase su sueldo, ahorraría para comprarse uno e ir vestido así al trabajo. Llegó a la esquina de la tienda comercial y grande fue su asombro cuando vio una cola de unas catorce personas esperando en la puerta. Tímido, y caminando lento, se puso al final y preguntó al que estaba delante de él si ellos habían venido también por el anuncio de trabajo. La respuesta fue afirmativa. Lamentó no haberse levantado más temprano que todos los que ahí estaban. Lo peor era que la gran mayoría llevaba saco. No importa, él era hábil, sólo tenía que calmarse y pensar que podría ganarle a todos esos. Además, ya había oído cómo eran estas entrevistas. Primero, para descartar a la sobra, les hacían dibujar una persona y no importaba quien la dibujaba mejor, sino quien le ponía piso, pues no podía estar en el aire. El que hacía este dibujo quedaba entre unos de los que sí podrían ser aceptados. Y si le pedían que dibujase una persona bajo la lluvia sabía que tendría que ponerle un paraguas, pues no debía mojarse. Esto sería muy sencillo.

Se recostó en la pared y respiró profundamente. Lamentó el no haber tomado desayuno, pero como había estado tan emocionado decidió dejarlo para después. Y aunque pensó llevarse un pan en el bolsillo, sabía que esto no era correcto mientras esperaba una oferta de trabajo. Ya cuando ganase su sueldo podría ir a comer a los lugares que él quisiera. E incluso mejorar de restaurantes y dejar de a poco el plato llamado “siete colores”  que consta de siete comidas distintas por un solo sol (plato típico de La Parada y que muchas veces degustó). No, esto no podría mencionarlo con la gente de este trabajo, este mundo era distinto. Es más, le daba mucha vergüenza decir que vivía en La Victoria, pero no tenía otro lugar más para dar como domicilio.

Una hora después, la cola se había triplicado. Muchos jóvenes habían llegado, algunos con vestimenta tan igual o mejor a la suya y otros muy mal vestidos que sabía que iban a ser depurados rápidamente. Fue en ese entonces que un hombre alto y con terno salió ante ellos y dijo que solo admitirían entrar a las primeras treinta personas que estaban en la cola. Se sintió feliz, pues sabía que si hubiera tardado media hora más, habría vuelto a su casa con la cabeza gacha y la humillación encima. Respiró profundamente mientras el conjunto de jóvenes sin suerte se dispersaba y el conjunto privilegiado entraba al grandioso centro comercial. Sí, ahora estaba más cerca. Tendría dinero, comodidades y saldría lo más rápido de Balconcillo. Lo mejor sería alquilarse un cuarto por San Miguel para poder estar más cerca de su trabajo y porque la zona le parecía extremadamente tranquila y atractiva.

Subieron hasta el segundo piso, observando las cosas que estaban al alcance de la mano. Observó mucha ropa, olió distintos aromas de perfumes, se deslumbró con tantos elementos tecnológicos y empezó a soñar que ya formaba parte de ese mundo. Cuando llegaron al segundo piso aún él conservaba esa sonrisa que era casi imborrable. Los treinta jóvenes se sentaron en cinco mesas. Le dieron, a cada uno, un papel y un lápiz. Un hombre con terno impecable y un bigote ridículo salió a recibirlos. Anunciaba que la corporación chilena les daba una cordial bienvenida y que ahora dependía de ellos si querían formar parte de dicho consorcio. Sonrió mucho cuando el de bigote ridículo dijo que tenían que dibujar una persona bajo la lluvia. Lo dibujó lo mejor que pudo y trazó un paraguas que cubría toda la cabeza de su personaje. Miró al compañero de al lado y alegremente observó que no había dibujado el paraguas. Un eliminado ¡qué bien! Observó al de su lado izquierdo y notó que éste sí había dibujado el paraguas, pero que ahora lo que le faltaba era piso. ¿Y qué crees?, que va a estar en el aire. Sabía que esto iba a ser sencillo y por ahora ya iban dos eliminados. Estaba seguro que en las otras cuatro mesas habría más torpes. Colocó el brazo encima de su dibujo cuando el de su derecha intentó espiar. Ah no, eso sí que no. A copiarse al colegio, que en cuestión de chamba cada cual se juega su pellejo.

Diez minutos después el de bigote ridículo recogió las hojas. Les dijo que descansasen unos cuantos minutos, que observaría detenidamente los dibujos y que habría una depuración de aquellos que no pasasen el examen sicológico. En cuanto a los que sí aprobasen, tendrían que prepararse para el segundo examen el cual sería tomado en ese mismo momento. Pasaron quince minutos y el de bigote ridículo salió y anunció que las personas que llamase deberían pasar a la otra sala. En cuanto a los que no aprobaron, se les agradecía su visita y que en cualquier otro momento podrían volver a postular. Una forma muy amable de decir qué brutos que son, vayan a limpiar carros, carajo. Llamaron a tres personas, cuatro, cinco, pero ninguno de ellos era su nombre. Se puso un poco nervioso cuando ya eran siete. Respiró profundamente cuando la octava persona se levantó y se comió una uña cuando la novena fue llamada. Sin embargo, casi salta de felicidad cuando escuchó su nombre en la persona número diez. Claro, así debía de ser, era imposible que no aprobase. Caracho, por algo no le iba a poner piso y paraguas, ¿eh? Una persona más fue llamada y las 19 restantes se les dio una muy respetable patada en el culo y de vuelta a sus barriadas.

La segunda sala era más pequeña, pero no menos acogedora. Se sentaron los once que eran y el de bigote ridículo fue reemplazado por una mujer vestida elegantemente, pero con una cara de estreñida. ¡Qué rayos pasa aquí! ¿Es que todos los trabajadores tienen algo de anormal? La que tenía cara de estreñida les pasó un boletín y una hoja de respuesta. Dijo que en ese boletín había 133 preguntas y que tendrían que marcar entre 5 opciones: siempre, casi siempre, algunas veces, raras veces, nunca. Que contestasen con la verdad y no como quisieran ser o como que quisieran impresionar al que corrige esta prueba. Que habría preguntas que se repetirían, con distintas palabras, pero en síntesis serían iguales. Y que si alguien marcaba una respuesta distinta quería decir que había mentido y que la empresa no quería mentirosos así que tendrían que ser depurados, pues aún faltaba un tercer examen. Sabía algo también de este examen. Sabía que el truco estaba en marcar solo tres opciones. Si estaba de acuerdo tendría que marcar casi siempre. Si la pregunta era ambigua o polémica debía ser neutral, es decir, marcar algunas veces. Y si había que dar una negativa debía marcar raras veces. Sólo en caso extremo la respuesta sería siempre o nunca. Contestó lo mejor que pudo y le sorprendió algunas preguntas como ¿se siente acosado por una fuerza superior? O ¿ha pensado en el suicidio? Estas preguntas recibieron una gran tacha en el NUNCA. Pero también hubo una que le hizo titubear mucho: ¿se divierte en una fiesta de homosexuales? Sabía que si respondía siempre, podría ser catalogado de marica, pero que si respondía nunca, podría ser visto como homofóbico. Sin embargo, analizando la pregunta, supo que aquí había un truco y que muchos iban a colocar nunca. Por eso, y a pesar de su odio hacia los del sexo no definido, marcó la respuesta raras veces. Quince minutos después había terminado de marcar todas las respuestas y sonrió al notar que había sido el primero en acabar. Dejó la hoja de respuestas a un costado de la mesa y la cara de estreñida pasó cerca a él. Moviendo la cabeza le preguntó si había concluido, aunque no esperó respuesta, pues se llevó la hoja inmediatamente.

Minutos después, cada postulante había concluido. La cara de estreñida afirmó que tendrían que esperar alrededor de media hora, pues debían corregir todas las hojas de respuestas. Durante la espera, uno de los ejecutivos de ventas les iba a dar una charla acerca de la empresa, los negocios y sobre los tres nuevos integrantes que necesitaban para el local de San Miguel, los cuales tendrían una capacitación de una semana. Fue en ese momento que sintió un poco de temor. Se sentía muy seguro, pero no supo porqué un pequeño temblorcillo empezó a darle en la pierna izquierda. Ocho debían ser eliminados. No, no creo, yo he marcado todo bien, los otros serán los eliminados, yo no. Escuchó atento la charla y no bostezó como uno de los blanquiñosos enternados de la otra mesa. No, él era educado en esas situaciones. Además, le había emocionado eso de si eras bueno el sueldo subiría y que tendrían todos los beneficios laborales. Es decir, seguro, gratificación y por supuesto, vacaciones. Sí, era precisamente el tipo de trabajo que tanto había soñado. Media hora después la cara de estreñida salió y dio un discurso similar al que ya había dado el de bigote ridículo. Agradeció a todos, pero dijo que solo cinco habían pasado a la entrevista con el gerente. Que se les agradecía su participación y que podrían volver a presentarse para otro momento.

Fue llamado en tercer lugar, seguido del blanquiñoso y de un tipo que tenía un parche notorio en el bolsillo de su camisa. Los otros seis se fueron agradeciendo, pero sintiendo la humillación de haber recibido la misma patada que los otros, pero con mayor retraso. Los cinco restantes se quedaron mirándose unos a otros mientras una señorita muy bonita repartía vasos de gaseosas y unas galletitas. Supo que es esos casos lo más recomendable era coger una sola galleta aunque se moría de hambre por la falta de desayuno, sumado a que ya estaba cerca la hora del almuerzo. Por otro lado, el blanquiñoso cogió un puñado con gran desparpajo, en tanto que él masticaba lentamente su única galleta porque la fuente ya había sido llevada por la guapa señorita y estaba arrepintiéndose de no haber cogido una más.

Minutos después salió el joven que había dado la charla y dijo que pasarían uno por uno, pero que ninguno podría retirarse hasta saber los resultados finales. El gerente de ventas entrevistaría por un lapso de diez minutos a cada uno de ellos. Les aconsejó que se mostrasen lo más sinceros posibles seguido de un mucha suerte para todos. Sólo faltaba pasar esta tercera fase y eliminar a dos más. No, sus sueños no podían romperse, ya casi se había acostumbrado a ese estilo de vida mental que había creado. No, él tendría que pasar la entrevista. Además, sabía también algo de esto. Debía mostrarse seguro y no titubear con sus respuestas. Responder con énfasis, pero sin exageración ni conchudez. Sí, él sabría cómo salir de esto. Observó a sus cuatro adversarios, dos de los cuales serían ahora compañeros suyos, aunque aún no sabía exactamente quiénes. No, no quería que el blanquiñoso sea uno de sus compañeros. Le había caído antipatiquísimo desde el primer momento, tanto por el bostezo descarado, como por la frescura que tuvo al coger tantas galletas. No claro que no, el gerente se daría cuenta de que ese muchacho no era el indicado para el trabajo ni mucho menos para interrelacionarse con tanta clientela selecta. Por lo tanto, ya estaba eliminado. Observó al otro, el del parche en el bolsillo de la camisa. ¿Pero cómo se le ocurría venir a ese tipejo en esas fachas? ¿Es que acaso no sabía en dónde estaba y con quién iba a hablar? No podía creer que haya pasado hasta esa última fase. Pero si bien su examen sicológico y sus respuestas sinceras lo habían salvado, era ahora su apariencia la que lo eliminaría. El gerente no permitiría que uno de sus futuros empleados se aventurase a venir de esa manera a su primer día. Claro que no, por lo tanto, ése también estaba descartado. ¿Quería decir, entonces, que los otros eran sus futuros compañeros de trabajo? Habría que observarlos también para ver si es que no tenían ninguna falla. Observó al que estaba próximo al de bolsillo parchado. Sí, era cierto, tenía elegancia, pues el terno que llevaba parecía estar en perfecto estado. Aunque de seguro era de algún familiar o amigo que se lo había dado para impresionar a los jefes. Sin embargo, este tipo también tenía un defecto y es que cómo se le va a ocurrir comerse las uñas en plena sala mientras se esperaba que el gerente llamase a cada uno de nosotros. Ah no, claro que no, si en situaciones como ésta se ponía así, entonces ¿cómo sería cuando estuviera atendiendo a un cliente que no hubiera quedado satisfecho? ¿Acaso iba a escapar corriendo o es que se iba a comer todititas las uñas frente a él? Al parecer éste también quedaría descartado. ¿Pero, entonces, sólo se quedarían con dos? La cara de estreñida había dicho que necesitaban a tres. ¿Es que elegirían al menos malo? Bueno, aún faltaba observar al último postulante.

Qué extraño, este parecía no tener ningún defecto. Es más, causaba admiración observarlo. Tenía una mano apoyada en el mentón y esto producía elegancia a su persona. Además, la vestimenta que llevaba era la adecuada para el momento. No, éste no era como los otros tres. Éste no estaba nervioso como para comerse las uñas. Éste no tenía ningún parche ni mucho menos era conchudo con sus ademanes. Éste era el compañero perfecto para trabajar.

Quien interrumpió sus pensamientos fue el joven que les dio la charla y llamó al primer entrevistado. ¡Pero qué suerte! El primero en pasar sería el joven que no tenía ningún defecto. Claro, él sí se llevaría de encuentro a todos los que estaban ahí, incluso llegó a pensar que hasta a él mismo. Sin embargo, cuando el joven se levantó casi suelta la carcajada general y es que este muchacho no podía mantener el equilibrio. Parecía que estaba caminando en zigzag. Chueco resultó éste, y pensar que causó mi admiración durante un buen rato. Aunque al parecer el gerente no lo entrevistaría caminando y tal vez no se percataría del defecto que tenía este sujeto. Lo más seguro es que pasaría esta prueba, pues aparenta ser el indicado. ¿O sea que nadie era apto para este trabajo? ¿Quería decir que él era el único que reunía todos los requisitos para poder trabajar en esta empresa? Pero qué fácil sería todo esto. Muy contento continuó armando sus proyectos. Se decía que cada mes juntaría la mitad de su sueldo, para más adelante poner un negocio, y que la otra mitad la utilizaría para poder vivir bien. Pensaba únicamente en salir de Balconcillo y no volver a La Victoria nunca más. Cambiaría de amistades y por qué no, más adelante tentaría algún estudio superior, luego de que haya puesto el negocio, claro está. Muy feliz vio que el de caminar chueco salía de la oficina del gerente y más chuequísimo que nunca se sentaba en el lugar de donde había salido. El segundo en ser llamado fue el blanquiñoso conchudo, el cual hizo que lo llamaran dos veces (¡pero qué fresco!). Se levantó con el mayor desgano para dirigirse a la oficina. Sin embargo, calculó el tiempo y notó que éste no había durado ni siete minutos. Seguramente el gerente se dio cuenta de la clase de sujeto que era y lo despachó rápidamente. El tercero en ser llamado fue el comelón de uñas, quien se levantó con su terno llamativo. Caminó lentamente, pero antes de entrar se rasgó el pequeño pedacito de uña que había faltado comerse y entró. Quería reír de felicidad, pero sabía que la apariencia era primordial en esta clase de trabajos. Contabilizó el tiempo y notó que éste se demoró más de doce minutos. De seguro se le ocurrió comerse las uñas de la otra mano antes de salir de la oficina del gerente. Segundos después en que salió el comelón de uñas, escuchó su nombre por toda la sala. Sí, en este momento aseguraría su futuro y sus sueños empezarían a cumplirse. Se levantó lentamente, caminó muy seguro de sí, antes de entrar observó a los cuatro sujetos sentados. Sonrió al notar que entre ellos sólo había perdedores, y entró.

La oficina del gerente no era grande, pero sí elegante y cómoda. Un hombre de tez blanca y con anteojos lo esperaba. Calculaba que debía bordear los cuarenta. Observaba algunas hojas y sin mirarlo le dijo que se sentase. Intentó no mostrarse nervioso y aunque no lo estaba sintió un pequeño cosquilleo en la mano izquierda. Se la sujetó fuertemente y esperó el bombardeo de preguntas. El gerente levantó la mirada y empezó a observarlo detenidamente. Al instante, le preguntó si había trabajado antes. Estuvo a punto de contestar que sí, que había trabajado en La Parada y en el Mercado de frutas. Pero se detuvo a tiempo, pues supo que estos no eran lugares que sirvieran como referencia para esta clase de trabajo, ni mucho menos garantizaría que podría quedarse con el puesto. Buscó en su memoria si es que existía un lugar que se emparente con la clase de trabajo que pensaba hacer de ahora en adelante, pero por más que lo intentó no pudo. La voz se le quebró y la seguridad se le fue escapando y afirmó que nunca antes había trabajado en su vida. El gerente escribía algunas cosas en sus hojas y preguntó que si no había trabajado antes era porque entonces estaba siguiendo algún estudio superior. Se sorprendió ante estas palabras y por más que volvió a buscar en su memoria algún recuerdo, aunque sabía que no existía, de algún estudio posterior a la secundaria, no halló ninguno. Quiso mentir, pero supo que le pedirían los papeles y documentos que confirmasen esto. Negó nuevamente, pero ya no con palabras, sino con la cabeza. El gerente preguntó entonces a que se había estado dedicando. No supo qué responder y sólo dijo que ayudaba en la casa, pero que ya no quería ser una carga sino que quería aportar con dinero. El gerente levantó una ceja y preguntó si había tenido contacto con multitudes. Recordó a todos los cargadores del Mercado de frutas, a las caseritas que iban al mercado todos los días, a las fruteras que muchas veces le obsequiaban alguno que otro mango y al grupo del negro Martín. Supo que había encajado muy bien con la gente y que lo preferían por su amabilidad. Pero no se sintió seguro de decir esto, así que volvió a negar con la cabeza. El gerente escribió algunas cosas más en el texto, le hizo unas cuantas preguntas más de rutina y le dijo que esperase los resultados junto con los otros.

Salió de la oficina totalmente desmoralizado. Mientras se sentaba notó que el que tenía un parche en el bolsillo de la camisa fue llamado. Estuvo seguro de que a éste tampoco lo aceptarían, que lo que aquí querían era solo gente de cualquier barrio, menos de los llamados “populares”. No, aquí no querrían a uno de La Victoria, ni de Barrios Altos, ni del Rímac, ni de ninguno de los conos. Estuvo seguro de que quienes serían aceptados serían esos tres que estaban sentados, indiferentes ante los demás. Que ni él ni el que tenía un parche en la camisa entrarían a ese trabajo porque discriminaban a los pobres. Sabía que si decía que había trabajado en el Mercado de frutas se iban a asombrar y de seguro lo iban a calificar como un vulgar ladronzuelo. Quiso salir corriendo de ese lugar, pero no sabía por qué no lo hacía. Tal vez, aún conservaba una pequeña esperanza para este trabajo. ¿Qué le estarían preguntando al del parche en la camisa? ¿Lo estarían humillando porque vino tan mal vestido? Era increíble que ese conchudo blanquiñoso entrase a trabajar a este lugar. Le daba odio verlo casi echado en la silla, esperando, muy seguro, su aceptación a este trabajo. El comelón de uñas había apoyado su quijada en una mano, de seguro porque ya no le quedaba ni una uña más por comerse. El galán chueco se había cruzado de manos en la mesa y había apoyado la quijada. Todos esperaban que el del parche saliese para que acabase esta tortura. Pero entonces notó algo. Frente a él había una puerta de vidrio en la cual se reflejaba de cuerpo entero. Supo que a todos les había encontrado un defecto, pero que no se había percatado en los suyos. Notó que era evidente que la camisa que tenía puesta era extremadamente grande y que seguro los demás no se habían reído de él por guardar la compostura. Sintió vergüenza y quitó la mirada de aquella puerta y se apoyó en sus manos. No, ahora sí estaba seguro de que él y el del parche no serían los elegidos. Fue en ese momento que el del parche salió y se sentó junto a él. El joven que les había dado la charla dijo que lo esperasen unos minutos que saldría con los resultados y que los dos que serían eliminados no se sintiesen mal, pues habían llegado hasta una etapa muy importante. Y finalmente, que podrían volver a postular en otro momento y que de seguro esa vez sí ocuparían algún puesto de trabajo. En el momento que el joven se retiró, sintió mucha pena. Quería derramar algunas lágrimas, pues había soñado tanto y ahora lo estaban haciendo pisar tierra, pero a la vez sentía intriga por conocer al del parche. Lentamente volteó hacia él y le preguntó qué tal le había ido. El del parche un poco asombrado ante esta pregunta directa dudó un poco y sólo respondió que bien. De dónde vienes le dijo. El del parche respondió sin dudar un solo instante que vivía en Ventanilla. Esta respuesta le produjo asombro. Ventanilla estaba mucho más lejos que La Victoria y era un barrio más peligroso que el suyo. Sin embargo, no sintió ninguna vergüenza al decirlo, mientras que él jamás hubiera respondido ante ellos que era de La Victoria. Le preguntó si  antes había trabajado y el del parche afirmó que sí, que antes había trabajado de cargador en el mercado Huamantanga de Puente Piedra y que además era “jalador”, es decir, aquel que llama a las personas a voz en cuello para que suban a una determinada línea de ómnibus. Se asombró ante sus respuestas y preguntó por último si le había dicho al gerente esto que le estaba diciendo a él. Su respuesta fue un simple: “claro, ¿por qué no?”. Ahora no tenía ninguna sola duda: ellos dos eran los eliminados. Pero éste había quedado en último lugar por no haber sabido cómo responder. Al parecer, nadie le había informado cómo actuar ante este tipo de entrevistas.

El joven que les había dado la charla salió y dijo que ya tenía los resultados y que volvía a agradecer a todos su participación. Luego procedió a nombrar a los que habían sido aceptados. Nombró en primer lugar al del parche. No, esto no era cierto, ¿cómo es posible? Si este tontuelo había dicho que provenía de Ventanilla y que había trabajado en un mercado que tenía nombre de cholo. No, seguramente estaban nombrando a los que no habían aprobado. Pero no fue así, pues el joven que les dio la charla lo hizo pasar adelante, hizo que recibiera un aplauso y que entrase a la oficina del gerente. Nombró en segundo lugar al galán chueco, quien sonriente se acercó hasta él, le estrechó la mano y entró chuequísimo a la oficina del gerente. Por último, y aquí tenía el corazón casi paralizado, nombró al comelón de uñas, quien apoyó sus manos en las sienes como si no creyese que había sido el elegido y agradeciendo al joven entró a la oficina. El joven se despidió de los que no habían alcanzado plaza para ese trabajo y entró siguiendo a los muchachos.

El blanquiñoso salió furioso y él, volviendo a observarse en la puerta de vidrio, salió detrás. Vio cómo el comercio había empezado en esa gran tienda. Cómo personas caminaban de un lado a otro y cómo jóvenes bonitas se iban probando todo tipo de ropa. Llegó a la salida de la tienda y cruzó la pista hacia la avenida La Marina. Buscó el único sol que tenía en el bolsillo y pensó que un poquito de sinceridad le hubiese servido para alcanzar lo que tanto deseó. Y ahora debía levantar la mano porque el carro que lo conduciría al barrio, del cual tanto se avergonzó, estaba a punto de pasarse.                  
           
Lima, 31 de diciembre de 2007

Wednesday, September 17, 2008

ALINA GADEA VALDEZ


Alina Gadea Valdez, es abogada, graduada en la Universidad Católica. Escritora por vocación, estudió en la Escuela de Escritura Creativa del Centro Cultural PUCP.
Ha participado en varias antologías de cuentos entre ellas, Primeras Historias, Matadoras (Estruendo mudo) y Disidentes 1 (Editorial Altazor).
Obtuvo el premio Copé Bronce 2006, en la XIV Bienal de Cuento de Petroperú, por el cuento La casa muerta. 
En el 2009 publicó su primera novela Otra vida para Doris Kaplan (Borrador Editores)
Obtuvo al año siguiente una mención honrosa por su poemario A veinte centímetros del suelo en el Concurso de Poesía Scriptura organizado por el Centro Cultural de España y el Pen Club del Perú.
Acaba de publicar la novela  Obsesión (Editorial Altazor), thriller psicológico que retrata una Lima brumosa en la que se entrecruzan personajes complejos que buscan una existencia más intensa. 



LA CASA MUERTA


En ese tiempo me interesaban las casas que habían muerto porque, a diferencia de las personas, uno las podía revivir. Eso es lo que buscaba una mañana brumosa frente al mar de Mira flores. Una casa para resucitar. Una casa donde hubiera habido vida a raudales que se hubiese ido extinguiendo poco a poco hasta quedar reducida a telas de araña y a fantasmas.
Un domingo de invierno en la mañana, después de haber trabajado toda la noche frente a mi tablero, me alisté para salir a caminar por el Malecón de la Reserva. Fui serpenteando por el camino sinuoso de calles olvidadas y entré por una que se abría en tres, con una quinta como estrella. Me detuve en el centro. No pasaban carros, así que observé el lugar por un buen rato sintiendo cómo me mojaba una garúa tonta. Las esquinas de las calles eran curiosamente curvas, con casas estilo Tudor. Yo sabía que habían sido construidas cien años atrás por un arquitecto inglés que luchaba contra la nostalgia de estar lejos. Como si hubiera querido reproducir algo de su niñez aquí.
Me llamó la atención una casa enorme y antigua, de techos a dos y a cuatro aguas. Algunos más agudos y altos que otros. Una buganvilla gobernaba la punta del sombrero de bruja de uno de los tejados como un inmenso animal colorido desparramado por el techo. Entre la explosión de flores asomaban tímidamente las ventanas polvorientas de la buhardilla, entreabiertas como ojos con sueño. ¿Quién sabe qué o quién se ocultaría detrás de ellas? Miré las persianas de madera; parecían separar la casa del mundo y aislarla del tiempo. ¿Qué habría dentro de ella? Me sentí tentada de tocar la aldaba pesada. No tenía que seguir buscando. Esa casa era la que había visto en sueños, y para mi suerte tenía un letrero colgado tristemente como un collar al cuello que decía: “Se vende”. Me contuve por unos segundos antes de decidirme a tocar la puerta. Traté de mirar por una rendija y sólo vi. Hojas secas, algunas macetas vacías y unos gatos que actuaban como dueños de casa. Un olor a humedad que venía dentro se adivinaba desde la ranura. En el suelo había innumerables volantes de comidas ordinarias y rápidas, así como ofrecimientos inútiles de reparaciones en general. También vi. Una madreselva enlazada con un jazmín que subía retorciéndose por la reja de una ventana. Sentí una oleada de fragancia luchando con toda su frescura contra el olor a encierro.
Finalmente puse la mano en la aldaba y la sostuve por largos instantes, como adelantándome a mi viaje hacia el interior de la casa. Un viejo afilador de cuchillos pasó en ese momento con su extraña rueca cuyo sonido inconfundible me hizo volver en mí. Parecía un gnomo sacado de un cuento que sonaba como el flautista de Hamelin.
Golpeé la aldaba y no puedo negar que sentí algo parecido al miedo. Esperé sin saber por qué esa inquietud. Dejaría los planos de los edificios modernos que no me decían nada. El diseño de espacios funcionales y pequeños de techos bajos y de materiales nobles me ayudaba a comer, pero no alimentaba mi espíritu. Yo quería algo más que pan.
Era seguro que el se acercara a esa vieja casa querría, como lo habían hacho ya muchos arquitectos con otras casas de esa zona, tumbarla y construir uno de esos edificios como los que yo diseñaba. Esto era algo distinto. Era algo así como una ilusión, un juego que iba más allá del trabajo y del dinero
Oí pasos detrás de la puerta y finalmente la voz de un hombre joven:
¿Quién es?
Buenos días. Soy arquitecta y vengo por el cartel que dice “Se vende”.
Abrió la pequeña ventana del postigo en la puerta grande. Vi su cara como salida de la nada, o del pasado, o del encierro. Del gris del cielo, tenía unos ojos cansados y algo tristes.
Tiene que llamar por teléfono y hablar con la señora para sacar una cita. Ella sólo recibe por las tardes, es decir, algunas tardes. Voy a buscar el número.
Luego de unos momentos me extendió por entre los fierros forjados de la pequeña ventana de madera un papel marron arrugado con el teléfono escrito en números grandes e infantiles.
Gracias – le dije, y me retiré unos metros, sin dejar de mirar la casa, y me situé nuevamente en el centro de la estrella para observar. Me pareció ver algo o alguien en la ventana central de los altos de la casa. Me fijé bien. Debía de ser un reflejo del cristal, pero sin duda había muchos muebles en el interior que parecían un tumulto. Pensé en soldados sobrevivientes de una batalla. En personas inertes custodiando la casa y sus recuerdos. En testigos mudos de vidas anteriores, de amores, de riñas de novios, de peleas de niños con trajes de marineros, de juegos de trompos, de grandes almuerzos, de mujeres embarazadas, de llanto de recién nacidos, de risas de niñas con uniformes de falda escocesa hasta la rodilla llegando del colegio; de hombres jóvenes y maduros, de viejos y de muertos. Me pareció oír los ecos de las voces de unos chicos jugando a la ronda, pero me di cuenta de que sólo era el rumor del mar a lo lejos.
Llamé inmediatamente al teléfono que me proporcionó el hombre y sentí el mismo sobresalto que antes de tocar la puerta. Se hizo un silencio y oí una voz como salida de un armario:
¿Quién llama?
Algo turbada, titubeé por unos instantes y le dije:
Eh, eh, acabo de hablar con una persona… creo que es su empleado, me dio su teléfono. Usted no me conoce, yo llamo por el letrero de “Se vende”.
Ah …. Usted es otra corredora de casas.
Su voz parecía cansada de la vida.
No señora, no precisamente. No soy corredora; soy arquitecta y estoy interesada en conversar con usted sobre su casa.
Si, claro, usted piensa tumbar la casa así como han hecho con las casas vecinas. Piensa construir un inmenso edificio de cemento. Puede pasar a verme la próxima semana, pero no le aseguro nada. Sucede que tengo varios postores y el precio es lo que menos me preocupa.
En realidad, señora, mi idea es distinta. Quisiera la casa, pero no sé exactamente si pueda comprarla; y aun si la comprara, de ninguna manera construiría un edificio. Tengo otra propuesta que hacerle
En ese caso, venga esta tarde. La espero. Nada me gustaría más. A propósito, ¿con quién tengo el gusto? Usted habla con Isabel Estenós
Encantada, señora, yo soy Mariela Ramos. ¿Le bien a las cinco?
Sí, está muy bien para mí. Hasta luego
Colgué y volví a mirar la casa dando la vuelta por el malecón. Observé que había sido modificada más de una vez. Alcancé a ver una ampliación que habían llevado a cabo probablemente en los años setenta, por los materiales que habían usado. Vi. también que habían cementado el jardín y que algunos árboles tenían alambres de púas enrollados alrededor de sus troncos secos, como cinturones oprimentes. Pensé en coronas de espinas. Tenían savia rojiza chorreando bajo las púas hirientes. Yacían de pie, solitarios. Árboles muriendo de pie, con los pájaros todavía en sus nidos y saltando de rama en rama. Eran de un verde grisáceo, de ramas desnudas, con hojas que más que hojas parecían pelos lacios y ralos. Me pareció ver un niño jugando, pero no había ninguno. Eran sólo juguetes viejos. Un carrito rojo de lata, un caballo de madera.
Regresé a mi departamento paso a paso. Un frío intenso parecía haber traspasado mi piel, desconozco hasta ahora por qué. Pasé la mañana revisando la edición especial de una revista de casas antiguas. Me imaginaba el interior de la casa y por momento me venía a la mente la idea de cómo sería la señora Isabel. Su voz penetrante me había quedado resonando en los oídos. Pensé que las casas, como la gente, pueden ser nuevas o pueden venir de muy lejos y de muy atrás. Pueden contar con ninguna o con muchas experiencias. Pueden atraer o repelar. Pueden dar energía o alegría o miedo o gusto o pena. O una mezcla de todo. Pueden contagiarse de las virtudes y defectos de las personas.
Almorcé un sándwich y me quedé dormida viendo una película absurda. Y soñé nuevamente con la casa y con la señora también.
Una hora después estaba tocando otra vez la aldaba de fierro pesado. Alguien me abrió; no lo llegué a ver, y los goznes chirriaron con un ruido ácido. Pasé y, al cerrar, la puerta se tiró con todo su peso. Me estremeció el sonido que hizo. Caminé por la arboleda lánguida de casuarinas. Los gatos ronroneaban y se enroscaban, algunos se estiraban. La puerta redonda de ingreso a la casa estaba abierta.
Entré y la vi. sentada en medio de la sala vacía en un sillón color rojo estilo Luís XV. Tenía una bata blanca que le llegaba hasta el suelo y un pañuelo en la cabeza. Sus ojos hundidos y ojerosos eran la huella de algo que había sido bello en otro tiempo. Su mano venosa con uñas largas pintadas de rojo sostenía la cabeza plateada de un bastón. Me hizo una especie de saludo con un gesto, mientras golpeaba el bastón contra el piso de pino. No pude evitar que mi mente vagara hasta el barco a vapor que debió transportar los troncos desde Estados Unidos hasta el puerto del Callao, y en el bosque de gigantescos pinos talados para elaborar esos largos listones cien años atrás. Se trataba de una enorme sala vacía. Le habían retirado, ignoraba yo con qué objetos, los enchapes de madera de las paredes y sus zócalos altos, dejando al descubierto alambres de antiguas conexiones en tubos ya inservibles. Como arterias a la vista. Levanté la cabeza y vi que tampoco le habían dejado las molduras de yeso del techo. La casa era como una mujer elegante desprovista de sus alhajas y de sus atuendos. ¿Por qué tanto maltrato?. Tal vez alguien con el afán de terminar de desnudarla, para después matarla con picos y palas en un dos por tres. Las paredes de adobe se demuelen con extremada facilidad. Tal vez había sido un intento fallido. Tal vez doña Isabel se había arrepentido a último momento de venderla. Tome por cierta esa suposición y caminé hasta donde ella estaba. Más tarde pensaría que doña Isabel había depredado la casa como una mujer que se inflige un castigo así misma, cortando su preciosa melena al ras del cráneo o pintándose toda la cara con lápiz de labio frente a un espejo para humillarse cruelmente.
Me miró fijamente. Sus ojos parecían los de una paloma: distantes y con un contorno lila alrededor del iris.
Tome asiento, como pueda. Como verá, no hay muchos muebles en esta parte de la casa. Todos los he ido haciendo llevar arriba, donde tengo mis recuerdos y paso todas las horas del día. Pero usted podrá acomodarse en el piso; es muy joven, por lo que veo.
Sonreí para darle gusto y para darme un poco de confianza y me senté con las piernas cruzadas lo suficientemente cerca de ella como para que me oyera pero lo suficientemente lejos del alcance de su puntiagudo bastón. Algo en elle me intimidó y me subyugó al mismo tiempo.
¿Cómo me dijo usted que se llamaba? Ah sí, Mariela. Es un gusto conocerla, Mariela. Como habrá notado, tengo dificultad para movilizarme, así que le ruego que acerque esta mesita de ruedas que está junto a la ventana.
Me levanté y atraje hacia nosotras la mesita rodante y le serví una taza de té. La tetera humeaba sobre un azafate de plata cincelada con un pequeño mantel de encaje.
Sírvase usted una taza.
Así lo hice y me volví a acomodar en el suelo, mientras observé las huellas de puertas que habían sido clausuradas con cemento. ¿Qué habría detrás de ellas y por qué las habría cerrado? Con la mirada vagando aún por la sala, su voz cascada interrumpió mis conjeturas.
Sí. Ya sé está pensando. He cerrado las puertas y también algunas de las ventanas. No me gusta la luz, al menos no la luz hiriente; prefiero la penumbra. Eso sirve también para que nadie se anime a visitarme. Salvo algunos gatos y gente como usted. Una casa tan elegante no se debe convertir en un cuchitril con montones de familias de medio pelo hacinadas dentro. Viene gente foránea a usurpar nuestro barrio. Advenedizos sociales.
Así es, si me permite decidirle, doña Isabel. Yo la entiendo perfectamente. A mí me gustan mucho las casas antiguas. Pienso que tienen qué decir, que son testigos de la vida. Me gustan sus chimeneas grandes de piedra, sus techos altos que en vez de oprimirnos nos liberan y sus paredes anchas de adobe que guardan dentro tantas emociones. Tanta vida.
Bah, habladurías. Va usted a decirme de una vez por todas qué es lo que pretende y sólo después de oírlo haré que Eddie le enseñe mi casa.
Doña Isabel, sé que su casa vale mucho dinero, por su tamaño y su ubicación. Por lo general estas casas han sufrido modificaciones necesarias en su momento, pero que después de un tiempo pierden su razón de ser. Yo quisiera devolverle su diseño primigenio. Entiendo que usted preferiría no demolerla y que no tiene demasiado apuro por dinero. Comparto con usted que es una pena asistir a la destrucción de una casa tan especial como la suya y verla convertida en una serie de departamentos término medio. No tengo la suma que la casa vale, pero sí dispongo de los materiales adecuados y de mano de obra de primera para rehacer la casa.
Sí. Todo eso suena muy bien, señora o señorita Ramos.
Señorita por ahora, pero dígame sólo Mariela.
Bien, Mariela, pero… ¿a cambio de qué tanta maravilla?
Querría proponerle, en segundo termino, que por el monto de lo invertido me conceda en alquiler el primer piso de su casa para poner mi taller de arquitectura. Las sumas y los tiempos tendríamos que sentarnos a discutir una vez que yo sepa a ciencia cierta cuánto es lo que tendría que invertir
Bien, bien, bien. Su propuesta es algo inusual, pero debo reconocer que resulta más simpática que las que suelo recibir, y además usted no me cae del todo mal. Déjeme pensarlo, mi estimada. Un asunto así tengo que considerarlo por lo menos unos días. Espere mi llamada. Eddie tomará sus datos. ¡Eddie! Acompaña a la señorita hasta la puerta.
Hasta luego, doña Isabel.

El hombre había salido como de la nada y me acompañó. Saqué rápidamente una tarjeta, él estiró su mano lánguida y se la entregué mientras caminábamos por la arboleda. A penas ella lo llamo apareció como una sombra, andando como si sus pies no tocaran el suelo. Cerró suavemente la puerta tras de mí. Esta vez la bisagra chirrió levemente.
Pasé la semana entre el tablero y la computadora. Hacía un trabajo solitario, pero no era eso lo que me molestaba. Lo que no me gustaba era lo que diseñaba en sí, las distribuciones forzadas en espacios pequeños, y los materiales. Trabajaba sin mayor esfuerzo y sin soñar tampoco. Mi mente vagaba, pensaba en la mediocridad de lo que hacía y sin que yo lo quisiera mis pensamientos regresaban a la casa del malecón y a sus tejados, a sus vigas y a sus muros anchos de adobe. Así pasó poco más de un mes en que creí que ella no me llamaría y yo me resistía a insistir, pero una tarde sonó el teléfono. Era Eddie. ¿Aceptaría ella m propuesta?
Oí su voz como ausente:
De parte de la señora, que se acerque esta tarde por su casa
Allí estaré.
Y así fue. Esta vez la señora hizo que Eddie me llevara hasta los altos por una escalera oxidada de servicio. Se encontraba recostada en un chaise longue
Pasa – me dijo y me hizo sentar a prudente distancia de ella. Tenía puesta una túnica. No alcancé a distinguir los colores por la penumbra del cuarto, pero ella y su cuarto parecían sacados de otra época y de otro mundo, un tanto teatrales. Infinidad de libros de tafilete alrededor de su cama. Observé que los muebles no correspondían a los que usualmente componen un dormitorio. Eran más propios de una sala muy ostentosa. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude ver el moiret celeste de su sofá y sus muebles, unos de carey con bronce, algunos de pandeoro y otros enconchados. No había mesas de noche, ni armarios. Sólo tazas sobre papeles y papeles sobre agendas y agendas sobre discos antiguos.
¿Me observas? Es que puedo ser tu abuela, sabes. Creo que Pronto me voy a morir. No duermo bien por la noche; en realidad, no duermo. Paso la noche pensando. Las preocupaciones en general
Algunos recuerdos que se apoderan de mí. Me siento sola. A veces me parece que las paredes me van hablar o que me van a oprimir, juntándose unas con otras. Por eso pensé en vender la casa. Pero tú has dado en el clavo. En realidad no quiero hacerlo. Venderla sería como venderme a mí misma, o como sepultarme en vida. Prefiero morir en la casa. Además, qué haría con el dinero. A mí no me falta dinero, me falta vida. Esta vez el motivo de mi desvelo fue tu ofrecimiento. Puede que sea una buena idea que remoces esta casa y conservarla. Tal vez estaría dispuesta a aceptar tu propuesta, pero con algunas condiciones. Por favor, ahora retírate. Necesito descansar.
Me quedé aun más inquieta que durante los días anteriores. Cuáles serían asas condiciones, qué iría a proponerme. Llegué a obsesionarme a tal punto con la casa que a manera de consuelo fui al registro y busqué los planos para estudiarlos. Me dediqué a hacer dibujos de la fachada y bosquejos de algunos ambientes. Hasta que varias semanas después volvió a sonar el teléfono. Era Eddie: la señora quería volver a verme.
Hice el mismo recorrido que la vez anterior, y al llegar al ático, mientras le hacía una especie de venia. Doña Isabel, sin siquiera saludarme, me encaró:
Mis condiciones son así: en primer lugar, Eddie te habilitará desde hoy su cuarto independiente en el primer piso de la casa, donde podrás trabajar y vivir. No deseo que tus obreros beodos entren a robar por las noches o, peor aun, que hagan juergas con el dinero de su semana, aprovechando que estoy sola. Sé cómo es esa gentuza. Me imagino que contigo de por medio tendrán más respeto que solos con una vieja y un muchacho inútil. En segundo lugar, me importa un bledo el monto que vayas a invertir. La casa seguirá siendo mía y una vez que yo muera pasará a tu propiedad. No tengo ningún heredero y, por otro lado, me gusta la idea de que aprecies esta casa.
Acepté. Estaba perpleja. Su ofrecimiento me pareció descabellado, pero no podía decirle que no. Era más de lo que yo quería
Pe-pe-pero, doña Isabel, ¿está usted segura de lo que me está diciendo?
Claro que lo estoy, tonta. Y anda de una vez antes de que me arrepienta. Hablaré con e doctor Collantes para que haga los trámites que corresponden
Mientras bajaba a toda velocidad las escaleras corroídas por la brisa del mar iban cayéndose los trozos de fierros oxidados e imaginaba la casa viva, limpia, aireada. En su forma original, haces de luz atravesándola por las ventanas abiertas el aire puro circulando entre calidos muros de adobe. Los tabiques y las trancas abajo. Los candados afuera y la energía colándose por los ángulos de las pirámides de los techos. Las maderas y los bronces relucientes. Las macetas llenas de flores, la hierba creciendo en el jardín. La casa resucitada. No había tiempo para perder.
Esa misma noche llegaría para quedarme en la ansiada casa del malecón y dormiría e el cuarto preparado por Eddie. No conocía sino un pequeño tramo, el que lleva al segundo piso por la escalera trasera, la que en otros tiempos usaba el servicio. Desconocía todo acerca de la casa. Tomé sólo lo indispensable para pasar la noche. Al día siguiente iría a recoger mi tablero y el resto de cosas que eran pocas, y entregaría el departamento. Llevé unos útiles se aseo y algo de ropa. Me recibió el muchacho con un manojo de llaves en la mano.
De parte de la señora – me dijo en tono solemne
Las tomé y los seguí. Me hizo entrar por la puerta redonda por donde pasé la primera vez. Después del salón venía el escritorio. En medio de una atmósfera densa, el aire se sentía espeso y el tiempo estancado. Serían las paredes plagadas de salitre o el piso crujiente. Pude ver que las ventanas interiores inútilmente enrejadas daban a unas especies de catacumbas llenas de desmonte. Me había instalado una cama de bronce son dosel y cubrecama de flores pequeñas en tonos lilas. Me dejó sola. Lo vi partir como flotando. Sentí que alguien se acercaba, pero no llegué a ver a nadie debía de ser un gato detrás de alguna pared. Me senté sobre la cama, dejé mi maletín a un lado y me quedé no sé cuánto tiempo en silencio, supongo que observando o tratando de adivinar por dónde comenzaría. Un sonido permanente se oía desde el fondo de algún lado, como un quejido. Sería alguna fea luz neón instalada arbitrariamente sabe dios dónde y con qué objeto. Me levanté y emprendí mi viaje por el interior de la casa. Oscurecía y, como no había focos, la casa se iba sumiendo en tinieblas. Apreté interruptores hundidos en las paredes, algunos sobresalientes y torcidos, hasta que encontré por fin uno que encendió
La luz mortecina del sospechado tubo de neón que me alumbró débilmente hasta llegar lo que había sido la cocina, donde rebusqué encontré unas velas ya usadas y rotas. Las acomodé en unas botellas de vino vacías y seguí andando con una extraña sensación. Me tropecé con un bulto y luché un buen rato con el llavero en la puerta de fierro que separaba la cocina del patio. Estaba trabada como casi todas las demás puertas, como si escondieran secretos del otro lado. Logré salir del patio donde estaban los cuartos que debían haber sido de los mayordomos y las empleadas en otros tiempos. Había un olor a trapos húmedos guardados, una atmósfera irrespirable a hongos. Las ventanas de esa parte daban al escritorio. Estaban separadas por rejas de fierro tapiadas por detrás con ladrillos. Una espesa capa de polvo alfombrada el piso del patio donde colgaban, olvidados, algunos harapos, y dormían infinidad de cajas, cachivaches, botellas vacías, periódicos y muebles viejos. Un vericueto me condujo por otra ruta al que habría de ser mi cuarto en el escritorio. Casi no supe en que momento dormida sobre la cama hasta el día siguiente. Debía de haber amanecido, pero la luz no llegaba hasta esa parte de la casa. Me volví a quedar dormida y tuve sueños raros. Una angustia me secaba los labios la lengua. Soñaba con puertas cerradas imposibles de abrir, con ventanas de vidrios rotos y polvorientos, con gente triste a la que le hablaba y no me contestaba en la casa vacía. Me desperté asustada; una nube parecía haberse instalado sobre mi cabeza. Todavía adormecida, llené la tina de mármol con patas de león y caños de bronce. Había agua caliente y Eddie se había encargado de limpiarla muy bien. Me sentí mejor después. Me vestí y encontré al muchacho en el comedor vacío. Traía una taza de café. Nunca entendí de dónde salía cada vez que veía ni de dónde sacaba las tazas de porcelana y la tetera humeante. Desapareció antes de que le pudiera preguntar nada. Descubrí el comienzo de la escalera principal interrumpida por una pared. Una escalera a ninguna parte. ¿Qué habría del otro lado? ¿Por qué estaría cerrada? Los libros de la biblioteca donde yo dormía habían sido sacados, y sus estanterías, arrancadas. Sin lectores eran como niños huérfanos y sin estantes no tenían casa. Los cuadros descolgados y volteados contra la pared eran como personas castigadas. El comedor vacío con la araña de cristal torcida me hablaba de mejores épocas.
Empezaría por el primer piso donde podría trabajar con mayor comodidad y libertad dado que Eddie permanecía arriba con la señora. Lo primero sería destrabar una por una las puertas para que pudieran entrar la luz y el aire. Pasé el dia programado cada una de las obras y saqué el letrero que decía “Se vende”. Al día siguiente muy temprano ya tenía la cuadrilla de obreros trabajando. Cada noche un extraño sopor me invadía y caía agotada, y cada noche volvían los sueños. Me despertaba por momentos muy asustada. Al despertarme pensaba en la señora y en la soledad era contagiosa. Sí a mí también me terminarían hablando las paredes. Me sorprendía la cara gris de Eddie. ¿Estaría así porque permanecía todo el tiempo al interior de una casa sin luz? ¿Me pondría yo también así?. Afortunadamente esos temores desaparecían al empezar a trabajar. Pero volvían ineludiblemente al caer la tarde. Pensaba en que las casas son como las personas, que hay que conocerlas poco a poco y entenderlas. En este caso había que conocer cada rincón de su intrincado laberinto y cada uno de sus ruidos. Algunas noches oía risas, pero no podía determinar de dónde venían. ¿Sería Eddie? Empujaban y jalaban algo. Los golpes. ¿Serian del bastón de doña Isabel contra el suelo? Por momentos parecía que alguien rebuscaba algo, alguien que a veces reía y otras lloraba en las noches.
Comencé a subir al ático a visitar a la señora. Mientras más lo hacía más angustiada me sentía, más me perturbada su presencia, pero, extrañamente, más me empeñaba en ir.
A medida que pasaban los días la atmósfera de la casa se iba aclarando y haciendo menos densa. Abrí vanos donde habían sido clausuradas las puertas. Entraban ráfagas de aire puro; la casa parecía respirar. Raspé el antiguo piso de pino oregón y comenzaron a aparecer los matices caramelo y cognac de sus hermosas vetas. Derrumbé los muros improvisados; taladré, tarrajeé, frotaché, enlucí, enyesé, lijé, pinté sin descanso. Entubé los cables, volví a instalar los enchapes de madera, los zócalos y las molduras, levanté el cemento del jardín soterrado y planté de nuevo el grass. Podé los árboles y planté flores por todos lados. De un momento a otro aparecían mariposas blancas.
Faltaban todavía muchos espacios por trabajar; entre ellos, y en particular, el ático de doña Isabel y toda la zona que ella, sus muebles y Eddie ocupaban. Los ruidos venían de allí
Hasta que llegó el día en que tenía que traerme abajo la pared que interrumpía de manera siniestra la escalera. Al primer combazo oí un grito y luego sentí un alboroto. Subí. Era la señora.
Comprendí que ella luchaba por aislarse del mundo cerrando el paso, clausurando entradas. Esa vez me apuntó con el bastón desafiante, así que salí inmediatamente del ático. Luchaba por separarme del presente y de la realidad en su bruma particular, en la penumbra obligada de su cuarto. Me causo pena y a la vez miedo. Sin embargo, había algo que me seguía fascinando de ella. Dejé de ir varios días después de ese incidente. Pero todo el tiempo pensaba en ella hasta que no pude resistir y volví a la semana siguiente y seguí yendo todos los días.
Cuando estaba de humor recitaba versos de Shakespeare. Me maravillaban su prodigiosa memoria y su perfecta dicción, pero también me horrorizaban algunos, como los de Lady. Macbeth que a ella le encantaban. Escucha, joven amiga, y aprende: “La vida no es sino una breve llama, una sombra que camina, un pobre actor que no volverá a ser oído, es un cuanto contado por un idiota, lleno de sonido y de furia que no significa nada” – y se regodeaba en su perfecto ingles- : “It’ s a tail told by an idiot full of sound and fury signifiying nothing”.
Muchas veces lloraba mientras recitaba y terminaba muy alterada, por lo que me ordenaba que me fuera. Yo me retiraba discretamente y sus palabras quedaban resonando en mis oídos
Algunas veces lloraba mientras recitaba y terminaba muy alterada, por lo que me ordenaba que me fuera. Yo me retiraba discretamente y sus palabras quedaban resonando en mis oídos
Algunas veces se mostraba extremadamente cariñosa y se empeñaba en pedirme que eligiera una de sus joyas para regalarme.
Dime querida cuál de estas joyas quisieras para dártela
Ninguna, doña Isabel; por favor, no se preocupe.
¡Qué desaire! ¡Qué malagradecida eres! No entiendes lo mucho que significan para mí. ¿No sabes acaso que las joyas son como el alma de una mujer?
Alguna vez estuve tentada de tomar una, pero me resistía.
Entre otras razones, pensaba que al hacerlo ella terminaría molesta y exaltada. Además, no tenía mayor interés en tenerlas. Por eso no le hacía caso, me despedía de ella y volvía al dia siguiente.
- Eddie, sé útil y trae los dulces que le gustan a la señorita Mariela. Date prisa, ¿o crees que ella tiene todo el día para esperarte?
Era hermoso escuchar los relatos de su niñez contados con tanto humor. Otras veces a duras penas hablaba. Yo la contemplaba y más de una vez las lágrimas le corrieron manchándole la cara de maquillaje
Una tarde me mandó llamar con Eddie, quien lucía muy asustado, y no hacía sino repetirme: “La, la….señora doña Isabel la llama. Suba por favor”.
Había una súplica en su cara de tramboyo despavorido. Cuando entré en el ático la encontré de pie, colgándose de las gruesas cortinas que lo oscurecían.
- A ti te estaba buscando, por qué te demoraste tanto en subir, qué malvada eres. Se han robado mis joyas – se lamentó a gritos-. Deben de ser tus obreros, así que tú harás que aparezcan, ¡hoy mismo!
Tenía un tono cada vez más imperioso.
Me preocupó su estado pero sospeché que ninguno de mis obreros ni el mismo Eddie habían tomado las joyas que ella tenía escondidas. Pensé que trataba de llamar mi atención y así lo confirmé unos días después de que me ausenté. Cuando volví a visitarla, por fortuna estaba totalmente serena y parecía haber olvidado el desagradable incidente. Eddie estaba más tranquilo y supe por él que la señora había perdido la idea del robo.
- Mariela – me dijo con voz trémula esa tarde-, si tú te fueras, estoy segura de que moriría. Tú eres la única compañía que me queda. Me siento muy triste cuando no te veo. Me gusta estar contigo porque me haces acordar a mí misma cuando era joven. Siempre adoré esta casa, igual que tú. En realidad, lo único que quiero es que estés todo el tiempo conmigo. No quiero la compañía de nadie más.
Sus comentarios me incomodaban muchísimo y hasta me indignaban; quizá me sentía manipulada entre su exigencia y su suavidad extremas. Luchaba conmigo misma para no reaccionar de manera ruda contra ella, contra la lástima y la irritación que me causaba al mismo tiempo. Sin embargo, tampoco podía prestarle demasiada atención, porque si lo hacía sabía que ella se irritaría más y se comportaría como una niña caprichosa, engreída y tirana.
-Hasta que al fin llegaste. ¿No te da vergüenza haberte demorado tanto en venir a visitarme? Cualquiera de estos días me muero y nadie se entera. Si no fuera por Eddie…él es el único que se preocupa por mí.
Pero doña Isabel, usted sabe que estoy trabajando, estoy cerca; además, nunca dejo de venir a visitarla, y lo hago con mucho gusto.
Y esos diálogos se repetían constantemente mientras Eddie entraba y salía con el azafate cincelado, las servilletas bordadas y las tazas de Limoges.
Emprendí los trabajos del segundo piso por la escalera trasera. Así pude continuar sin que ella viera a los obreros y evité que le dijera una impertinencia o que ellos se burlaran de alguna de sus extravagancias.
Piqué los falsos techos y dejé al descubierto las esplendorosas vigas de madera que poco a poco recobraron su color caramelo. Las ventanas de las buhardillas dejaron su aspecto de ojos soñolientos y volvieron a mirar el mar después de muchos años.
Era evidente que doña Isabel no dormía bien; lucía cansada
-Dime qué es lo que están haciendo esos obreros a la casa. No quiero ni pensarlo. Deben de estar arruinando los cristales biselados de las puertas. No quiero ni enterarme de que hayan roto la araña del comedor o desportillado las chapas de porcelana francesa.
Hablaba como si tratara de una persona a la que la estuvieran ultrajando.
- Baje y véalo usted misma; le va a gustar mucho cómo está quedando.
Yo a mi vez le hablaba como si estuvieran peinando y acicalando a una bella mujer para ir a un baile.
Y tratando de cambiar el tema le pedía que me recitara algún verso y le seguía el amén en medio de la penumbra, las telarañas y el moho. Y por momentos notaba que lograba desviar su atención hacia temas que la tranquilizaban. Pero me daba cuenta de que nunca dejaría que los obreros entraran a trabajar en su dormitorio.
Mientras tanto la casa iba cobrando vida, recuperando su antiguo espíritu y forma. Su perfume de maravilla, mezcla de madera, madreselva y mar. La luz entraba hasta mi tablero por una inmensa ventana clara.
Una noche sentí ruidos aun más fuertes que otras veces. Como de costumbre, comenzaron cuando ya me había acostado. Decidí subir y escabullirme hasta su cuarto para ver de qué se trataba. Todo estaba oscuro. El tropel de muebles en la sala. El piso apolillado de madera crujiente. Me asomé y vi. por la puerta entreabierta un desorden mayor que el de costumbre y a Eddie en extraña actitud como un espectador impávido ente un espectáculo sobrecogedor. La señora Isabel abría y cerraba cajones con él por testigo, de los que extraía joyas que se ponía y se quitaba, vestida de los años cincuenta, con la falda de tafetán de vuelo grande y duro. Tenía un maquillaje de ojos mal delineados y un moño alto con horquilla despeinado. Se reía y bailaba, trastabillando y cantando como Edith Piaf:
Non, rien de rien
Non je ne regrette rien
Eddie iba acomodando los muebles amontonados por donde ella pasaba hasta que caía extenuada y llorosa en su cama
Me retiré con la melodía en mis oídos, con esa letra y con esa imagen. Quién sabe qué misterios habría habido en su larga y extraña vida. Quién sabe qué era a aquello de lo cual no se arrepentiría.
Me tranquilicé por las noches y los ruidos se volvieron familiares; ya no me molestaban. Veía a Eddie pasar como un alma en pena cada tanto. Era una presencia permanente, un enviado de ella. Yo trabajaba cada vez más y mejor en la amplia sala de la ventana luminosa y perfumada por el aliento salino del mar. Llegué a conocer la casa como se puede conocer a una persona: en todos los vericuetos de su arquitectura. Ninguna persona era igual a otra, ninguna era como ésta, ninguna era tan bella.
Una tarde oí un alarido. Esta vez era Eddie. Subí de cuatro en cuatro las escaleras. Lo encontré como un espectro.
- ¿Qué pasa? – le pregunté. Pero no me contestó. Lo hice a un lado. Crucé la sala. Entré en la habitación. La señora Isabel yacía entre la pila de libros, con las joyas en la mano. La cara sin vida, los ojos desorbitados, el alma se le había volado y un hilo de saliva colgada de su boca endurecida. Vi el abismo de la muerte y sentí su oscuridad insondable y su inescrutable silencio.
Dispuse todo para su entierro, al que solo asistimos Eddie y yo
No volvería a oír por las noches, ni los versos, ni aquella canción, y extrañaría tomar el té con doña Isabel. Eddie continuó apareciendo los días que siguieron. Parecían escurrirse. Yo juntaba fuerzas para ordenar y disponer las obras en el ático de doña Isabel. Y volví a sentir durante esas noches la soledad de la casa. Tal vez más que nunca. Tal vez me había contagiado. Apenas me acosté comenzaron las risas y los llantos y el golpe del bastón de doña Isabel. Los jalones y trastabilleos, y esa melodía. Esa noche en especial me desperté varias veces sobresaltada y no sabía si soñaba o escuchaba realmente los ruidos. ¿Seria ese muchacho un fantasma viviente? ¿Sería la señora con los espectros del ático muerto? ¿O sería sólo sueños?
Al día siguiente en la mañana oí el sonido seco de la aldaba. Me asomé y vi. cruzar a Eddie como una sombra, como salido de entre los muros. Fui hasta la sala. Un señor con aspecto muy serio se presentó. Resultó ser el doctor Collantes, abogado de la señora Isabel. Me dijo que tenía un documento de ella. Lo hice pasar a la biblioteca, donde los libros de tafilete estaban perfectamente ordenados en sus estantes de caoba. Ya no lucían como niños huérfanos. Eddie entró y su cara lució más alelada que nunca.
- He venido a leer las disposiciones de la señora Estenós, a fin de tomar algunas medidas de acuerdo a su testamento.
Y leyó textualmente la que había sido su última voluntad:
“Yo, Isabel Estenós, declaro en pleno uso de mis facultades, que doy en herencia la totalidad de mis bienes muebles así como la casa situada en Mira flores, con las mejores efectuadas últimamente, sus aires, su suelo y su subsuelo, sin ninguna restricción al señor Eddie Villa fuertes”.
Lo miré. Tenía la impresión impávida de siempre. Esa misma tarde tomé mis pocas pertenencias, le devolví el llavero y salí a alquilar un departamento. El tablero lo pasaría a buscar después, o tal vez lo dejaría ahí para siempre.
Pasó el tiempo y nunca lo fui a recoger. No tenía fuerzas para hacerlo. Me parecía que el cielo gris estaba muy bajo, casi aplastándome, y que la garúa traspasaba mi piel produciéndome un frío inexplicable. El mundo me parecía una cáscara silenciosa. Hasta un día en que recibí la llamada de Eddie:
- Señorita Mariela, acá están todavía sus cosas, con su tablero más.
- Iré cuando pueda, Eddie.
Unos días después decidí ir y enfrentar la realidad. Caminaba sin querer llegar. Traté de no mirar la casa, pero no lo puedo evitar y lo hice. Al entrar por la arboleda volví a sentir el olor a moho que venía de dentro. El encierro salió a mi alcance. Encontré, en vez de la silla Luís XV de doña Isabel, un cordel con harapos colgados que atravesaba de punta a punta el lugar, con mi tablero arrimado a un lado y cosas encima. Eran trapos y envases de plástico. Vi unos camastros y unas cocinillas con fritangas. Unos niñitos sucios jugando en el piso con unos juguetes viejos. La familia de Eddie me recibió con indiferencia y yo sentí a la señora Isabel en su casa muerta. Los espectros del ático desperdigados por todos lados.
Dejé mi tablero donde estaba y al salir me detuve como el primer día en el centro de la estrella, la que daba a las tres calles y la quinta, y la miré por última vez. Levanté la vista y vi. por la ventana de los altos de la casa de arriba nuevamente abarrotada de muebles como guardianes de nada. Y vi una vez más un letrero colgado tristemente como un collar al cuello.
Esta vez no decía “Se vende”; decía:
“Provivienda hace realidad tu casa propia. 68 amplios departamentos de dos y tres dormitorios, finos acabados. Financia Banco Popular”.
Creí que nunca más volvería por esas calles olvidadas de Mira flores ni a soñar con esa casa.
Pero volví. Había pasado un tiempo en el que me sentí como un planeta desierto, como un barco varado en el fondo del mar. El frío del invierno entraba en mi alma y parecía congelar mi cuerpo. Se me hacía difícil vivir. Tenía la sensación de haber sido desconectada del mundo o de la vida o de mi propio ser. ¿Dónde habría quedado mi tablero? En todo caso ya de nada me servía; había abandonado por completo todo lo que tuviera que ver con él. Pero algunas noches no podía evitar soñar con la casa del acantilado, aunque de día la alejaba de mis pensamientos como fuera. Me prohibía a mí misma pasar delante de la casa; huía de ella. Un día no pude más y caminé hacia allá. Temía en el fondo ya no encontrarla como se teme no encontrar a un amigo muy viejo después de un tiempo de no verlo. ¿La habría matado con sus picos y palas? ¿Habrían terminado con todo lo que había dentro de ella? Esos muebles arrumados, que eran como sus vísceras, habrían sido extraídos de sus entrañas y puestos a merced de algún buitre anticuario. La habrían desbaratado dejándola como un cascaron vacío y roto. No. Ahí estaba todavía muerta pero de pie como los árboles.
Me detuve en el centro de la estrella y con miedo miré de soslayo la ventana de los altos, a ver si tenía algo que decirme todavía. Lo único que me dijo el letrero fue:
“Entidad financiera remata
Precio base US$ 100,000”
¿Qué habría pasado? ¿Por qué la subastan? ¿Por qué no construían de una vez esos departamentos pequeños y utilitarios que prometían en el letrero anterior?
Súbitamente se encendió una flama en mí y decidí buscar al doctor Collantes. Me recibió en una oficina tugurizada del centro de Lima que quedaba cerca de la Iglesia de San Pedro. Lo esperé sentada en un sofá tipo Chesterton, de acuerdo rojo y con capitoné.
-Lo que sucede es que a un tiempo de la lectura del testamento, la compra de la casa por parte de la entidad financiera no se llegó a perfeccionar, dado que la búsqueda en el registro arrojó que no estaba debidamente saneada. Pendía de ella una hipoteca. Ese es el motivo por el que se ha procedido al remate. El señor Villafuertes solo recibió de doña Isabel un presente griego.
Gracias doctor Collantes por la información, le aseguro que me va ser de gran utilidad –le contesté balbuceante.
Esa noche no dormí pensando en que podría recuperarla, y a la mañana siguiente salí temprano rumbo a la entidad del remate para comprar las bases. Pondría todos mis ahorros y adquiriría una deuda para pagarla.
Me adjudicaron la casa. Era como si ella se resistiera a alejarse de mí. Durante unos días viví en un marasmo. Me gobernaba una inquietud similar a la de volver a ver a un amor después de un tiempo y me detenía para retener la ilusión como un regalo sin abrir.
Finalmente tomé las llaves y volví a oír el chirrido ácido de los goznes. Ya sin Eddie la casa se había librado de una especie de yugo como un matrimonio disuelto. Me sentí más dueña de mí misma sin la amenaza latente de verlo. Sin embargo, comprobé que la casa conservaba para mí ese misterio y me producía el mismo miedo de la primera vez. Caminé por la arboleda que había sido nuevamente maltratada. El mismo olor a encierro de antes, los gatos, las macetas vacías, los volantes de comida rápida en el suelo. Las hojas de los árboles como pelos lacios y ralos. La alfombra de polvo en el piso. Todavía quedaban algunos muebles como soldados inertes sobrevivientes de una batalla inexistente esperándome arriba.
Volvería a nacer, sin duda, pero cómo había envejecido tanto, tan de repente. Cómo la habían maltratado hasta hacer que volviera a enfermar, cómo habían matado una vez más mi casa resucitada. Haría que volviera a respirar, y puse manos a la obra.
Comencé por limpiar y ordenar el caos que la familia de Eddie había ocasionado en pocos mese. Ventilar, pintar y plantar una vez más. Nuevamente el perfume de maravillas invadía el ambiente, y había que pasar por fin al ático de doña Isabel.
Sin embargo, desde la primera noche comenzó a sonar la melodía, los jalones y los llantos, las risas y las quejas. Sería que me perseguía el recuerdo de doña Isabel. Alguna vez pensé, cuando ella murió, que era Eddie quien se entretenía en asustarme o que la hacía a pesar de él mismo, como un loco. No. No era él definitivamente.
El ático tenebroso sin doña Isabel dentro era algo insólito para mí. Removí las sábanas blancas que cubrían los muebles como espectros. Extrañas bolsas negras desparramadas por el piso como hongos en una cueva; los cajones de los muebles enconchados habían sido vaciados. Ya no estaban las joyas que doña Isabel se ponía y se quitaba por las noches. Un gato salió por debajo de la cama y se paseó desafiante delante de mí. Retiré las cortinas gruesas que tapaban las ventanas del ático. La luz del sol entró tímidamente. Un haz de luz iluminó con sus diminutas partículas de polvo inquieto un ángulo de la habitación. Había un interruptor de luz colgado. Me acerqué a enderezarlo y encontré que era un escondrijo, la tapa de un hueco. Iba a meter mi mano pero algo tembló detrás de la pared. Me retiré unos pasos. Tomé una linterna y vi que en el fondo del vericueto había un objeto que brillaba. Estiré el brazo lo más que pude. Era un collar de enormes brillantes. Lo devolví y acomodé el interruptor. Los obreros estaban por llegar. Mientras tanto tomé fotos del ático, como era mi costumbre antes de empezar las obras. La cuadrilla de hombres llegó y comenzaron a trabajar. El sonido del cepillo no paró en todo el día, las voces de los obreros sonaban como ecos de martillazos dentro de una bruma. En la tarde esperé que terminaran de lavarse en el patio y salí a revelar las fotos. Regresé a la casa y las saqué para verlas. En la primera me pareció ver unas manchas; sería el salitre. En otra observé una luz fulgurante; debía de ser el reflejo de la ventana que abrí. Otras habían salido sumamente oscuras, como si las sombras no se hubieran ido en absoluto.
Esa tarde, como todas las demás, algo infinitamente triste y viejo pareció apoderarse del lugar y entrar en mí. No sé si era yo o era el ático. Tal vez habíamos comenzado hacer la misma cosa. Tanto que no me atrevía a esa hora a acercarme al enorme espejo manchado de azogue. Más de una vez me había figurado encontrar la cara de doña Isabel con su moño despeinado sostenido con horquilla, sus ojos mal delineados mirándome con su iris lila
Decidí encerrarme en el ático dándole varias vueltas a la llave antigua y terminar de ver lo que había detrás del interruptor. Con un desarmador lo desprendí completamente y fui sacando una a una las alhajas antiguas e infinidad de libros y papeles. Desde esa noche no volví a dormir en mi habitación. Después de mucho cavilar me adormecía y la canción volvía a sonar. Non, rien de rien, non je ne regrette rien…Cada vez me fue más difícil salir del ático. Revisando un álbum de fotos sepia, encontré una de doña Isabel joven. Por unos instantes hasta me pareció que era igual a mí. Oí su voz cascada diciéndome que la vida no es si no una breve llama un cuento contado por un idiota. Abrí el armario el que salió un perfume penetrante de mujer. Vi el vestido negro de encaje de la foto. Lo saqué inmediatamente y me lo puse, lo mismo que al collar de diamantes que extraje del escondite. En la penumbra del ático me acerqué con miedo al espejo y me miré. Vi a través de él, detrás de mí, las manchas en la pared y, entre las sombras, una luz y un espectro. ¿Me habría contagiado? ¿La soledad me habría tomado inadvertida? La casa vacía conmigo dentro, presa en el ático oscuro y lleno de joyas, libros y telas de araña. Igual que doña Isabel? ¿Las paredes comenzarían ahora a hablarme como a ella, el ático me devoraría también a mí? Ella sin duda no se arrepentiría de haberme dado y quitado la casa. Me recogí el pelo sin dejar de mirarme al espejo manchado de azogue y canté la canción mientras la casa entera lloraba.